Capítulo III

PROPUESTA DE COMPRA

La convicción de que el único defecto que como cuidadora de enfermos podía ponerse a Sara era un exceso de cuidado llevado al límite máximo y bordeando en lo ridículo, unido al cansancio de tantos días de mal dormir, hicieron que así Guzmán como Abriles durmieran hasta las tres de la tarde. En esto también influyó el cuidado que puso la negra en cerrar a cal y canto las ventanas y en amenazar a su marido con la horca, el descuartizamiento y una serie de castigos si producía o dejaba producir el menor ruido.

Tobías no estaba seguro de lograrlo, pero se esforzó con toda su alma y si no pudo evitar algunos mugidos y cloqueos, logró, al menos, que éstos no fueran muchos.

Por fin, a las tres y minutos, Guzmán se incorporó en el lecho, y con la ayuda de un finísimo rayo de sol que penetraba en el cuarto, consiguió ver la hora en su reloj. Saltó en seguida de la cama, abrió la ventana, empezó a vestirse, se lavó y en seguida corrió a despertar a Silveira, que estaba en el mejor de los sueños y, al parecer, dispuesto a seguir durmiendo hasta el día siguiente.

Dejando que Silveira empezara a arreglarse, César Guzmán pasó al cuarto de Abriles y entrando de puntillas se acercó al herido, que no obstante sufrir una fiebre bastante elevada, descansaba mucho mejor que los días anteriores.

El furioso y cada vez más cercano batir de unos cascos de caballo hizo estremecer al enfermo y atrajo la atención de Guzmán hacia lo que ocurría en el patio del rancho.

Desde que llegara allí comprendió que algo anormal sucedía en la hacienda.

Ésta, aun vista de noche, y juzgando por la importancia de los corrales, lo enorme de la casa, las numerosas viviendas de los vaqueros, debía de ser muy grande. Y, sin embargo, no se oía ni una voz de hombre, ya que la de Tobías, aparte de que era muy baja, no entraba en la cuenta, pues Guzmán, al hacer esta reflexión pensaba en vaqueros y peones del rancho.

Abrió la puerta y saliendo al corredor que conducía a la puerta de entrada, vio cruzar hacia allí a Roana, avanzando a paso rápido, vestida con un trajecito de percal que la hacía mucho más femenina que el de la noche anterior. Sin embargo, un rayo de sol que penetraba hasta el vestíbulo del rancho, arrancó un frío destello a un objeto que rompía la feminidad de aquella hermosa mujer.

¡Roana Martín empuñaba con mano firme su revólver del 38!

Fuera había cesado el batir de los cascos del caballo.

Intrigado, y deseoso de averiguar algo de los secretos de la joven, Guzmán dirigióse hacia el vestíbulo y llegó a tiempo de ver saltar de su magnífico caballo a un hombre que vestía también la negra levita de los tahúres o potentados del Oeste, sombrero ancho, botas de relucientes cañas, corbata de lazo ancho; lucía una gruesa cadena de oro que le cruzaba el chaleco y dos revólveres de cachas de nácar con incrustaciones de plata y oro en el acero.

Aquel hombre hubiera sido atrayente de no haber en sus ojos una expresión bajuna y canallesca.

—Hola, Roana —saludó sin quitarse el sombrero y dirigiendo una burlona mirada al pequeño revólver de la joven.

—Hola, Absalón Hooker —replicó Roana—. No creo haberle enviado a llamar.

—No, realmente no me ha enviado usted a llamar, Roana —sonrió el hombre—. He venido por mi propia voluntad y espero que me invitará a entrar en su lindo salón.

—No creo que el motivo de su visita sea tan largo que no pueda discutirse aquí. ¿Tiene miedo de sufrir una insolación?

Absalón Hooker rió ampliamente.

—Tiene usted muy buen humor, Roana —replicó—. Siempre me han gustado las mujeres con sentido del humor. Una mujer que no lo posea es un ser incompleto.

—¿Debo tomarlo como un cumplido, señor Hooker?

—Desde luego, Roana. ¿No le agrada eso?

—No he entendido bien el por qué de su visita, señor Absalón Hooker.

—Bien, señorita Roana, bien. No seguiré luchando con usted. Me vence en todas las discusiones. En realidad sólo quería decirle que acepte mi oferta.

—¿Es un consejo?

—Desde luego. Un consejo de amigo.

—¿De amigo? —Roana soltó una carcajada—. ¡Amigo! ¿Mantiene aún la oferta de setenta y cinco mil pesos?

—Ya no, señorita Roana. Desde la última vez que le propuse comprarle el rancho han ocurrido muchas cosas. Mi oferta actual son cincuenta mil.

—¿Cincuenta mil? —Roana fingió meditar—. ¡No está mal!

—Me alegro de que lo reconozca así.

—Sí, desde luego. Creo, si la memoria no me es infiel, que su primera oferta fueron doscientos mil pesos, o sea un tercio del verdadero valor de este rancho.

—Tal vez, señorita Roana; pero el criar ovejas no da tanto como criar vacas y bueyes. Mi oferta de entonces era la máxima que yo podía hacer.

—Por eso luego la redujo a ciento setenta y cinco mil, después a ciento cincuenta mil, hasta llegar, progresivamente, a cincuenta mil. Supongo que la próxima vez me ofrecerá veinticinco mil dólares, ¿no?

—Mucho me temo que así ocurra. Por si fuese poco el daño que nos hemos venido haciendo vaqueros y ovejeros, ha entrado en acción la banda de los Capuchones Negros y nos está causando un sin fin de perjuicios a los ovejeros.

—También a los vaqueros les ha hecho bastante daño.

—Pero nunca en la proporción que a nosotros. Creo que debemos firmar la paz y acabar todos juntos con esos bandidos, si no es que los ganaderos han hecho venir a esos pistoleros para acabar a traición con nosotros. Sería un nuevo sistema de lucha en Mesa Orondo. Todo se llegará a ver.

—Nosotros, los vaqueros, tenemos un sentido de honor mucho más elevado de lo que usted se imagina. Somos incapaces de recurrir a esos sistemas.

—No acuso a nadie, señorita. Sólo he venido a repetir mi oferta. Si usted lo desea, puedo entregarle ahora mismo el dinero. Si aguarda…

—Bajará a veinticinco mil, ¿no?

Absalón Hooker se encogió significativamente de hombros.

—Y luego bajará a diez mil, ¿verdad?

—Eso me temo.

—Y de diez mil a cinco mil, ¿eh?

Hooker no contestó.

—Y cuando llegue a cinco mil —siguió Roana— ya no podrá ofrecerme menos, ¿no es cierto?

—Eso creo.

—Pues entonces, señor Hooker, dé por hecha su última oferta. También la rechazo y espero que, no pudiendo ofrecerme menos de cinco mil dólares, no me ofrecerá ni un centavo más y se marchará de estas tierras para no volver a poner en ellas sus pies. Le doy cinco minutos de tiempo. Si no se marcha le haré echar. Y le advierto que como vuelva a acercarse a este rancho, probaré de ganar una apuesta que hice el año pasado.

—¿Se puede saber qué apuesta fue, señorita Roana?

—Desde luego, señor Absalón Hooker. Aposté que sería capaz de meter un balazo en la cabeza de un jinete que se encontrase a quinientos metros de mí. Cuando vuelva a verle en mis terrenos, probaré si soy capaz de hacerlo. Tengo la esperanza de ganar.

—Por lo que pueda ser, señorita Roana, le aconsejo que guarde su fusil fuera de casa —sonrió Hooker—. No vaya a ocurrir que se le incendie el rancho y se pierda un arma tan preciosa.

—¡Canalla! —rugió Roana, apretando con más fuerza la culata de su revólver.

—No recurra a nombres feos, señorita. Si la he advertido contra el peligro de un incendio, ha sido por su propio bien y para que no vuelva a repetirse el lamentable accidente de su granero que, por descuido de alguno de sus torpes vaqueros, se incendió una noche.

—Y el que un buey sin marca, infectado de ántrax, se metiera entre mi ganado y me destruyera más de quinientas cabezas, también fue un doloroso accidente, ¿no?

—Que yo sentí con toda el alma, señorita Roana, y que, debo confesarlo, influyó mucho en la baja del precio que yo ofrecía por el rancho.

—De todas formas, señor Hooker, puede usted marcharse, pues están a punto de transcurrir los cinco minutos que le he dado de tiempo y temo por su cabeza.

—La apuesta fue que me alcanzaría a quinientos metros, y con un rifle.

—También aposté que a cien metros era capaz de saltar los sesos a un bandido, señor Hooker. Y con revólver del treinta y ocho.

—Antes de soltarme todas esas tonterías, señorita, reflexione un poco en lo que le conviene. Sus amigos, los vaqueros, están todos en situación semejante a la de usted. Ninguno podrá prestarle ni un centavo. Por otra parte, no tiene usted peones ni vaqueros. Nuestros hombres no son muy aficionados a trabajar para mujeres. Sin peones ni vaqueros no se puede cuidar de los ganados, ni de los cultivos. En el banco tiene usted menos de mil dólares…

—¿Cómo lo sabe? —preguntó, rabiosa, Roana.

—Olvida usted, señorita, que como principal accionista del banco puedo enterarme de todo. Acepte mi oferta de cincuenta mil. Váyase a San Francisco o a Los Ángeles. Viva allí como una señorita, o quédese aquí y acepte la otra proposición que le hice.

—Si no fuera porque no soy una asesina, ahora mismo le vaciaría encima los seis cartuchos de mi revólver.

—Ya sé que pretiere el amor de John Naylor al mío —rió Hooker—. Respecto a eso debo hacerle una advertencia. Se ha visto a Naylor por los lugares que frecuentan los Capuchones Negros. Y alguien ha creído notar que el jefe de la banda luce una hermosa cicatriz purpúrea. Igual a la de nuestro amigo Naylor.

—¿Qué está usted insinuando?

—Nada en absoluto. No creo que sea John Naylor el único que tenga cicatrices rojas en la cara, ni que haya estado en la cárcel, y se haya librado por milagro de morir ahorcado. Y tampoco será el único exbandido que anda por el mundo pasando por honrado…

—Todos saben que John Naylor fue declarado inocente de los crímenes cometidos por su hermano.

—¿Todos? Hay quien opina que John Naylor debió ocupar en la horca el puesto de su hermano. Es más, se asegura que Andy Naylor huyó de la cárcel para dejar un cadalso preparado para su hermano. Algún día, señorita Roana, John Naylor colgará de una corbata de cáñamo ante varios miles de espectadores. Lleva sangre de forajido en las venas.

—Si esa sangre es de forajido, entonces sería de desear que todos los hombres honrados la tengan —dijo Roana—. Por lo menos John Naylor no se ceba en mujeres indefensas.

—Ni yo, señorita Roana. Y no se impaciente. Me marcho. Pero reflexione, porque no volveré a ofrecerle los cincuenta mil dólares que ahora le puedo entregar.

—Le he dicho que se marche.

—Véndame el rancho…

Saliendo del rincón desde el cual había estado escuchando la discusión, Guzmán avanzó hacia el centro de la galería y con voz terrible dijo:

—Señor Hooker, le han dicho que se marche.

El ovejero llevó, rápido, las manos a las culatas de sus revólveres y estaba a punto de desenfundarlos, cuando Guzmán le contuvo con una sola palabra:

—¡Cuidado!

Y con una amenaza de muerte en los ojos, añadió:

—No se suicide, señor Hooker.

Tembloroso, Hooker retiró las manos de sus armas. Guzmán no había hecho intención alguna de empuñar sus dos revólveres, pero algo en sus movimientos y en su mirada indicó a Hooker que por muy rápido que él fuera, y por mucha ventaja que el otro le diese, en una lucha de velocidad, saldría vencido.

—¿Quién es usted? —preguntó.

Guzmán sonrió, burlón.

—Si la señorita Martín no se hubiera puesto tan nerviosa a causa de su indeseada visita, señor Hooker, le habría dicho que no puede aceptar su oferta de cincuenta mil dólares por el rancho por una razón tan sencilla como es la de que me ha vendido a mí dicho rancho por la cantidad de trescientos mil dólares.

Hooker retrocedió como si le hubieran, empujado.

—Pero… —empezó—. Eso no puede ser… Yo…

—Usted no lo ha sabido hasta este momento, señor Hooker —continuó Guzmán—. Pero ello no quiere decir que no sea verdad. Pregúntele a la señorita Martín si no es verdad.

—Lo es —contestó, en seguida, Roana, aunque sin comprender las verdaderas intenciones del español.

—¡Mentira! —rugió Hooker.

—Cuidado, señor Hooker —advirtió Guzmán—. Se está usted jugando la cabeza. Ya es la segunda vez que me ha dado motivos para quitarle junto con la vida todos los malos pensamientos que anidan en su cerebro.

—¡Usted no tiene ese dinero! —siguió Hooker.

—¿No? —Guzmán sonrió burlonamente—. Me acaba de dar un tercer motivo para matarle, señor Hooker. Duda usted de mi palabra. Mas no quiero aprovechar la oportunidad que me da de librar al mundo de un gusano como usted. Por ello le voy a demostrar que además de un canalla es usted un imbécil.

Hooker estaba lívido de rabia.

—Señor Absalón Hooker, le he oído decir a la señorita Martín que podía usted pagarle en el acto los cincuenta mil dólares en que, con un espíritu altamente justiciero, valora usted este rancho.

—¿Qué pretende? —inquirió Hooker, algo inquieto.

—Muy poca cosa. Pretendo que saque usted sus cincuenta mil dólares y se los juegue a cara o cruz conmigo. Es una forma de demostrar que los poseo.

Hooker se había serenado rápidamente. Miró un momento a Guzmán y replicó:

—Ahí van mis cincuenta mil.

Y al decir esto tiró al suelo un enorme fajo de billetes de Banco.

Guzmán sacó una gruesa cartera y de ella extrajo otro montón de billetes de a mil dólares.

—Aquí van los míos —dijo a su vez, tirando el montón al suelo, junto al otro—. Y ahora, señor Absalón Hooker, saque usted una moneda de plata o de oro, tírela al aire, y yo diré si quiero cara o cruz. No le digo que pida usted, porque podría ocurrir que utilizase monedas de dos caras o de dos cruces. Es un riesgo que ya he corrido varías veces en casos semejantes.

—¿Cuántas tiradas hacemos? —preguntó Hooker.

—Una sola, señor. Si usted acierta, o, mejor dicho, si yo no acierto, se marchará usted con cien mil dólares. Si gano, yo me quedaré con el dinero. Cada uno de nosotros tiene un cincuenta por ciento de probabilidades a su favor.

Sin replicar nada más, Hooker sacó una moneda de veinte dólares, de oro, y la tiró a lo alto. Al iniciar el descenso, Guzmán dijo:

—¡Cruz!

Hooker se inclinó vivamente al suelo para ver de qué lado había caído la moneda. La imprecación que lanzó fue un claro indicio de que la suerte no le había favorecido.

—¡No acepto…! —empezó, alargando la mano hacia los billetes.

—¡Quieto! —ordenó Guzmán—. No cometa más tonterías.

Como una fiera acosada, Hooker se revolvió contra Guzmán, llevando la mano a la culata de uno de sus revólveres. Casi una eternidad antes de que la mano de Hooker se cerrara sobre la culata del revólver, Guzmán tenía los suyos en ambas manos y con los percusores levantados encañonaba a Hooker, mirándole con risa burlona.

—No se ponga más en ridículo, señor mío —advirtió el español—. Vuelva al pueblo y explique como quiera la pérdida de los cincuenta mil pesos con que pensaba comprar este rancho. Pero tenga en cuenta que esta noche yo bajaré también a Mesa Orondo. Quiero visitar la taberna y otros lugares que puedan ofrecerme algún interés, y si alguien me dice que usted ha mentido, le echaré del pueblo a latigazos.

Absalón Hooker parecía un animal acorralado. El dinero había sido siempre uno de sus más grandes amores. Hubiera vendido su alma por recobrar aquellos cincuenta mil dólares. Pero su amor a la vida era algo mayor que el cariño al dinero. Al fin, mascullando maldiciones, montó a caballo y salió al galope. Al llegar a una distancia que le ponía a cubierto de los disparos de revólver, volvióse y amenazó con el puño a Roana y a Guzmán.

—Si mi intelecto no me engaña, amigo César, acabamos de crearnos la enemistad de una serpiente —comentó Silveira, que había asistido a la última parte de la discusión—. No hay hombre que perdone el perder en unos segundos cincuenta mil hermosos dólares, y además ser puesto en ridículo.

—Ya lo sé, Juan —sonrió Guzmán—. Vale más ser enemigo de un león que de una serpiente. El león avisa, pero la serpiente, no. Aunque vale mil veces más una serpiente que ese canalla que se aleja al galope.

Es verdad. Hay serpientes, como la de cascabel, que antes de morderte te obsequian con una dulce musiquita.

Pasando un brazo por los hombros de Silveira, Guzmán se dispuso a entrar en la casa.

—Un momento, señor —dijo Roana Martín—. Se olvida usted su dinero.

Guzmán sonrió, inclinóse sobre los dos montones de billetes, guardó el suyo y conservó el otro en la mano izquierda, golpeándose la palma derecha.

—Bien, señorita Martín —dijo, por último—. ¿Cree usted que somos amigos suyos?

—Desde luego —asintió Roana, clavando su intensa mirada en el español.

—¿Se fiaría de mí?

—En todo.

—Entonces, señorita, entremos al salón y tenga la bondad de explicarme un poco de su historia.

En silencio, Roana Martín pasó entre Silveira y Guzmán y entró en el salón, seguida por los dos hombres. Al cerrar la puerta llegó hasta ellos el último eco del galope del caballo de Hooker. El rítmico redoble era como una amenaza de muerte lanzada contra el rancho.