Capítulo XI
PRIMER FINAL
Guzmán galopaba a toda la velocidad que podía desarrollar su fiel caballo. El de Silveira se mantenía a la misma altura, y los dos amigos parecían competir en una carrera de velocidades vertiginosas.
César se dirigía hacia los Montes del Ciervo, guarida de la banda de los Capuchones Negros. Sabía que en aquella dirección había marchado el sheriff y los que le seguían.
La tierra parecía volar bajo los cascos de los caballos. Tan pronto ascendían a una colina como bajaban a una hondonada o seguían el seco curso de algún torrente.
Comenzaba a amanecer cuando, por fin, una nube de polvo que flotaba en la lejanía indicó a Guzmán que estaban ya cerca de los que buscaban.
Continuó el galope sin que entre los dos amigos se cambiara ni una mirada. A la salida del sol Guzmán y Silveira llegaron junto al sheriff, que al reconocerles, desde lejos, había hecho detener a sus hombres.
—¿Han descubierto algo, Davis? —preguntó Guzmán.
El sheriff movió negativamente la cabeza, inquiriendo, a su vez:
—¿Y usted?
—Ha disparado contra Roana. Sospecho que se habrá refugiado en las Montañas del Ciervo. Vayamos hacia allí. Por esta vez, César Guzmán irá al lado de un sheriff. Pero sobre todo, no se precipite. Necesitamos a Naylor vivo, no muerto.
La subida hacia la meseta primera del grupo montañoso de los Montes del Ciervo resultó difícil, pero lo hubiera sido infinitamente más, por no decir imposible, si en lo alto hubiera habido alguien dispuesto a impedirla.
Pronto llegaron los veintitantos jinetes que seguían al sheriff a los corrales donde se guardaban las ovejas robadas. Veíanse varias señales de haber sido establecido por allí, poco antes, un importante campamento. Pero ya casi no quedaba nada. Algunas piedras ennegrecidas, cenizas, cucharas y tenedores rotos, cápsulas vacías.
Los del sheriff habíanse desplegado en abanico, cubriendo el mayor espacio posible. Guzmán cabalgaba junto a Davis, cual si a ello le obligase un presentimiento.
El terreno se fue haciendo escarpado, y aunque abundaban los pradecillos de fresca hierba y el agua, abundaban también los matorrales detrás de cada uno de los cuales podía ocultarse un terrible peligro.
La mayoría de los jinetes empuñaban sus rifles. Davis sostenía con una mano su revólver, en tanto que con la otra guiaba a su caballo.
Guzmán, como de costumbre, llevaba las armas en las pistoleras.
Pronto comenzó a hacerse evidente el cansancio de los hombres del sheriff. Buscar allí a un hombre era como pretender encontrar una aguja que se hubiese perdido en un pajar. Comenzaron a oírse protestas, comentarios y exclamaciones de malhumor.
Davis tuvo que echar mano a toda su firmeza para conservar unidos a sus hombres. Es difícil predecir si hubiera podido impedir que se desbandaran de no haber descubierto de pronto, a lo lejos, y flotando por encima de una masa de árboles, una tenue y azulada columna de humo.
Humo quiere decir proximidad humana. Davis saltó al suelo y, con una agilidad digna de un joven, lanzóse hacia el grupo de árboles de donde salía el humo.
Guzmán le siguió. Varias veces estuvo a punto de recomendar al sheriff que anduviera más despacio, procurando hacer menos ruido.
Tom Davis no se daba cuenta de nada. Todos sus sentidos estaban fijos en aquel punto tan prometedor.
Lo que ocurrió luego pasó en menos de un segundo. Una vez cerca de la hoguera de donde ascendía el humo, Davis abandonó toda precaución y, empuñando su revólver, cruzó en cuatro zancadas os matorrales que le separaban del hombre que había encendido aquella hoguera.
Al salir al pequeño claro donde humeaba el fuego, Davis llevaba su revólver junto a la cintura presto a disparar.
Un hombre se inclinaba sobre una manta llena de víveres, y al oír el estruendoso avance del sheriff se volvió, levando la mano a la culata de su revólver.
Antes de que consiguiera desenfundarlo unos centímetros, el sheriff disparó dos veces y John Naylor cayó hacia atrás, apagados los ojos y el horror pintado en el semblante.
En el mismo instante Guzmán alcanzó Davis. Al ver en el suelo a Naylor, retrocedió un paso y exclamó:
—¡Qué ha hecho! ¿No le dije que no se precipitase?
El sheriff se encogió de hombros. El hecho estaba consumado. Al fin y al cabo tanto daba que un bandido muriera en la horca como de un balazo en el corazón. Hubiera sido más provechoso, para ejemplo, que Naylor pendiese de un buen trozo del cáñamo, mas también lo sería la noticia de que el famoso sheriff Tom Davis, veterano del Oeste, había acabado con su revólver con un famoso hombre malo.
Mientras estos pensamientos pasaban por la mente del sheriff, Guzmán se había arrodillado junto a Naylor, en tanto que los demás miembros del grupo perseguidor iban llegando, atraídos por la noticia.
—Hola, Naylor —dijo el español—. ¿Se da cuenta de que se muere?
Una triste sonrisa cruzó por los labios de John.
—Sí —musitó—. Me muero. Y con las botas puestas… como no quería morir.
Sin decir palabra, Guzmán le descalzó.
—Gracias —murmuró el moribundo—. Ni muero ahorcado ni con las botas puestas. Dos presagios que no se cumplen.
—Oiga, Naylor, debe usted decir la verdad de todo —aconsejó Guzmán—. Aún está a tiempo.
—¿Para qué? —preguntó con voz apenas perceptible el herido—. Ahora ya tanto da. Un poco más de fango en la familia ya no puede importamos.
—Piense en los demás. La verdad tiene que saberse.
—Ahora ya todo se arreglará. Muerto el perro, se acabó la rabia.
—Es que yo sé la verdad, Naylor.
Un súbito temor se pintó en los ojos del herido.
—¡Calle! —suplicó—. ¿No comprende que debe callar? ¡Yo he callado!
—Usted tal vez debía callar. Yo, no. Ayúdeme. Tal vez salvemos otras vidas inocentes.
—¿Qué pasa? —preguntó Davis, acercándose—. ¿No quiere hablar?
Guzmán negó con la cabeza.
—No, no quiere decirnos nada de lo que nos interesa.
—¿Qué es lo que ha de decir? —preguntó Davis, desconcertado.
—Un cuento de hadas, sheriff —sonrió Naylor—. Usted ya me avisó. Creí poderme burlar de la Justicia… pero no conté con que usted es muy impetuoso, Davis. Demasiado joven para ese cargo… Demasiado joven… La… juventud es… muy… mala… consejera…
Davis y Guzmán esperaron en vano más palabras. Aquellas eran las últimas que brotaban de los labios de John Naylor. El cuatrero, con los ojos muy abiertos y entreabierta la boca, yacía de espaldas, como si estuviera contemplando el sol que marchaba hacia el ocaso.
El sheriff se quitó el sombrero. Guzmán le imitó. En silencio los dos hombres rezaron una oración por aquel alma torturada que acababa de dejar un cuerpo destinado a la tierra. Impresionados por la escena, los demás también se descubrieron.
—¡Lastima de chico! —refunfuñó el sheriff, sonándose ruidosamente.
—Sí, lástima de hombre —asintió Guzmán—. Algún día, sheriff, le pesará haber hecho esto.
—¿Qué quiere decir?
—De momento nada más. Diga a sus hombres que no se muevan de aquí. Explíqueles cualquier fantasía. Todo con tal de que no divulguen esta noticia. De reservo una sorpresa.
Davis miró, desconfiado, al español.
—¿Qué juego se lleva entre manos? —preguntó.
—Uno muy hermoso. Ya lo verá.
Y volviéndose hacia Silveira, Guzmán le hizo seña de que se acercase, mientras el sheriff daba, con voz ton ante, las oportunas órdenes a sus hombres.
Poco después marchaban todos hacia Mesa Orondo.