Capítulo VIII
LA JUSTICIA DEL PUEBLO
Uno de los más furiosos entre la multitud congregada a lo largo de la calle principal de Mesa Orondo era Absalón Hooker. Seguido por algunos de sus hombres armados hasta los dientes iba de grupo en grupo, exaltando aún más los ánimos y exigiendo una pronta justicia contra los Capuchones Negros.
—No nos dejemos convencer por Davis —decía—. Él querrá llevar el preso a la capital del Condado para que allí le juzguen, le condenen a unos años de cárcel y al fin termine escapándose, lo mismo que hizo su hermano.
Habían llegado varios de los delegados del sheriff, que explicaron con profusión de detalles y exageraciones las pruebas reunidas contra Naylor.
—Preparad las cuerdas y ahorquémoslo en cuanto lleguen —decían los más furiosos, que eran los mismos que habían pretextado ocupaciones urgentes cuando se trató de acudir con Davis a enfrentarse con los Capuchones Negros que estaban asaltando el rancho Cuadrado X.
Se había ido a buscar licor y cerveza al Salón Dorado, por orden de Hooker, y se daban gratis a todos cuantos querían beberlos. Pronto aquello fue una orgía salvaje, donde cada uno, exacerbado por el alcohol, era más peligroso que una serpiente de cascabel rabiosa por el calor.
Los gritos que lanzaban los amotinados llegaron claramente hasta el sheriff, mucho antes de que fuera alcanzada la calle mayor de Mesa Orondo.
—Juntad a los prisioneros —ordenó Davis.
El bandido que fuera apresado por Guzmán, y Naylor, fueron juntados y el círculo protector se estrechó en torno a ellos.
—Disparad si intentan arrebatárnoslos —siguió diciendo Davis—. Procurad no herir a nadie a no ser que resulte inevitable. No tiréis a matar. Pero debéis hacer lo imposible porque esos dos hombres lleguen vivos a la cárcel.
Obedecieron los delegados, mientras Davis, Guzmán y Silveira se colocaban al frente del grupo y dirigían sus caballos hacia la carretera que cruzaba el pueblo de Mesa Orondo.
Apenas llegaron a las primeras casas, el clamor de la multitud ansiosa de sangre se hizo ensordecedor.
¡Ya se había descubierto la presencia del sheriff y de sus presas!
Davis desenfundó un revólver, y sus acompañantes, a excepción de Guzmán y Silveira, le imitaron. Los dos compañeros no necesitaban aquella precaución. Sus armas podían estar en sus manos en una décima de segundo.
La gente corría en torno al grupo cerrado alrededor de Naylor y el otro bandido. Eran las avanzadillas de la gran masa enfurecida.
Pronto empezó a hacerse más difícil el avance, y al llegar junto al árbol elegido por los furiosos habitantes de Mesa Orondo, ya no fue posible seguir avanzando.
Habíanse encendido grandes hogueras, alimentadas con cajones, paja y ramas secas, de forma que sus llamas iluminaban claramente aquel escenario de salvajismo. Además, eran muchos los que sostenían en alto antorchas hechas con trapos empapados de brea.
A aquella luz veíanse oscilar tétricamente las dos cuerdas pasadas por dos de las más gruesas ramas del árbol, como ansiosas de cerrarse en torno a los cuellos de las dos víctimas que reclamaban la justicia del pueblo y la ley del juez Lynch.
—¿Qué significa esto? —preguntó, innecesariamente, el sheriff.
Hubo un momento de silencio y, por fin, uno de los hombres de Hooker gritó:
—Queremos a esos dos bandidos. No tenemos nada contra ti, Davis; danos a esos coyotes y ahorraremos tiempo y dinero al Estado.
Davis levantó una mano, pidiendo silencio.
—Un momento —dijo—. Todos sabéis que desde hace veinte años soy sheriff de esta región. He tolerado muchas cosas porque entraban dentro del código del Oeste. Por eso dejé que os mataseis en la estúpida guerra de Mesa Orondo. Pero ahora no toleraré lo que pretendéis. Estos dos hombres han de ser juzgados por un tribunal competente. Él decidirá su suerte. No vosotros.
Un rugido de ira ahogó las palabras del sheriff.
—¡Nos quiere engañar! —gritó Hooker—. Ya veréis como dentro de poco nos enteramos que Naylor está en libertad…
—Tengo pruebas que le llevarán al cadalso —afirmó Davis—. Tened paciencia, y su muerte según las leyes de la Justicia será un escarmiento mucho mejor del que resultaría de un salvaje linchamiento.
—¡Os quiere engañar! —gritó alguien—. ¡No os dejéis convencer! Davis sólo busca el premio que le darán si consigue entregar vivo a Naylor. Seguramente tiene amigos influyentes que le harán salir libre por falta de pruebas.
—Mis pruebas son contundentes. Y os advierto que si intentáis entorpecer la acción de la Justicia no vacilaré en disparar sobre vosotros.
—¿Prefieres que muramos unos cuantos de nosotros, gente honrada, a que ese canalla y su compañero reciban su merecido? —preguntó un fornido hombretón que estaba en primera fila y que, de ordinario, era un ser apacible, cuyo cerebro se hallaba, en aquellos momentos, trastornado por el alcohol.
—No quiero que muera nadie. Volved a vuestras casas y dejadme a mí la administración de la Justicia. ¿Es que alguna vez os he defraudado?
Por un momento pareció como si las palabras de Davis fueran a hacer efecto en los amotinados. Pero sólo fue por un momento. En seguida, e influido por las voces de los más levantiscos o mejor aleccionados, se reanudaron las amenazas y gritos y la ola humana fue a estrellarse contra el muro protector de los prisioneros.
—No podrán salvarlos —dijo Guzmán, dirigiéndose a Silveira—. Esos guardianes están asustados. No se atreverán a tratar a ese populacho como se merece.
En efecto, aunque todos empuñaban sus revólveres, los guardianes de Naylor y el otro bandido no dispararon a tiempo unos cuantos tiros al aire, que hubiesen podido contener la estampida humana. Davis se vio separado de Guzmán y Silveira, quienes, con los cañones de sus armas empezaron a golpear manos y cabezas y pronto abrieron a su alrededor un claro que nadie se atrevía a cruzar.
El círculo protector de Naylor y el otro fue, por fin, vencido, y los dos prisioneros fueron arrastrados hacia el árbol.
—¡A ellos! —gritó Guzmán.
Sólo le siguió Silveira cuando cargó contra los paisanos. Los demás no se atrevieron a atacar a sus amigos y dejaron que los presos fueran arrastrados hacia su terrible destino.
El bandido a quien capturara Guzmán lanzaba chillidos de pánico. Naylor estaba más sereno, y se tambaleaba a causa de los golpes que recibía.
Hacia él se dirigió Guzmán y, ayudado por Silveira, logró retrasar un poco el arrastre del reo hacia su cadalso.
No pudieron hacer lo mismo con el otro cautivo, que, en medio de terribles gritos y desesperadas súplicas, fue llevado hasta debajo de una de las cuerdas, cuyo nudo se cerró en torno a su cuello.
Un última grito del desgraciado fue cortado por un horrible estertor que marcó el comienzo de la espantosa muerte que era coreada por alaridos triunfales de los espectadores.
Guzmán apartó la vista del espectáculo, incapaz de resistirlo, y, mucho menos, de gozar con él.
Silveira, no pudiendo contenerse, desenfundó su único revólver y quiso disparar contra la cuerda de que pendía el infeliz. Alguien le golpeó en el brazo, haciéndole desviar el tiro.
Un momento después la justicia del pueblo buscó ansiosa al otro condenado, alrededor del cual se encontraban dos hombres vestidos de negro, empuñando el uno dos negros revólveres y el otro uno solo. Pero aquellas armas encañonadas contra los espectadores de aquel repugnante drama eran la segura sentencia de muerte de dieciocho personas, y todos vacilaron antes de avanzar hacia ellas.
Durante unos segundos, Silveira y Guzmán hicieron frente a aquella muchedumbre enloquecida por el alcohol y el salvajismo. Parecía como si las dos fuerzas se midieran antes de saltar la una contra la otra.
Sin embargo, la victoria sólo podía estar de una parte, y aquel débil grano de arena que se oponía al avance arrollador de la ola sería tragado en un momento y al fin la fuerza bruta se impondría.
Guzmán se daba cuenta del inútil sacrificio a que se exponía él y exponía a sus enemigos. Al fin y al cabo aquella gente no era culpable. Su excitación provenía de los sufrimientos padecidos a consecuencia de los ataques de los Capuchones Negros. ¿Debía, en justicia, disparar sobre los que tenía enfrente?
La vacilación sólo duró un momento. Sí, dispararía, pero no a matar.
Un grito que fue creciendo hasta convertirse en rugido atronador marcó el comienzo del alud.
Guzmán y Silveira levantaron los percusores de sus armas. La lucha iba a comenzar. La suerte estaba echada. Pronto aquella cuerda que se mecía inquieta, impaciente por mostrar también ella el macabro fruto, quedaría tensa.
Mas en el instante en que más fuerte era el clamor de la muchedumbre y se iniciaba ya el avance, una atronadora serié de disparos resonó hacia la entrada del pueblo.
Llegaron corriendo unos cuantos hombres. Y sus voces sembraron el desorden y el pánico entre aquellos que unos segundos antes estaban ansiosos de derramar sangre ajena, sin riesgo de que se vertiese la suya:
—¡Los Capuchones Negros!
El grito se extendió como el fuego sobre un charco de petróleo.
El alud quedó roto, y todos buscaron algún refugio para huir de los que avanzaban al galope tendido hacia el centro del pueblo.