Capítulo X

UN TIRO EN LA NOCHE

Diego de Abriles estaba sentado en la cama, con el amplio tórax descubierto y sometido al atento examen del doctor Carvajal. Mientras éste rebuscaba en la herida algún foco de infección, el mejicano exigía cada vez más detalles acerca de la lucha sostenida en Mesa Orondo.

—¡Maldita suerte! —refunfuñó, al final—. ¡Mira que perderme una batalla así!

—No se queje —gruñó Carvajal—. Dése por muy satisfecho de estar todavía en este mundo. ¿Es que no está aún harto de tiros?

—De tiros sí, pero de emociones no.

—¡Bah! Todos ustedes están locos de remate. Pudiendo vivir tranquilos andan por el mundo…

—¡Cierre el pico, mosquito vinatero! —rió Silveira—. ¿Es que usted no está también un poco bastante loco? ¿Por qué no marcha a una ciudad en vez de enterrarse aquí en vida? Es usted un buen médico y un buen cirujano. Aunque sólo fuese dando exhibiciones en un circo operando a la gente con un tenedor y un cuchillo de postres, se ganaría infinitamente mejor la vida que curando borracheras en estos terruños. ¿Por qué lo hace?

—No sé —murmuró el médico—. A veces me digo que si estoy aquí es porque fuera no serviría para nada. También me digo que me quedo por no tener que dejar de emborracharme. La verdad debe de ser que esta tierra me tiene embrujado y no hago más que darme excusas tontas.

—Pues hoy habrá tenido buen trabajo, ¿eh? —preguntó Abriles—. Después de lo que habrá tenido que curar, lo mío le parecerá una tontería.

—Sí, algo de eso. Además su herida está ya curada. La infección fue superficial. Dentro de una semana estará en condiciones de marcharse o de salir a soltar tiros.

En el preciso instante en que se pronunciaban estas palabras, una detonación resonó en la casa, seguida de un grito de mujer y de pasos precipitados a los que sucedió el galopar de un caballo a través del patio.

Guzmán y Silveira salieron de la habitación del enfermo, que si permaneció en la cama fue porque el médico, con un vigor que pocos habrían sospechado en él, le retuvo allí de viva fuerza, sin hacer caso de sus protestas, demandas y hasta amenazas.

Cuando Guzmán y su compañero llegaron a la cocina vieron a Roana tendida en el suelo, al parecer desmayada y sin herida alguna.

El español la levantó en brazos, conduciéndola al saloncito, donde quedó sobre un sofá.

Después, mientras Silveira iba a reemplazar al médico junto al enfermo, Carvajal acudió y con ayuda de amoníaco hizo que Roana volviera rápidamente en sí, estremeciéndose aún a causa del amoníaco aspirado y del terror que acababa de pasar.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Guzmán.

La joven lanzó un grito y se abrazó al español.

—¡Dios mío! —gimió—. Nunca lo hubiese creído de él. ¡Parecía tan bueno, tan honrado!

—¿Quién fue?

Antes de que Roana contestara, Guzmán presentía la respuesta.

—John Naylor… Oí ruido en la cocina y fui a ver qué pasaba. No esperaba encontrarle. Al verle revolviendo entre los paquetes de víveres le llamé… Se volvió hacia mí, y gritó: «¡Maldita!», y me disparó un tiro. No recuerdo nada más.

—¿Está segura de que era John Naylor aquel hombre?

—Segurísima. Su misma cara, su mismo tipo, la cicatriz…

—¡Sí, esa cicatriz, esa marca de cuatrero! Ella le llevará a la horca.

—¡Por favor, César, no hable así! —suplicó Roana—. Cuando le veo tan duro me da miedo.

—¡No sea niña, Roana! Aún no me comprende. ¿No se dio cuenta de nada más?

—No. Sólo sé que le vi un momento, que disparó contra mí y que me desmayé.

—Todo esto es muy raro —gruñó el doctor Carvajal, que había escuchado la conversación—. Cualquiera diría que ese hombre se esfuerza en dejar una huella bien amplia de su paso.

—Algo debe de haber de eso. Nos encontramos ante un misterio que creí tener resuelto desde un principio y que, sin embargo, cada vez se complica más.

—¿Y el motivo de disparar sobre Roana? ¿Está loco? ¿Qué daño podía hacerle Roana? Está buscando que lo envíen definitivamente al cadalso.

De pronto, Guzmán se puso en pie de un salto.

—¡Eso es! —exclamó—. ¡Eso es! Sí, mi idea primera estaba acertada. Acompáñame, Silveira. Doctor: ¿cree que el enfermo puede permanecer sentado en este salón?

—Si no le da por andar, no hay peligro alguno.

—Entonces haga que lo traigan aquí, déle un revólver y dígale de mi parte que defienda con su propia vida la de Roana. ¡Adiós!

Roana se había incorporado en el sofá y clavando la mirada en el cielo, rogó, en voz baja:

—¡Dios mío, hazlo volver con vida!

Hasta bastante después no empezó a comprender el doctor Carvajal por quién había rogado la muchacha.