Capítulo XII

SEGUNDO FINAL

Como un animal salvaje que después de la lucha se lame las heridas, igual Mesa Orondo, humeantes aún las ruinas y la devastación, comenzaba a resurgir de sus cenizas, con ese vigor que presta el hombre a sus obras en la tierra.

Enormes montones de leños calcinados bordeaban la calle principal. Al mismo tiempo, de los bosques cercanos llegaban caballerías arrastrando troncos enteros hacia el aserradero. En algunos puntos se levantaban ya fachadas que olían a madera verde.

Todo era actividad y reconstrucción.

—Dentro de un mes nadie se acordará del incendio —sonrió Davis.

—Porque sólo miran hacia delante —dijo Guzmán—. Las naciones que miran demasiado atrás no progresan nunca. Los hombres de esta tierra miran al futuro y van hacia él, sin preocuparse de los que van cayendo. Las muertes, destrucciones y guerras las consideran accidentes necesarios para la consecución de sus fines.

Siguieron la marcha entre el sofocante hálito que ascendía de la tierra y constituido por el calor del fuego y el polvo de tierra y ceniza.

Al fin llegaron ante el Salón Dorado, después de pasar junto a las humeantes ruinas de la cárcel, de donde unos hombres sacaban ya rejas, hierros y cuanto no fue consumido por el fuego. La población necesitaba una cárcel y si la antigua se había quemado, convendría levantar otra lo más pronto posible.

Entraron en la taberna. La misma concurrencia, el mismo piano plañidero, con su súplica de no disparar contra el infeliz pianista. Hombres bebiendo, hombres jugando y, hombres comentando los sucesos de la noche anterior.

Guzmán recorrió con la vista el local, después dirigióse hacia el mostrador y pidió licor para él y sus compañeros.

—¿Para qué me ha hecho venir? —preguntó Davis.

—Para que oiga algo muy interesante. Y, sobre todo, para que no lo estropee con su maldita precipitación. ¿Me entiende? Si es necesario átese las manos, pero no dispare antes de tiempo. Mejor dicho, no dispare.

—La verdad, Guzmán, no le entiendo.

—Mejor, así no hará tonterías ni nos denunciará.

Después de decir esto, Guzmán hizo una seña de inteligencia a Silveira, que empezó a hacer filigranas con un lazo de cuero que traía en la mano.

Aunque los hombres de aquella tierra estaban habituados a los preciosismos con el lazo, todos miraron con asombro las maravillas que estaba haciendo el portugués.

Por fin, no pudiendo ya resistir más la curiosidad, el más atrevido o el más curioso, se atrevió a quebrantar la ley del Oeste.

—¿Cómo ha aprendido usted, amigo, a manejar así el lazo? —inquirió, boquiabierto.

Una amplia sonrisa distendió la boca de Silveira.

—Es una historia muy larga —dijo, continuando el trabajo con el lazo, que giraba a su alrededor como si estuviese encantado.

—¿Se puede saber?

—Desde luego. No es ningún secreto. Sólo es curiosa. Empecé a manejar el lazo desde muy joven.

—¿Desde qué edad? —preguntó el que se había atrevido a expresar en palabras su curiosidad.

—Casi diré que no tenía edad.

Estas palabras de Silveira provocaron el asombro y el desconcierto entre los oyentes.

—Sí, señores, no tenía edad, porque yo tiraba el lazo antes de cumplir el año. Y les aseguro que lo tiraba bien.

—¿Se burla de nosotros? —preguntó otro curioso.

—No; les estoy contando la pura verdad. Escuchen. Mi madre tenía la costumbre de ponerme el biberón encima de una silla y me colocaba a mí a un metro de distancia, con un lazo en la mano y no me daba el biberón hasta que yo conseguía alcanzarlo. Así empecé a aprender. Y así seguí aprendiendo. Mientras vivió mi madre no comí nada que no hubiese cazado con el lazo. Melocotones, peras, jamón… todo tenía que enlazarlo.

Una estrepitosa carcajada conmovió el local. La broma de Silveira había sido acogida alegremente por todos.

Aún duraban las risas cuando Absalón Hooker entró en el local. El acaudalado ovejero no mostraba ninguna señal de haber pasado la noche en vela. Sólo la barba, no afeitada, indicaba que en aquel día habíanse truncado las costumbres de Hooker.

—Por fin vamos a tener algo de paz —dijo—. Hay que celebrarlo. Convido a todos. Tabernero, el gasto que hagan los señores lo pago yo.

—Aún pueden ocurrir muchas cosas malas —comentó Silveira—. John Naylor anda todavía suelto.

—Poca cosa podrá hacer él solo —rió Hooker.

—Un hombre desesperado puede hacer mucho mal —aseguró Guzmán.

—¿Dónde están sus hombres, sheriff? —inquirió Hooker.

—Los dejamos en el Ciervo, siguiendo unas pistas —contestó Guzmán—. Para registrar bien aquello se necesitarían miles de jinetes. Temo mucho que Naylor se nos escape lo mismo que se escapó su hermano. Ya conoce usted la historia, ¿verdad?

—Sé lo que saben todos.

—¿Qué más podría saber?

—Nada más, desde luego.

—Es una historia curiosa, ¿verdad?

Hooker miró fijamente a Guzmán. Después asintió:

—Sí, creo que, realmente, es muy curiosa. ¿La conoce usted a fondo?

—No hay nadie que la conozca tan bien —aseguró César Guzmán.

La curiosidad atrajo a numerosos clientes en torno a Hooker, Guzmán, Silveira y Davis. El español hizo como si se sumiera en hondas meditaciones y por fin empezó:

—John Naylor, como ustedes saben, tenía un hermano llamado Andy. Era el eterno contraste, tan viejo como el propio mundo. Uno de los hermanos era bueno, honrado, trabajador. El otro era un vago y un canalla. Podría habérseles llamado, también, Caín y Abel. John era el bueno y Andy el malo. Siempre, se peleaban. Un día Andy marcó a su hermano una cicatriz en la cara, desfigurándolo para siempre y borrando, de esa forma, un extraordinario parecido entre los dos muchachos. Hay quienes dicen que Andy quiso marcar así a su hermano, para diferenciarlo de él.

»Y en esto tenemos un detalle verdaderamente extraordinario, que merece un estudio a fondo. Más tarde me referiré a él.

»Andy empezó en seguida a desviarse del buen camino, y acabó convertido en un delincuente perseguido por la Ley. Asesinó varias veces, y después de un asalto a un banco fue apresado en casa de su hermano John, donde fue a refugiarse aprovechando la debilidad que John sentía por aquel miembro de su familia.

»Por creérsele complicado en el robo y en el asesinato, John Naylor fue detenido, y el fiscal pidió para él la pena de muerte, igual que para su hermano. Mas la presentación de infinidad de testigos, que demostraron ampliamente al jurado que John era inocente, motivaron que se le declarase no culpable y saliera libre al mismo tiempo que su hermano era condenado a morir en la horca.

»Aquí se nos presenta, señores, un nuevo caso de la bajeza humana. Si los dos hubieran sido enviados al patíbulo, es posible que Andy hubiera encontrado alivio para su mal en que éste fuese compartido por otro, aunque ese otro fuera inocente. Al saber que a su hermano lo perdonaban, no pudo contener su indignación y le amenazó con hacerlo enviar a la horca, añadiendo que él no sería colgado.

»Y el hombre que de ir con su hermano al cadalso se hubiese dejado matar como un borrego, furioso por ver como otro se salvaba, decidió huir y no paró hasta conseguirlo.

»Esta es la primera parte de la historia. Andy Naylor desapareció de la superficie de la tierra, como si ésta se lo hubiera tragado. Pasaron los años y la Policía se cansó de buscarle, lo dieron por muerto y olvidaron el asunto.

»Eso era, precisamente, lo que deseaba Andy Naylor. Para él era de suma importancia que se olvidasen de su existencia. Había recobrado ya el millón de dólares que obtuviera del robo al banco y que escondió bien antes de ir a casa de su hermano. Con aquel dinero podía vivir en medio de grandes lujos durante el resto de su vida; mas Andy Naylor estaba obsesionado por el deseo de cumplir lo prometido. Quería enviar a su hermano a la horca.

»Sin duda llevó a cabo, por mediación de alguien, averiguaciones en Tejas y allí debieron de decir que John Naylor había desaparecido sin dejar rastro. Siguió investigando, siempre tras el más profundo anónimo, y por último, la misma persona que explicó aquí la historia de John contó a Andy o a su emisario el sitio adonde John habíase retirado.

»En todo el tiempo transcurrido desde que un juez anunció a Andy que en una fecha fijada de antemano sería ahorcado por el cuello hasta perder la vida, y deseó para su alma la piedad de Dios, Andy Naylor estuvo meditando su venganza. Al fin se le ocurrió un plan maquiavélico, infernal.

»Antes de proseguir, quiero volver atrás y recoger un detalle que he dejado suelto al principio de la explicación. Todos ustedes habrán notado que si vemos a un amigo que tiene manchada la cara, le decimos: “Tienes una mancha en la cara”. Y él nos pregunta: “¿Dónde?”. Y nosotros, si la mancha está, por ejemplo en la mejilla derecha de nuestro amigo, nos tocamos la mejilla izquierda para indicarle el sitio donde está la mancha. Lo hacemos porque nuestra mejilla izquierda queda frente a la derecha del otro. ¿Comprenden?».

Todos asintieron.

—Pues bien, ese error lo cometió Andy Naylor. Después de tantas veces de mirar la cicatriz de su hermano, llegó a convencerse de que la tenía en el lado derecho, porque su lado derecho de cara era el correspondiente al lado izquierdo, que era donde tenía Naylor la cicatriz. Y por ello, señor Hooker, en estos momentos conserva usted en su rostro, en el lado derecho, un rastro de la pintura roja que ha estado utilizando para representar el doble papel de Absalón Hooker, el hombre sin cicatriz, y John Naylor, el bandido jefe de los Capuchones Negros. Pero no era usted ni uno ni otro. ¡Usted es Andy Naylor! Y la Ley aguarda el momento en que vuelva usted a ser capturado para enviarle al verdugo, que aguarda desde hace muchos años.

Lentamente, con los ojos desorbitados, Hooker llevóse la mano a la mejilla indicada por Guzmán; luego, comprendiendo que había caído en una trampa, quiso empuñar sus armas, pero le rodeaba un grupo de hombres dispuestos a todo, entre los cuales figuraba Joao da Silveira, cuyos fuertes puños se cerraron en torno a los brazos de Hooker, inmovilizándolo y sin darle tiempo a sacar sus revólveres.

—Así es, Andy Naylor —continuó Guzmán—. Usted se olvidó del detalle tan importante de que la cicatriz de su hermano se encontraba en la mejilla izquierda, no en la derecha.

»Por eso, cuando usted se quiso hacer pasar por él, se pintó la cicatriz en el lado que usted creía verdadero, cometiendo un error que va a devolverle a la horca, donde debió ser colgado hace muchos años. De esa forma se hubieran salvado muchas vidas inocentes».

—¡Todo eso es una tontería! —protestó Hooker, queriendo desasirse de las fuertes manos que le mantenían inmóvil fue inútil. Estaba como atenazado.

—La tontería ha sido de usted, Andy, de su maldito rencor. Ya ha conseguido que muera su hermano. En estos momentos su cadáver yace en la meseta de los Montes del Ciervo.

Un destello de alegría pasó por los ojos del preso. Guzmán sintió deseos de aplastar a aquel hombre como se aplasta a una cucaracha.

—No ha muerto ahorcado —dijo, con voz lenta—. Le mató el sheriff creyendo en las culpas que usted cargó sobre él. Cuesta trabajo creer que haya cerebros tan canallescos como el de usted, Andy.

—¿Puede probarme algo?

—Todo, si es necesario. Una investigación muy superficial permitirá descubrir quién es realmente usted. Se averiguará que es el perseguido y reclamado Andy Naylor, fugitivo de la horca. Se sabrá que vino a Mesa Orondo siguiendo las huellas de su hermano. Y se sabrá que le trajo también otro deseo y ambición. Quiso hacerse con las mejores tierras de aquí. Para ello siguió un sistema diabólico. Adoptando el disfraz de su hermano, a quien se parece en todo, menos en la cara, y aún eso debido a la cicatriz, cosa fácil de simular, reunió una banda de pistoleros, a todos los cuales hizo creer que, realmente, era usted John Naylor. Esto lo conseguía dejando ver, de cuando en cuando, su cicatriz. De esa forma, si alguno de sus nombres era detenido y confesaba la verdad, diría que el cuatrero era John Naylor, ya que todos lo creían así. Una vez logrado este primer propósito, fue a ver a su hermano. John le reconoció en seguida; pero no le denunció, porque a pesar de todo le quería y abrigaba la esperanza de poderle devolver al buen camino.

»John Naylor era un hombre bueno, lleno de esperanzas e ilusiones. Le fue a visitar varias veces a su campamento; siempre en ocasiones en que usted y los suyos se encontraban atacando a algún ranchero u ovejero. De esa forma, luego se sabía que John Naylor estuvo, la noche del suceso, por los alrededores de las Montañas del Ciervo.

»Poco a poco todas las esperanzas se fueron acumulando sobre un inocente. Alguien había reconocido la cicatriz, alguien le vio regresar del Ciervo, después de una noche en que la banda había actuado. Llegó incluso a robarle algunos objetos de su pertenencia para acumular con ellos más pruebas en contra de John. Todo ello para hacer que le ahorcasen».

—¿Por qué no hablaba John? —preguntó Davis, desconcertado por la complicación de aquel caso.

—Porque una palabra de él significaría la muerte de su hermano. Nunca quiso manchar sus manos como Caín. Prefería que Andy siguiera haciendo de las suyas. Si alguien debía acabar con él, ese alguien debía ser la Justicia. Y así, no obstante ver bien claro que su hermano le hacía todo el daño posible, John Naylor siguió callando hasta que la muerte selló definitivamente sus labios.

»En los últimos tiempos, el plan de Andy, alias Hooker, marchaba a las mil maravillas. Era amigo de los ovejeros, y los infelices acudían a él a solicitar préstamos que él les hacía sin regatear. Luego se presentaba la banda de los Capuchones Negros, que actuaba, sobre todo, contra vaqueros, y arruinaba para siempre al infeliz a quien él había prestado dinero. Andy no hacía nada. Aguardaba un poco más, y los Capuchones regresaban, mataban al ovejero arruinado, y entonces, Andy reclamaba sus tierras. Tratándose de un muerto, todos encontraban natural que el supuesto Hooker, quien nunca insistió en cobrar intereses, reclamase la propiedad de unas tierras que, legalmente, le pertenecían. Así se fue haciendo rico; quiero decir, más rico de lo que ya era.

»Su labor de lucha contra ovejeros y ganaderos se veía apoyada por la terrible guerra entre ambos partidos que ensangrentó estas tierras. Todos creían que se trataba de un recuerdo del pasado, de alguien que deseaba vengarse. Por ello nadie sospechó de Absalón Hooker, hombre nuevo en la localidad, comerciante en tierras, amigo, igualmente, de vaqueros y ovejeros, teniendo tratos comerciales con todos, haciendo pingües negocios y disponiéndolo todo para vengarse de su hermano. ¡Venganza que no tenía razón de ser, puesto que faltaba todo motivo!

»El día del ataque nocturno al rancho Cuadrado X, Andy, debidamente disfrazado, hizo lo posible para que le vieran Tobías y luego Silveira. No sabía lo del prisionero, que aun le resolvió mejor el problema. Después, habiendo citado a su hermano en el Ciervo, le quitó su revólver y lo regaló a Silveira, acumulando una prueba más para la horca. Por último, el caballo en que Andy había cabalgado aquella noche fue devuelto a la cuadra, siendo encontrado por los hombres del sheriff.

»Por si el cúmulo de pruebas en contra de John no fuese aún bastante, Andy ideó que los Capuchones Negros trataran de libertar a su jefe. Al mismo tiempo, planeaba con otros hombres suyos una trampa para acabar con todos los de la banda, que se estaban volviendo excesivamente molestos. Por ello disparó contra sus amigos, como si fuera su más terrible enemigo. Por eso asesinó al parlamentario, y por eso vio ahorcar, con alegría, a todos los supervivientes. Aquellos nudos y aquellas balas habían cerrado para siempre unas bocas que algún día pudieran resultar peligrosas».

—¿Y cómo explica que los Capuchones Negros obedeciesen a John Naylor? —preguntó Davis.

—Muy sencillo. John era listo. Su cerebro funcionaba a gran velocidad. Viendo que todo estaba perdido, y que los inocentes que estaban en la cárcel perecerían abrasados, recordó que su hermano había estado haciéndole pasar por jefe de la banda. Por eso salió, ordenó que cesara el fuego y que se emprendiese la retirada. Era, al mismo tiempo, un sacrificio, pues se confesaba, ante todos, jefe de la banda de asesinos.

»Pero aún hizo más. Esta noche, Andy Naylor, adoptando el aspecto de su hermano, ha atacado a Roana Martin, disparando contra ella, no sé si con intención de herirla o no».

—¿Crees que fallaría un blanco tan fácil? —gruñó Andy Naylor.

—No, no lo creo. Supongo que lo hiciste para aumentar el odio contra tu hermano y hacer que le condenasen a muerte. De todas formas, quiero que sepas y recuerdes que hasta el último momento de su existencia John se negó a denunciar tu personalidad. Tal vez eso sea un consuelo para ti cuando subas a la horca.

—No habrá horca para mí —baladroneó, aún, Andy Naylor.

—Te equivocas. Morirás ahorcado, como mereces, y a manos del verdugo. Tu muerte será un ejemplo para quienes aspiran a seguir un camino equivocado. Pudiste vivir alejado del odio, y si con el odio has matado, por él mueres. Hubo unos momentos en que dudé; pero lo cierto es que desde el primer instante que te vi, me dije que eras igual a John Naylor. He luchado con muchos seres bajos y canallescos, pero tú has sido el peor de todos. No has sido fiel a amigos, cómplices ni hermanos. Tu suerte la tienes bien merecida.

Andy Naylor quiso hacer un esfuerzo más por desasirse, fue inútil. Al día siguiente, custodiado por más de cien hombres, fue llevado a la cárcel donde debía cumplirse la sentencia pendiente contra él.