Capítulo IV
PROPUESTA DE ALQUILER
Roana Martín contempló durante varios minutos a Silveira y a Guzmán. Habíase acomodado de espaldas a la ventana principal, de forma que mientras su rostro quedaba en contraluz y ninguno de los dos hombres podía leer en él sus emociones, ella, en cambio, podía estudiar detenidamente las facciones del portugués y del español. Éste, sobre todo, le producía una impresión enteramente nueva para ella. ¿Amor? No, no era posible que fuese amor. César de Guzmán, proscrito de la Ley, que, por edad, podría haber sido su padre, no parecía un hombre capaz de inspirar amor. Y, no obstante, Roana se daba cuenta de que si César Guzmán la hubiera tomado de la mano y le hubiese dicho: «Sígueme», ella lo habría abandonado todo para marchar con aquel hombre que ahora la miraba como esforzándose por leer en su rostro borrosamente visible.
¿Amor? ¿Tan pronto?
Roana, educada en una época en que lo corriente era no enviar a la escuela a las muchachas, estaba muy por encima, en cuanto a belleza y cultura, de todas las otras mujeres de Mesa Orondo; mas eran infinitas las cosas que ignoraba. Jamás había leído nada del inmenso atractivo que ejercen los hombres de mediana edad sobre las muchachitas jóvenes. Tal vez entonces lo estaba descubriendo por sí misma.
—Explíquenos todo lo que ocurre —insistió Guzmán.
Roana abandonó las regiones de los sueños y volvió al mundo de las realidades.
—Es una historia un poco larga —murmuró.
—Empiécela por el principio. Nosotros no sabemos nada.
—Mi familia es de origen mejicano y español —comenzó Roana—. Nos establecimos aquí hace cerca de siglo y medio. Nuestro abuelo había servido a las órdenes de Gálvez y como premio le fue otorgada esta hacienda.
»Hubo que trabajar mucho, y hasta bastantes años más tarde las tierras no empezaron a producir. Los pastos se daban muy abundantes y pronto pudieron criarse toda clase de ganados. Prefirieron el vacuno y el caballar. Las ovejas destrozan los pastos. Por ello apenas teníamos.
»Pasaron los años, ocurrieron las tragedias que aquejan a todas las naciones y a todos los humanos, y, nuestra vida, que había sido tan tranquila, se fue alterando hasta acabar en la terrible lucha entre vaqueros y ovejeros. Mi padre fue de los que más lucharon contra los ovejeros. Hizo venir toda clase de hombres para defender sus derechos, y en la última gran batalla cayó con el corazón atravesado por un balazo. No obstante, aún tuvo tiempo de acabar con su matador.
»Después de aquella terrible lucha, en que murió o resultó herido casi todo hombre de Mesa Orondo, siguió una calma. Todavía dura; pero se está ya rompiendo.
»Al quedarme sola tuve que hacerme cargo de la dirección de nuestro rancho. Mi madre murió hace mucho tiempo, y mi hermano fue asesinado por Niño McCoy. Las familias de vaqueros y ovejeros estaban tan diezmadas que, sin previo acuerdo, se firmó una paz o, por lo menos, un armisticio. Se enterraron los muertos y se sacaron los lutos. Los ovejeros se retiraron a las montañas y nos dejaron los valles a nosotros. Con eso no se resolvía nada, pues tanto unos como otros querían valles y montes.
»En cuanto hubo un poco de calma empezaron a llegar más ovejeros. Entre ellos estaba Absalón Hooker. Traía bastante dinero y comenzó a comprar ranchos. Eran varios los que estaban en venta por haber muerto sus dueños y no saber sus viudas cuidarlos como se debía.
»Absalón Hooker comenzó, pues, a comprar tierras y en pocos meses se convirtió en el más rico de nuestros hacendados. Sólo este rancho es mayor que los suyos. John Naylor también es un hacendado bastante rico. Es el único que apenas ha tenido tratos con Hooker. Parece existir entre ellos cierta antipatía u odio. No sé a qué obedece. Parece como si fuera cosa antigua.
—Continúe. ¿Qué más ocurrió?
—Hooker compró tierras a vaqueros y ovejeros, y se fue haciendo el dueño de todo terreno en venta. Era el único que tenía dinero en abundancia. Se dice que trabaja por cuenta de un sindicato ganadero. No se ha podido averiguar. Viendo que yo estaba sola, me propuso comprarme el rancho por doscientos mil dólares. No quise aceptar, y a la noche siguiente se incendió uno de nuestros principales graneros. Hooker se presentó unos días más tarde y repitió la oferta de compra, aunque rebajando la cantidad ofrecida.
»Otra vez le despedí, y, al cabo de unos días, un buey enfermo de ántrax se metió entre unos toros, bueyes y vacas que yo iba a enviar al mercado, y los infectó a todos. Tuve que sacrificar aquellos magníficos animales y hacerlos quemar, sin poder aprovechar ni sus cueros.
»Fue un nuevo golpe del que ya no me repuse. Se repitieron las ofertas de compra, cada vez más bajas, y al mismo tiempo empezaron, a marcharse mis vaqueros. Los había que confesaban, francamente, que se iban empujados por el miedo. Se les había amenazado de muerte. Otros ponían como excusa que un vaquero no debe trabajar mandado por una mujer. Luego he sabido que este motivo era real, y que la mayoría de mis vaqueros lamentaron el marcharse y sólo lo hicieron porque los hombres de Hooker se burlaban de ellos dondequiera que los encontraban. La gente, aquí, tiene ideas muy raras; mas no podemos ir contra ella. Hay que aceptarla como es.
»Por fin me quedé sola. Los últimos vaqueros se me fueron en masa. No pude cuidar de mis ganados y sospecho que me han robado la mayor parte. Se me acabó el dinero, y al fin tendré que vender a Hooker. Es el único que puede darme algo. Casi lamento no haber vendido cuando me hizo la primera oferta.
—No sea ingenua —sonrió Guzmán—: Hooker le ofreció aquella suma porque sabía que entonces era pronto aún y usted podía resistir. Ahora la ha creído al final de sus recursos, y le ha hecho una última oferta. Cincuenta mil dólares es lo máximo que estaba dispuesto a pagar. Conozco al tipo ese. Abunda mucho.
—Sea lo que sea, estoy ya al fin de mis recursos. No puedo resistir más.
—Hábleme de ese John Naylor —pidió Guzmán—. El apellido no me parece corriente.
—No es de aquí. Vino de Tejas. Su hermano era allí muy famoso…
—¡Ya recuerdo! Se llamaba Andy Naylor, ¿verdad?
—Sí, el hermano de John fue Andy. Era un bala perdida. Siempre se estaba peleando con su hermano. Al ser mayor se entregó de lleno a la mala vida y acabó asaltando un banco. Fue un golpe enorme. El banco tenía en caja cerca de un millón de dólares en billetes. Andy lo asaltó acompañado de un cómplice. Los empleados resistieron y Andy disparó sobre ellos y mató a tres. Pudo huir y esconder el dinero, que no fue recuperado jamás.
»Cuando Andy Naylor fue descubierto por la Policía, le encontraron en casa de John, su hermano. Los dos fueron juzgados juntos, y el fiscal pedía la pena de muerte para ambos, ya que Andy afirmaba que el cómplice que le acompañó en el asalto era su propio hermano. Fueron traídos testigos que habían presenciado el asalto y los asesinatos, y todos declararon que el cómplice de Andy no se parecía en nada a John. Era mucho más alto, más fornido y andaba de otra forma. Además nadie le vio la cicatriz.
—¿Qué cicatriz? —quiso saber Guzmán.
—John Naylor tiene la mejilla cruzada por una cicatriz. Se la hizo su hermano, en una pelea. Es una señal muy característica. Pues bien, nadie pudo demostrar que John fuese cómplice de su hermano, a pesar de que éste lo proclamaba a los cuatro vientos. Y en cuanto a lo de dar refugio en su casa a Andy, el Tribunal consideró lógico el comportamiento de un hermano que desea amparar a otro a quien la Justicia persigue. John salió, pues, libre, y Andy fue condenado a morir en la horca.
»En el mismo Tribunal, antes de que John se marchase, Andy juró que no pararía hasta enviarle a la horca, y que él no perecería en el cadalso.
—¿Cumplió su promesa? —preguntó Guzmán.
—Sí, huyó de la cárcel.
—¿Y John Naylor?
—No ha subido al cadalso que le prometió su hermano. En realidad no ha vuelto a saberse nada más de Andy. Sin duda tuvo el suficiente buen sentido para comprender que valía más no acercarse a John. Éste abandonó Tejas y vino a parar aquí. Alguien se enteró de su historia y la contó a quien quiso oírla. Pero el buen comportamiento de John ha acallado todos los rumores y murmuraciones. Se le tiene por un hombre honrado.
—Siga explicando, señorita Martin —pidió Guzmán—. Sus vaqueros la abandonaron, usted se encuentra al borde de la ruina…
—Estoy arruinada. Sólo me quedan mil dólares en el banco, y pronto los tendré gastados.
—¿Qué piensa hacer?
—Vender mis tierras. Buscaré alguien que me dé más. Tal vez el banco.
—El banco está dominado por Hooker, señorita. Por lo tanto no querrá extenderle ninguna hipoteca. Además, recuerde que me ha vendido a mí sus tierras.
Estas palabras sobresaltaron visiblemente a Roana.
—¿Qué quiere decir? —preguntó, con suspicacia.
—Yo dije delante del señor Hooker que le había comprado sus tierras por trescientos mil dólares, ¿no lo recuerda?
—Sí, pero fue una broma.
—Hay testigos, señorita, y usted reconoció la verdad de mis palabras.
—¡Señor Guzmán!
Roana se había puesto en pie.
—Siéntese, señorita Martin, y no se precipite en sus juicios. Ante todo necesita usted vaqueros y peones. Nadie querrá venir si sabe que va a trabajar a sus órdenes. En cambio estoy casi seguro de que vendrían si supiesen que el dueño, o por lo menos el socio, era un hombre. Lo que le propongo es que me alquile el rancho. Yo le pagaré por ello cincuenta mil dólares. Aquí están.
Guzmán tendió a Roana el fajo de billetes que ganara a Hooker.
—Pero ese dinero…
—Lo gané honradamente. Expuse otro tanto y tuve más suerte que mi contrario.
—Es verdad. Sin embargo…
Sonriendo, Guzmán sacó su cartera, metió en ella los cincuenta billetes que habían pertenecido a Hooker, y sacó otros cincuenta suyos.
—Tenga —dijo, tendiéndolos a la joven—. ¿Prefiere estos?
Roana soltó una carcajada.
—Tiene usted razón —dijo—. Déme.
Guardó los billetes en un cajón de la mesita junto a la que se sentaba y preguntó, curiosa:
—¿Qué piensa hacer?
—Muy sencillo. Dentro de un rato Silveira y yo marcharemos al pueblo. Anunciaremos que acabamos de comprar el rancho y que hemos pagado ya una suma a cuenta, como anticipo. El resto lo iremos pagando a plazos, con la condición de que si a mitad del pago usted desea conservar su parte del rancho, entonces nos convertiremos en asociados. O sea que, de momento, es más un alquiler del rancho que una compra.
—¿Y cree que mis vaqueros volverán?
—Estoy seguro de que regresarán aunque no sea más que para volverla a ver.
—¡Ojalá!
—Ahora, señorita Martin, explíqueme eso de los Capuchones Negros. ¿Quiénes son?
—Nadie, o casi nadie lo sabe. Quiero decir que si alguien conoce la verdad se la calla. Entraron en escena hace algunos meses. Son una banda de asesinos que no tienen piedad de nadie. Asaltan los ranchos, roban el ganado, ya sea vacas o corderos, y matan a quien trata de resistir. A veces han asesinado a mujeres y a niños. Tanto los vaqueros como los ovejeros están contra ellos, y el sheriff ha organizado algunas bandas de persecución sin haber tenido nunca el menor éxito.
—¿Y qué ha querido decir Hooker con lo de la cicatriz?
—No sé. Tal vez que alguno de los robados ha visto o creído ver que el jefe de la banda tiene una cicatriz en la cara.
—Si eso fuese verdad, todo acusaría a John Naylor, ¿no es cierto?
—Sería muy desagradable para él; pero tal vez pueda justificarse.
—¿Ya quién ataca sobre todo la banda de los Capuchones Negros?
—A los ovejeros. No comprendo el motivo de eso, pues robar ovejas da mucho más trabajo y es menos beneficioso que cuatrear vacas y bueyes. Sin embargo hasta ahora han sido los ovejeros sus principales víctimas. Hooker ha apoyado a sus compañeros, prestándoles dinero y comprando algunos ranchitos. Pero con ello sólo ha conseguido enfurecer a los ladrones, que han vuelto a atacar a los hombres a quienes Hooker había amparado, matándolos o hiriéndoles gravemente. La mayoría han ido abandonando el país.
—O sea que ya casi no quedan ovejeros.
—Quedan pocos. Todos tienen miedo. Esto no es como las antiguas luchas entre ovejeros y vaqueros. Entonces no se peleaba a traición, y cada hombre tenía la oportunidad de defenderse. Ahora se asesina.
—¿Y no se sospecha de algún vaquero?
—Todos son gente honrada. Casi lamentan que se extermine de esa forma a los ovejeros. Son muchos los que han apoyado a Hooker.
Oyóse, de pronto, el lejano galope de un caballo, y todos corrieron a la gran ventana. Un jinete se aproximaba al rancho.
—Es John Naylor —dijo Roana.
—¿Está usted enamorada de él? —preguntó Guzmán en voz baja.
La joven se volvió, como asustada, hacia el español.
—¿Qué quiere decir? ¿Por que me pregunta eso?
—¿No puede contestar?
—Sí, claro…
—¿Le ama?
—Siento simpatía por él; aún no es amor.
—¿Cree que lo será?
—Tal vez. No estoy segura.
—Aguarde un poco, pues. Antes de dejarse llevar por sus sentimientos espere a que se aclare la situación.
—Es que estoy segura de no amarle.
Por un momento las miradas de Guzmán y de Roana Martin se cruzaron, permanecieron unidas y al fin volvieron a desviarse. En voz muy baja, Roana Martin musitó:
—No, no le amo.
Guzmán respiró hondo y no dijo nada más. El jinete estaba entrando en el desierto patio, y ya se veía claramente la cicatriz que marcaba su mejilla izquierda.