Capítulo IX

LA ÚLTIMA CARRERA DE LOS CAPUCHONES NEGROS

Las llamas de las hogueras y las antorchas caídas por el suelo permitieron a Guzmán y a Silveira ver las avanzadas de los primeros Capuchones Negros. Llegaban con los revólveres llameando en sus manos, el cuerpo pegado contra el caballo y la mirada fija en su meta.

El portugués y el español picaron espuelas y arrastraron tras ellos el caballo en que iba montado Naylor, se dirigieron hacia la cárcel, precedidos por Davis, dos o tres de sus delegados y también por Hooker.

Las balas empezaron a silbar sobre sus cabezas. Pero la distancia era demasiado grande y la luz muy incierta para poder afinar el tiro. Por fin todos pudieron llegar a la cárcel, único edificio de piedra en todo el pueblo, y se encerraron en ella, con el prisionero, poniendo entre ellos y los Capuchones Negros la solidez de los muros y las recias puertas de hierro.

Entre los atacantes, a cuyo paso habían desaparecido todos los hombres que habían intervenido en el linchamiento, se produjo un rugido de desencanto. En seguida comenzaron todos a disparar sobre la cárcel y a llenar de impactos las paredes y ventanas.

Desde dentro se les replicó adecuadamente; mas ni unos disparos ni otros produjeron gran daño, ya que tanto los de fuera como los de dentro evitaban ponerse tan al descubierto como para hacer peligrar su integridad física.

El más audaz era Hooker, que, subido a una mesa colocada bajo una alta ventana, disparaba desde allí con toda la velocidad que le permitía su arma.

El detonar de ésta sólo era interrumpido por el tiempo empleado en recargarla, y en el curso de esta operación se notaba el continuo caer de las cápsulas vacías sobre la madera de la mesa. Luego oíase girar el cilindro mientras el tirador comprobaba si todos los departamentos estaban llenos, y un momento después el aire se llenaba de fogonazos y humo de pólvora.

De súbito cesó el fuego de los sitiadores. Guzmán y Silveira se asomaron, cautamente, a una de las ventanas, protegidas por fuertes barrotes de hierro que en aquellos momentos eran más un perjuicio que una protección. Era indudable que impedían que nadie entrase por aquellas ventanas; mas al mismo tiempo constituían un peligro inmenso, ya que las balas que se estrellaban contra ellos salían desviadas en mil direcciones imposibles de prever, y lo mismo podían herir al que estaba cerca de la ventana como al que se hallase en el extremo opuesto de la sala.

—Parece que quieren parlamentar, siheriff —anunció Guzmán—. Agitan bandera blanca.

—Haremos lo mismo —gruñó Davis—. Una pausa, en estos momentos, sólo puede beneficiarnos.

El mismo Davis ató un pañuelo al cañón de un rifle y lo hizo ondear fuera de la ventana.

Un hombre se destacó, con una bandera blanca, de entre las sombras que protegían a los atacantes.

—¿Está el sheriff? —preguntó con voz muy alta.

—Sí —contestó Davis—. ¿Qué quieres?

—Que nos entregues al prisionero que tienes ahí dentro.

—Venid a buscarlo —replicó el sheriff—. Estáis bien cerca.

—Te aconsejo que lo entregues —insistió el emisario, que parecía ser uno de los principales entre los bandidos—. Evitarás muchos disgustos.

—Estoy acostumbrado a ellos. El preso se queda con nosotros y será debidamente juzgado…

—Acabaremos con todos vosotros. Si nos entregas a nuestro jefe nos iremos de Mesa Orondo y nunca más volveremos aquí.

—Perdéis el tiempo. Deseo que os quedéis todos en Mesa Orondo, pero en el cementerio.

—¿Te niegas a devolvernos el preso? —preguntó el emisario.

—Me niego. —Entonces prenderemos fuego al pueblo y lo destruiremos todo. Cazaremos a los habitantes como si fueran conejos, y cuando acabemos con ellos vendremos aquí y echaremos abajo la casa. Piensa en si vale más la libertad del hombre a quien tienes preso, o la vida del pueblo.

—¡Canallas! —rugió el sheriff. Y, en voz más baja, añadió—: Y son capaces de hacerlo.

—¿Me contestas, Davis? —siguió preguntando el enmascarado emisario.

—Mi contestación os la daré con mis revólveres —replicó Davis.

—Tú lo has querido —replicó el emisario.

Y, volviendo la espalda, regresó hacia sus filas.

Mas apenas había andado diez pasos sonó una detonación y el hombre, cual si diera un traspiés, quedó un momento doblado sobre sí mismo y al fin se desplomó de cabeza, quedando inmóvil como un bulto informe.

—Buen tiro —rió Hooker, apartándose de la ventana con un humeante revólver en la mano derecha.

—¿Qué ha hecho? —rugió Davis.

—Era un bandido —replicó Hooker—. No querrá que guardemos consideraciones con quienes no las guardan con nosotros.

—Pero eso ha sido un asesinato. Ese hombre se amparaba en mi honradez…

—Déjese de tonterías, Davis. Se trata de nuestra vida o de la de ellos. Prefiero que mueran ellos.

En ese preciso instante, los sitiadores, a quienes el asesinato del emisario había desconcertado durante unos minutos, reanudaron el fuego contra la cárcel y, empujado por una bala, el sombrero de Hooker fue a parar al suelo.

Al mismo tiempo varios de los bandidos abandonaron sus posiciones y recogiendo las antorchas que aún ardían en el suelo comenzaron a lanzarlas dentro de las casas más próximas. Pronto empezaron a salir columnas de humo por las ventanas y por las puertas.

Furiosos como demonios, los Capuchones Negros corrían de casa en casa, aumentando la destrucción y avivando los incendios con cuantas materias inflamables encontraban.

Algunos dieron con un gran barril lleno de petróleo y lo empujaron hacia la cárcel, haciéndolo rodar por la pendiente, de forma que al fin fue a chocar contra los muros del edificio, al pie de una de las ventanas.

Pronto el inflamable líquido se escapó por los agujeros que las balas abrían en la madera. A pesar del intenso fuego que desde el interior de la cárcel se les hacía, los Capuchones Negros no vacilaron en descubrirse lo suficiente para lanzar algunas antorchas contra el barril de petróleo.

Todas caían cortas.

Por fin, uno de ellos, más valiente, y protegido por el intenso fuego que sus compañeros dirigían a las aberturas de la cárcel, cogió una antorcha y, corriendo en zig-zag, llegó a una distancia de unos quince metros del barril y tiró contra éste la encendida antorcha, intentando regresar luego junto a los suyos, sin conseguirlo, porque varias balas se interpusieron en su camino y se lo cortaron para siempre. Su cuerpo quedó doblado sobre el del parlamentario.

Junto al barril de petróleo, muy cerca de uno de los chorros de líquido que se escapaban por los agujeros abiertos por las balas, ardía la antorcha que lanzara el bandido. De un momento a otro podría inflamarse la nafta, y entonces quedaría sellada la suerte de los que se encontraban dentro de la cárcel.

Con varios disparos los de dentro trataron de apagar la antorcha, pero no consiguieron nada eficaz.

La escena estaba iluminada por una claridad casi diurna, procedente de los edificios en llamas. La suerte de Mesa Orondo estaba echada.

—Si se inflama este barril la cárcel se convertirá en un infierno —advirtió Guzmán a Davis.

—Ya lo sé —gruñó el sheriff—. Parece mentira que los de este pueblo sean tan cobardes. ¡Dejarnos abrasar vivos y dejarse, incluso, destruir sus hogares sin hacer nada eficaz por evitarlo!

—Creo que debería conceder a los presos la oportunidad de salvarse.

—¿También a Naylor? —preguntó, irónicamente, el sheriff.

—Opino que sí. Una muerte como la que nos ronda no es de desear ni al peor enemigo.

—Creo que tiene razón. Presos sólo hay dos o tres. Por motivos de poca importancia. Los dejaré sueltos, y si quieren podrán ayudarnos en la defensa.

Los tres prisioneros que albergaba la cárcel de Mesa Orondo accedieron a contribuir a la defensa de aquel forzado hogar. Davis les entregó un rifle y un revólver a cada uno, junto con abundantes municiones que servían tanto para uno como para otro. También libró a Naylor de sus esposas, aunque sin ofrecerle el participar en la defensa de la cárcel.

En todo esto habían transcurrido unos tres o cuatro minutos, y los disparos contra la cárcel aumentaban en intensidad. Alguno de los Capuchones Negros debía de haberse situado en el tejado de alguna casa y desde allí enviaba un rosario de balas al interior del pequeño edificio, metiéndolas por las ventanas y obligando a los defensores a buscar amparo contra las paredes maestras.

Fuera, la antorcha seguía ardiendo junto al lago de petróleo que se estaba formando.

Gran parte del pueblo de Mesa Orondo estaba en llamas. Éstas se propagaban ya de edificio en edificio, con crepitar de maderamen seco y entre sofocantes nubes de polvo. Los habitantes parecían haber huido, dejando al sheriff y a sus acompañantes entregados a una suerte que no podía ser más trágica.

Guzmán y Silveira procuraban disparar sobre los sitiadores, sin exponerse demasiado. En tales condiciones era casi imposible acertar a nadie. Toda pretensión de apuntar con cuidado hubiera sido firmar la sentencia de muerte. Sólo Hooker, desde su atalaya, seguía acertando con sus tiros a algunos de los atacantes.

De súbito, una estruendosa detonación conmovió la cárcel. Una lengua de fuego penetró por la ventana junto a la cual se había detenido el barril, y las llamas prendieron en el maderamen del edificio.

¡La suerte de los defensores estaba sellada!

Por la ventana había entrado una cantidad enorme de petróleo inflamado que se estaba extendiendo por el entarimado, prendiendo en las maderas secas y polvorientas.

—No hay más remedio que intentar una salida —dijo Guzmán.

—Sólo hay una puerta —advirtió Davis.

—Ya lo sé; mas si no forzamos la salida pereceremos todos aquí. A los primeros podremos protegerlos disparando sobre los bandidos.

—¿Y los últimos? —gruñó Davis.

—Tendrán que defenderse por sí solos. Yo seré el último.

—No, seré yo, Guzmán —intervino Silveira, que estaba recargando su revólver.

—Saldremos juntos y nos protegeremos mutuamente —sonrió Guzmán.

Los dos amigos se estrecharon la mano y el pensamiento de ambos voló hacia el rancho Cuadrado X, hacia el tercer compañero que, inmovilizado en la cama, no podía estar a su lado en aquella que tal vez sería su última aventura.

Sofocados por el humo, los hombres se agrupaban junto a la puerta de la cárcel. La salida estaba llena de riesgos, mas siempre era preferible a la muerte cierta que esperaba a quienes permaneciesen allí dentro.

—¿Quién quiere salir primero? —preguntó Davis.

Uno de los presos liberados avanzó un paso.

—Soy muy ágil y creo poder llegar hasta sitio seguro.

—Bien —aprobó el sheriff—. Corre en zig-zag y bien pegado al suelo. Buena suerte.

Todos se colocaron junto a las ventanas y abrieron un fuego graneado contra los Capuchones Negros. De pronto abrieron la puerta y el primero que debía salir saltó fuera, cayó de cuclillas y al ir a incorporarse se desplomó con el pecho destrozado por una bala de grueso calibre.

Este primer fracaso frenó al segundo preso. Mas, después de una rápida mirada al brasero en que se estaba convirtiendo la cárcel, el hombre no vaciló, corrió fuera, saltó por encima del cadáver de su compañero, deslizóse pegado a la pared, y logró avanzar una veintena de metros antes de que una bala redujera su marcha y otra diese con él, de bruces, en el suelo.

Los de dentro de la cárcel no pudieron ver el segundo fracaso, y por ello el tercer preso imitó a sus compañeros.

La suerte fue tan esquiva con él como lo había sido con los dos hombres que le precedieron. No tuvo ni tiempo de salir de la cárcel, y su cuerpo, empujado por los impactos, cayó dentro, rodando hasta el borde de las llamas que avanzaban por el entarimado y que prendieron en sus ropas.

Guzmán lo apartó tirando de un brazo. No es un espectáculo bonito ver consumirse entre las llamas a un hombre que momentos antes ha estado lleno de vida.

Los cuatro delegados del sheriff debían de haberse puesto de acuerdo, pues todos a una abalanzáronse hacia la puerta, la cruzaron y emprendieron la huida en opuestas direcciones.

El tiroteo de los Capuchones Negros se hizo más intenso. Los revólveres vomitaban su carga a tal velocidad que las detonaciones se confundían en una sola, muy prolongada.

Al fin fueron cesando y Hooker, desde su puesto de observación, anunció, concisamente:

—Todos han caído.

Los cinco hombres que quedaban en la cárcel se miraron. Naylor había mostrado varias veces intenciones de hablar, mas siempre se contuvo. Hooker permanecía impasible. Davis mostraba un fatalismo propio del hombre que después de vivir una existencia agitada y llena de peligros sabe que ha llegado el momento de morir.

—Lo mejor sería procurar salir todos juntos —propuso Silveira—. Esos diablos tienen una puntería demasiado buena.

—Creo lo mismo —declaró Davis. Y volviéndose hacia Hooker, ordenó—: Baje y aproveche la salida —dijo—. Y usted también, Naylor. Aunque sea un canalla no quiero dejarle morir como un perro rabioso.

En el momento en que Hooker abandonaba su puesto, Naylor saltó por entre los demás, corrió fuera del edificio y Guzmán le vio agitar los brazos. Al momento cesaron los disparos y Naylor pudo llegar junto a los bandidos, a quienes ordenó, con voz que llegó, muy clara, hasta los sitiados:

—¡Pronto! ¡A nuestra guarida! ¡Dejadlo todo!

Se oyeron gritos de júbilo y luego el galopar de algunos caballos.

Davis quiso salir en persecución de los fugitivos, teniendo que detenerse al notar en un brazo la mordedura de un plomo ardiente.

—Al fin y al cabo tenemos que estarle agradecidos a ese bandido —refunfuñó Davis, regresando al interior de la cárcel, ya toda ella invadida por las llamas—. Creo que por esta vez nos ha salvado la vida.

Nuevamente sonaron disparos de revólver y de rifle; mas esta vez hacia la entrada del pueblo, en la dirección, que debían de haber tomado los cuatreros.

—¡Parece que hay batalla! —exclamó Hooker, empuñando otra vez su revólver.

Salieron todos de la cárcel, cuyo techo se estaba desmoronando entre surtidores de chispas, y dirigiéronse hacia el lugar donde se oían los tiros, sorteando los cadáveres de aquellos que habían intentado en vano huir del infierno de la prisión.

Hacia la entrada del pueblo debía de estarse librando una verdadera batalla, pues aparte de las continuas detonaciones de toda clase de armas de fuego, se veía el llamear de los fogonazos y un griterío terrible.

Corriendo, y procurando poner todos los obstáculos posibles entre ellos y las balas perdidas que silbaban por doquier, los cuatro hombres avanzaron hacia el lugar del combate, mientras tras ellos se derrumbaba al fin toda la cárcel, convertida en un montón de ardientes pavesas.

Al llegar junto al almacén de Fargo, vieron cuatro o cinco hombres tendidos en el suelo, y protegidos por sacos de judías, trigo y harina, que disparaban ferozmente hacia un grupo de jinetes cubiertos con negros capuchones que en vano luchaban por abrirse paso a través del anillo de plomo y fuego que les rodeaba.

Hooker fue el primero en unir sus armas a las de los otros. Davis le imitó un momento después. Sólo Guzmán y Silveira se apartaron a un rincón, protegidos del fuego con que replicaban los bandidos y desde allí asistieron a la última cabalgada de los Capuchones Negros. Los últimos, comprendiendo lo inútil de su resistencia, levantaron los brazos y se entregaron a los vencedores.

Mas si esperaban piedad se engañaron, porque cinco minutos más tarde una hilera de cuerpos se balanceaba al extremo de una serie de fuertes sogas atadas a las ramas de los árboles que allí crecían.

La ejecución de los últimos Capuchones Negros fue iluminada por la pira que ellos mismos habían encendido.

Al amanecer la mitad de Mesa Orondo estaba reducida, a cenizas, mas la región estaba, al fin, libre de la terrible amenaza de los Capuchones Negros.

—Ahora podrán volverse a matar entre sí —declaró el sheriff, mientras Guzmán le curaba el brazo herido—. Casi lamento que se haya acabado con esa maldita banda.

—¿Y Naylor? —inquirió Silveira.

—Hasta ahora no le han encontrado entre los muertos —explicó Davis—. Me temo que haya podido huir.

—Si pensamos que nos salvó la vida, debemos desear qué haya escapado —insinuó Guzmán.

—No lo hizo por nosotros, sino por él —gruñó el sheriff— Supongo, señor Guzmán, que ya no tendrá dudas sobre si era o no el jefe de la banda.

—Desde luego —contestó el español—. Mas tampoco creo que fuese un hombre verdaderamente, malo.

—Tanto si lo era como si no, estoy preparando un grupo de gente brava para salir en su persecución. Aunque tenga que perseguirle hasta la frontera mejicana no descansaré. Quiero que ocupe el puesto que dejó vacante, en el cadalso, su hermano Andy.

Varios hombretones negros de pólvora y sucios con las huellas del combate se aproximaron.

—¿Qué le pareció nuestra idea, sheriff? —preguntó uno de ellos—. Buena trampa les tendimos. Estábamos seguros de que saldrían por aquí. En vez de meternos entre sus redes tendimos las nuestras y cuando se creían a salvo se encontraron en la mejor trampa que se ha tendido jamás a una cuadrilla de salteadores. ¡Lástima que ustedes dejaran escapar al jefe!

—¿No se ha encontrado su cadáver? —quiso saber Davis.

—Ni rastro —contestó el que hablaba—. Benson dice, incluso, que está seguro de que le vio huir a través de los que guardaban el lado izquierdo de la carretera. Se precipitó sobre ellos como un, huracán y no hubo más remedio que dejarlo pasar. No es que Benson me merezca mucha confianza; pero esta vez creo que no miente. No puede haber otra explicación que justifique el no encontrar el cadáver.

—¿Los habéis examinado bien todos? Tal vez se encuentra dentro de alguna casa.

—No, ya no queda ningún cuerpo por identificar. Naylor ha huido. Ahora queda por ver si será capaz de huir de nuestra persecución.

—Pues a emprenderla en seguida. Si se mete por los montes del Ciervo, que es donde tenían su guarida los Capuchones Negros, nos va a dar muchísimo trabajo.

—¿Vienen ustedes? —preguntó Davis, volviéndose hacia Guzmán y Silveira.

Los dos movieron negativamente la cabeza.

—No, sheriff —contestó Silveira—. No cabe duda de que el ir persiguiendo a un hombre sería para nosotros una aventura nueva, pues hasta ahora siempre hemos sido los perseguidos; pero no sentimos deseos de hacer la prueba.

—Ustedes, en el fondo, son también unos forajidos —dijo Davis—. Sin embargo, les aseguro que si alguien me habla alguna vez más de los «Tres», se las va a tener que entender conmigo. En el sheriff Tom Davis tendrán siempre un buen amigo.

—El ser amigo de un sheriff es casi siempre muy provechoso —rió Guzmán.

Con un fuerte apretón de manos, se despidieron los tres hombres. Davis marchó a ponerse al frente de la expedición. Guzmán y Silveira buscaron sus caballos para regresar al rancho Cuadrado X, y llevarse hacia allí al doctor Carvajal, muy ocupado en curar heridas de toda clase, y que protestó bastante antes de dejarse convencer.