GUILLERMO TELL.

Guillermo Tell es el héroe nacional de Suiza, libertador de su patria en contra de la tiranía de Gessler. La leyenda ha envuelto, embelleciéndola, su figura histórica, objeto de veneración en los pueblos alpinos.
Tomamos aquí la versión que, del héroe del pueblo, ha llevado al teatro el gran poeta alemán Federico Schiller.

Entre las crestas heladas de los Alpes, en los prados siempre verdes y húmedos, a orillas de los altos lagos que reflejan la nieve, viven los hombres libres de Suiza. A ellos les llega el sol de la mañana antes que a los pueblos de las tierras bajas. Duro es su vivir entre el hielo y los ventisqueros, pero por nada bajarían a la vida fácil de las llanuras; piensan que la libertad, como la rosa de los Alpes, sólo florece en las cumbres y se marchita en el llano.

Sus aldeas, blancas y limpias, se enlazan a través de las montañas por empinados senderos tallados en la roca viva, tendidos con barandales sobre los precipicios, y bordeados de negras cruces de madera en memoria de los viajeros sepultados por la nieve de las avalanchas.

Cazan en cumbres tan altas, que sus flechas vuelan sobre las nubes; cantan al son de las esquilas de sus rebaños, y aman ante todo la libertad.

Un valiente cazador fue el libertador de Suiza hace seiscientos años. Nació en el cantón de Uri. Se llamaba Guillermo Tell.

En medio de las altas montañas está el lago verde de los Cuatro Cantones; en sus aguas se reflejan las cumbres heladas y las vacas que pacen la yerba de sus orillas. Comienza el otoño.

Un pescador canta en su barca; los cazadores trepan por las escarpaduras veladas de nubes, y los pastores se alejan con sus ganados, dejando los pastos alpinos hasta que vuelva a cantar el cuco de la primavera.

Cuando pastores, cazadores y pescadores se encuentran junto al lago se estrechan las manos como hermanos en el trabajo y juntos lamentan el triste destino de su patria, sometida a la más vergonzosa esclavitud. El gobernador Gessler, que ejerce la tiranía en nombre del Emperador de Alemania, insulta a los pobres; pisotea a los humildes, atropella sus derechos, su hacienda y su honra. Y se ríe de los antiguos fueros del pueblo libre. ¡Ay del que se atreva a levantar los ojos delante de él! ¡Ay del que no se arrodille ante sus caprichos y ante la insolencia de sus servidores y amigos!

Pastores, cazadores y pescadores, hombres esforzados y humildes de las altas montañas nevadas, ven con desaliento cómo día tras día el yugo del tirano aprieta cada vez más el cuello de su patria. Y se estrechan tristemente las manos en esta oscura tarde de octubre a orillas del lago de los Cuatro Cantones.

La tempestad se anuncia cercando de espesa niebla negra las montañas; los peces saltan en el lago, y los mastines escarban la yerba gruñendo mientras las ovejas se aprietan unas contra otras. Ya empieza a soplar el viento del Sur y caen, grandes y frías, las primeras gotas de lluvia.

De pronto un leñador, con el cabello revuelto y ojos desorbitados de angustia, llega corriendo del bosque y se lanza de rodillas clamando:

—¡En el nombre de Dios, barquero, sálvame! Desamarra tu barca y pásame a la otra orilla. Los jinetes del gobernador me persiguen. Uno de sus criados atropelló mi choza, y mi hacha le ha dado muerte. ¡Sálvame, barquero!

Todos retroceden con espanto ante estas palabras. Un relámpago alumbra los montes y un terrible trueno rueda por los valles. El vendaval se desata, barriendo los desfiladeros, y las aguas del lago se encrespan en negros oleajes.

El barquero mira con angustia al leñador, arrodillado a sus pies, y tiembla ante la tempestad. Las aguas del lago braman ahora como un mar enfurecido, y la noche se adelanta.

—No puedo ayudarte —dice el barquero—. La borrasca volcaría mi bote y las aguas nos tragarían a los dos. Que el cielo te proteja.

El leñador llora desesperado sobre la yerba. A la claridad de los relámpagos se ven aparecer a lo lejos los jinetes del gobernador.

Entonces un nuevo cazador se acerca a la orilla al oír los sollozos desesperados del fugitivo. Trae al brazo una ballesta y el haz de flechas a la espalda. Lleva una gorra de piel, las piernas desnudas y sandalias de cuero con plantas de madera. Los cazadores le reconocen y le saludan con respeto. Es Guillermo Tel, el fuerte cazador de Uri.

—¿Dejarás morir a este hombre —dice Tell— a la orilla misma del lago, que es su salvación? Es un hermano de esclavitud que ha tenido el valor de rebelarse contra los tiranos. ¡Pronto, barquero, desamarra tu barca!

—No puedo, Tell. Tú conoces como yo el remo y el timón, y sabes que nada puede intentarse contra la tempestad furiosa.

—Ea, barquero, los jinetes llegan. El lago sentirá acaso lástima del fugitivo; el gobernador, no. Desatraca tu barca.

—¡No! Ni por mi hijo lo haría; hoy es el día de San Judas y el lago se enfurece reclamando una víctima, como todos los años.

—Entonces, barquero, en el nombre de Dios, déjame tu barca.

Así dijo Tell el cazador. Y desatando la barca salta a ella el leñador y empuña en sus manos los remos.

Cuando llegan los jinetes, al verse burlados, descargan su rabia contra los cazadores, atropellan con sus caballos el ganado, incendian furiosos las chozas de los pastores, que huyen llorando entre la tempestad y la noche.

A la luz de los relámpagos Guillermo Tell rema vigorosamente sobre el lago encrespado y gana la otra orilla.

Todos los días corren por las aldeas de la montaña noticias de nuevas desgracias y afrentas. Gessler, el orgulloso gobernador de Uri, ejerce sobre los duros montañeses suizos la tiranía más odiosa en nombre del Emperador. Insulta a sus mujeres, incendia sus chozas y arrasa sus haciendas y rebaños. El anciano Mechthal, con las órbitas sangrientas y vacías, recorre las montañas pidiendo venganza: Gessler ha mandado arrancarle los ojos en castigo de una falta cometida por su hijo.

En la plaza de Altdorf los esbirros del gobernador levantan una lúgubre fortaleza en cuyos calabozos han de dormir eternamente los que no acaten a ciegas la tiranía. Pero con mal agüero se alza la cárcel: al cubrirla, un obrero pierde la vida, desplomándose desde las altas pizarras.

Las húmedas mazmorras aguardan a los hombres libres. Y para probarlos, Gessler ha ordenado colocar en la plaza, en la punta de un palo, el sombrero ducal, al que todos deberán saludar respetuosamente, como si fuera el gobernador en persona.

Ante semejante burla los nobles corazones suizos se llenan de ira y de vergüenza. Pero el no obedecer cuesta la vida, y los escasos transeúntes que se ven forzados a atravesar la plaza, hombres, mujeres y niños, tragándose su sonrojo, se descubren y se inclinan ante el espantajo de la tiranía.

Guillermo Tell está trabajando en su choza de la montaña, cortando leña para el invierno, mientras sus dos hijos, Gualterio y Guillermo, juegan a su lado. Sueñan con ser cazadores famosos como su padre, y se ejercitan alegres en tirar la ballesta.

Tell deja el hacha, y sentado junto al hogar habla así a su esposa:

—Vergonzosa es la esclavitud de nuestra patria. Los corazones montañeses desbordan de ira y de dolor. Un día estallará en todos los cantones la revolución, y entonces mi arco se unirá a las hachas y picas de mis hermanos. Sólo temo por la suerte de nuestros hijos. Gessler me odia no sólo porque he salvado a un leñador perseguido por sus jinetes, sino porque le he visto a él, al orgulloso gobernador, temblar en mi presencia. Fue hace unos días; cazaba yo junto a un precipicio, en un despeñadero solitario, y al avanzar por un desfiladero abierto entre los peñascos me encontré al gobernador que venía solo en dirección contraria.. No podía retroceder porque sobre su cabeza se elevaba la roca viva, y abajo, a sus pies, bramaba despeñándose el torrente. Cuando me conoció y me vio avanzar hacia él con mi arco en la mano palideció, temblaron sus rodillas, y comprendí que estaba a punto de caer al precipicio. Entonces me dio lástima de él; le sostuve y le saludé humildemente, siguiendo luego mi camino. Pero ha temblado delante de un hombre del pueblo, y sé que jamás me perdonará esta humillación.

Luego, volviéndose a sus hijos, les dice:

—Ea, pequeños; vuestro padre baja hoy a la ciudad. ¿Quién quiere acompañarle?

En seguida Gualterio deja su juego y corre hacia él:

—Yo iré, padre. Yo quiero andar siempre contigo y aprender a cazar.

Tell se echa sobre los hombros su zamarra de piel, toma su ballesta y sus flechas y emprende el camino con el pequeño Gualterio. La esposa llora en silencio junto al hogar de leña, mientras el otro hijo mira con envidia alejarse a su padre y a su hermano.

En un claro del bosque de Rutli, rodeado de altos ventisqueros, bajo los abetos nevados, se celebra esta noche una extraña asamblea a la luz de la luna.

Por los empinados senderos protegidos con barandales de madera van llegando campesinos, pastores y cazadores de todos los cantones alumbrándose con antorchas. Cuando se encuentran en el claro del bosque que cambian un santo y seña y se estrechan las encallecidas manos en silencio. Son conjurados de todos los pueblos que van a celebrar asamblea con arreglo a sus antiguos fueros para alzarse en rebelión contra el tirano.

Faltan los conjurados del cantón de Uri y todos aguardan sobrecogidos de emoción, encendiendo una fogata en medio de la pradera. La ermita del bosque deja oír dos campanadas.

De pronto una voz exclama gozosa:

—¡Oh, mirad! Un feliz augurio. La luna enciende en la niebla un arco-iris nocturno. Desde nuestros abuelos no se había vuelto a ver tal maravilla.

Todos los ojos contemplan, asombrados de gozo, el signo maravilloso. Bajo el arco de siete colores, tendido sobre el lago, pasa ahora una barca. Son los conjurados de Uri.

Pero el más anhelantemente esperado, Guillermo Tell, el cazador, no viene con ellos. ¿Qué habrá sido de él? Nadie lo sabe. Los conjurados suman en total treinta y tres. Representan la voluntad de todos los cantones en cuyo nombre han venido, y, con arreglo al ritual de sus abuelos, comienza la asamblea foral en torno a la hoguera. Se colocan en círculo, clavando sus armas en el centro. El más anciano los preside y habla con las manos apoyadas en dos espadas:

—¡Hombres libres de todos los cantones, representantes del pueblo! Oíd lo que nos contaron nuestros abuelos. Había antiguamente un gran pueblo en el Norte que padecía hambre cruel. En tal situación resolvieron que la décima parte de sus habitantes abandonase el país en busca de nuevas tierras deshabitadas. Así llegaron los emigrantes, hombres y mujeres, a estas montañas, entonces desiertas. Nuestros bosques de abetos y nuestros lagos helados les recordaron su patria, y aquí decidieron quedarse. Edificaron nuestro viejo castillo, talaron el bosque en torno a los lagos, levantaron sus chozas junto a las fuentes y roturaron la tierra. Así nació un pueblo donde antaño sólo habitaban los osos. Ellos extinguieron la raza del dragón venenoso de nuestras lagunas, construyeron nuestros caminos tallados en la roca y engendraron a nuestros antepasados. Somos, por tanto, un pueblo libre nacido del trabajo y del esfuerzo. Vosotros, nietos de aquellos héroes, ¿renunciaréis algún día a vuestra santa libertad?

—¡Nunca! —contestan todos levantando la mano derecha.

—Pues bien: Gessler, el gobernador extranjero, no os reconoce como hombres libres; no respeta vuestras leyes ni vuestros sentimientos, usurpa vuestros bienes y os cubre de infamia con sus crueldades. ¿Juráis todos luchar contra la tiranía de Gessler?

—¡Juramos! —vuelven todos a contestar levantando sus manos.

—El gobernador tiene armas y soldados. Nosotros sólo tenemos el derecho. Los príncipes y los nobles lucharán con sus brillantes ejércitos contra un pobre pueblo desarmado de campesinos y pastores. Que nadie retroceda ante la muerte. Cuando llegue el momento veréis encenderse hogueras en la cumbre de todos los montes. Acudid todos entonces; derribad las fortalezas y la cárcel de Altdorf; dad vuestra vida por vuestra libertad.

Y luego el anciano, extendiendo sus manos a derecha y a izquierda, clama como un himno:

—¡Queremos ser libres!

Los conjurados lo repiten. Lo repiten por tres veces con las manos en alto y se abrazan. Después se alejan por tres caminos diferentes.

La hoguera se apaga y comienza a amanecer sobre los montes de hielo.

¿Por qué Guillermo Tell, el mejor de los hombres de Uri, no acudió a la asamblea del pueblo? Aquella misma noche el famoso cazador estaba preso, cargado de cadenas, en la fortaleza de Gessler.

Cuando abandonó su choza, camino de la ciudad, el pequeño Gualterio iba a su lado, lleno de orgullo y alegría. Decía el niño:

—¿Es verdad, padre, que los árboles de la montaña sangran cuando se les hiere con el hacha?

—Eso dicen los rabadanes. Adoran a los árboles porque son sus protectores; si no fueran estos árboles, nuestras aldeas serían sepultadas por la nieve de las avalanchas.

—¿Hay países sin montañas de hielo? —vuelve a decir el niño.

—Sí, hijo mío. Siguiendo el camino del río se llega a una región donde las aguas corren tranquilas; la vista se dilata allí en anchos horizontes, el trigo crece en los campos y la tierra, templada, parece un perpetuo jardín.

—¿Por qué no dejamos entonces estas montañas y nos vamos a vivir allá?

—La tierra es fértil y el cielo hermoso. Pero aquellos hombres no son libres. Su tierra es del obispo y del rey.

—Pero cazarán en los bosques.

—Sus bosques pertenecen al señor.

—Pero siquiera pescarán en los ríos.

—Los ríos, la mar y la sal son del rey. Los hombres son criados del rey, que los defiende con su ejército. Trabajan para el rey y viven miserablemente de lo que al rey le sobra.

—Siendo así, padre…, mejor vivir en la montaña. ¿Nosotros somos libres, verdad?

Así hablaban cuando atravesaron la plaza de Altdorf, pasando sin verlo por delante del sombrero ducal alzado en el palo.

De pronto los centinelas detienen a Tell con sus lanzas.

—¡Daos preso, en nombre del Emperador! Ningún hombre pasará por delante de ese sombrero sin rendirle homenaje.

Tell se revuelve contra los centinelas, derribándoles. El niño llora espantado al verles luchar. De todas partes acuden hombres y mujeres del pueblo. Una voz grita:

—¡Plaza al gobernador!

Y Gessler, seguido de su séquito, aparece en la plaza. Va de cacería, con su halcón al puño, en medio de lujosos pajes y escuderos. Se acerca al grupo, y al enterarse de lo sucedido se vuelve al famoso cazador con una sonrisa cruel:

—¿Sabes, Tell, cómo castigo yo a los rebeldes y a los traidores? La fortaleza de Altdorf tiene mazmorras que se honrarán en acogerte para toda la vida. ¿Quién es ese niño que te acompaña?

—Es mi hijo, señor.

—¿Quieres mucho a tu hijo, Tell?

—Con toda el alma, señor.

—¿Y no te daría pena verlo también en la cárcel, en un calabozo subterráneo? Pero no tengas miedo, Tell; yo voy a darte el medio de salvar a tu hijo. ¿No eres tú el más famoso cazador de los Alpes, que jamás yerra el blanco?

—¡Jamás! —contesta el niño lleno de noble orgullo—. Mi padre, a cien pasos, derriba una manzana del árbol.

—Bien, muchacho. Puesto que tu padre es tan hábil, va a dar una prueba de su destreza aquí delante de todos. Toma tu ballesta, gran cazador, y a ver si a cien pasos aciertas a una manzana en la cabeza de tu hijo.

Ante esta bárbara orden los hombres del pueblo retroceden asombrados. Tell siente flaquear su fuerza y sus ojos se nublan.

—¡Eso nunca! —exclama dejando caer su ballesta. Prefiero morir.

Gessler, desde su caballo, alcanza una manzana de un árbol.

—Vamos, plebeyos, despejad el sitio. Cuéntense los cien pasos. ¿Por qué tiemblas, Tell? Será para ti una magnífica hazaña. Pero ten cuidado no te tiemble el brazo, no sea que atravieses la cabeza en vez de la manzana.

—¡No tiembles, padre! —grita entonces Gualterio—. Dadme la manzana; yo esperaré sin miedo la flecha.

—Atadle a ese tilo —dice Gessler.

—No, no me atéis. No me moveré, ni pestañearé, ni respiraré siquiera. ¡Tira, padre!

Gualterio ha corrido a ponerse bajo el tilo con la manzana sobre la cabeza. Los hombres aprietan los puños y las mujeres se tapan el rostro llenas de angustia. Gessler mira sonriendo al gran cazador, que está a punto de desplomarse:

—¡Tira, cobarde! Y aprende que sólo tiene el derecho de llevar armas el que sabe usarlas.

Entonces Guillermo Tell se recobra. Mira fríamente al gobernador y pide dos flechas. Guarda una en el pecho y pone la otra en el arco. El niño espera sin temblar en medio de un mortal silencio. Tell tensa la cuerda con firmeza, apunta conteniendo la respiración y la flecha salta limpia atravesando la manzana y va a clavarse temblando en el tronco del tilo.

Un murmullo de admiración y de gozo se levanta en todos los pechos, y Gessler se muerde los labios despechado. Tell corre a abrazar al niño, y todo el llanto contenido se le desborda ahora sobre el rostro del hijo.

—Está bien —dice Gessler—. Ha sido un buen tiro. Pero ¿por qué pediste dos flechas?

Tell se vuelve a él mirándole severamente:

—La otra era para ti si hubiera matado a mi hijo. ¡Y ésa te juro que no me hubiera fallado!

Por esta respuesta Guillermo Tell ha sido preso y cargado de cadenas. El mismo Gessler le lleva en su barca, abanderada y roja, hacia una lejana fortaleza, donde piensa sepultarle en vida.

Pero una terrible tempestad se desencadena en el lago, y Gessler, fiando más en la habilidad de Tell que en la de sus pilotos, manda desatarle y le entrega el timón.

La tempestad, impulsada por el vendaval del San Gotardo, ruge en el estrecho lago como una bestia contra los barrotes de su jaula. El gran cazador conduce la barca a través de las negras olas y con un rápido viraje la acerca a un escollo. Entonces salta con su ballesta a tierra y con el pie da un vigoroso empujón a la barca, que vuelve a internarse en el lago.

De este modo Guillermo Tell se ve nuevamente libre en la montaña. Lleva su ballesta al hombro y en el seno la flecha que guardó ayer al disparar sobre su hijo.

Por espacio de muchos días vaga por los agrestes picachos nevados, rondando de noche su choza, adonde sabe que han de llegar un día los esbirros del gobernador para prender a su esposa y a sus hijos.

Entretanto, Gessler ha logrado salvarse del naufragio y prepara una gran fiesta en su castillo.

Por el camino que conduce al palacio del señor, ¡cuántas gentes diversas pasan todos los días! Allí ponen su planta el mercader y el peregrino, el monje y el salteador nocturno y el alegre trovador y el buhonero cargado de baratijas. Pero de todos, ninguno tan extraño como ese cazador que desde un alto matorral vigila hoy el camino. Lleva una gorra de piel, desnudas las piernas, y calza fuertes sandalias de cuero con plantas de madera. En su ballesta sólo hay una flecha, y sus ojos no se apartan un momento del camino.

—Ahora cruza un cortejo nupcial, al son de rabeles pastoriles. Pasan después unos soldados cantando con las lanzas al hombro. Más tarde, una mujer del pueblo, descalza, rodeada de sus hijos, sucios y hambrientos. No puede caminar más y se sienta en un recodo al borde del sendero.

Luego aparece un brillante acompañamiento de pajes y escuderos y un caballero resplandeciente de oros y sedas. Es Gessler el gobernador.

Al llegar al recodo, la mujer se arrodilla en medio del camino, delante de su caballo:

—¡Justicia, gobernador! Mi marido yace preso en vuestros calabozos sin haber cometido delito. Mis hijos se me mueren de hambre en nuestra choza, sin pan y sin leña. ¡Justicia!

—¡Aparta! —grita Gessler—. Déjame en paz y presenta tu memorial en el castillo.

La mujer se inclina de bruces, besando el suelo. Sus hijos se arrodillan a su lado cerrando el paso.

—¡Perdón para mi marido inocente! Pan para mis hijos… ¡Justicia, gobernador!

—¡Aparta! —vuelve a gritar Gessler iracundo.

Y clavando las espuelas hace encabritar a su caballo, dispuesto a lanzarlo sobre los que lloran de rodillas.

Entonces una flecha, disparada desde lo alto del matorral, silba en el aire y va a clavarse certera en el corazón del tirano.

Gessler se contrae de dolor y cae derribado hacia atrás sobre el arzón. Con la mano crispada se arranca la flecha y la contempla con sus ojos turbios.

—¡Ah, bien conozco de quién es esta flecha!

—¡Te la tenía prometida! —exclama Guillermo Tell apareciendo en lo alto del matorral—. ¡ Acuérdate, es la que guardé aquel día junto al tilo de Aldorf!

Gessler cae de su caballo y muere en medio de sus criados, que le contemplan sobrecogidos de terror…, sin lástima.

Aquella misma noche en todas las cumbres de los Alpes se levantaba el humo de las hogueras dando la señal. Las campanas se echan a vuelo en la sombra. Las fortalezas de la tiranía son arrasadas; saltan en astillas las puertas de las cárceles. Y el alba del nuevo día alumbra a un pueblo libre, de pastores y cazadores, de pescadores y campesinos encallecidos en el trabajo, que se abrazan bendiciendo un nombre libertador: Guillermo Tell.