3. AMOR Y MUERTE DE SIGFRIDO.
Siguiendo el vuelo del pájaro, Sigfrido cabalgó hacia el sur y llegó ante la peña de la Corza, rodeada de llama. Un estrecho desfiladero conducía a la cumbre. Cuando se disponía a subir le salió al paso un desconocido; vestía un gran manto azul y cubría su cabeza con un sombrero de anchas alas; era muy alto, viejo y tuerto. Se colocó delante de Sigfrido, cerrando el paso con su lanza, y le gritó:
—¿Hacia dónde caminas, joven héroe?
—En busca del amor. Voy a la cumbre, donde una doncella me espera, dormida entre las llamas.
—Detente. ¡Ay de ti si das un paso! Esa doncella es mi hija Brunilda; en otro tiempo era una walkyria[2], mensajera de las batallas. Pero un día, desobedeciendo mis órdenes sagradas, quiso proteger en el combate al rey Sigmundo, y yo la desposeí de su divinidad, transformándola en mujer. Le clavé la espina del sueño y la condené a un profundo sopor, del que sólo la despertará aquél que no haya conocido el miedo.
—Yo la despertaré —exclamó Sigfrido.
—Pues bien; demuestra antes tu valor. Atrévete a luchar con Odín, señor de los ejércitos. Desenvaina tu espada contra esta lanza de fresno que un día rompió en cien pedazos la espada del rey Sigmundo.
—¡Ah! —gritó Sigfrido—. ¡Por fin encuentro al enemigo de mi padre!
Y desenvainando su espada se lanzó contra el dios. Al encuentro de las armas se oyó un trueno espantoso, y la lanza de fresno saltó hecha astillas.
¡Tú eres el más valiente de los héroes! —exclamó Odín—. Pasa; no puedo detenerte.
Y envuelto en una niebla desapareció.
Sigfrido subió a caballo el desfiladero y llegó ante el cerco de fuego. Crepitaban las llamas, retorciéndose como serpientes, y sus lenguas llegaban hasta el cielo. Sigfrido se llevó a los labios su bocina de plata y clavó la espuela en los ijares de Grani, que resoplando se lanzó de un salto en medio del incendio. Las llamas chocaban furiosas contra el cuerpo del héroe, resbalando sobre su coraza.
Al fin Sigfrido traspasó la muralla de fuego y, dormido bajo un pino de copa redonda, vio a un guerrero armado de yelmo y coraza en el centro de un círculo de escudos blancos y rojos.
Se acercó a él, saltando sobre los escudos; le quitó el yelmo, rasgó con su espada el acero de la coraza de arriba abajo, y vio que era una hermosísima doncella.
Al abrirse la coraza despertó la durmiente, y preguntó, enderezándose:
—¿Quién ha atravesado por amor el fuego? ¿Quién ha roto las pálidas ataduras de mi encantamiento?
—Ha sido Sigfrido el welsa, el hijo de Sigmundo. Su espada ha roto tu sueño.
—Salve a ti, ¡oh Sigfrido!, a quien esperaba mi corazón.
—Salve a ti, ¡oh Brunilda! Mi amor y mi espada te despiertan a la vida.
Y Brunilda y Sigfrido, en prenda de amor, cambiaron sus anillos. De este modo Sigfrido, sin saberlo, condenaba a muerte a su amada entregándole el anillo de los nibelungos, cuyo fatal poder no conocía.
Tres días permaneció el héroe en la peña de la Corza, pasado este tiempo decidió dejar allí a Brunilda para volver a buscarla cuando hubiera castigado a todos los enemigos de su padre y reconquistado su reino.
Cruzó el mar hacia Gautlandia en medio de una violenta tempestad. Las olas chorreaban por el barco como el sudor por los costados de un caballo en la batalla. Sigfrido, erguidos en la proa, tocaba su bocina de plata desafiando alegremente la borrasca:
—¡Aquí está Sigfrido sobre los árboles del mar! Él vencerá a las olas y vengará la muerte de los welsas.
Y a su voz amaina la tormenta y cede el oleaje.
Así llegó a la tierra de los hijos de Hunding, donde encendió una tremenda lucha con los enemigos de su estirpe, venciéndolos a todos y arrebatándoles su reino.
Una noche, navegando de regreso hacia el Sur en una barca sobre el Rhin, atracó Sigfrido a la puerta de un gran palacio. Era la casa del rey Gunar, el cual tenía un hermano bastardo llamado Hagen, hijo de nibelungos, y una hermana llamada Grimilda, hermosa entre las mujeres. Gunar era un joven héroe que sabía apreciar el valor, y acogió gozoso en su palacio a Sigfrido, colmándole de honores.
Pasaron muchos días divertidos en cacerías y festines, y Gunar y Sigfrido se juraron eterna amistad, haciendo gotear juntos su sangre sobre la huella del pie en señal de sagrada alianza.
Grimilda se enamoró del hijo de los welsas, que guardaba puro su corazón para Brunilda. Y un día, cegada por su amor, le preparó una bebida mágica, que hacía olvidar el pasado. Mezclada en la copa de hidromiel se la ofreció en el banquete, y al beberla, Sigfrido sintió nublarse su pasado, y de su memoria se borró el amor de Brunilda y la promesa que los unía. De este modo Grimilda logró sus propósitos, y al día siguiente celebró sus bodas con Sigfrido, que ya no pensó más en dejar el palacio.
Pasó algún tiempo, Un día Gunar oyó hablar de una doncella encantada que vivía en la peña de la Corza rodeada de fuego y decidió ir allá a conquistarla. Sigfrido, sin acordarse de nada, le acompañó en la aventura.
Juntos llegaron a la cumbre. Gunar trató de atravesar la muralla de llamas, pero su caballo retrocedió, relinchando, espantado. Quiso repetir la prueba montado en Grani, pero el caballo de Sigfrido también se negó a avanzar bajo las piernas de Gunar. Entonces Sigfrido se ofreció a realizar la empresa por su hermano de sangre; se puso el yelmo encantado que conquistara en la cueva del dragón, y su rostro se cambió por el de Gunar. De este modo Sigfrido atravesó nuevamente las llamas y el círculo de escudos.
Brunilda, al ver avanzar al desconocido, retrocedió sorprendida, exclamando:
—¿Quién es el atrevido que atraviesa mi cerco de fuego?
—Soy el rey Gunar —respondió Sigfrido—. Prometida estás al que atraviese las llamas, y conmigo vendrás a mi palacio.
—Imposible —dijo Brunilda—. Mi corazón es de Sigfrido el welsa, cuyo retorno aguardo.
—En vano aguardas —respondió Sigfrido riendo—. El welsa se ha desposado con la hermosa Grimilda, mi hermana, y vive feliz en sus brazos.
Al oír esto, Brunilda se llenó de celos y de ira contra el perjuro, y se decidió acompañar a Gunar, meditando una venganza. Al bajar de la peña de la Corza, Gunar y Sigfrido trocaron nuevamente sus rostros, y fueron hasta el palacio sin hablar una palabra en el camino.
Sin alegría se celebraron las bodas de Gunar y Brunilda. La hermosa no podía contener su llanto, y cuanto más meditaba su venganza, más sentía crecer su amor por el rey Sigfrido. Al caer la tarde salía del palacio y caminaba llorando, cubierta de nieve y hielo, mientras Grimilda subía con su amado al lecho y cerraba en torno las colgaduras.
Tampoco Sigfrido era feliz. Cuando sus ojos se encontraban con los de Brunilda, su corazón se llenaba de pena, queriendo recordar; pero en su memoria había una laguna de nieblas. Y apartaba sus ojos de Brunilda, sobrecogido de temor.
Un día Brunilda descubrió el poder mágico del yelmo, y supo que el propio Sigfrido la había conquistado por segunda vez en figura de Gunar. Entonces, desesperada por el silencio y la ingratitud del héroe, habló a su marido, incitándole a la venganza:
—Sigfrido te ha traicionado, ¡oh Gunar! Él fue mi primer esposo, atravesando las llamas antes que tú. Tres días permaneció conmigo en la peña de la Corza, y te lo ha ocultado. He aquí su anillo, que me entregó en prenda de amor.
Gunar lloró de dolor al saber esto. Su corazón clamó venganza; pero recordó el juramento sagrado que le unía a Sigfrido: juntos habían hecho gotear su sangre en señal de alianza, y su espada no podía romper la fe jurada.
Entonces llamó a su hermanastro Hagen, hijo de nibelungos, que no había hecho alianza de sangre con Sigfrido; incitó sus instintos contra el welsa, prometiéndole el tesoro del Rhin conquistado al dragón. Le enardeció con bebidas y le dio a comer carne de lobo, hasta que Hagen, salvaje y borracho, juró la muerte del héroe.
Allí en el bosque de encinas, junto al Rhin, al pie de la fuente fría, donde antaño custodiaron las ninfas el tesoro de los nibelungos, allí se consumó la gran traición. Allí murió el brillante héroe del Sur.
Sigfrido llegó a la fuente cansado de la cacería, se despojé de su escudo y de su espada y se sentó a reposar junto a Grani, que pacía entre la yerba. El abejaruco le habló desde la rama de un tilo:
—Morirás joven, héroe sagrado; la traición te acecha. Tu corazón está ciego por un brebaje que Grimilda te dio a beber en la copa de hidromiel. ¿No recuerdas a Brunilda, la hija de los dioses, tu esposa de tres días? Bebe de la fuente fría, Sigfrido, y tu corazón recobrará la memoria.
Sigfrido se inclinó de bruces sobre la fuente. Según bebía, sus sentidos se aclaraban. Y vio a Brunilda dormida bajo el pino, dentro de un círculo de escudos, rodeada de llamas; la vio despertarse cuando su espada le rasgó la coraza…
De pronto dos cuervos volaron sobre la fuente. Entre la sombra de la noche, saliendo del bosque, apareció Hagen, y blandiendo su lanza en el aire la lanzó contra Sigfrido, clavándosela en la espalda. La sangre de héroe tiñó la fuente y su rostro se hundió en el agua roja. Su caballo huyó, relinchando espantado, por la selva.
Los guerreros de Gunar llevaron al palacio el cadáver sagrado, tendido sobre su escudo, y alumbrando la noche con antorchas. Grimilda se retorcía las manos de dolor, llenando el aire con sus gritos.
Brunilda, pálida y fría, dispuso la ceremonia fúnebre. Hizo levantar en el bosque una enorme pira de troncos de fresno, rodeada de colgaduras y escudos; en lo alto de la pira, dividiéndola en dos mitades, puso la invencible espada de Sigfrido. Colocó a su lado el cadáver sagrado, cubierto de ricas pieles, y todos sus tesoros, y sus armas de caza y de guerra. También ella se adornó de joyas y collares. Con sus propias manos encendió una tea de resina olorosa y prendió fuego a la pira.
Luego, cuando las llamas se elevaron, enrojeciendo la noche, habló a todos:
—Yo voy a morir también; así lo quiere mi amor y este anillo de los nibelungos que reluce en mi dedo. Sólo a Sigfrido he amado, y no pudiendo vivir al lado del héroe, yo misma he pedido su muerte, para morir junto a él. Unidas irán al viento del bosque nuestras cenizas.
Y diciendo estas palabras se arrojó a la pira, al lado de Sigfrido. Una misma llama los consumió a los dos, separados por el filo de la espada.