1. SIGMUNDO.

Odín, el padre de los ejércitos, rey de los dioses, engendró en la tierra una estirpe de héroes, de los que fue el primero Welsa, rey de los francos, el cual engendró una pareja de mellizos: Sigmundo y Signi. La raza de los welsas sobrepujaba a todas las demás en fuerza y hombría, y su destino fue el más brillante y desgraciado que hubo sobre la tierra.

Welsa había mandado construir una sala famosa, en cuyo centro erguíase el tronco de una colosal encina. Sus ramas, cubiertas de flores, formaban el techo de la sala, y su tronco no lo podían abarcar entre diez hombres.

Hunding, rey de Gautlandia, se enamoré de la princesa Signi y la pidió por esposa, a pesar de que el corazón de Signi no estaba inclinado hacia el feroz guerrero.

Dispusiéronse las bodas en la sala en cuyo centro se erguía la encina. Grandes fuegos ardieron en larga fila. Por la noche, cuando los barones estaban sentados junto a los fuegos, sobre las pieles de oso, entró en la sala un hombre desconocido de todos. Llevaba un gran manto azul y un sombrero de enormes alas echado sobre un ojo. Caminaba descalzo; era muy alto, viejo y tuerto. En la mano llevaba una brillante espada, con la que se acercó a la encina, clavándola en el tronco con tal fuerza, que penetró hasta el puño, Y habló así a los barones, atónitos:

—Quien esta espada saque del tronco recíbala de mí como regalo, y mostrarán sus hechos que nunca mejor espada manejaron las manos de los hombres.

Dicho esto, el desconocido desapareció. Era Odín, el dios de luz, padre de los ejércitos.

En seguida se esforzaron todos por apoderarse de la espada. Pero sus esfuerzos fueron vanos; nadie consiguió moverla. Sólo la mano de Sigmundo logró arrancarla con la misma facilidad con que se arranca del árbol una flor. Era la más hermosa espada que jamás se viera, y Hunding deseó poseerla a toda costa. Ofreció a Sigmundo tres veces el peso de la espada en oro; pero Sigmundo contestó con desprecio:

—Como yo, pudiste cogerla cuando estaba clavada en la encina. Si no lograste hacerlo es que no te corresponde el honor de ceñirla.

Estas palabras irritaron a Hunding, que se vio escarnecido delante de sus barones. Y aquella misma noche meditó su venganza.

Al día siguiente dijo Hunding que quería aprovechar el buen tiempo para regresar a su país antes de que los vientos crecientes le cerrasen el mar. Signi, con el alma llena de tristes presentimientos, le acompañó a viva fuerza. Y Hunding, al marchar, invitó al rey Welsa y a Sigmundo a ir a visitarle en su reino a la vuelta de tres meses.

Por el tiempo convenido partió Welsa con Sigmundo y sus héroes hacia Gautlandia, a hospedarse en casa del rey su yerno. Ya era de noche cuando tomaron tierra sus barcos. Protegida por la obscuridad, llegó Signi a las naves y descubrió a su padre y su hermano que Hunding les preparaba una traición y habla reunido un gran ejército para aniquilarlos. Pero Welsa se negó a retroceder.

—No temo a la muerte —dijo—, que un día debe llegar para todos. He hecho voto de no retroceder jamás ni por miedo, ni por fuego, ni por hierro. En cuanto a ti, suceda lo que suceda, tu deber es estar al lado de tu esposo.

Así regresó Signi aliado de Hunding. Los welsas permanecieron aquella noche en las naves, y a la mañana siguiente trabaron dura batalla con el ejército de Hunding. Welsa, secundado por la espada sagrada de Sigmundo, animaba con enérgicos gritos a sus escasos hombres, y por ocho veces irrumpió aquel día en las filas enemigas, asestando terribles golpes con sus dos brazos. Pero a la novena vez hubo de sucumbir al número, y allí cayó muerto el rey Welsa con todos sus héroes.

Sigmundo fue hecho prisionero; Hunding le arrebató su espada y le reservó un tormento más espantoso que la muerte. Solo y desnudo fue abandonado entre las fieras del bosque, y allí vivió por espacio de varios años, en una caverna, en compañía de los lobos, que aprendieron a respetar su fuerza y su fiereza. Hunding vivía tranquilo creyendo haber aniquilado la temible raza de los welsas.

Un día, extraviado por una fragorosa tempestad, Sigmundo se perdió en la selva, y caminando a la ventura llegó ante la puerta de un palacio. Entró a pedir albergue y halló a una hermosa mujer que, al reconocerle, se lanzó llorando en sus brazos. Era Signi, su hermana, la cual le dijo:

—¡Oh Sigmundo, hermano, todos los días te he esperado desde la muerte de mi padre! Su sangre no ha sido rescatada y aguarda venganza. Hunding ha salido de cacería y pronto regresará. Toma, Sigmundo, la espada que en casa de mi padre desclavaste del tronco de la encina.

Sigmundo abrazó a su hermana, tomó la espada, y bajando los establos, esperó allí oculto entre la yerba. Poco después se oyeron los cuernos de caza y el ladrido de la jauría, y Hunding, con cien hombres, entré en su palacio. Desciñeron las espadas, se quitaron los cornudos cascos y las pieles de oso y se sentaron a la mesa, llenando las copas de hidromiel.

De pronto una puerta se abrió y Sigmundo se lanzó de un salto a la mesa de banquete, dando un grito salvaje: «¡Welsa, Welsa!».

Al reconocerle, el terror se apoderé de todos pero su espada, rápida como el rayo, no perdonó a ninguno. Allí cayó el feroz Hunding con todos sus hombres.

Después Sigmundo corrió al bosque; con su espada comenzó a derribar árboles, y llevándolos en sus brazos los amontonó en la sala del banquete y prendió fuego a todo. Finalmente, llamo a su hermana para que se fuera a vivir con él al bosque. Pero Signi le contestó:

—Ya nada tengo que hacer en el mundo, puesto que la sangre de mi padre está vengada. Ahora sabré cumplir también como esposa muriendo con los míos.

Y así diciendo se arrojó a la hoguera.

Años después, Sigmundo, vencedor en cien combates y poseedor del reino de su padre, se enamoró de Siglinda, la hija del rey Eulimi, la más hermosa y prudente de las mujeres. Y a despecho de muchos otros pretendientes, se casó con ella, que también le amaba.

Entre los pretendientes desdeñados había uno de la estirpe de Hunding, el cual reunió a sus guerreros y se dirigió contra Sigmundo, retándole públicamente. Los enemigos llegaron de Gautlandia en sus barcos. Sigmundo envió a Siglinda al bosque; alzó su bandera y mandó tocar los cuernos de guerra. Su tropa era mucho más pequeña que la de los enemigos. Pero Sigmundo luchaba bravamente a la cabeza; ni broquel ni coraza resistían sus golpes, y repetidas veces rompió las filas contrarias. Largo tiempo duró la batalla. Sigmundo tenía los dos brazos teñido de sangre enemiga hasta por encima del hombro.

Entonces apareció en el campo de batalla un desconocido. Llevaba un gran manto azul y un sombrero de enormes alas, echado sobre un ojo; era muy alto, viejo y tuerto. Avanzó contra Sigmundo y blandió delante de él su lanza de fresno; Sigmundo descargó su espada contra ella, y la espada se rompió en cien pedazos. Entonces se trocó la fortuna, y Sigmundo cayó en la batalla a la cabeza de sus hombres.

Por la noche Siglinda vino a llorarle sobre el campo. Sigmundo, reuniendo todas sus fuerzas, le habló estas palabras:

—Los dioses me han derrotado. Odín no quiere ya que yo ciña su espada, puesto que la rompió, y ha elegido nuevos héroes. Tú llevas en tu seno un hijo mío que pronto ha de nacer; Sigfrido será su nombre. Cuídalo bien, porque él será el más grande y glorioso de los welsas. Conserva también los trozos de mi espada, que un día vendrá en que se forje con ellos una nueva espada, aun más fuerte y hermosa. Nuestro hijo la llevará, y con ella ha de realizar hazañas que nunca se olvidarán, y su nombre vivirá lo que el mundo dure. Sea éste tu consuelo. Adiós, Siglinda, yo te dejo; voy en busca de los amigos que me han precedido en la muerte.

—Con estas palabras Sigmundo entró en la agonía. Siglinda estuvo inclinada sobre él hasta que expiró, cuando comenzaba a clarear el día.