LOHENGRIN.

He aquí la antigua leyenda del caballero del Cisne, que cruzo en su barca encantada todos los caminos del cuento y la novela, la poesía y el teatro. La literatura española medieval la tradujo de los libros de caballerías franceses, Y hoy es universalmente conocida en su versión alemana, que la cuenta así:

Al morir el príncipe de Brabante dejó dos hijos: la princesa Elsa, adolescente, y el pequeño Godofredo, bajo la tutela de su pariente el conde Federico.

Juntos jugaban los dos hermanos en el bosque. Elsa, silenciosa, con los ojos fijos en el mar; soñaba con el día feliz en que conocería el amor, y se lo imaginaba en figura de un rubio caballero, armado de brillantes armas y avanzando por el mar en una barca tirada por un cisne. De este modo Elsa solía dar rienda suelta a su fantasía; y permanecía largas horas callada, sentada sobre la yerba, y con los ojos fijos en el mar por donde el misterioso caballero había de aparecer con su barca de encanto.

Un día la sorprendió así la noche en el bosque, entregada a sus sueños, y sin darse cuenta hasta que se vio envuelta en sombras. Llamó a su hermano, que jugaba a su lado, para volver al castillo; pero el niño no contestó a su llamada. Inútilmente le buscó y le llamó a gritos, corriendo todo el bosque. El niño había desaparecido, y fueron vanos cuantos esfuerzos y pesquisas se realizaron por todo el país para hallar su paradero.

El conde Federico lloró la muerte del niño, y compadecía en su corazón a la pobre Elsa, que desde aquel día vivía sumida en constante dolor y encerrada en silencio, apartada de las gentes.

Pero Federico estaba casado con una perversa hechicera, llamada Ortrudis, la cual empezó a sembrar la más amarga duda en su pecho, diciéndole que la princesa Elsa había arrojado al mar a su hermano para heredar ella sola el trono de Brabante. Mucho esfuerzo costaba al conde dar crédito a tan horrenda acusación; pero Ortrudis amontonaba sospechas contra la doncella un día y otro día, haciéndola objeto de las más viles calumnias, hasta que consiguió llevar el odio al corazón de su esposo, el cual decidió acusar públicamente a la princesa Elsa de la muerte de su hermano.

En una ancha pradera, a orillas del río Escalda, frente al mar, está sentado el rey Enrique de Alemania bajo la frondosa encina a cuya sombra se administra justicia. A su lado, los condes y los nobles feudatarios, y enfrente, agolpado en semicírculo, el pueblo brabanzón.

Ante el rey, ceñudo y lleno de ira, habla el conde Federico. A su izquierda, rodeaba por sus doncellas, vestida de blanco y con los ojos inmóviles llenos de lágrimas, la princesa Elsa escucha su acusación.

—Escucha mi querella, rey Enrique, y que el cielo guíe la espada de tu justicia —dijo Federico—. Yo acuso ante ti y ante el pueblo a esta mujer de la muerte de su hermano el príncipe Godofredo. Juntos fueron al bosque, y bien entrada la noche volvió sola a mi casa, pálida y espantada, diciéndome que el niño había desaparecido. Ninguna razón puede alegar el pro de su inocencia; su palidez, su trastorno y los crueles remordimientos que desde entonces la atormentan acusan su crimen. Con la muerte de Godofredo ella hereda por ley el dominio de este país, tu feudatario. ¡En nombre del pueblo pido justicia contra Elsa de Brabante, la fratricida!

Estas palabras llenan de doloroso asombro al pueblo brabanzón, que se agita como un oleaje en torno a la encina de los juicios.

Elsa, muda y blanca, parece no darse cuanta de nada, con los ojos perdidos en el mar.

El rey Enrique se yergue al escuchar la acusación; cuelga su poderoso escudo de las ramas de la encina y clava su espada delante sí en el suelo.

—Que este escudo deje de protegerme —dice solemnemente— si mi voz no castiga al culpable.

A estas palabras todos los guerreros se despojan de sus armas, que dejan desnudas sobre la yerba. Y hay un hondo silencio de ansiedad.

—¡Elsa de Brabante! —dice el rey Enrique—. ¿Has escuchado de qué crimen se te acusa? Elsa no contesta. Sus labios sólo murmuran en voz baja:

—¡Pobre hermano mío!

—¡Elsa de Brabante! —vuelve a decir el rey—. Terrible es la acusación y débil el juicio humano para sentenciar. ¿Aceptas someterte a la decisión del cielo?

Elsa hace con la cabeza un gesto afirmativo.

—Y tú, conde Federico, ¿aceptas igualmente la sentencia por un juicio de Dios, sosteniendo con las armas tus palabras?

—Acepto —responde Federico—. He aquí mi espada dispuesta a mantener la acusación. Hágase el llamamiento y salga al campo el que quiera defender contra mí la inocencia de Elsa.

Entonces cuatro heraldos, adelantándose al Norte y al Sur, al Este y al Oeste, señalan el campo de la liza clavando sus lanzas en los cuatro extremos, y hacen sonar al mismo tiempo los clarines, clamando:

—¡Salga a combatir el que quiera, en juicio de Dios, por la inocencia de Elsa de Brabante!

Nadie se mueve. Los hombres miran con lástima las lágrimas de la princesa, pero ninguno se atreve a defenderla con las armas. Un largo espacio espera el rey, con la cabeza caída sobre el pecho. Después levanta su guante, y la llamada de los heraldos suena por segunda vez. Elsa mira con angustia en torno; pero nadie se adelanta.

Por tercera y última vez suena la llamada de los clarines. Elsa desfallece; los hombres bajan los ojos vergonzados y un mortal silencio responde al llamamiento.

De pronto, bajando por el río, reluciente al sol, aparece un misterioso caballero, de pie en una barca tirada por un cisne. De plata es su armadura y su casco alado de largas crines. Trae una bocina de oro colgada al cinto y una capa blanca con una paloma bordada en el pecho; de oro son también las bridas del blanco cisne.

Al verle, un grito unánime se levanta entre los brabanzones:

—¡Milagro, milagro!

El caballero llega a la orilla, salta sobre el césped y acaricia el cuello del cisne, que, arrastrando la barca, vuelve río arriba, contra la corriente. Después avanza lentamente, saluda al rey y al pueblo y exclama:

—He aquí el paladín que llega de lejos a defender la inocencia.

Y volviéndose a Elsa la toma en sus brazos, diciendo estas palabras:

—Elsa de Brabante: héme aquí dispuesto a defender con las armas tu virtud. ¿Tienes fe en mi valor? Si alcanzo la victoria, júrame que nunca intentarás averiguar cuál es mi nombre, ni mi patria, ni mi raza.

Elsa, que ha permanecido inmóvil, como deslumbrada por un encanto, desde que el caballero apareció, se lanza a sus pies, abrazada a sus rodillas.

—Júrame, Elsa, delante de todos, que nunca intentarás penetrar el misterio de mi vida. Que nunca intentarás saber quién soy ni de dónde vengo.

—¡Lo juro! —exclama Elsa.

Entonces el rey desclava la espada del suelo, golpea con ella tres veces el escudo colgado de la encina, y el juicio de Dios comienza. De uno y otro extremo de la liza salen los dos paladines, guardando el pecho tras los escudos de bronce. Se acometen con violencia, y relumbran sus espadas al chocar. Al segundo encuentro el conde Federico cae al suelo herido, y el caballero desconocido le pone la punta de su espada en la garganta:

—¡Dios ha dado su sentencia contra ti! Tu vida me pertenece. Pero te perdono; arrepiéntete.

Los hombres chocan gozosamente sus espadas; los heraldos retiran sus lanzas, y el rey descuelga su escudo de la encina. Sobre el escudo real, el pueblo levanta al vencedor y a Elsa de Brabante, aclamando su inocencia.

Ahora el conde Federico y la hechicera Ortrudis, despojados de sus riquezas y honores, arrastran su vida miserable pidiendo limosna a las puertas de los palacios.

Elsa y el Caballero del Cisne anuncian sus bodas, y el país de Brabante arde en fiestas para celebrar la felicidad de los esposos.

Pero Ortrudis, llena de hiel y perversa ciencia, no olvida su venganza. Al palacio de Elsa llega a pedir limosna; la princesa, que se siente plenamente dichosa, se conmueve viendo en tan miserable estado a las orgullosa Ortrudis, descalza y hambrienta en la noche. Y la acoge a su lado, como quien acoge una culebra fría al calor de su pecho.

Ortrudis alaba con fingidas palabras la generosidad de Elsa, deseándole larga dicha junto al desconocido. Pero al mismo tiempo vierte arteramente en su alma las primeras dudas con estas palabras:

—Reine muchos años en Brabante el Caballero del Cisne, y quiera el cielo que el mismo misterio que nos lo trajo no nos lo arrebate sin que sepamos evitarlo.

Estas palabras emponzoñan el corazón de la princesa. Su amor por el Caballero le hace temer el misterio que le rodea, creyéndole víctima de algún hechizo. Y a medida que la duda se apodera de ella, crece la osadía de Ortrudis, insinuándole nuevas sospechas. ¿Por qué no dice su nombre ni su raza el Caballero? ¿Tan vergonzoso es su origen, que no se atreve a confesarlo? ¿Tan poca fe tiene en la que va a ser su esposa, que ni a ella misma quiere descubrirse?

Elsa arroja de su lado a la perversa Ortrudis, tapándose los oídos para no escuchar tales palabras. Pero su corazón tiembla de dudas y de miedo, y la risa desaparece de sus labios.

Hoy se celebran las bodas de Elsa de Brabante y el Caballero del Cisne. Acaban de tocar diana los centinelas de las torres. En la ancha plaza, frente al templo, congrégase el pueblo brabanzón, apretándose contra la doble hilera de soldados que guarda el paso del cortejo nupcial.

Del palacio de las mujeres sale la hermosa Elsa, deslumbrante de blancura, seguida de una larga fila de doncellas. Del palacio de los caballeros sale el desconocido, seguido de sus pajes y escuderos. Ante las gradas del templo se juntan y se cogen de las manos.

De pronto un mendigo harapiento se adelanta y se lanza a las gradas altas gritando. Es el conde Federico, excitado por las palabras y consejos de su esposa:

—¡Atrás, impostores! Escúchame, pueblo de Brabante. El fallo de Dios fue profanado por un sortilegio. Cuando ese hombre me venció en el campo del juicio nadie se atrevió a desenmascararle diciéndole estas sencillas palabras: «¿Quién eres tú?». Nadie le conoce; un cisne le trajo misteriosamente, y sus artes de magia le dieron el triunfo. Un hombre así no puede ser nuestro rey. ¡Que declare su nombre y su raza! ¡Que nos descubra su origen! Si no, aquí, delante del pueblo, ¡yo le acuso de impostor!

A estas palabras millares de manos se alzan furiosas contra Federico, y el tumulto del pueblo le rodea amenazador. El Caballero calma a todos levantando su mano, y dice:

—Nobles brabanzones: cuando llegué a vuestro país sólo una cosa pedí públicamente: que mi secreto fuera respetado. Jamás conviviré con aquél que no tenga fe en mí. No he de contestar al miserable que me interroga. Pero si vosotros quisierais descubrir el misterio, tampoco a vosotros os respondería. Sólo a Elsa contestaré. Que ella me pregunte.

Y Elsa respondió, poniéndole su mano sobre los labios:

—Nada necesito saber. Tengo fe en ti, Caballero del Cisne.

El pueblo prorrumpió en aclamaciones; las puertas se abrieron de par en par y el cortejo nupcial penetró en el templo.

Sentados sobre el lecho, con las manos enlazadas, están los esposos. Por el ventanal, sobre el jardín, se ve un gran cuadro de noche clara, con flores y estrellas.

Habla Elsa en voz baja:

—Tú, Caballero desconocido de todos, no eras desconocido para mí. En sueños te vi antes sobre tu barca encantada, el mismo día que el niño Godofredo desapareció en el bosque. Desde entonces te amaba. ¡Qué desdicha no poder, aquí a solas, bendecir tu nombre!

—¡Elsa!

—Tú me salvaste una vez de la vergüenza y de la muerte. Si un día te amenazara a ti un peligro, ¡qué felicidad poder dar mi vida por salvarte! ¿Nunca me abandonarás, esposo querido? ¿No volverá a arrebatarte de mi lado el cisne que conducía tu barca?

—Calla, Elsa; no temas.

—Me da miedo el misterio que te envuelve. Por milagro apareciste, y temo que milagrosamente desaparezcas también sin que yo pueda hacer nada por evitarlo. ¿Tan terrible es tu secreto, esposo mío?

—No temas; nada tenebroso hay en mi vida. Vengo de un país de luz.

—¡Oh, de cuál! Tus palabras me llenan de confusión. ¿Por qué a tu propia esposa no puedes decir tu nombre?

—No me preguntes. Guarda siempre la fe jurada,

—No te dé miedo descubrirte a mí, que jamás mis labios traicionarán tu secreto. ¿De qué país vienes? ¿Cuál es tu nombre?

A estas palabras el Caballero se yergue, solemne y grave. Su mirada severa aplasta a la infeliz.

—¿Qué has hecho, Elsa? La felicidad ha huído de nosotros. Más fuerte ha sido en ti la curiosidad que el amor y los juramentos. Desdichada, engalánate con tus blancas vestiduras y vete al amanecer ante la encina de los juicios. Allí, delante del rey y del pueblo, sabrás mi nombre y mi raza.

Y lleno de amarga tristeza abandona la estancia lentamente, mientras Elsa llora sobre el lecho.

En la ancha pradera, a orillas del Escalda, se agolpa el pueblo en torno a la encina. El rey Enrique preside la asamblea, a la sombra del árbol sagrado.

Elsa llega, blanca y fría, sostenida por sus doncellas. El Caballero se adelanta hasta la encina, con su armadura de plata, su casco de largas crines y su capa blanca, donde hay bordada una paloma. Y con voz firme habla así:

—Rey Enrique, pueblo de Brabante, escuchad: ante vosotros, lleno de dolor, yo acuso de perjura a esta mujer, a la que ama mi corazón. Contra el juramento que aquí me hizo, ha querido saber mi nombre y mi patria. Y voy a declararlos públicamente.

¿Quién de vosotros se preciará de ser más grande que yo?

Un profundo silencio se hace en la pradera. Elsa, desfallecida, cae de rodillas sobre la hierba. El Caballero continúa:

—Hay en las selvas de Alemania, en un lugar sagrado, un castillo de luz llamado Monsalvat. Allí se guarda la copa de la Sagrada Cena, que custodian los hombres puros de corazón. Una celeste paloma vuela hasta la copa todos los años para renovar su esplendor. ¡Es el Santo Graal! Los caballeros que lo guardan quedan investidos de celestial poder y caminan invencibles por el mundo defendiendo a los inocentes y a los débiles. Pero deben, en cambio guarda impenetrable el misterio de su vida. Y el día que se descubre, la ley severa del Graal les ordena regresar de nuevo a su país. De allí vine yo a defender a vuestra Elsa. Mi nombre es Lohengrin; mi padre es Parsifal, el santo rey del Graal. Y ahora, pueblo de Brabante, adiós; mi ley me ordena partir al descubrirse el misterio.

Un grito desgarrador se oye en la pradera. Elsa se arrastra de rodillas a los pies de Lohengrin. El pueblo aclama al héroe sagrado, suplicándole que permanezca a su lado.

Lohengrin impone silencio a todos, y besa, llorando, a la pobre Elsa, que se retuerce de dolor a sus pies. Entonces, sobre las aguas del río, aparece el cisne remolcando la barca encantada. Lohengrin acaricia el cuello del cisne tristemente, y volviéndose al pueblo habla por última vez:

—He aquí el pobre cisne, que sufrirá aún más que yo por el perjurio de Elsa. Transcurrido un año de fe a vuestro lado el cisne se hubiera salvado del sortilegio que le encadena y hubiera recobrado su forma humana. Porque sabed todos este cisne es el hermano de Elsa, el príncipe de Brabante.

Al oír esto, abriéndose paso a empujones, avanza la bruja Ortrudis con los ojos llameantes de gozo infernal, gritando:

—Yo fui quien lo robó en el bosque y lo transformó en animal, sujetándole al cuello una brida de oro. ¡Llora a tu príncipe, pueblo de Brabante! Matadme si queréis; nadie me quitará el placer de mi venganza.

Entonces aparece en el aire la blanca paloma del Graal y comienza a volar sobre la barca. Al verla, Lohengrin cae de rodillas, y comprendiendo el celeste aviso, corta con su espada las bridas de oro. El cisne se sumerge en el agua y en su lugar aparece un hermoso adolescente: es el príncipe Godofredo.

Un grito de admiración conmueve toda la pradera. El joven Godofredo se adelanta a saludar a su pueblo y abraza luego a su hermana, que le besa llenándole de lágrimas.

Lohengrin sujeta las bridas al cuello de la paloma y, conducida por ella, la barca se desliza río abajo hacia el mar.

El pueblo despide tristemente al héroe. Elsa vuelve sus ojos hacia el río y cae desmayada en brazos de su hermano.

La barca encantada se interna en el mar y ya sólo se ve a lo lejos, relumbrando al sol, la armadura de plata de Lohengrin.