EL DESTIERRO DE MÍO CID.
El «poema de Mío Cid» es el más bello y más antiguo monumento de la épica castellana. Fue compuesto a mediados del siglo XII, unos cincuenta años después de la muerte del Cid, por un juglar desconocido, probablemente de Medinaceli. De su primer cantar, «El destierro del Cid», está tomada en todos sus detalles y expresión esta versión, excepto en la causa del destierro, en que nos hemos acogido a la tradición, más popularizada, del romancero.
En el sitio de Zamora mataron a traición al buen rey Sancho el Fuerte, a quien servía Mío Cid el Campeador. Su hermano Alfonso hereda el trono. Y en Santa Gadea de Burgos, sobre un cerrojo de hierro y una ballesta de palo, el Cid toma juramento al nuevo rey de Castilla. Así le toma la jura:
—Villanos te maten, rey, que no guerreros hidalgos; mátente en un despoblado, con cuchillos cachicuernos; sáquente el corazón vivo por el costado, si no dices la verdad: si tú fuistes o consentiste en la muerte de tu hermano.
Fuertes eran las juras, Trabajo le cuesta al rey aceptarlas. Pero jura al fin y es aclamado señor de Castilla. Después se vuelve muy enojado contra el Cid:
—Mucho me has apretado, Rodrigo. Ahora, en un plazo de nueve días saldrás de estas mis tierras. Yo te desposeo de tus honores y hacienda. Desterrado queda también y sin mi amor todo el que te sirva y te acompañe. Vete de mis reinos, Cid. Quédenme en rehenes tu mujer y tus dos hijas.
Nueve días de plazo ha dado Alfonso el Castellano a Mío Cid para salir de sus tierras. En su casa de Vivar está el buen Campeador con los pocos amigos que se atreven a seguirle. Allí habló Alvar Fáñez de Minaya, del Cid primo hermano:
—Pocos somos, pero firmes. Jamás te abandonaremos por yermos ni por poblados. Contigo gastaremos nuestros caballos, nuestros dineros y nuestros vestidos. Siempre te seguiremos como leales vasallos.
Así sale Mío Cid el Campeador de sus tierras de Vivar, y hacia Burgos se encamina. Va derramando llanto de sus ojos y mirando hacia atrás. Queda su casa con las puertas abiertas, desguarnida de pieles y de mantos, sin azores en las alcándaras. Pero a su diestra mano vuela la corneja, y el Cid se conforta con este buen augurio.
Cuando atraviesa la ciudad de Burgos lleva sesenta pendones tras de sí. Niños, hombres y mujeres a las ventanas se asoman por ver al Campeador. Todos decían la misma razón: «¡Qué buen vasallo sería si tuviera buen señor!».
De buena gana le darían albergue en sus casas. Pero el rey lo ha prohibido con severas penas. Anoche llegaron sus cartas ordenándolo así. El Cid llega a la posada donde solía parar; saca el pie del estribo y da con él un gran golpe en la puerta. Pero nadie contesta. Llaman todos con las voces y las armas. Tienen hambre, Si no se les acoge de grado lo tomarán por la fuerza. Entonces se abre la puerta, y una niña de nueve años habla al Cid desde el umbral:
—Campeador, que en buen hora ceñiste espada: no podemos darte asilo, que el rey lo tiene vedado. Si lo hiciéramos perderíamos nuestra hacienda y los ojos de nuestras caras. Sigue adelante y que Dios te bendiga. Con nuestro mal, buen Cid, no ganas nada.
El Cid comprende el llanto de la niña, y da la orden de marcha. Triste está su corazón cuando atraviesa Burgos. Fuera de las murallas, al otro lado del Arlanzón, manda plantar sus tiendas. También el rey ha prohibido que se le venda ningún alimento. Pero Martín Antolínez, el burgalés de pro, no tiene miedo del rey. Él les da de su pan y de su vino, y se une a la mesnada.
Así pasa Mío Cid, en un arenal, la primera noche de su destierro.
Antes de amanecer, el Cid y los suyos siguen su marcha hacia el monasterio de San Pedro de Cardeña. Va el Cid a despedirse de su mujer, doña Jimena, y de sus hijas, que allí le aguardan. Cuando descabalgan al pie del monasterio cantan los gallos y quiere quebrar el primer albor. Llaman, y todos se alegran dentro al reconocer al Cid. Con luces y candelas salen los monjes al patio. Ved aquí a doña Jimena que llega con sus dos hijas. Muy niñas son aún; a cada una la trae una dama en brazos. Allí habló doña Jimena; llanto tiene en los ojos y le besa las manos:
—Aquí, ante vos, me tenéis, Mío Cid, y a vuestras hijas. Bien veo, Campeador, el de la barba crecida, que marcháis a vuestro destierro. Estando los dos en vida tenemos que separamos.
El Cid se inclina para coger a sus hijas. Y en sus brazos las sube hasta su corazón.
Aquel día todos se aposentan en el monasterio. Las campanas de Cardeña tañían a gran clamor. Por las tierras de Castilla corre el pregón de que el Cid sale desterrado. Muchos son los caballeros que dejan sus casas y tierras por seguirle. En el puente del Arlanzón se juntan más de cien. ¡Dios, qué buena compaña en San Pedro se reunió! Allí Minaya Alvar Fáñez, el de la atrevida lanza; allí Martín Antolínez, el burgalés leal; allí Pedro Bermúdez, que cien banderas ganó, y Muño Gustioz, que en la misma casa del Cid se crio, y Alvar Alvaroz, y Galindo García, guerrero de Aragón. Todos le besan las manos. Viéndoles junto a sí, ¡Dios, cómo se sonreía Mío Cid el Campeador!
Del plazo de nueve días, los seis han pasado ya. Mandado tenía el rey que si pasaban los nueve ni por oro ni por plata pudiera el Cid escapar. Al finar el sexto día, mi señor el Campeador los manda a todos juntar.
—Oídme, varones. Mañana, al amanecer, cuando los gallos canten, ensilladme los caballos y partamos. El buen abad don Sancho nos rezará la misa de la Trinidad. Luego, echemos a cabalgar, que ya el plazo viene cerca. Mucho tenemos que andar.
Ya tañían a maitines. Doña Jimena rezaba en las gradas del altar. Después que oyeron la misa de la Santa Trinidad, el Cid besa a sus dos hijas. Doña Jimena no hacía más que llorar y llorar. Allí la abrazaba el Cid. Y así se separan uno de otro como la uña de la carne. Cantaban entonces los segundos gallos.
Con las riendas sueltas ya cabalga Mío Cid, el que en buen hora nació. De todas partes guerreros se le vienen a juntar. Aquella noche duermen en Espinaz de Can. Otro día, de mañana, volvían a cabalgar. Pasan San Esteban de Gormaz y van dejando su patria a la espalda. De todas partes guerreros se le vienen a juntar. Y al tercer día cruzan el Duero y acampan al pie de Atienza, que es tierra de moros.
El plazo ya está cumplido. Castilla se acaba ya.
La primera noche que el Cid duerme fuera de su tierra tuvo un sueño feliz. El arcángel San Gabriel vino a él en una visión y le habló:
—Cabalga, buen Cid, cabalga; cabalga, Campeador, que nunca tan en buen hora ha cabalgado varón. Bien irán las cosas tuyas mientras vida te dé Dios.
Mío Cid, al despertar, la cara se santiguó.
Rompen albores del día. ¡Qué hermoso sol despuntaba!
Aquel día dio el Cid su primera batalla de desterrado. Con cien de sus trescientos caballeros cayó sobre el castillo de Castejón, que está a orillas del Henares. Con los otros doscientos corría Alvar Fáñez Minaya tierras de moros hasta Alcalá. ¡Dios, qué pena que Mío Cid no haya visto a Minaya, montado en su buen caballo, lidiar allí con los moros! Desde su larga lanza le chorrea la sangre codo abajo.
Por todo el Henares se pasea victoriosa la bandera de Minaya y cobra mucho botín de ovejas, vacas, alhajas y riquezas sin tasa. Alegre vuelve con todo hacia el castillo de Castejón, que el Cid ha conquistado. El Campeador sale a recibirle y delante de todos le abraza. Después reparte el botín entre todos los suyos. Pone en libertad a cien moros y cien moras para que guarden el castillo y abandonan Castejón, porque las mesnadas del rey Alfonso están cerca y podrían atacarlos. Por nada del mundo querría el Cid luchar contra su señor natural.
Pasan las Alcarrias y Cetina, dejan atrás Alhama y van a posar a un otero redondo frente al castillo de Alcocer. Cerca está el río Jalón. Cerco han puesto al castillo por espacio de quince semanas. Al cabo de ellas, en las torres de Alcocer, se alza ya la bandera del Cid.
Mucho pesó de ello al moro Tamín, rey de Valencia y señor de las tierras de Alcocer. Manda a sus emires con tres mil lanzas contra los del Cid, que no son más de seiscientos. Muchos más se unen a los emires por el camino. Sus lanzas y pendones, ¿quién los podría contar? En su castillo de Alcocer han cercado a Mío Cid; el agua les cortan y los sitian por la sed. A las cuatro semanas, por consejo de Minaya, hacen los cristianos una salida campal. Pedro Bermúdez, que lleva la bandera, pica espuelas a su caballo y se mete solo, gritando entre la turba de moros. Al verle, grita Mío Cid.
—¡Valedle, mis caballeros, por amor del Creador! ¡Aquí está el Cid don Rodrigo Díaz, el Campeador!
Suenan allí tantos tambores, que su ruido quiere quebrar la tierra. Los cristianos embrazan los escudos delante del corazón, ponen en ristre las lanzas envueltas en sus pendones, agachan la cabeza sobre los arzones y arrancan al galope. Caen todos sobre el grupo donde Bermúdez entró. Allí vierais tantas lanzas subir y bajar, romperse las adargas, desgarrase las mallas y lorigas, teñirse en sangre los blancos pendones y desbocarse los caballos sin jinete.
¡Qué bien lidiaba Mío Cid sobre su dorado arzón, la crecida barba al viento, el yelmo echado atrás y la espada en la mano! Y Alvar Fáñez Minaya, el de la atrevida lanza. Y Muño Gustioz, Y Galindo García. Y todos cuantos son. ¿Qué os diré de Martín Antolínez, aquel burgalés leal? Cuando mete mano a su espada relumbra todo el campo.
¡Dios, qué buen día fue aquél para la cristiandad! Más de mil moros dejaron su sangre sobre el campo. Y tanto oro y tanta plata que nadie podría contarlo.
Así venció Mío Cid en batalla campal. Después habló a Alvar Fáñez:
—Vos, Minaya, que sois mi brazo derecho, quiero que llevéis estas nuevas a Castilla. Y a mi rey don Alfonso le diréis que no le guardo rencor. Besadle por mí las manos. Treinta caballos le llevaréis en mi nombre, todos con sus gualdrapas y espadas de oro y rubíes colgando de los arzones. Id luego a San Pedro de Cardeña y llevad con mi amor este oro y esta plata a mi mujer y a mis hijas. Que recen a Dios por mí.
Cuando el rey tuvo estas noticias del Cid gran alegría sintió. Por venir de moros aceptó sus presentes. Y autorizó a todo el que quisiera para seguir al Cid en su destierro. Pero su orgullo es mucho. Todavía no ha querido perdonarle.
Más de tres años lleva el Cid guerreando en tierras extrañas. Ha conquistado a Daroca y Molina y Celfa la del Canal. También ha vencido al orgulloso conde don Ramón de Barcelona en el pinar de Tévar. Allí ganó su famosa espada Colada.
Ahora guerrea de frente a la mar salada. Ha tomado a Burriana y a Murviedro. Mucho pavor toma de ello el rey moro de Valencia, que ve talada su huerta y asoladas sus cosechas de pan. Crece con todo esto la fama de Mío Cid el de Vivar. Y manda pregones por tierras de Aragón y de Navarra. También por tierras de Castilla: que se le acojan cuantos quieran ayudarle a luchar contra el moro de Valencia. Muchos acuden a su pregón; sesenta eran cuando salió de Vivar, y ya pasan de tres mil.
Al fin pone cerco a esa hermosa ciudad, Valencia la Mayor. Nueve meses la tuvo cercada. Y al décimo la rindió. ¡Qué alegres se ponen todos cuando en alto del alcázar vieron su enseña plantar!
También venció allí al rey de Sevilla, que vino en ayuda de los valencianos, y le ganó su caballo Babieca. De tan gran botín como ganó, cien caballos manda al rey Alfonso de Castilla, pidiéndole que deje en libertad a doña Jimena y a sus hijas para que vengan a su lado. Alvar Fáñez Minaya va a llevar este mensaje.
Quiero ahora deciros lo que en Castilla se vio. Cuando Alfonso el Castellano supo la conquista de Valencia la Mayor mucho se alegra en su corazón. Alzó su mano derecha y dio a Minaya esta respuesta. ¡Dios, qué hermosamente habló!:
—Di a mi buen vasallo el Cid que acepto su donación. Que cuando vuelva a mi reino le abrazaré con mis brazos. Al cumplirse tres semanas le recibiré en mi tienda, orillas del río Tajo. Vayan libres doña Jimena y sus hijas doña Elvira y doña Sol. Y mientras cruzan mis tierras aquí mando a mis soldados que les den guarda de honor.
Con Minaya llegan a Valencia doña Jimena y sus hijas. Mío Cid Campeador dispone en su honra festejos y juegos de armas. Y sale a recibirlas al frente de cien jinetes en caballos muy hermosos con gualdrapas de cendal y petral de cascabeles. Allí vierais tanto hermoso palafrén, tantos vistosos pendones con escudos de guarniciones doradas, y ricas pieles y mantos de Alejandría. Tiene Mío Cid muy crecida la barba; viste túnica de seda y cabalga en su Babieca atajado de plata. Al verle, doña Jimena a los pies se le arrojaba. Y con llanto de los ojos el Cid abraza a sus hijas.
Después las sube al alcázar para que desde allí contemplen toda la hermosa Valencia. Ya se había ido el invierno y marzo quería entrar. Vierais allí ojos tan bellos a todas partes mirar; a sus pies la ciudad tienen y al otro lado la mar. Y la huerta, tan ancha y tan frondosa, que daba gloria mirar. Todo es heredad del Cid, que con honra lo ganó, con su caballo y su espada.
Al cabo de tres semanas, según dispusiera el rey, Mío Cid vuelve a su patria. Orillas del río Tajo el buen rey le recibió. Al verle el Campeador manda a los suyos parar y hacia él se adelanta solo el que en buen hora nació. De rodillas se echa al suelo, las manos en él clavó. Aquellas yerbas del campo con sus dientes las mordía, y del gozo que tenía las lágrimas se le saltan. Levantar le manda el rey, y allí delante de todos en sus brazos le abrazó.
Así terminó el destierro de Mío Cid Campeador.