7

Después de esto, Finn dejó de sonreír.

Tras la caída, cambió. Las comisuras de los labios se le curvaban hacia abajo, como las de un cómico jarro de cerveza que Melanie había visto una vez en una tienda de antigüedades. Tenía una cara satisfecha y feliz de bebedor y la leyenda «lleno». Pero una vez apurado el contenido se leía «vacío» y las cejas se convertían en una boca con los ángulos caídos y una expresión consternada. Finn decía «VACÍO» todo el tiempo. Rara vez hablaba. El torrente de sus palabras se había secado en la fuente. Iba con la cabeza gacha. Estaba más sucio que nunca y a veces pasaba tres o cuatro días sin afeitarse, hasta que su barbilla parecía una masa de hongos amarillentos o la superficie de un coche pintado de brillante color mandarina.

Y lo peor era que había perdido la gracia. Milagrosamente, la caída no había afectado a su integridad física, causando heridas internas o externas, pero sí a la belleza de sus movimientos. Caminaba como un anciano. A Melanie le dolía mirarlo. Se había transformado en un trozo de masa cruda; y si el antiguo Finn de voz suave y lengua resbaladiza la perturbaba, este de ahora le lastimaba el corazón. Él la ignoraba, al parecer no deliberadamente, sino porque sólo Tío Philip era ahora, real para él. Las comidas eran terribles. Apenas probaba bocado, y miraba a Tío Philip todo el tiempo con los ojos bizcos en llamas.

Finn se había instalado en una caja de cristal y no oía si ella o Francie o Tía Margaret golpeaban para llamarle la atención. Tía Margaret se volvió aún más flaca y espectral. Lo único que vivía en ella era el pelo, las rojas serpientes que trataban de liberarse de los alfileres. Debajo de las cejas se le veían a veces los ojos enrojecidos por el llanto. Finn la trataba con ausente dulzura y le daba las buenas noches con un beso; pero como si ya se hubiese despedido de ella en otra parte. La cara de Tía Margaret era una máscara trágica, la de una mujer que ha enviado a todos sus hijos a la guerra y espera de un momento a otro la llegada del telegrama con la noticia fatal.

El círculo de la gente pelirroja estaba roto. Melanie se aferraba especialmente a Francie, que seguía siendo el mismo. A veces se quedaba en el cuarto de Francie, por las tardes, cuando él ensayaba, y escuchaba acurrucada en una u otra de las camas gemelas, cosiendo. Había empezado a ayudar a su tía con la interminable costura. Melanie comprendía, ahora, que en ningún momento había necesitado una invitación para oír música: lo único que debía hacer era abrir la puerta y entrar. Tía Margaret ya no salía de la cocina para acompañar con la flauta a Francie.

«Philip puede subir a buscar algo», escribía.

Pero era mentira. Esperaba, sola en la cocina, a que su marido matara a Finn. Melanie lo sabía, aunque ellos no se lo hubieran dicho. Tío Philip, en un acceso de ira, se lanzaría contra Finn con un cuchillo o un bloque de madera. Finn, sombrío, vindicativo, provocaba ese golpe mortal.

La violencia era palpable en la casa. Temblaba en los fríos escalones y se elevaba en nubes invisibles desde las raídas alfombras. Melanie tenía miedo por las noches, cuando el velador azul se apagaba y la cainita de Victoria parecía una trampa para ratones. Se estremecía entre las sábanas perfumadas con lavanda, implorando el sueño, tratando de no pensar en la cosa terrible que Finn había dicho. Que deseaba que su tío lo matara para que se condenase. Una noche, Melanie se levantó, encendió la luz y miró el rostro dulce e inexpresivo de Jesús, la luz del mundo, en el cuadro que había sobre la repisa del hogar. Sonreía debajo de su corona de espinas.

—Jesús querido —dijo—, ayúdame. Ayúdanos a todos.

Pero la ayuda no llegaba. Su propia juventud era una piedra que llevaba atada al cuello. Era demasiado joven, demasiado tierna para afrontar a esos seres salvajes cuyas mentes se apartaban en un ángulo loco de la corta línea recta que era su propia experiencia. Ella era un obstáculo para las apasionadas preocupaciones de los demás. Y Finn la había olvidado: ella era una niña. Y podía olvidarla aunque le había tironeado el pelo y la había molestado y besado (¿realmente la había besado?, y habían jugado a la batalla naval. Pero ya no más.

Estaba pintando un cuadro nuevo, por las noches, tarde, cuando Francie dormía y el día de trabajo había terminado. Se pasaba la mañana ocupado con los juguetes y la tarde con las marionetas, abajo, en peligroso e incómodo silencio. Luego pintaba su cuadro. Melanie lo sabía porque lo miraba. A veces espiaba por el agujero de la pared, cuando no lograba dormir. A la luz puntual de una lámpara agazapada sobre una silla como una gran mantis religiosa negra, Finn trabajaba sin hacer ruido para no molestar a Francie. Estaba pintando un tríptico. Francie, Tía Margaret y él mismo, cada uno en un panel separado, atado a una estaca, cubierto por un trapo ensangrentado y traspasado por las flechas, cada uno un san Sebastián.

Mientras tanto, se acercaba Navidad y había mucho trabajo en la tienda. Los primeros barcos de madera de Jonathon se vendían a diez guineas; Jonathon estaba pagando por su pensión y también Melanie, de pie en la tienda todo el día. Le dolían las piernas y de vez en cuando pensaba que tal vez tenía várices. La señora Rundle las había tenido, pero se las habían extirpado.

Había nuevos artículos: árboles de Navidad con ramas pintadas de verde que se abrían como un paraguas; máscaras de san Nicolás rojas y blancas como carne cruda de buey; pequeños candelabros de latón en forma de gnomos y duendes para adornar las tartas de Navidad. Además había un nuevo papel de envolver floreado. Bonitas margaritas rosadas y azules. Lo había diseñado Finn en un momento en que tenía ánimos para ilustraciones bucólicas. Cada día, Melanie y Tía Margaret envolvían un juguete tras otro en hojas y hojas de margaritas rosadas y azules, y el cajón donde se guardaba el dinero a veces no podía cerrarse porque rebosaba de libras esterlinas.

«Bueno, ahora soy toda una vendedora», pensó Melanie el día que vendió el Arca de Noé. Una mujer corpulenta con un traje de lana blanca y gafas oscuras la compró y trató de pagar con un cheque. Melanie se lo llevó a su tía para saber si debía aceptarlo y ella agitó las manos y escribió: «Philip no quiere cheques. Dice que no son una cosa natural».

Melanie se lo dijo a la mujer.

—No aceptamos cheques. Lo lamento.

—Oh —dijo la mujer, que era norteamericana o al menos tenía acento transatlántico—, no lo lamentes. Me parece encantador y está de acuerdo con esta tienda tan a la antigua. Como de Dickens.

Y volvió poco más tarde con un grueso fajo de billetes atado con una cinta de goma y Melanie contó setenta y ocho libras y diez chelines y la mujer le dio cinco chelines de su bolso de piel de lagarto. Melanie comprendió que la tienda vendía muy provechosamente encanto a la antigua. Empezó a respetar la agudeza comercial de Tío Philip; aunque era un cerdo, era un cerdo inteligente. Estaba contenta de haber vendido el arca, pero sentía verla partir, con el pequeño Finn en tejanos y camiseta a bordo.

Puso en el escaparate acebo de plástico, para guardar las apariencias. Todas las tiendas de la plaza, incluso la de artículos usados, estaban decoradas con plantas y guirnaldas de papel. La frutería parecía una glorieta de ramas de pino. Melanie y Victoria, que habían ido a comprar patatas y manzanas, recibieron sendas mandarinas envueltas en papel de plata sacadas de una fragante caja de cartón. La propietaria, sacudiendo sus pendientes de oro, prometió a Victoria un gran racimo de uvas moscatel si no lo vendía y si ella se portaba bien. En la carnicería había pavos de carne morada colgados de unos ganchos e hileras de pollos pequeños que movían las patas en el aire.

«Nosotros no celebramos la Navidad —escribió Tía Margaret—. Philip piensa que es una fiesta muy comercializada y un gasto inútil».

«Qué otra cosa podía pensar», se dijo amargamente Melanie.

«Pero habrá una función especial abajo, el Boxing Day —agregó Tía Margaret—. La gran función».

Y se echó a llorar sobre el papel de envolver floreado. Melanie rodeó con sus brazos el pobre cuerpo enflaquecido. ¿De qué estaba hedía Tía Margaret? De huesos de pájaro y papel de seda, paja y fibra de vidrio. Mientras consolaba a esa mujer triste y gastada, Melanie se sintió muy fuerte, dura, joven y vital. Conocía su propio cuerpo firme, rápido, elástico, nutrido con alimentos sanos, cuidadosamente lavado y atendido, y confiaba en él. Tía Margaret era tan frágil como los primeros brotes blancos que surgen temblorosos de un bulbo en un cuarto fresco y oscuro. YMelanie sabía que ella también estaba guardada en el mismo cuarto cerrado, esa casa gris y alta. ¿Se le marchitarían las fuerzas?

—No llores —dijo Melanie, que era demasiado fuerte para marchitarse. Estaba segura.

«Quiere que actúes en la función».

—Oh. Oh, Dios mío.

«No te hará daño. Eres la hija de su hermana».

¿Por qué lloraba, entonces? ¿Acaso recordaba la función anterior? Melanie abrazó más estrechamente a su tía. Además, se acercaba la Navidad, una fecha especialmente triste para ella, que amaba a los niños y no los tenía y todos los días vendía juguetes a los hijos de otra gente.

En la casa de Philip, la Navidad no sería un día feliz. Bueno, Melanie había tenido quince navidades felices, con guirnaldas de acebo en los picaportes y tarta para los chicos del coro que venían de visita, y tal vez ésa era una cantidad suficiente de felices navidades.

Además, era demasiado mayor para Papa Noel. De todos modos, puso más acebo en el escaparate. Esperaba que Tío Philip no lo advirtiera.

Llegó una tarjeta de la señora Rundle, una tarjeta grande y piadosa. Jesús en el establo con el buey y el asno y los pastores arrodillados, y el amor de la señora Rundle transcrito con una letra monumental. Melanie la colocó en la repisa de la chimenea debajo de la Lux del mundo. La tarjeta llevaba todavía el precio, un chelín y tres peniques, escrito débilmente a lápiz en el dorso, y eso parecía normal y tranquilizador. La habían comprado con dinero de verdad en alguna tienda alegre y bien iluminada donde se vendían periódicos repletos de hechos y acontecimientos humanos, nacimientos, muertes y bodas, y también chocolates y cigarrillos para que disfrutaran las personas normales. La señora Rundle enviaba también un paquete blando dirigido a los tres niños. Tenía pegadas varias etiquetas que ordenaban «No abrir antes del 25 de diciembre». Melanie lo guardó en un cajón. Probablemente, era el único regalo que recibirían y se sintió muy conmovida. Alguien se acordaba de los tres.

Además se sintió preocupada. Debía enviar a la señora Rundle una tarjeta y tal vez un regalo pero no tenía dinero. Tío Philip guardaba sus ganancias todas las noches. Tía Margaret decía que en su dormitorio había una caja fuerte donde él ponía el dinero hasta que a fin de semana lo llevaba al banco en una gran cartera de cuero de aspecto opulento con una cerradura desmesurada. Melanie imaginaba una caja fuerte de metal muy negro puesta delante de la cama, donde él podía verla todo el tiempo, en el extraño dormitorio donde dormía con Tía Margaret en una cama quizás profundamente hundida de un lado, ya que él era muy corpulento y ella no pesaba prácticamente nada. Melanie no había recibido ni siquiera una moneda de seis peniques en todo el tiempo que llevaba en la tienda. Por primera vez le pidió un poco de dinero a Tía Margaret, arrastrando los pies y con la vista clavada tímidamente en el suelo.

—Sólo cinco chelines para, oh, algún jabón perfumado. Eso estaría bien, jabón perfumado. Fue muy amable con nosotros, ¿sabes?, y todavía nos recuerda.

Se le hizo un nudo en la garganta al imaginar a la señora Rundle pensando en ella y en Jonathon y Victoria mientras revolvía un pastel de Navidad o mondaba frutas en su nuevo hogar. Le agradaría saber que los huérfanos pasaban la nochebuena en familia, como correspondía. Sería un consuelo para ella y nunca sabría que no era verdad.

Tía Margaret se retorció las manos elocuentes.

«Es que a mí tampoco me da dinero. Yo te daría todo lo que tuviera».

—Oh —dijo Melanie.

«Cuánto lo siento. —La colita de la última «o» estaba tristemente inclinada hacia abajo—. Él es así. No confía en mí con el dinero».

¿Temía que ella se escapara?

—No tiene importancia —dijo Melanie.

«Se puede comprar a crédito en las tiendas. Realmente, yo no necesito dinero. Y él es así». Trataba de disimular su humillación.

—Comprendo —dijo Melanie. Pasó entre ambas una antigua mirada femenina: eran pobres mujeres dependientes, planetas alrededor de un sol masculino. Finalmente, Francie le dio a Melanie un billete de una libra que había ganado con su violín. Se lo deslizo en el bolsillo de la falda; Melanie no sabía cómo agradecérselo.

Compró una caja de jabón rosado y se la envió a la señora Ruadle. Como sabía que esa Navidad no debía pesar sobre los más pequeños, compró también una lata de caramelos para Victoria (en la tapa había un bonito dibujo de conejos con sombreros de copa) y tres pañuelos con la inicial «J» para Jonathon, que era descuidado con los pañuelos. Todavía quedaba algo de dinero y compró un diminuto frasco de perfume para Tía Margaret. No era muy bueno, pero al menos era algo. Se sintió desafiante al comprar esos regalos a pesar de la desaprobación de Tío Philip, aunque él no podía saber que ella tenía su propia economía navideña.

«Lustraré los zapatos de Francie cada día durante un año», pensó. Pero no pensó en regalarle nada a Finn: ahora él vivía en un país en que los regalos y el cariño no tenían significado. Trató de no pensar en Finn porque cuando lo hacía se sentía débil y desanimada. Todavía podía imaginarlo bailando. Pero él no volvería a bailar.

Una noche. Tía Margaret sacó de una bolsa de papel un corte de seda blanca, que se reflejó en los ojos del perro del cuadro. Indicó a Melanie que se acercase y se lo puso encima de los hombros. Inmediatamente Melanie se sintió en su propia casa, envuelta en diáfanos velos delante de un espejo. Pero el cuclillo del reloj asomó la cabeza para dar las nueve y ella volvió a la casa de Tío Philip.

«Tu vestido», escribió en un anotador, para no levantarse. «Para la función».

—¿A quién represento? —preguntó Melanie.

«A Leda. Él está haciendo un cisne. No le resulta fácil. Dice que Finn intenta estropearlo».

A Melanie eso no le hubiera extrañado.

—¿Qué tamaño tiene el cisne?

Tía Margaret dibujó una forma confusa en el aire.

—No creo —dijo Melanie— que me guste ser Leda.

«Él te ve así. Chiffon blanco y flores en el pelo. Una muchacha muy joven».

—¿Qué clase de flores?

Tía Margaret sacó un ramo de margaritas artificiales, amarillas y blancas como huevos fritos. Melanie volvería a ser una ninfa coronada de margaritas; se vio como ya se había visto antes. A pesar de todo, se sintió halagada.

—Supongo que es necesario —dijo. Las tijeras de su tía centellearon a la luz como signos de admiración mientras cortaba la leve tela.

Cuando el vestido estuviera hilvanado, Melanie bajaría para mostrárselo a Tío Philip. Tendría que quitarse todas sus ropas y llevar sólo la túnica de seda con unas cintas de raso blanco entrecruzadas entre los pechos (que al parecer, observó con interés, estaban más crecidos y con los pezones bastante más oscuros).

Tía Margaret le cepilló el pelo con el cepillo de plata que, como Winnie the Pooh, había sobrevivido al desastre; cepilló y cepilló hasta que el pelo negro de Melanie se hinchó como el Támesis en sus crecientes; luego puso flotando sobre él las margaritas. Sacó de un armario una caja de puros que guardaba varias barras de pintura de teatro. Pintó los párpados de Melanie de azul y los labios, de coral. Melanie se sentía grasienta y pintarrajeada.

«¿Tienes alguna alhaja bonita?».

—Sólo las perlas de mi confirmación. —También ellas habían sobrevivido. A Tía Margaret le encantaron; las acarició y ajustó el cierre sobre el cuello de Melanie. Algunos alfileres de la túnica le raspaban la piel. Se sacudió.

«El collar es el toque final. Estás hermosa».

—Bueno, me gustaría verme. Hace mucho tiempo que no me pongo un bonito vestido. —Recordó y se mordió el labio.

«Ahora ve abajo».

—¿Sola?

Tía Margaret asintió. Melanie se echó el abrigo sobre los hombros porque la leve túnica apenas la protegía contra las corrientes de aire y la casa estaba helada. La hora del té había pasado hacía tiempo y el trabajo de la tarde ya estaba muy adelantado en el taller. Habían abierto las cortinas y Finn estaba en el escenario rodeado de latas de pintura, ojos abiertos de colores puros pintando un telón de fondo en que se veía un poniente entre naranja y rojo sangre sobre el mar, algo parecido al fondo del cuadro del perro colgado en la cocina. Tío Philip estaba en cuclillas en el suelo ante un montón de plumas desplegadas sobre una sábana. Seleccionaba las plumas y las ordenaba en varias pilas. Algunas plumas muy pequeñas se le habían enredado en los bigotes.

—Aquí estoy —dijo Melanie.

Sentado sobre los talones. Tío Philip apoyó las grandes manos sobre las rodillas del sucio pantalón blanco. Esa tarde, los ojos de él parecían distintos; ya no eran incoloros como periódicos viejos.

«Tiene la cabeza muy cuadrada», pensó Melanie. No lo había notado antes. El pelo claro mal arreglado le acentuaba de algún modo las aristas. Era la cabeza de un muñeco de resorte. Un alfiler se le clavó dolorosamente a Melanie en la axila.

—Quítate ese abrigo —dijo él.

Obedeció temblando porque sólo una miserable e ineficiente estufa de petróleo calentaba el sótano. Finn seguía pintando. Oía las largas pinceladas con que cubría una gran extensión de cielo.

—Estás bien hecha para tus quince años. —La voz era plana y muerta.

—Casi dieciséis.

—Eso se debe a la cantidad de leche y jugo de naranja que tomas gratis. ¿Ya tienes la regla?

—Sí —dijo ella, demasiado escandalizada para hacer otra cosa que susurrar.

Él gruñó disgustado.

—Yo quería que mi Leda fuera una niña. Tienes las tetas muy grandes.

Finn arrojó su pincel al suelo.

—¡No le hables así!

—Cierra la boca y ocúpate de tus asuntos, Finn Jowle. Le hablo como quiero. ¿Quién paga aquí?

—¡Yo también puedo hablar como quiero!

Tío Philip se frotó reflexivamente el bigote, sin mirar a Finn.

—Oh, no —dijo con calma—. No, no puedes. Sigue pintando. No tienes tanto tiempo.

La discordia crecía entre ellos. A Melanie le dolía la cabeza.

—Finn —dijo—. Por favor. No me importa.

—¿Ves? —dijo Tío Philip, con un extraño tono triunfal. Finn se encogió de hombros y recogió su pincel.

—Y limpia la mancha que has dejado.

Frunciendo el ceño, Finn frotó la mancha con el codo del delantal endurecido por la pintura.

—Sí, servirás —le dijo a Melanie Tío Philip—. Supongo que tendré que contentarme contigo. Y tienes bonito pelo. Y bonitas piernas. —Pero lamentaba que ella no fuese una marioneta.

—Date la vuelta.

Ella giró.

—Sonríe.

Ella sonrió.

—Así no, estúpida. Que se vean los dientes.

Ella sonrió mostrando los dientes.

—Te pareces un poco a tu madre. No mucho, sólo un poco. Y nada a tu padre, gracias a Dios. Nunca pude soportarlo. Se creía muy, pero muy superior a los Flower. Escritor, decía que era. Un bastardo que nunca trabajó con las manos.

—¡Pero era muy inteligente! —protestó Melanie, finalmente indignada.

—No tan inteligente como para dejar algo que os alimentara a todos cuando él se fuera —observó Tío Philip razonablemente—. De modo que yo debo ocuparme de sus preciosos hijitos, ¿no es verdad? Para que sean unos pequeños Flower.

Siguió ordenando las plumas. Jesús me quiere para un rayo de sol, pensó Melanie, Tío Philip quiere que sea una pequeña Flower. La corriente de aire que se filtraba por debajo de la puerta agitaba las plumas. Tío Philip suspiró pesadamente, el suspiro de un hombre que agradece una retribución excesivamente pequeña.

—Servirás —dijo—. Me parece. Ahora vete de aquí.

Finn lo miró con furia y Melanie corrió escaleras arriba antes de que empezaran las palabras violentas y los golpes. ¿Por qué la defendía Finn de esa manera quijotesca? ¿Porque era una manera fácil de irritar a su tío? Pero ¿acaso le preocupaba a Finn que ella sufriera al ver esa enemistad? Probablemente ni siquiera lo notaba. Se desprendió las flores del pelo y se quitó cuidadosamente la túnica por abajo. No creía que le hubiera gustado verse con ella, si eso hubiese sido posible, ni con la cara brillante y grasienta de pintura.

—Querría que la función ya se hubiera acabado —dijo.

Tía Margaret asintió, con los ojos llenos de rápidas lágrimas. Se llevó los puños a los ojos y los hombros se le estremecieron. Esos días lloraba con frecuencia. El bullterrier dejó de lamer el agua del plato y apoyó el hocico en las rodillas de Tía Margaret. Melanie se sorprendió una vez más por la instantánea simpatía del animal y la forma en que combinaba sus papeles de guardián y de proveedor cuadrúpedo de consuelo. Hubiese querido poder actuar, ella, con esa misma tranquilidad y esa misma sencillez. Le puso la mano en el hombro a su tía, que se la aferró a ciegas y la apretó con su propia garra de pajarito. Permanecieron así largo rato. Cada vez que Tía Margaret lloraba, su sobrina y ella se sentían más próximas.

—Tienes que ensayar conmigo —dijo Finn. No levantó la vista; se miraba el dorso de las manos. El cincel le había dejado una cicatriz morada, ancha, de forma de media luna.

—¿Cómo, en el escenario?

—¿Crees que nos dejaría usar su hermoso escenario? Nunca. Tendrá que ser en mi habitación.

—¿Por qué tú y no el cisne?

—No verás el cisne hasta el día de la función: así reaccionarás de manera espontánea. Pero igual debes practicar los movimientos, así que yo haré el papel de cisne.

Hablaba con voz más suave que el cuello de un pato, casi inaudible, y no la miraba de frente.

—¿Ensayaremos con los trajes? —preguntó ella con cierta aprensión, pensando en la leve túnica y en su propia carne que se veía al través como leche en un vaso de cristal.

—¿Y yo cómo? ¿Cubierto de plumas?

Parecía un cisne empapado en petróleo que hubiese encontrado su terrible destino en un río contaminado. Los pantalones y la camisa que llevaba (una camisa de franela a rayas, de corte anticuado, que debería haber tenido un cuello pero no lo tenía) estaban cubiertos de sudor, suciedad y manchas de pintura de todos colores. Unas costras de mugre le cubrían los pies desnudos, y había marcas oscuras en el cuello y debajo de las orejas. Nuevamente el mentón parecía un cultivo de hongos. Tenía un olor rancio, agridulce, como si se estuviera echando a perder.

—Deberías ocuparte más de ti —dijo ella—. Oh, Finn, lávate. Y tal vez podrías cortarte el pelo. —Despeinados rizos naranja se le enroscaban alrededor de los hombros de la ruinosa camisa.

—¿Para qué?

Melanie no tenía respuesta para esa pregunta.

Era la tranquila media tarde del domingo. En la cocina Tía Margaret, con su vestido gris y su siniestro collar, cosía la túnica griega con finísimas puntadas. El juego de té de porcelana ribeteada de verde de los domingos ya estaba dispuesto en el comedor, sobre el sereno mantel blanco junto a la jarra de leche y el bol de azúcar. Victoria dormía la siesta junto a los geranios en flor. Jonathon armaba barcos en el taller mientras Tío Philip se ocupaba de su cisne y pensaba dónde poner los hilos. Francie se había puesto el violín bajo el brazo y se había marchado a cumplir sus compromisos vestido con impermeable y sombrero de fieltro. La casa reposaba.

—Entonces, ven —dijo Finn.

Pasaron por delante de las puertas cerradas del castillo de Barba Azul y subieron juntos las escaleras. Se oía el eco de la respiración pesada y ronca de Finn. Entraron en su habitación, y él cerró la puerta con el pie. Tenía una cara que era todo un estudio de resentido aburrimiento.

—Acabemos de una vez con este juego estúpido.

Ella miró alrededor desconcertada. La habitación estaba desnuda, como si todas las posesiones de los hermanos esperaran guardadas en cajas y baúles y listas para una inminente partida. En la pared que ella nunca veía porque era la que tenía el agujero había un estante con el único objeto personal de la habitación, una foto descolorida en un marco negro mal ajustado. Era la fotografía de una mujer de rostro ancho que miraba de frente a la cámara sin sonreír. Llevaba un chal de Galway con un bebé entre sus pliegues.

—Nuestra madre —le dijo Finn—, con Maggie en brazos.

Detrás de la mujer se veían unas rocas desoladas.

—En casa —agregó Finn, y no dijo nada más.

Junto a la fotografía se agazapaba la lámpara flexible, lista para saltar. Aparte de una tira de espejo y del retrato de Tía Margaret las paredes estaban vacías. No había señales del tríptico de san Sebastianes. Lo habría escondido. Junto al estante había un armario empotrado; todo lo demás era familiar. Se sentó en la silla de rosas y castillos con una sensación de formalidad ridícula, como si hubiera ido a devolver cortésmente una visita vestida con traje de chaqueta y un sombrerito con velo.

—La cosa es así —dijo Finn. Hablaba de mala gana—. Leda camina por la costa y recoge caracolas.

Sacó del bolsillo una espiralada caracola de puro nácar lechoso y la depositó sobre la alfombra.

—Se acerca el ocaso. Leda oye los aletazos y ve que el cisne se acerca. Corre, pero el cisne desciende y cae sobre ella. Telón.

—¿Eso es todo?

—Bueno, sólo es un pretexto para exhibir su hermoso cisne.

Melanie se puso de pie, y se inclinó para recoger la caracola. Se movía mal porque él la miraba.

—Con más fluidez —dijo él, con fatiga—. Muévete a partir de las caderas.

Se inclinó de nuevo balanceando el trasero porque no se le ocurrió ninguna otra manera de moverse a partir de las caderas.

—Por Dios, Melanie. ¿Acaso no te enseñaron a jugar al hockey en la escuela?

—Pues… sí.

Él sonrió burlonamente.

—Así tendría que ser. —Finn se agachó a recoger la caracola. Pero ya no se movía como una ola del mar. Casi crujía, como una marioneta. Había olvidado que ya no tenía la gracia de antes. Se detuvo bruscamente, con los dedos en la caracola.

—De todos modos —dijo él— vuelve a probar.

Ella lo hizo.

—Un poco mejor. De nuevo ahora. Yo soy el cisne.

Melanie caminaba por la costa recogiendo caracolas. Finn esperaba inclinado hacia delante. Tenía el pelo volcado sobre la cara; ella apenas podía verlo. Finn imitó con chistidos el movimiento de las alas.

—Cuando oyes el ruido, te asustas. Corres unos pocos pasos.

Ella corrió unos pocos pasos.

—Bien.

Él corrió tras ella. Era como jugar a las pantomimas. Melanie se echó a reír.

—No, no seas tonta. Se supone que eres una pobre chiquilla aterrorizada.

—No me lo puedo tomar en serio.

—Pero Melanie, te echará de casa si no puedes trabajar para él. Y entonces, ¿qué?

—No lo haría —dijo ella, no muy segura—. No podría.

—Sí, podría y lo haría. —Finn parecía serio y razonable—. Y nadie haría nada por ti. Te morirías de hambre.

—Lo odio —dijo Melanie. No se había propuesto decirlo. Sus miradas se encontraron un momento y volvieron a alejarse.

—Empieza desde el principio. Haz como si. Actúa.

Esa vez todo marchó mejor. Ella miró el cielo y fingió que veía venir la noche. Yque oía el chillido de las gaviotas y el roce de la arena bajo los pies y los golpes de las alas. Le fue fácil mostrarse asustada y echar a correr.

—Entonces trastabillas y yo te derribo. —Finn ocultó un bostezo—. Pon la caracola en su sitio y lo repetiremos todo.

Ella obedeció. Las gaviotas chillaron y la arena se deslizó debajo de ella y el cisne descendió y todo salió bien. Se alejó corriendo de Finn y trastabilló… y no fue representación: tropezó con el ribete anudado de la alfombra. Perdió el equilibrio y se agarró de Finn para sostenerse. Abrazados, Melanie riendo, cayeron juntos al suelo en cámara lenta, pero Finn no reía. Y la risa de Melanie se desvaneció cuando en el rostro pálido y huesudo medio cubierto por el pelo no vio nada, ni una sombra de sonrisa o de ternura que pudiera protegerla. Estaban tan cerca como una sábana y una manta, y él olía mal, pero eso ya no importaba. Estremecida, Melanie comprendió que ya no importaba. Tensa, esperó a que sucediera.

Era presa de una nerviosa excitación incomprensible. Estaban juntos sobre las tablas desnudas y astilladas. No había más tiempo. Tampoco había Melanie. Estaba totalmente entregada. Estaba cambiando, creciendo. Todo lo que le importaba era ese chico que tocaba con todo su cuerpo pero no tocaba. El instante era una eternidad, temblaba como una gota de rocío en una rosa, interminablemente a punto de caer. Lentamente, con renuencia, él le puso la mano en el pecho izquierdo. El tiempo se inició con una sacudida, el tiempo de los dos. Ella dejó escapar el aliento en un torrente sibilante. Él cerró sus ojos atlánticos. Parecía una máscara mortuoria de sí mismo. Era tremendo para él dejar su aislamiento, pero debía dejarlo.

«Éste es el principio», se dijo ella a sí misma, claramente. Oyó su propia voz, alta y distinta, dentro de su cabeza. No más falsos comienzos, como en el parque de atracciones, sino el verdadero principio de un profundo misterio entre los dos. ¿Qué le haría él, sería gentil? Bajó la vista con un temor que era también placer a la mano manchada y cubierta de cicatrices. Una mano de trabajador, fuerte y habilidosa. La luz pareció disiparse a su alrededor; Melanie sólo podía ver con sus sentidos.

—No —dijo Finn en voz alta—. ¡No!

Se puso en pie de un salto y atravesó la habitación. Se metió en el armario y cerró la puerta. Brotó de allí otro grito ahogado.

—¡No!

La tensión entre ambos se había quebrado de manera tan salvaje y despiadada que Melanie se quedó inerte, luchando contra las lágrimas. Todavía sentía los cinco dedos de Finn como cinco brasas que le ardían en el pecho. Pero él se había ido. Se sintió fría y enferma.

—¡No! —Mas suavemente.

—¿Qué he hecho mal? —le preguntó Melanie a la puerta del armario. No hubo respuesta—. ¿Finn?

Silencio. Se sintió una tonta allí, en el suelo, con la falda alzada por encima de las rodillas. Vio debajo de cada una de las camas un par de zapatos inofensivos sobre las tablas sin polvo. La habitación parecía muy limpia, no como Finn. Los zapatos de Francie estaban bien lustrados y brillantes; los de Finn, cubiertos de barro. ¿Dónde habría estado? ¿Habría ido solo al parque, a hablar con la reina rota y acariciar la cabeza de la leona de piedra?

«Tal vez», pensó, «no ha querido porque nunca le lustré los zapatos». Todo era posible, si era capaz de meterse en un armario para huir de ella.

Del ojo de la cerradura del armario salió una voluta azul de humo. Melanie se horrorizó hasta que comprendió que él había encendido un cigarrillo. Probablemente, confinado en tan poco espacio, el humo lo sofocaría. O ardería como un monje budista, sólo que accidentalmente.

«Es un tonto», pensó. Se sentía muy vieja, pero no madura.

—No fumes en el armario —dijo.

Le contestó una nueva voluta de humo. Gimiendo en silencio se obligó a ponerse de pie y abrió la puerta. El armario tenía exactamente la profundidad necesaria para que Finn cupiera con las piernas cruzadas y la cabeza oculta entre los pliegues rayados del segundo traje de Francie, colgado de una percha. También había algunas espectrales camisas blancas. En un estante, en lo alto del armario, había pinturas de todas las formas y tamaños. La mano de Finn, con un cigarrillo, se abrió paso entre las ropas y sacudió la ceniza sobre el suelo. No dijo nada. Ella le examinó las plantas de los pies cruzados.

—Finn —dijo—, tienes una astilla en el pie izquierdo.

—Vete —dijo él.

—Si no te la quitas se va a infectar. Yes probable que tengan que amputarte la pierna.

—Por favor. Vete.

—¿Por qué te escondes en el armario, Finn? —le preguntó como una madre a un niño inexplicable al final de un largo día de fatiga.

—Porque tengo lugar suficiente —respondió él. Esta lógica de Lewis Carroll fue demasiado para Melanie: reconoció la derrota y alzó la bandera blanca.

—Oh, Finn, ¿por qué me dejaste así? —Las palabras volaron sobre las alas de un sollozo.

—Eres demasiado joven para decir esas cosas. Tienes que haberlo leído en una revista de mujeres. —La voz de Finn se oía como a través de un traje de pieles, vestida para el Ártico.

Ella apartó las ropas y lo encontró encogido, desconsolado, abatido, con las rodillas debajo del mentón, en posición fetal. Frunció el ceño con bizca ferocidad, como un frustrado gato siamés.

—No comprendes —dijo—. Él quería que yo te montara.

Ella sólo había leído la palabra, o algo parecido, aséptica y fríamente escrita en alguna pared; sólo la había oído en boca de unos rudos peones de campo que no sabían que ¿lia estaba cerca. Nunca había relacionado la palabra con ella misma: su novio fantasma jamás la habría montado. Habrían hecho el amor. Con un sobresalto sintió que Finn sí hubiera sido capaz, por la forma en que aplastó el cigarrillo contra el suelo.

—Ha sido por culpa de él —dijo Finn—. Lo comprendí de repente, cuando estábamos acostados en el suelo. Tiene en la mano nuestros hilos, como si fuéramos títeres, y allí estaba yo listo para hacerte lo que él quería. Me ordenó que ensayara Leda y el cisne contigo. En privado, me dijo. Por ejemplo, en tu habitación. Ve a ensayar con Melanie una violación en tu dormitorio. Por Dios. Quería que lo hiciera, y él preparó la escena. ¡Qué perversidad!

Melanie dio un puntapié a un nudo de las tablas del suelo con la punta del zapato. Advirtió que sus zapatos necesitaban compostura. ¿Tendría crédito en casa del remendón? Trató de concentrarse en eso para no pensar en lo que decía Finn.

—Pues bien —dijo Finn, mientras apartaba las ropas para encender otro cigarrillo—, que no cuente conmigo. Por mucho que me gustes no voy a hacer lo que él quiere.

Melanie dejó de tratar de pensar en la reparación de los zapatos.

—Oh, Finn, pero ¿por qué querría él que tú…?

—Para destruirte, Melanie. No podía soportar a tu padre y tampoco te soporta a ti ni a tus hermanos. Sois hijos de tu padre, y no le importa que seáis también los hijos de su hermana. Para él la gente como vosotros es el enemigo, las personas que usan papel higiénico y cubiertos para el pescado.

—Nosotros nunca tuvimos cubiertos para el pescado —dijo Melanie.

Finn no le hizo caso. Atormentado, incoherente, continuó.

—Sois tan frescos e inocentes, los tres, sois algo que hay que torcer y aniquilar. Bueno, ahora Victoria es la hijita de Maggie, y él tiene a Jonathon trabajando, vigilado día y noche, y sólo le falta ocuparse de ti. Y entonces se le ocurre que yo sería el instrumento adecuado, porque me desprecia y piensa que soy la escoria de la creación. Piensa eso, realmente. Soy un sucio beatnik, y me echaría si no fuera por Maggie y porque pinto, aunque igual yo me iría si no fuera por Maggie. Y entonces tengo que acostarme contigo porque te afeitas las axilas y tal vez tendrías un bebé y así se vengaría de tu padre.

—Mi padre está muerto.

—Sí, pero a él le da igual.

—No me afeito las axilas.

—Es un modo de decir. —Finn torció la cara en una mueca de dolor y disgusto en estado puro, arrojó el cigarrillo y hundió la cabeza entre los brazos. Ella desplazó su peso de un pie a otro, asombrada y desconcertada. Apenas podía entenderlo que él decía.

—Entonces, ¿no me quieres? —le preguntó.

—Eso no tiene nada que ver —respondió vivamente Finn—. Además, eres demasiado joven. Lo comprobé en el parque. Más adelante, tal vez. Eres demasiado joven.

—Lo sé —dijo ella—. Es mi maldición.

—¿No es terrible? —dijo él—. Ésta es una casa de locos. Y él me está volviendo loco.

Volvió a ocultarse entre las ropas, que se sacudieron en sus perchas. La pila de pinturas del estante se deslizó al suelo. Melanie las recogió distraídamente. Las sorpresas no tenían fin. Primero el tríptico de san Sebastián, terminado hasta la última flecha y gota de sangre. Con una mueca lo hizo a un lado. Y luego se vio a sí misma, y se conmovió.

Con el cuerpo en plena torsión, se estaba quitando el jersey color chocolate, una muchacha delgada pero bien hecha con una cara delicada y abstraída, sobre un fondo de rosas rojo oscuro. El papel de su pared. Parecía muy limpia. Una virgen que se lavaba los dientes después de todas las comidas y se deleitaba en dar grandes mordiscos a rosadas manzanas. El pelo negro le estallaba en grandes ondas Art Nouveau. Como si Finn estuviera practicando el trazado de curvas. El cuadro era tan sobrio y poco comunicativo como todos los suyos, una especie de desnudo de revista asexuado. Había una banda negra en la parte superior del brazo derecho. Él no la veía como se veía ella, pero podría haber sido mucho peor.

«¿Por qué me habrá puesto la banda de luto?», se preguntó.

Pero estaba contenta.

—¿Me dibujabas cuando mirabas por el agujero mientras yo me desvestía?

—No mires mis pinturas.

—Sólo las había recogido.

Entonces vio un cuadro horrible. Era un infierno de llamas saltarinas con figuras negras. Tío Philip estaba extendido en una parrilla como un cerdo desnudo, grueso, abominable. Las carnes empezaban a abrirse y la grasa burbujeaba. El pelo blanco florecía en llamas diminutas. A su lado había un demonio con ajustados pantalones rojos, cuernos y una cola bifurcada. Sostenía unas tenazas al rojo con las que retorcía los testículos de Tío Philip. En la cara de éste se veía la marca feroz de una herradura. La boca era un agujero negro del que brotaba una bandera con la palabra «Perdóname». El demonio tenía la antigua cara sonriente de Finn.

«De modo que aquí vino a parar la sonrisa de Finn», pensó Melanie. «Se la quitó de la cara y la estampó en la tela». Finn nunca volvería a sonreír.

De los labios pintados de Finn, hechos de fuego, surgía una sola palabra: «¡Nunca!». En la parte superior, en un escudo blanco, estaba el título en caracteres góticos, como las demás palabras: «En el infierno se reparan todas las maldades». La inspiración general era de Hieronymus Bosch. Melanie dejó caer el cuadro con un sollozo.

—Te dije que no los miraras.

—Tienes razón. Es una casa de locos —dijo Melanie, y empezó a llorar. Finn salió a cuatro patas del armario, le abrazó las rodillas y escondió la cabeza entre sus muslos. Ella le hundió convulsivamente los dedos en el pelo y dijo las palabras que le flotaban en la mente, sin reflexionar. Si lo hubiera pensado, jamás lo habría dicho.

—Creo que quiero estar enamorada de ti pero no sé cómo se hace.

—Ya estás hablando de nuevo como una revista de mujeres —dijo Finn—. Sólo sientes eso por la proximidad, porque estoy aquí. Y de todos modos eres demasiado joven, ya lo vimos. Y sería una pérdida de tiempo para ti, porque voy a hacer que él me mate.

Entonces sonó el gong para el té, que sería necesario sobrellevar como fuera, y enmantecar el pan, pelar las gambas, verter el té y la leche en las tazas, cortar en rebanadas finas la tarta de Victoria para que se la comiera toda. En la bola de cristal verde estaban todos, monstruosamente hinchados, ante una mesa alabeada que se extendía infinitamente. Melanie mantuvo la mirada fija en la bola mágica para no tener que mirar a Tío Philip.

El día siguiente era el de Nochebuena, pero no fue distinto de cualquier otro día, excepto porque la tienda estuvo atareadísima. Hubo mucha gente todo el día y Melanie y Tía Margaret se tambaleaban sobre los pies doloridos cuando llegó el momento de hacer girar el cartel de la puerta para que dijese «Cerrado». Los estantes se encontraban casi vacíos, las existencias casi agotadas. Incluso el caballo saltarín y los títeres de juguete habían desaparecido del escaparate y sólo quedaban las guirnaldas de acebo de plástico. Los billetes rebosaban del cajón del dinero. Se les había acabado el último rollo del papel floreado. A la mañana siguiente la tienda parecía un campo de batalla. El loro estaba encorvado en su percha, como si también él tuviera los pies cansados.

«Al menos mañana tendremos un día de descanso», escribió Tía Margaret.

Pero nada más que eso. Melanie se defendía de la memoria y la autocompasión con su libro mientras su tía terminaba de coser la túnica griega. No había acebo en la cocina, ni muérdago sobre la pantalla de la lámpara. Ni árbol de Navidad con luces de color. Tío Philip había recibido tarjetas de Navidad y calendarios de los comerciantes con los que trataba, pero los rompía enseguida de modo que no había tarjetas sobre la repisa. Nada. Y la casa estaba particularmente fría. Tal vez se había congelado de decepción.

Melanie se preguntó si irían a la iglesia, a la misa de medianoche, porque entendía confusamente que eran gente religiosa ya que tenían una fe tan firme en el infierno. Pero todos se fueron a dormir a la hora acostumbrada, y aunque Francie regresó muy tarde, estaba un poco ebrio, de modo que seguramente no había ido a la iglesia. Ella oyó que subía la escalera con pasos inseguros y que imitaba en voz muy baja un cuerno de caza.

Finn debía de estar despierto en la oscuridad, como ella, con la pared en medio como la espada de Tristán, porque lo oyó conversar con Francie durante un rato, aunque no pudo distinguir una sola palabra. Luego apareció una luz tenue en el agujero de la pared, una luz incierta y subrepticia. Y sintió el olor de la madera quemada. Estaban quemando algo. Sintiéndose culpable, salió de la cama para mirar. Hacía más frío de lo que le hubiera parecido posible; la temperatura de Rusia cuando las noches son más glaciales. Las tablas eran de hielo bajo sus pies descalzos. Sintió que se le ponía la piel de gallina.

La habitación de los hermanos estaba a media luz: distinguió sus formas con dificultad. Los vio agachados, juntos, en mitad de la habitación. El espejo reflejó bruscamente una cerilla encendida. El impermeable de Francie brillaba: no se lo había quitado, ni tampoco el sombrero. Estaba arrodillado en el suelo y se apoyaba en una mano. En la otra sostenía un muñequito de madera labrada con unos cabellos blanquecinos de cordel. Tenía una camisa blanca y una corbata que era un cordón de zapato. Tía Margaret debía de haber hecho la camisa, tan bonita y pequeña. Seguramente era muy difícil coser algo tan diminuto.

Finn aplicaba cuidadosamente cerillas encendidas a diversas partes del muñeco. Apenas las ropas empezaban a chamuscarse y a encender la madera, desprendía lo que estaba quemado y volvía a empezar en otra parte. Ambos guardaban silencio, absortos. Vio que el perro también estaba presente y los miraba con atención el pelaje blanco parecía artificial, pintado a propósito como un disfraz. Finn arrimó una cerilla al pantalón del muñeco en la ingle y él y Francie rieron suavemente. Los Jowle celebraban la Navidad a su manera.

Melanie volvió a la cama y se cubrió la cabeza con las mantas. Pero no la abrigaban y la botella de agua caliente ya se había enfriado. Hacía tanto frío que pensó que los mocos se le congelarían en la nariz y el cerebro se le convertiría en un pequeño carámbano arrugado. Se cubrió la cabeza para no ver la luz mágica.