3
Ahora bien, ¿quién había plantado en mitad del follaje verde y lujurioso ese poblado seto de rosas rojas con esas espinas, oh, tan crueles?
Melanie abrió los ojos y vio espinas entre las rosas, como si despertara de un sueño de cien años, belle au bois dormante aprisionada en un jardín que no cesaba de crecer desde hacía un siglo. Pero sólo eran las rosas estampadas del papel de la pared, aunque antes no había reparado en las espinas. Y el familiar Oso Eduardo estaba sobre la almohada y Victoria dormía boca abajo en su cama a un par de metros, detrás de los barrotes pintados de blanco. Una luz gris, incierta, se filtraba por las cortinas. Melanie tenía helada la punta de la nariz.
En busca de calor, apoyó la cara en la panza de Oso Eduardo. La piel olía a pimienta. Recordó el día anterior como una pintura prerrafaelita, «El último desayuno en el viejo hogar», los tres huérfanos y la criada compungida alrededor de la vieja mesa, con los viejos cuchillos y tenedores que nunca volverían a usar. ¿Qué sería de esos cubiertos, quién querría comprarlos? Restos de acero inoxidable a la deriva batiéndose a duelo en las desoladas playas de las vidas ajenas. Probablemente los tirarían. Cubría la mesa un mantel a cuadros y las baldosas se movían bajo los pies (Mamá había comprado las baldosas en España) y había un gran hogar de ladrillo con herrajes para caballos y ollas de cobre y en el medio, donde debería arder un gran fuego, la caldera de la calefacción central. Pero no importaba. Era una encantadora cocina a la antigua. Una vez habían fotografiado allí a su madre, preparando una tarta, con un delantal lleno de volantes. Las fotos se publicaron en una serie de artículos sobre quiénes eran y cómo vivían las esposas de los hombres célebres. Ese último desayuno debería haber sido una especie de sacramento. Pero Victoria, demasiado joven para compartir esas emociones, se había engrasado como una esquimal con las salchichas. Y bien, adiós a todo eso.
Habían venido a Londres y comido pastel de conejo y la jornada había terminado indebidamente con música y baile. Finn bailaba con su ropa manchada y Francie tocaba el violín como el mismísimo diablo y la tía muda tocaba la flauta envuelta en su capa de pelo llameante. ¿O lo había soñado? Y en ese caso, ¿por qué? Y si no había soñado, ¿cómo había vuelto a su cama? ¿La habría traído Finn? Se imaginó apretada contra el pecho flaco de Finn, vestida con un triste pijama de franela, informe como un cojín con una peluca oscura. Finn parecía un sátiro. Tal vez tenía las piernas peludas bajo los gastados pantalones, ásperas patas de cabra con bonitas pezuñas hendidas. Sólo que era demasiado sucio; probablemente los sátiros se bañaban a menudo en los torrentes de las montañas.
«Finn no parece digno de confianza», pensó. Tenía una mirada oblicua, fugitiva, resbaladiza; la leve bizquera hacía difícil saber adonde volvía los ojos. Y esa manera fea y ruidosa de respirar por la boca. Le haría pensar en un vendedor ambulante de flores de papel y otras baratijas, capaz de seducir a la criada o robar gallinas o ropa tendida o las tres cosas a la vez. La turbaba, pero no de un modo agradable. Con todo, era joven y ella había tenido miedo de que en la casa sólo hubiese gente de edad.
La luz parecía trémula, temprana. Hubiese querido volver a dormir, pero no lo consiguió y tuvo que levantarse. El frío le atravesó el pijama. Estaba acostumbrada a la calefacción central. Si había algún dinero, tendría que comprar pijamas más abrigados para el invierno que ya comenzaba. Pero, pensó con inquietud, ¿tendría dinero, unas monedas para sus pequeñas necesidades personales, champú, medias, quizá alguna crema facial, esas cosas? No había forma de saberlo. Se echó el impermeable sobre el pijama. La vieja bata de algodón le había quedado pequeña e inútil justamente antes de que sus padres se marchasen. Con las prisas del viaje, no había habido tiempo para comprar una nueva. «Te traeremos una bonita de América», le había prometido su madre.
Tenía que encontrar el camino al cuarto de baño y se sintió complacida consigo misma porque recordó en seguida que estaba al final del pasillo; Eso le hizo pensar que ya no era del todo una extraña. La noche anterior se había sentido demasiado cansada para lavarse. Ahora, consciente de la suciedad del viaje en toda su piel, pensó que podría darse un baño. Sería bueno sumergirse en el agua caliente.
Pero en la pila el agua estaba fría. La dejó correr largo rato sobre una mano, pero no salió más caliente. Sin poder creerlo, tuvo que reconocer que no había agua caliente para bañarse ni para lavarse la cara. Nunca había pensado que todavía había casas sin sistema de agua caliente o que alguien de su familia pudiera vivir en una de ellas. Y tampoco había un buen jabón. Achatado como un sapo en una jabonera azul y blanca, adornada con una guarda griega, había un usado trozo de jabón de lavar, rugoso, amarillento y con huellas de descuidados pulgares sucios, que le hizo arder la cara. Podía sentir cómo se le corroía la piel. Agua fría y jabón de lavar: así sería en adelante. Había una rajadura en la antigua y profunda pila, y en ella un largo cabello rojo que luego flotó en el agua. La toalla estaba en un soporte y ambas cosas cayeron cuando trató de secarse las manos. La toalla no estaba del todo limpia y parecía a la vez áspera y viscosa.
Había cuatro raídos cepillos de dientes, rosa, verde, azul y amarillo en un soporte de plástico cubierto de dentífrico. Sobre una manchada repisa de cristal, en un vaso empañado, sonreía una dentadura postiza completa, sin cara, como el invisible gato de Cheshire. Las encías de plástico tenían los rojos del poniente. Melanie supuso que pertenecía a Tío Philip. Por tanto, él había regresado.
La cisterna del báter y sus cañerías estaban a la vista. Cuando tiró de la cadena (la perilla de cerámica ordenaba sin ambages «Tire») hubo un ronco estruendo metálico capaz de despertar a toda la casa, pero ni siquiera un diminuto chorro de agua. Lo intentó nuevamente. Esta vez unas gotas renuentes salpicaron apenas la taza. Melanie observó que no había papel higiénico, pero una cuerda anudada sostenía varias hojas del Daily Mirror cortadas aproximadamente en cuadraditos. Detrás de una cañería había un ejemplar del Irish Independent. Alguien debía de haberlo leído durante un acceso de estreñimiento.
El cuarto de baño estaba pintado de verde oscuro en la mitad baja de la pared y, más arriba, de color crema. Era una habitación alta y angosta de inadecuadas y majestuosas proporciones con una alta ventana de cristal opaco semicubierta por una desgarrada cortina de plástico con pescaditos de Disney. No había ningún espejo, ni siquiera de los que se usan para afeitarse. Sobre la bañera, que se apoyaba en cuatro garras de bronce y contenía un poco de agua sucia en la que flotaba un submarino de plástico de los que traen los paquetes de cereales, había un gran calentador de gas al que los años habían dado una pátina verde.
Melanie se lavó lo más rápido que pudo. Ese cuarto de baño la deprimía. «El último baño en el viejo hogar» no era un cuadro costumbrista sino la fotografía de un folleto de publicidad de cuartos de baño. Porcelana rosa resplandeciente, gruesas toallas y papel higiénico del mismo color. El agua caliente brotaba a raudales de los grifos de boca de delfín, y los frascos de esencias, agua de colonia y loción para después de afeitarse brillaban como joyas. La cisterna se descargaba discretamente sin el menor ruido. A Mamá le encantaban los cuartos de baño bonitos. Pensaba que eran muy importantes.
«No llores», se dijo severamente Melanie, «por el estado de este cuarto de baño».
Pero era duro. Se obligó a no pensar en el de su antigua casa ni, por extensión, en su madre. Y comprendió que muchas cosas que había dado por sentadas, muchas cosas que creía sencillas y domésticas, eran en realidad verdaderos lujos. No era extraño que no hubiese una herencia para los niños ni que debieran utilizar papel de periódico y lavar sus delicados dedos con agua helada ahora que había muerto la gallina de los huevos de oro.
El dormitorio parecía conocido y seguro. Se puso unos pantalones negros y un jersey color chocolate porque estaban encima de todo en la primera maleta que abrió y porque los había usado en su casa un día frío de otoño en que se veía niebla en las colinas y humo de las chimeneas sobre las casas… Miró por la ventana. La mañana era húmeda, aunque no lluviosa, y un día gris empezaba a amanecer.
En los descuidados arbustos del jardín colgaban unas pocas hojas arrugadas y sin vida. Entre la hierba rala se veía la tierra parda. Por los muros trepaban enredaderas caducas; los tallos desnudos se retorcían en una red complicada y espinosa. Al final del jardín había un callejón donde estaban los cubos de basura y, más allá, los fondos toscos y descuidados de una hilera de casas humildes con ventanas cerradas y ropa lavada (pantalones, chaquetas, sábanas, camisas); inerte en el aire inmóvil, tendida en altas cuerdas entre poleas. En las paredes, las tinas de latón parecían gigantescos caracoles detenidos como para descansar en una larga ascensión. Éste era el nuevo territorio en que debía habitar.
Victoria se volvió y balbuceó entre sueños. La niña dormía, suave y dulce como un melocotón, con una cinta azul en el pelo oscuro y rizado. ¿Qué sería de Victoria en esta casa? ¿Se convertiría en una niña de la calle, con zapatillas en los pies desnudos, una camiseta mugrienta y un acento londinense que causaría dolor a un oído bien educado? ¿Y qué sería de Jonathon, en su camarote bajo el alero? ¿Y de ella misma, de Melanie?
La casa estaba en completo silencio. Melanie decidió aventurarse y examinar la cocina. Quería aprender la nueva geografía doméstica tan pronto como pudiera, descubrir qué había detrás de todas las puertas, cómo encenderla cocina y dónde dormía el perro. Quería sentirse en casa. Tenía que conseguirlo como fuera. No podía soportar sentirse como una extraña y tan insegura, como si le resultara difícil reconocerse a sí misma en ese nuevo ambiente. Se deslizó por los escalones recubiertos de linóleo.
La cocina estaba muy oscura, con las celosías cerradas. Había olor a encerrado y a humo de cigarrillo y algunas tazas sin lavar ordenadamente puestas en la pila, pero todo lo demás había sido limpiado a fondo. Era una habitación muy grande. Había un aparador embutido, pintado de marrón oscuro, con platos, tazas, un tarro de harina, una panera. Se podía entrar en la alacena. Melanie lo hizo, cerró la puerta a sus espaldas y sintió un olor fresco a queso y a moho. ¿Qué comían? Latas de cosas diversas; al parecer, tenían predilección por los melocotones en almíbar, que ocupaban todo un estante. Latas de frijoles y sardinas. Tía Margaret debía de comprar latas al por mayor. En varias había pasteles; Melanie abrió una y encontró el pastel de pasas de la víspera. Cogió una rebanada ya cortada y se la comió. Robar algo de la alacena hizo que ya se sintiera un poco en casa. Volvió a la cocina esparciendo migas.
Había una larga mesa de pino con un mantel (de crisantemos rosados estampados, el tipo de mantel que se ve por las ventanas de las casas ajenas cuando se sale a pasear a la hora del té) plegado para cubrir las tazas del desayuno ya dispuestas, quizá para evitar que los ratones las ensuciaran.
Era una habitación marrón, como la tienda y los pasillos: todo estaba pintado de un denso marrón oscuro. El papel mural de la cocina era viejo y brillante y estaba manchado de grasa. En otra pizarra, en la pared, se leía: «Llegó a la hora prevista. Duerme profundamente». Tío Philip debía de haber llegado tan tarde por la noche o tan temprano por la mañana que sólo Tía Margaret estaría despierta. Melanie trató de reconstruir el regreso. Tía Margaret preparaba el té, él preguntaba por los recién llegados y ella respondía a su manera. Tío Philip llevaba puesto el traje de tahúr del Mississipi. Pero Melanie no podía imaginar qué cara tendría.
La habitación estaba llena de las vidas desconocidas de otras personas. La marca de una quemadura en el mantel tenía su propia historia secreta: en la repisa del hogar (moderna, fea, de losetas color crudo), había misteriosas cartas sin abrir detrás de un perrito alsaciano de escayola. Era evidente que el hogar de la chimenea no se usaba jamás: había un abanico de papel de periódico donde deberían estar el carbón y la leña. Sobre la repisa había una pintura extraordinaria. Melanie abrió más las cortinas para verla a la luz.
Era el retrato de un bull-terrier blanco, ejecutado con increíble precisión. Sobre la piel rosada se destacaba cada pelo blanco como si estuvieran pintados uno por uno, y se podía ver la textura rugosa del morro. Llevaba en la boca una cesta de florista llena de margaritas y clavellinas. Gotas de rocío temblaban en los pétalos. Los ojos del animal tenían un brillo extraño, pues estaban hechos de trocitos de vidrio pintado pegados a la tela. Detrás se veía una costa rocosa y un mar con muchas olas paralelas cubiertas de espuma bajo un cielo tormentoso, amenazante, del color de una magulladura, y un poniente a franjas anaranjadas. El perro dominaba toda la habitación. Tenía cierto aire oficial, como si fuera un perro de guardia o un centínela que rondara junto al verdadero perro de la casa, con un permanente qui vive detrás de sus ojos de vidrio; la cesta de flores parecía un intento de desarme, un accesorio prestado para que tuviera un aspecto inofensivo. No había señales del perro verdadero aparte de una fuente de horno llena de agua fresca en el suelo bajo la pila. Evidentemente no estaba de servicio.
Junto al cuadro había un reloj de cuco de madera labrada; una vid con uvas moradas rodeaba la puerta verde. Mientras Melanie inspeccionaba el cuadro del perro, esa puerta se abrió de par en par con un chirrido que la sobresaltó. El ave emergió, se inclinó y cantó siete veces. Era un verdadero cuclillo embalsamado con un sistema de sonido escondido bajo las plumas del pecho. Ese reloj de cuco revelaba una inventiva grotesca, una excentricidad deliberada que Melanie jamás había visto antes. El pájaro volvió a entrar en su casa y la puerta se cerró bruscamente. Tuvo la esperanza de que el reloj se hiciera añicos para no volver a ver ese cuclillo: no le había gustado. Se sentía marchita y disminuida. Nada era ordinario ni previsible, excepto sus pantalones negros y las trenzas negras a los lados de su cabeza.
Tal vez podría preparar un poco de té. La cocina de gas era corriente, aunque muy vieja, y tenía cuatro patas rectas. Llenó la gran tetera negra y la puso al fuego. Una taza de té sería excelente. ¿Debería llevar el desayuno a la cama de sus tíos para empezar bien su relación? No sabía cuál de las numerosas puertas del salón era la de su dormitorio. ¿Les llevaría té a Francie y a Finn, dormido con su pelo rojo sobre la almohada blanca? ¿Les llevaría pan y mermelada? Sintió un curioso temblor en el estómago cuando pensó en Finn, una sensación mitad de placer, mitad de miedo. Pero tampoco sabía dónde dormía.
En un estante, al lado de la cocina, había una bandeja para el té decorada con figuras chinescas en kimono, en un jardín. Puso, calculando al azar, una, dos y tres cucharillas de té y una más a medias, y luego el agua. Oyó pasos en la escalera. Se quedó inmóvil, con la tapa de la tetera en las manos y aspirando el vapor fragante. Los pasos bajaron, pasaron por delante de la cocina, fueron a la tienda y ella pensó que se desvanecerían del todo, pero pronto regresaron, acompañados por un sonido acompasado y el rumor de unas garras sobre el linóleo. Finn, con cinco botellas de leche y seguido por el perro, entró en la cocina. Melanie se relajó y cubrió finalmente la tetera.
—Hola —dijo.
—Te has levantado temprano —dijo él, sin sorpresa. Aún tenía legañas en los ojos pegados y el pelo sin peinar, enredado y apelmazado. Bostezó con la boca tan abierta que Melanie advirtió una muela cariada.
—¿Quieres té? Espero que esté bien. Haber preparado té, quiero decir.
—Oh, sí, a esta hora. Me gustaría un poco de té con tres terrones de azúcar.
Ella se preguntó qué podía significar «a esta hora». ¿No se le permitiría preparar té a otras horas? Vio que sólo estaba parcialmente vestido. Llevaba sus pantalones de pana pero tenía los pies descalzos y la chaqueta desabrochada del pijama dejaba vislumbrar fugazmente el pecho blanco como la nieve. Encendió la estufa eléctrica y se arrodilló ante ella, tendiendo las palmas a las barras que enrojecían. Melanie apartó la mirada de la desnudez de Finn y le sirvió el té, que él bebió agradecido. El perro lamió un poco de agua y se dejó caer pesadamente al lado de Finn; miraba pensativa y tal vez críticamente su propia imagen en el cuadro. O quizá conversaba en silencio con ella. Finn buscó cigarrillos en el bolsillo del pijama. Melanie se quemó los labios con el té hirviente. Las tazas tenían un simple dibujo de sauces, pero eso resultaba familiar.
—¿Una gota más? —preguntó él alcanzándole la taza. ¿Cómo podía beberlo tan rápidamente?—. Nada como el té para despertarse.
A su lado, Melanie era demasiado consciente de sus propias manos torpes y de las largas piernas que no lograba disponer con elegancia por más que se esforzara. Pero al menos no padecía, como él, de una bizquera que por la mañana era más notable, como si el sueño la hubiera reavivado.
—Te has vuelto a recoger el pelo —dijo Finn.
—Es más práctico —respondió ella, ruborizándose un poco.
—Ah, bueno. —Finn se encogió de hombros y se frotó los ojos, desperezándose. Luego miró a Melanie de arriba abajo y agregó enérgicamente—: ¡No, no puedes estar así!
—¿Cómo?
—En pantalones. Es una de las manías de Tío Philip. No tolera a las mujeres con pantalones. Si ve en la juguetería a una mujer en pantalones no la atiende. La echa a la calle como si fuera una buscona. Ah, a veces es terrible. ¿Comprendes que para él eres una ofensa ambulante?
—Sé que está de regreso —dijo ella—. He visto sus dientes postizos en el cuarto de baño.
—Melanie, ¿quieres subir a ponerte una falda? ¡Es capaz de echarte!
Asombrada, Melanie se miró. Estaba vestida. Con toda corrección. Sin duda era una broma.
—Por favor —suplicó Finn.
—Bueno… —respondió ella, aunque le pareció muy raro—. Supongo que lo conoces mejor que yo.
—Así es. Lo conozco muy bien.
Melanie se detuvo con la mano en el picaporte.
—¿Hay alguna otra cosa que debería saber sobre él?
—Nada de maquillaje. Y habla sólo cuando él te hable. Le agradan las mujeres silenciosas.
Ella miró la pizarra.
—Ya —dijo.
Él se puso de pie con un movimiento coreográfico y se sirvió té por tercera vez. El pecho le sobresalía del pijama como una proa que aborda una ola. La carne blanca, aterciopelada, tenía un brillo apagado y las tetillas eran rosadas, de un rosa brillante igual al del loro, pero el olor a sudor y a sueño llenaba toda la habitación y Melanie deseó que no respirara por la boca. Vio que tenía negras y sucias las plantas de los pies.
—Ve de prisa a cambiarte esos pantalones, Melanie.
Melanie subió, sacó de su maleta una falda gris plisada, se metió dentro, cerró la cremallera. Era una falda muy inocente, de escolar. En un impulso se deshizo las trenzas y se sacudió el pelo. Susurraba junto a sus oídos como antes de que se vistiera de luto. Victoria no daba señales de despertarse. Cuando regresó a la cocina, Finn, sentado sobre la mesa, leía un viejo periódico mientras mordisqueaba trozos de pan arrancados de una hogaza en cuya miga había dejado unas marcas de dedos. El perro gruñía ante una abundante ración de carne de caballo picada en un bol de cerámica en que se leía «Perro».
—Así es otra cosa —dijo Finn, con aire de aprobación. ¿Habría reparado también en el pelo suelto?—. Toma un poco de pan.
De modo que comieron pan mientras él leía el periódico. El reloj de cuco dio la media hora. Melanie se sobresaltó.
—Ese reloj lo ha hecho tu tío.
—Dios santo.
—No sabes las cosas que puede hacer, Melanie.
—Una vez me regaló un muñeco de resorte. Me aterrorizaba.
—Pero seguramente sabes que hace muñecas y casas de muñecas y caballitos y otras cosas.
—No —dijo ella.
—Es un maestro —dijo Finn—. No hay otro con más arte ni habilidad. A su manera, es un genio y lo sabe. —Reflexionó—. ¿Querrías ver algunas de sus obras? Éste es el momento. Antes de que la casa se despierte. Sólo ahora se puede ver todo.
—¿Por qué?
—Él es así. No le gusta que nadie se acerque a su trabajo. Y aún menos al teatro. Quiere el teatro para él solo.
—¿Un teatro? ¿Qué clase de teatro?
—Para las marionetas. Pero son un secreto. No se venden. Son su locura.
Finn tenía en la frente unas manchas de yema de huevo, y en los puños de la chaqueta asomaban unas hilachas descoloridas. Y los dientes. Amarillos de fumar, como los de Francie. Encendió otro cigarrillo, Marca Sweet Afton, con el retrato de Robert Burns. Una vez terminado, el desayuno, el perro se echó con un suspiro en el almohadón de trapos. El fuego le teñía los flancos de color naranja.
—¿Quién pintó el cuadro del perro?
—Yo.
—Se le parece mucho.
—Un perro es un perro —dijo él y se encogió de hombros—. Yo pinto las marionetas, y la escenografía y los juguetes. Es decir, algunos de los juguetes.
—¿Eso es todo lo que haces?
—Aprendo el oficio. Soy el aprendiz de tu tío, Melanie. —Saltó de la mesa—. Ven a ver.
No terminaba de gustarle que la llamara constantemente por su nombre; él deslizaba en las tres sílabas una inflexión humorística, como si encontrase el nombre divertido. Pero sentía curiosidad y lo siguió. El perro abrió un ojo desganado para garantizar que salieran en paz. Finn chapoteaba con sus mugrientos pies descalzos. Las uñas de los pies, largas y curvadas como cuernos de cabra, recordaban a Melanie las pezuñas hendidas que bien habría podido tener; suficientemente robustas para mellar un cuchillo, no habían sido cortadas en meses y tal vez en años. Finn abrió la puerta que daba a la tienda en la planta baja. El loro dormitaba en el recinto oscurecido por los postigos cerrados.
—Primero veremos una o dos de las cosas para el público —anunció Finn, y encendió la luz—. Hola, Joey —le dijo al loro, que se despertó parloteando.
—Tu tío trabaja en madera y también, un poco, en metal. —La voz suave era inexpresiva—. ¿Qué te parece esto?
De una caja de cartón sacó dos monos de brillante pelaje marrón y ojos hechos con botones. Uno llevaba un elegante traje a rayas y el otro un vestido negro igualmente bien cortado. El mono macho sostenía un violín de hojalata, y la hembra una flauta. Ambos estaban sobre una base metálica pintada de rojo. Melanie se sintió incómoda. Sonriendo levemente, Finn hizo girar una llave. Los brazos velludos se movieron. El arco se deslizó por las cuerdas, la flauta por la boca peluda. De la caja de música oculta en la base surgió una suave y clara parodia de la música de la víspera y los monos marcaron el compás con los pies.
—Una giga —explicó Finn—. El rocoso camino de Dublín. Y me gustaría estar caminando por él ahora.
Melanie miró en silencio a los monos. Al fin el mecanismo se detuvo. El loro gritó:
—¡No se vende! ¡No se vende!
—Es una buena serie de artículos —dijo Finn—. Son muy populares. También hay un mono que baila con cascabeles en los tobillos.
Cascabeles.
—Oí música por la noche.
—Fui yo quien, te llevó a la cama. No te encontramos hasta muy tarde: estabas acurrucada junto a la puerta de la cocina. Era muy conmovedor verte así.
—Me preguntaba cómo habría llegado a la cama.
—No tomes a la ligera a tu tío —dijo Finn, dejando de lado la pasada noche—. También hace trabajos románticos. Líricos. —Sacó una gran rosa de otra caja.
—Una rosa blanca —dijo Melanie, y contuvo la respiración.
—¿Y qué?
—Oh… nada.
Cuando Finn hizo girar la llave, los rígidos pétalos (¿cartón?, ¿lona con algún apresto?) se arquearon graciosamente y revelaron una muñeca: una pastorcilla no más grande que la mano de un niño. Del corazón de la rosa brotó, un tintineo. La pastora alzó una pierna e hizo una pirueta. Luego, con la otra pierna. Finalmente saludó, los pétalos se cerraron sobre su cabeza y la música cesó.
—La llamamos Rosa sorpresa. —Sacó del bolsillo una barra de chicle de burbujas, la desenvolvió y se la llevó a la boca—. Diez guineas. Él piensa que es muy hermosa. —Hizo reventar una burbuja que explotó como una ventosidad.
—Es muy ingeniosa —dijo Melanie, vacilante, dudando de su propia respuesta.
—Es una tontería, pero se vende —dijo y la puso a un lado—. Esto es mejor. Es idea mía.
Le mostró un osito amarillo con una gran corbata que andaba en bicicleta. Corría por el mostrador y hacía sonar la campanilla a intervalos. Su marcha era errática. Una curva especialmente violenta lo desbarrancó del mostrador y Finn lo recogió en el aire, patas arriba y con las ruedas girando. Era un juguete tan curioso y divertido que Melanie rió y extendió la mano para hacerlo funcionar ella misma.
—Me alegra que te hayas reído —dijo Finn—. Pensé que no te interesaba. Pero a la tienda puedes venir en cualquier momento. Vamos abajo antes de que sea demasiado tarde.
Fueron entonces al sótano, un gran espacio pintado a la cal que tenía la misma extensión que toda la casa. Una ventana en un extremo daba acceso a la carbonera; por la reja de hierro a la altura del pavimento se filtraba oblicuamente un poco de luz. Había un olor limpio y dulce a madera nueva y un dejo de pintura fresca. Las virutas crujían bajo los pies. Junto a una pared había un banco de carpintero, cubierto por una Walpurgisnachtde miembros cortados de madera. En la pared opuesta había otro banco, para pintar, con manchas de todos los colores del arco iris. Colgaban de las paredes osos bailarines, arlequines y soldados y también marionetas parcialmente armadas de todos los tamaños, algunas tan grandes como la misma Melanie. Y máscaras de muchas clases y colores: rosados y morados fluorescentes salpicados de oro y azul oscuro. Finn se puso una de las máscaras y se convirtió en un Mefistófeles de cejas y bigotes hirsutos, barba afilada y una amenazante cara moteada, roja y amarilla.
—El pelo es verdadero —dijo, tironeando de la barba—. Atendemos a una clientela de calidad. —El taller estaba iluminado por unos tubos de neón que no proyectaban sombras.
En el extremo había una construcción semejante a una gran caja oculta por cortinas de felpa roja que llegaban hasta el suelo. Finn, enmascarado, se acercó y tiró de una cuerda. Las cortinas se abrieron plegándose a los lados de un pequeño escenario: en un bosque silencioso y expectante, entre rocas de cartón, se abría una caverna. Una marioneta de un metro y medio de altura, una sílfide surgida de una fuente de tul blanco, yacía boca abajo entre una maraña de hilos como si alguien, cansado de jugar con ella, la hubiese abandonado y se hubiese ido. El largo pelo negro llegaba hasta la cintura del ceñido corpiño de satén.
—Es demasiado —dijo Melanie, agitada—. Es demasiado.
—Ah, todavía no has visto nada.
Melanie no podía soportar la visión de la marioneta caída entre el tul y el satén.
—No… No me gusta el teatro. Por favor, Finn, cierra las cortinas.
De mala gana, él tiró de la cuerda y las cortinas rojas ocultaron piadosamente a la sílfide abandonada.
—¿Sabes?, el teatro de marionetas es el amor de su corazón, por así decirlo. O mejor, su obsesión. Tendrías que ver las escenas que representa. A veces me deja manejar los hilos. Ése es un gran día para mí.
Alzaba y bajaba la voz en una curva irónica.
—Es demasiado —repitió ella. Sentía girar a su alrededor ese mundo loco al que la habían arrojado, donde los juguetes y las marionetas humillaban a los hombres y a las mujeres. Hasta los pájaros eran mecánicos, y las escasas figuras humanas se enmascaraban y tocaban instrumentos musicales en las horas terribles de la noche. Nuevamente era de noche y ella era la marioneta. Le temblaba la boca.
Finn advirtió su angustia y mostró una sonrisa invertida, como una luna menguante. Consternada y sorprendida, Melanie vio que Finn atravesaba bruscamente el sótano con una serie de saltos mortales sacudiendo brazos y piernas como una chisporroteante girándula, hasta que al fin cayó sobre las manos delante de ella; el pelo falso y el real se derramaron sobre sus mejillas de papier maché y ocultaron su falsa cara invertida.
—Ríete de mí —dijo—. Estoy tratando de divertirte.
Hizo chocar los sucios talones en el aire.
—Quiero ir a casa —respondió ella, desolada como el otoño. Hundió la cara entre las manos. Sintió el olor rancio y zorruno. Lentamente, Finn se enderezó y se quitó la máscara, aunque ella no podía verle el rostro porque no lo miraba.
—La monja nos trajo —dijo él—. A Francie y a mí, con nuestras mejores ropas y zapatos que crujían. Veníamos del orfanato, doscientas cabecitas en doscientas camas y doscientos corazones rotos bajo doscientas mantas de rezago del ejército y las monjas para cuidarnos. Nos trajo a través del mar de Irlanda confiada en Dios, pero Dios prefirió hacer que sufriera y la pobre dejó las tripas en el canal de San Jorge y Francie lloraba: le había cerrado los ojos a nuestra madre porque no había nadie más que pudiera hacerlo. Y sólo tenía catorce años entonces, y ya era una maravilla con el violín, pero no olvidaba la sensación de aquellos párpados bajo sus manos. Como nenúfares, repetía. Blancos y húmedos. Pero muertos.
—No sigas, Finn. —Melanie estaba a punto de echarse a llorar. Pero no, sorprendentemente, por ella misma, sino por Finn y por Francie en aquel momento y en especial por Francie. Finn abrió los brazos como para estrecharla pero ella seguía conteniendo las lágrimas con los puños. Y entonces oyeron un gran estruendo sobre sus cabezas. Él se encogió de hombros, siempre se encogía de hombros.
—Golpean el gong para el desayuno, tenemos que correr. Te sentirás mejor después de comer algo. Y en esta casa es mejor no llegar tarde a las comidas.
En el rellano de la cocina la inmensa figura de un hombre bloqueaba la escalera. La luz estaba detrás de él y Melanie no podía verle la cara; además, Finn iba adelante. Pero el hombre sostenía, al parecer, un gran reloj de bolsillo en la mano y lo miraba con furia. Murmuraba entre dientes. De pronto se encendieron las luces de la escalera. El murmullo se convirtió en un rugido.
—¡Tres minutos tarde! ¡Y vienes bailando con tus asquerosos andrajos como si no importara! ¿Crees que éste es un alojamiento gratuito para sucios beatniks? ¿Eso crees? —Y lanzó un fuerte golpe a la cabeza de Finn, que vaciló y se apoyó en la barandilla. Bamboleándose, Finn se echó a reír.
—Melanie, ¡éste es tu tío Philip!
Ella ya lo había reconocido por la foto, aunque ahora estaba mucho más grueso. Él no le hizo el menor caso, aferró la chaqueta del pijama de Finn y trató de arrancársela. Fue un lamentable forcejeo. Finn se esquivaba como una anguila, una anguila jubilosa porque no dejaba de reír. Se zambulló debajo del brazo de Tío Philip, descolgó su chaqueta azul de un perchero de cornamenta y se la abotonó de prisa hasta el cuello.
—Lo que los ojos no ven… —dijo sin aliento.
—El porridgese enfría —dijo Tío Philip— porque llegas tarde. Si hay una cosa que me disgusta es el porridgefrío. Aparte de vosotros los Jowle —agregó—. La familia Jowle.
Pero al parecer se había ablandado considerablemente ahora que Finn estaba vestido. En el perchero Melanie vio un sombrero negro de ala curvada y copa plana como los que usan los tahúres del Missisipi en las películas del Oeste. Con el tiempo había perdido casi todo el pelo y había adquirido una bonita pátina, como un penique muy viejo. Tío Philip no habría podido tener un sombrero que no fuera ése.