5

—Daría lo mismo que no estuviésemos en Londres —dijo Melanie. No había nadie en la cocina aparte de Victoria y de ella misma—. Podríamos estar en cualquier otra parte.

—¿Dónde? —preguntó Victoria, sin curiosidad. Con una cuchara raspaba los últimos restos de un tarro de mermelada de grosellas. Estaba sentada en el suelo. Tenía mechones de pelo pegoteados como espinas y el vestido, manchado y viscoso. Una furiosa arruga de mermelada le rodeaba la boca. Estaba contenta. Más gorda que nunca. Siempre tenía en la mano un puñado de golosinas o mordía entre comidas un trozo de pan con leche condensada o raspaba las fuentes en que Tía Margaret preparaba pasteles. Tía Margaret le consentía todo y la adoraba.

—¿Dónde? —preguntó Victoria, roja de mermelada.

—En cualquier otra parte. —Pero no tenía ningún sentido hablar con Victoria, que había olvidado cualquier otra parte porque vivía al día.

A Melanie le habían dicho que venían a vivir en una gran ciudad, pero se encontraba otra vez en un pueblo, y un pueblo gris. El aislamiento de los Flower en aquella colina suburbana del sur era total. Melanie sólo salía de su casa para hacer las compras, con una cesta en el brazo y una lista en el bolsillo, como un ama de casa francesa. Pero nunca le daban dinero, porque los Flower tenían crédito en todas partes y Tío Philip pagaba las cuentas cada trimestre con un cheque. A veces el perro acompañaba a Melanie, pero casi siempre se quedaba en casa o tenía otras cosas que hacer. A veces Victoria iba con ella y a veces se quedaba en casa, pero Victoria nunca tenía otra cosa que hacer. Y ahora que Melanie se ocupaba de las compras. Tía Margaret no salía nunca.

La gente de las tiendas enviaba recuerdos a Tía Margaret por intermedio de Melanie y le preguntaban si estaba bien, así como en el pueblo le habían preguntado por su madre y también por la señora Rundle. Las lenguas se afligían solícitamente por la banda negra que Melanie todavía llevaba cosida en la manga, porque todo el mundo (como hubiera ocurrido en el pueblo) sabía de la llegada de esos niños que se habían quedado huérfanos. Tía Margaret debía de haber llenado cuadernos y cuadernos con la historia.

En las tiendas eran amables con ella. En la de comestibles, un ex soldado de rostro duro a quien le faltaba el pulgar de la mano derecha (Melanie creía que se lo había rebanado con la máquina de cortar fiambres, pero nunca se atrevió a preguntárselo por temor a que él se lo contase) le concedía sus poco frecuentes sonrisas y de vez en cuando le daba chocolates a Victoria, que volvía a la juguetería con grandes bigotes y patillas marrones. Era una niña desaliñada. El carnicero, tierno y de buen corazón a pesar de la sangre que le manchaba el sombrero de paja, le llenaba la cesta gratuitamente con huesos para el perro y se ofrecía a mostrarle los misterios del depósito donde las medias reses colgaban erizadas de escarcha en la oscuridad refrigerada. Pero ella se negaba aunque apreciaba el ofrecimiento.

La verdulera a veces deslizaba un ramo de violetas o algún crisantemo con el tallo accidentalmente quebrado en la mano de Melanie, y eso era lo que más le gustaba. Era una mujer de tez oscura que parecía gitana y hablaba con voz susurrante, grave y risueña, tenía las manos negras de tanto desenterrar patatas. Siempre que veía a Melanie le daba a Victoria un plátano y le decía a Melanie que se sirviera unos frutos secos. Decía «Que Dios os bendiga» y no «adiós» y Melanie salía de la verdulería reanimada y con una almendra entre los dientes.

—Me gustaría que Tío Philip fuera verdulero —dijo una vez Victoria—. ¡O vendedor de golosinas!

Pero ¿dónde estaba Londres, dónde el ruido y el anonimato de la gran metrópolis? Alcanzaba a ver las luces desde las ventanas más altas, pero nada más.

Los Flower llevaban una vida muy recoleta. Nadie los visitaba por las tardes o venía a charlar durante el día, excepto por motivos de negocios, para venderle madera a Tío Philip o para contratar a Francie con su violín. Ni amigos ni visitantes. La vida era una calma hechizada. No había televisión ni tocadiscos y ni siquiera una radio. Tío Philip amaba el silencio. Pero Francie había traído a escondidas una diminuta radio de transistores y con ella escuchaba furtivamente a veces Radio Eireann, cuando había música.

Después de las compras, Melanie ayudaba a su tía: atendía a los clientes o escribía las tarjetas de los precios o se dedicaba a la tarea infinita de lustrar la madera del mostrador y los cajones, manchada de continuo por los dedos sucios de los pequeños clientes. El cambio de su modo de vida era tan vasto que parecía inverosímil; a veces se detenía con el trapo de lustrar en la mano, bajo la mirada vigilante del loro y decía en voz alta:

—¡No es posible que ésta sea yo, que ésta sea realmente yo!

Pero así era. A la noche, una vez que se había despejado la mesa del té y las cosas estaban lavadas y Tía Margaret había arrebujado a Victoria en la camita, Melanie se instalaba en la cocina y leía sus viejos libros. No se había equivocado: en casa de Tío Philip no había un solo libro, excepto el libro de contabilidad, a menos que hubiera algunos secretamente guardados en la habitación de los hermanos. Era posible, pero ella nunca los vio leer, aunque Francie compraba de vez en cuando el Irish Independent. Lo leía en el cuarto de baño, donde ella lo había visto el primer día. Siempre lo guardaba detrás de la tubería; y cuando Tío Philip lo encontraba lo arrojaba al pasillo y saltaba sobre él. Y pronto volvía a aparecer detrás de la tubería, con huellas de pisadas.

De todos los libros de Melanie sólo había sobrevivido una caja, una colección descabellada que incluía Winnie the Pooh y los libros del doctor Doolittle, que ella releía nostálgicamente una y otra ves. Parte de su infancia parecía atrapada en esos libros con manchas de chocolate y en las páginas especialmente amadas que años antes había señalado con envoltorios de caramelos y trocitos de cinta de color. Nunca tocó los escasos libros para adultos, en su mayoría textos escolares, y escondió el ejemplar de Lorna Doone, pero se aferraba a los demás como si fueran salvavidas.

Leía y leía y leía mientras Tía Margaret remendaba calcetines, cosía innumerables botones y cortaba ropas para juguetes y muñecas, vestidos y chaquetas para osos y monos antropomorfos y capas de seda y terciopelo para las grandes marionetas que aparecían en el teatro. Siempre había una pila interminable de ropas en el enorme cesto de costura de mimbre, que parecía la cesta de un encantador de serpientes. Del cesto brotaban oleadas de telas de brillantes colores que amenazaban ahogarla, pero Tía Margaret luchaba como un hombre y los dedos se Le movían como la luz. Melanie pensaba que si al menos Tío Philip le hubiera comprado una máquina de coser no habría tenido que repasar a mano esas largas costuras.

Melanie leía y Tía Margaret cosía, siempre en silencio. Sólo se oía el lento goteo del grifo en la pila y el pesado tic tac del reloj de cuco y sus interjecciones regulares en dos notas. Melanie todavía no se había acostumbrado. Se sobresaltaba cada vez que las oía. A veces el perro rascaba la puerta para que lo dejaran entrar. Otras, para que lo dejaran salir. A veces dormía en la alfombra de trapos que había junto a la estufa eléctrica y roncaba tranquilamente, o sacudía las patas como si estuviese cazando conejos en sueños. Tía Margaret dejaba de coser, alzaba los ojos, y le sonreía nerviosamente a Melanie para demostrar que eran amigas. En ocasiones Finn tenía una tarde libre y entonces Melanie y él jugaban a juegos de lápiz y papel como «la batalla naval», pero por lo general Tío Philip necesitaba a Finn abajo para que lo ayudara con las marionetas. Tío Philip se ocupaba de las marionetas por la noche, cuando se guardaban los juguetes.

La presencia abrumadora y opresiva de Tío Philip llenaba la casa, aunque Melanie sólo lo veía durante las comidas. Sentía sin embargo que aquellos ojos incoloros estaban evaluándola y juzgándola todo el tiempo. Temblaba involuntariamente cuando lo veía. No podía asociarlo mentalmente con su madre, aunque los dos hubieran nacido de la misma mujer. Él no estaba hecho de la textura y la sustancia de su madre, amable e ineficaz; parecía desgajado por un rayo. Melanie sentía su irracional violencia en el aire que lo rodeaba. A veces se lanzaba como un vendaval contra Finn y le golpeaba la cabeza cuando la distraída insolencia de Finn iba demasiado lejos. Con frecuencia Finn salía del taller con un pómulo amoratado o un ojo hinchado a consecuencia de algún desacuerdo en el trabajo que tenían entre manos. Entonces, Tía Margaret, gimiendo, lo frotaba con un ungüento a pesar de las protestas de Finn o le ponía un emplasto sí la piel estaba cortada. Sin embargo, no parecía que a Finn esto le importase; lo sobrellevaba como un azar cotidiano.

Francie se encerraba día y noche en la habitación que compartía con Finn (era, descubrió Melanie, la habitación contigua a la suya) y tocaba continuamente el violín excepto si lo llamaban para animar los clubes irlandeses de Londres o alguna otra reunión. Melanie oía la líquida vibración que resonaba suavemente cuando subía al cuarto de baño. A la noche, una vez que bajaba la marea de la costura. Tía Margaret solía subir a la habitación de Francie y lo acompañaba con la flauta. No invitaba nunca a Melanie que, en esas ocasiones, sola con el perro viviente y su retrato, sentía que a nadie en el mundo le importaba que estuviera viva o muerta.

Ahora Jonathon armaba modelos de barcos bajo la supervisión de Tío Philip y aprendía a tallarlos directamente en bloques de madera. Dedicaba a esa actividad todos los minutos que no invertía en dormir o en comer. Incluso al anochecer trabajaba con sus barcos mientras Tío Philip y Finn se ocupaban de las marionetas hasta que el reloj daba las ocho y tenía que irse a la cama. Al pasar por la cocina echaba un distraído «buenas noches» a Melanie, y eso era todo lo que le decía, aunque nunca le había dedicado muchas palabras más.

«Philip está contento con Jonathon», escribió Tía Margaret en la pizarra.

—Qué bien —dijo Melanie. Pero sabía en el fondo de su corazón que si alguna vez había tenido a Jonathon ahora lo había perdido definitivamente.

No había dinero de bolsillo para ninguno de ellos. Había un solo frasco de champú para todos. Melanie decidió no hablar de un pijama nuevo hasta que la necesidad fuera realmente urgente.

Mientras tanto, las hojas que aún le quedaban al sicómoro de la plaza cayeron y fueron barridas al olvido por las tiesas escobas municipales. Las noches llegaban más temprano, envueltas en siniestros mantos de niebla como personajes de Edgar Alian Poe. Melanie, la cara apoyada contra el frío cristal de la ventana, no miraba el jardín desolado ni las luces que florecían en los fondos de las casas sino los campos en que brillaba la escarcha y las bayas cada vez más rojas de los cercos. Fuera, el humo de las hogueras de hojas muertas atenazaba la garganta. Melanie salía al jardín con los guantes puestos, arrojaba al césped migas de pan y cortezas de tocino y veía bajar a los pájaros hambrientos. Una serie de imágenes le pasaba por la mente. A la luz de las lámparas, rostros alrededor de una mesa en que humeaban platos invernales, guisos reconfortantes y budines que rezumaban almíbar dorado. Mamá le ponía una bufanda y le ajustaba el abrigo al cuello. En la chimenea del salón ardían los leños y Papá fumaba su pipa mientras desplegaba The Times, Mamá leía una novela; Melanie, sobre la alfombra de piel, entre los dos, se limaba las uñas y la lluvia que restallaba contra las ventanas hacía aún más cálido el fuego del hogar.

Todo era extraño y remoto, como si nunca hubiese ocurrido o le hubiese ocurrido a otra persona. Pero esto otro era la realidad, la casa glacial, alta e incómoda, con sus amenazantes túneles de pintura marrón por donde rugían como locomotoras las corrientes de aire. Esto, se dijo, era la verdad dura y desamorada, el negro y amargo pan de la vida; la ternura del pródigo pasado era sutil, insustancial.

«Eva debía de sentirse así cuando se alejaba del Edén», pensaba. «Y era por su culpa».

La carta a la señora Rundle tuvo respuesta. La augusta letra negra y redonda de la señora Rundle se paseaba por el papel con la majestad de un anticuado Rolls Royce. La señora Rundle se alegraba de que estuvieran bien. Era bueno que las familias se reunieran. Ella estaba contenta en su nuevo puesto pero extrañaba a los niños.

«Y sólo desearía ser de la familia para poder ayudar y tener algún derecho a veros. Pero no es así y los recuerdos son mi única familia. Sólo me queda rezar por vosotros, como hago todos los domingos, y desearos lo mejor. Un beso especial para Victoria, mi niña, y todo mi amor para vosotros».

Todo su amor. Baúles y cómodas y soperas y armarios de amor, toda una vida ahorrando amor que por fin podía distribuir generosamente, aunque desde lejos. Les enviaría una tarjeta en Navidad, con cruces que simbolizaran besos, aunque Victoria ya no la recordaba y la misma Melanie empezaba a olvidarse de las verdaderas y concretas personalidades de los suyos. Sus figuras se le disolvían en la mente, sus rasgos se difuminaban y eran ya tan tenues y ambiguos como los de la señora Rundle. Teñidos románticamente de melancolía por la muerte de sus padres, ella y sus hermanos se habían convertido en hijos de un sueño, buenos y hermosos. Los ves y no los ves. ¿Quién los había soñado? ¿Era ella parte de un sueño de la señora Rundle? De todos modos, Melanie plegó la carta y la guardó en un cajón de la cómoda entre las bragas y los pañuelos, como si fuera un amuleto, para no olvidar que el pasado era real.

El miércoles la tienda cerraba a mediodía. Justamente antes de hacer girar el signo que colgaba detrás del cristal de la puerta para que se leyera «Cerrado», entró una mujer a ver juguetes. Era una mujer rica, vestida de piel de ante, que había venido en su coche desde el norte del río. La tienda atraía siempre a clientes de esa clase, que Tío Philip despreciaba profundamente.

—Son las personas así —había dicho una vez lleno de furia—, las que nos traen el suplemento en color de los domingos.

—Una vez tuvimos aquí al fotógrafo de un suplemento dominical —le dijo Finn a Melanie una mañana, cuando ella vio un nuevo conjunto de muñecos saltarines (soldados de chaqueta roja con una hilera de medallas meticulosamente pintadas) y exclamó que eran demasiado buenos para los niños.

—Ese hombre quería hacer una nota gráfica. Juguetes para adultos. Dijo que nosotros, tu tío y yo, habíamos conseguido una fusión única de artesanía tradicional y arte pop. Nos dijo que si le hacíamos caso tendríamos a medio Londres golpeando a la puerta. —Finn tiró del hilo de uno de los muñecos, que agitó vivamente los brazos—. Entonces tu tío le destrozó la cámara. Doscientas libras de equipo rodaron por las escaleras del fondo. Fue necesaria toda mi labia irlandesa para no terminar ante un tribunal.

—Pero ¿por qué?

—Philip Flower tiene sus propias ideas. No quiere que la gente que él desprecia le compre juguetes para jactarse ante sus relaciones.

—Me gustaría algo pequeño y alegre —dijo la mujer, con una sonrisa en los labios pintados del anaranjado más claro posible—. Algo que le haga decir a mis amigos «¿Dónde has encontrado eso?».

Pero era necesario atenderla. Melanie cubrió de juguetes el mostrador y ella pasó sus guantes de piel por las superficies pintadas de madera y de plomo, exclamando a intervalos «Dios mío, son súper» y finalmente se limitó a comprar una máscara de bruja. «¡Tacaña!», pensó Melanie, que sin proponérselo empezaba a desarrollar algunas actitudes típicas de las vendedoras. Envolvió cuidadosamente la máscara aunque oyó el gong y comprendió que llegaría tarde a la mesa.

La mujer salió andando ligeramente con sus botas de charol de tacón alto y subió al Mini aparcado junto a la acera. Era el tipo de mujer que solía ir a pasar el fin de semana en casa de Melanie con una maleta llena de vestiditos negros para el cóctel y la cena. (¿Por qué era todo tan diferente cuando la comida principal se servía al mediodía, como en casa de los Flower?). Habría sido perfectamente posible que Melanie, al crecer, se convirtiera en una mujer así.

Finn, que también estaba retrasado, llegó desde el taller y ayudó a Melanie a guardar los juguetes. Ella nunca estaba del todo a gusto con Finn, aunque jugara con él a la batalla naval. La seguía con aquella mirada oblicua y le sonreía como si supiera acerca de ella secretos que no quería compartir. Y ella aún no se había acostumbrado a su suciedad física, su extraordinaria, extravagante y casi apasionada suciedad. Se había quitado la bata endurecida por la pintura pero tenía manchas azules en el pelo y las manos.

—¿Qué hacemos esta tarde? —preguntó él tan casualmente como sí pasaran juntos todas las tardes de los miércoles.

—¿Qué? —replicó ella.

—¿No quieres salir a pasear?

—Todavía no he ido más allá de la plaza —dijo ella. ¿Sería posible que fueran a Londres, a la ciudad dorada?

—Entonces iremos a caminar. —Le sonrió casi con dulzura. Melanie estaba preocupada porque no sabía si las normas de la casa le permitían salir a pasear con Finn y, además, porque iban a llegar tarde a comer. Pero Tío Philip no estaba en la mesa ni fruncía el ceño al ver las dos sillas vacías; ni siquiera le habían puesto cubiertos. Había salido a comprar madera. Necesitaba más madera.

—Cuando el lobo no está… —dijo Finn. Había ambiente de fiesta. Comieron un budín de carne con especial apetito y cuando todo estuvo en orden Melanie corrió escaleras arriba a peinarse. Con la cinta en la mano, decidió no trenzarse otra vez el pelo, y se lo soltó y lo dejó caer sobre la espalda para agradar a Finn, aunque él no se lo merecía. Oyó en la habitación contigua las quejumbrosas pruebas de sonido del violín que Francie afinaba.

Tía Margaret ayudaba a Victoria a construir una casa muy alta con unos naipes grasientos en el sucio, de la cocina. Le sonrió a Melanie y señaló el impermeable levantando interrogativamente las cejas rojas.

—Le voy a mostrar los alrededores a Melanie —dijo Fino, mientras abrazaba los hombros de su hermana, mecía hacia uno y otro lado su forma arrodillada y la hacía reír en silencio; Tía Margaret parecía una muchacha. De pronto, la planta baja de la casa de naipes se derrumbó y Victoria se echó a llorar.

—Vamos —dijo Finn. Llevaba un impermeable de plástico negro que crujía a cada movimiento. También él se había peinado el largo pelo para el paseo y se había esforzado por borrar la pintura azul que le manchaba los dedos. Estos preparativos inquietaron a Melanie. ¿Por qué se molestaba en embellecerse para ella?

Todas las tiendas estaban cerradas y en la pequeña plaza reinaba la paz de los domingos. El bull-terrier blanco acechaba pensativo ante la puerta de la tienda de artículos de segunda mano y cuando ellos pasaron levantó la pata para orinar.

—Perro bueno —le dijo Finn. En tres patas, el perro movió la cola pero no los siguió, quizá porque no quería entrometerse.

Había una máquina expendedora de chicle de burbujas fuera de la cigarrería. Finn sacó un paquete para cada uno.

—Hace años que no masco estos chicles —dijo Melanie con aire de duda.

—Yo lo hago sólo para fastidiar a tu tío.

Ella desenvolvió el suyo y se lo llevó a la boca.

La tarde era desapacible; los pocos hombres y mujeres que había en la calle parecían desconcertados y ateridos, como si en sus casas no hubiera suficiente calor para abrigarlos… Los cercos de ligustro se inclinaban, quizá fatigados por el esfuerzo de conservar sus hojas verdes. Iban por calles tristes donde había niños de color sentados en los portales, demasiado apáticos y deprimidos para jugar, que los miraban con unos enormes ojos negros en los que se había extinguido el sol de los trópicos. De vez en cuando oían llorar a un bebé en un destartalado cochecito. Desbordantes cubos de basura infestaban los patios y los descuidados jardines del frente. Había botellas vacías, sucias, que esperaban en vano al lechero.

—Esta parte del sur de Londres ha conocido días mejores —dijo Finn, mascando chicle.

—Sí —respondió Melanie, que hasta el momento no había disfrutado del paseo.

Era un suburbio alto y ventoso. La plaza, su decrépito centro, coronaba una cuesta empinada de donde descendían calles que habían sido en otros tiempos señoriales y rebosantes de ocio y dinero, bordeadas de casas de una cómoda clase media cuyas hijas tocaban educadamente La última rosa del verano o Créeme si el encanto de la juventud en pianos de palo de rosa con cornamentas de candelabros, y en cuyos comedores de color rosbif los caballeros se alegraban con el oporto de la sobremesa y la caoba reflejaba asados al carbón atendidos por oscuros rebaños de criadas. Ahora parecía que esas casas en pleno deterioro, abrumadas por el peso de una excesiva y desolada carga de humanidad, estuvieran haciendo cola para una monumental demolición, abrazaran con fervor la extinción de una antigua grandeza o se entregaran a la ruina con un abandono casi lujurioso. Sin embargo todavía había árboles plantados en los buenos tiempos y se podía entrever una buena cantidad de cielo. Era un sitio a la intemperie, habitado por el infortunio. Y casi no había tránsito.

—Tú vivías en el campo, ¿no es así?

—Recuerdo haber vivido también en Chelsea. Poco tiempo.

—Ah —dijo Finn—. Esto no se parece a Chelsea.

—No. —Melanie pateó una lata que había contenido rodajas de pina si podía creerse en el marbete. Repiqueteó en la calzada y despertó un concierto barroco de ecos en los podridos aleros de tejas y en alguna parte, en una habitación protegida por unas sucias cortinas de red, un bebé se echó a llorar.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—Al parque.

—¿El parque?

—Todo lo que queda de la Exposición Nacional de 1852, Melanie. Se hizo aquí cuando esto era un bonito pueblo de las afueras de Londres, y cien trenes por día traían a los visitantes. Edificaron un inmenso castillo gótico, una especie de fortaleza de las Highlands, y lo llenaron con todo lo que se les ocurrió. Inventos, cosas y productos caros y obras de arte. Vino todo el mundo. Era como la exposición de París, aunque menos frívola, y se hizo antes. —Sopló reflexivamente una burbuja de chicle—. El castillo estaba hecho de papier maché especialmente tratado para soportar el mal tiempo. Una cosa muy ingeniosa.

—Pero entonces ¿qué pasó?

—Alguien dejó caer allí una cerilla en 1914. Fue suficiente. Ardió a grandes llamaradas y en toda Europa se apagaron las luces. —Fue la pira fúnebre de la reina Victoria—. Cualquiera habría pensado que también debía estar hecho a prueba de fuego. Pero no. Una vez pinté el incendio como una alegoría. El castillo era una mujer gorda que sólo tenía puesta una manta escocesa. —Sopló otra burbuja—. Lo pinté al estilo de las alegorías de Rubens.

Ella imaginó unas toscas mujeres desnudas y unas llamas rígidas y puntiagudas como las que se ven en las cajas de fuegos de artificio.

—Debía de ser un cuadro extraordinario —comentó.

—Sí que lo era. —Finn la miró de soslayo y ella, incómoda, vio que se reía. No había nada que decir. No dijeron nada. Pronto llegaron a una sólida cerca de relucientes estacas de madera con una puerta en que se leía «Privado» sobre una cerradura dentada. La cerca llegaba hasta donde ella podía ver y por encima ondulaban las copas marrones de los árboles.

—Es aquí, Melanie.

—Pero…

—Proyectan arrasar el parque y construir apartamentos para trabajadores. Pero ya lo anunciaban en el periódico local cuando llegué aquí.

Sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta. Entraron directamente en un denso bosque de avellanos. El suelo era un blando tremedal de hojas muertas empapadas por la lluvia. Las ramitas desnudas les raspaban la cara como nudillos huesudos. Melanie sintió el olor empalagoso del impermeable de plástico y aferró impulsivamente la mano de Finn. Él le apretó los dedos contra su palma encallecida y la guió hacia adelante. El silencio era como algodones apretados contra los oídos.

El parque, anegado, abandonado, yacía despatarrado en toda su extensión, como si hubiese tenido un desvanecimiento. Los árboles habían dejado caer grandes ramas o se habían derrumbado del todo echando las raíces al aire. Plantas y arbustos sobresalían de los arriates como mujeres gruesas que se hubieran quitado el corsé, como espinosas marañas cazadoras de hombres. Era una fría y húmeda selva norteña. Pero Finn pisaba con seguridad. Parecía conocer cada centímetro de ese caos. Salieron del bosque a un campo despejado en que las ásperas hierbas se les enredaban en los tobillos. Eran de esa clase de hierbas que lastiman las manos cuando uno las toca. En oleadas grises, el parque ondulaba hacia la nada y la niebla que empezaba a descender. Nada se movía. No había nadie más.

—Es la tumba de un parque de atracciones —dijo Finn—. Por eso es tan deprimente.

Bordearon el espacio abierto sin alejarse de la zona boscosa que antes había sido un jardín y Melanie estaba agradecida, porque se hubiera sentido demasiado visible y expuesta en ese mar de hierba, una diana perfecta para el disparo de un francotirador o la saeta de un antiguo arquero que se deslizara furtivamente entre los arbustos salpicados de musgo. Pero allí estaban a salvo. Finn la ayudó a pasar sobre un tronco caído cubierto por una floración de setas amarillas.

—Seguramente había tiendas de café, galletas de jengibre y souvenirs —dijo Finn—. Y también espectáculos teatrales. Y pregoneros y cantantes de baladas. Esas cosas. Y glorietas para que uno pudiera refugiarse con su novia si llovía. Y un espíritu cordial y festivo, supongo, aunque parezca difícil de creer.

—Es muy extraño —dijo ella. Hablaba en voz tan baja como él; sentía que había algo que no deseaba perturbar.

—Mira —dijo Finn, apartando unas ramas. Melanie vio una leona de piedra protegiendo a sus cachorros en la boca de una gruta. Cien años de intemperie le habían teñido de verde oscuro el lomo y las deyecciones de las aves le blanqueaban la cabeza. Los ojos labrados en piedra los miraban con esa ceguera fantasmal de las estatuas, qué siempre parecen percibir una dimensión habitada por otras estatuas.

—Debería llevar una corona —dijo Melanie, recordando la leona del arca de Noé.

—Dentro de un instante te mostraré a la reina —dijo Finn—. Es la Reina del Erial.

No sonreía. Hablaba en tono curiosamente elegiaco, y se movía suavemente, con pies de seda, en homenaje a la desolación del lugar y de vez en cuando tocaba un árbol o un trozo de escultura caído como si pidiera excusas. Melanie se preguntó qué significaba para él ese lugar, que al parecer tanto le importaba. No había esperado que en la mente de Finn hubiera sitio para semejante paisaje. Mostrarle ese lugar, desear que se paseara por él, era un gesto profundamente amistoso. Melanie lamentó no ser capaz de apreciarlo.

—Huele a mortalidad podrida —dijo Finn con la vista perdida en la invisible distancia.

—¿Y eso a qué huele?

—A fango.

Ella sentía que una fría desazón la calaba hasta los huesos, tan insidiosa como la humedad que se le filtraba a través de los zapatos. Pero si no lo seguía se perdería.

—Todos estos jardines estaban llenos de estatuas —dijo él—. Dríadas, esclavas, bustos de grandes hombres, héroes a caballo y a pie. Un bonito sitio al aire libre para pasear y oír las bandas de música. Han vendido algunas estatuas aunque no puedo imaginarme quién querría comprarlas. Pero muchas se han quedado porque no quieren irse.

—Dices cosas raras —se quejó Melanie, con los pies mojados. Él la miró por encima del brillante hombro negro.

—Raras para un chico criado en un barrio de tugurios, ¿eso quieres decir?

Ella enrojeció.

—De vez en cuando leía libros en la biblioteca. Ysabe Dios que vivir con tu tío es toda una educación.

De pronto se acabó el suelo de tierra y se encontraron en un gran damero de mármol blanco y negro; del otro lado, una ancha escalinata de piedra descendía hasta el lecho seco de un estanque ornamental, que la neblina convertía en un tazón de leche. La balaustrada estaba adornada a intervalos con figuras clásicas, castamente veladas, y en las gráciles actitudes había una tierna mojigatería aunque a varias les faltara un brazo o la nariz o no tuvieran cabeza, y todas estuvieran sucias de hollín y maltratadas por la intemperie. La escalinata estaba cubierta de trozos de mampostería y otros escombros. Caminaron por el suelo de mármol que había sido una pista de baile. En ese momento, una orquesta de cuerdas tendría que haber empezado a tocar entonces algún vals de otras épocas.

Melanie, unos pasos más atrás, se adelantaba con infinito cuidado pisando sólo los cuadrados blancos. Tal vez, si no pisaba ninguno negro, cuando llegara al otro extremo tendría un breve escalofrío y se despertaría entre las sábanas rayadas de su cama de antes, le diría buenos días al manzano y se miraría en el espejo que no había roto. Desde entonces no veía su imagen reflejada. Sintió pánico al recordar que no se había visto la cara durante tanto tiempo.

«¿Seguiré siendo igual? Dios mío, ¿seré capaz de reconocerme?».

Casi avergonzada de ese temor supersticioso, tímidamente, se tocó la nariz y las mejillas frías con los dedos envarados y sin guantes. Pero el tacto no le dijo nada.

Ve con cuidado, pisa sólo el mármol blanco. Esto no podía ocurrirle a ella, no podía ser verdad que estuviera andando por los cuadrados blancos detrás de Finn, que se movía como si no pusiera los pies en el suelo, con una gracia fantasmal. ¿Y qué ocurriría si pisaba uno negro? ¿Esta siniestra pesadilla seguiría durante el resto de su vida, durante sesenta o quizá setenta años? Y si pisaba las junturas, por donde asomaban plantas, ¿se abriría el suelo y la devoraría y todo, fuera lo que fuese, habría terminado?

Finalmente pisó la hierba. Se había mantenido religiosamente en los cuadrados blancos. El brillante caparazón de Finn estaba aún allí delante. Melanie no sabía si creer en él o no.

—Aquí está —dijo él suavemente.

—Ah… Tu reina.

Al final de la baja barrera de pilares, frente a la pista de baile, había un escenario rococó de piedra, con gradas y una ornamentación de pastel de bodas. En un trozo liso de la cubierta de azúcar alguien había escrito con lápiz labial: «Gordon Cox tiene un miembro feroz».

—Lo lamento —dijo Finn—. Un vándalo, sin duda.

De ese escenario había caído de costado, mucho tiempo antes, una gran figura que ahora yacía boca abajo sobre una charca en la que se miraba como Narciso. La estatua se había partido en dos por la cintura y las dos partes habían quedado en ángulo recto.

Tenía manchas de barro y de musgo pero era reconocible e inconfundiblemente la reina Victoria en el apogeo de su madurez.

—Alberto estaba en el otro extremo —dijo Finn—, pero alguien se lo ha llevado. Me he preguntado muchas veces dónde habrá ido. Lo más probable es que le alegrara alejarse de las reprimendas de Victoria.

Sacó un pañuelo, se arrodilló y limpió delicadamente el barro de la pálida cara de mármol. Melanie tocó el torso con el pie, pero era demasiado pesado y no se movió.

—No me gusta —dijo involuntariamente—. Y además, pobre, tiene la nariz en el suelo.

—Así suele ocurrir —dijo filosóficamente Finn, inundándola con el océano gris verdoso de sus ojos.

Oscurecía; los relojes se habían atrasado varias semanas antes y era de noche más temprano. A lo lejos, a través de la niebla, la borrosa ciudad parecía la huella de un pulgar sucio de hollín. Se encendieron unas pocas luces. Los árboles y los arbustos perdieron la precisión de sus contornos deshojados. Los blancos cuadrados de mármol del pavimento brillaban como un espectral tablero de ajedrez. Melanie sintió una o dos gotas de agua en la cara, lluvia, tal vez, o la humedad coagulada del aire, o la espuma de la mirada de Finn. Él se quitó de la boca el chicle de burbujas y lo pegó deliberadamente en el abundante trasero de piedra de la reina Victoria. Melanie supo en seguida que iba a besarla o que trataría de hacerlo.

No podía moverse ni hablar. Esperaba llena de aprensión. Si tenía que ocurrir ocurriría, y entonces sabría cómo era ser besada, lo que ahora ignoraba. Por lo menos tendría un poco más de experiencia, aunque sólo fuera Finn quien la besase. Se estremeció al mirar los dientes descoloridos de Finn. El pelo se le alzaba como la llama de una vela.

Estaban a ambos lados de la reina caída. Él apoyó ligeramente el pie en las nalgas de piedra e impulsado por un capricho excéntrico levantó los brazos de polivinilo negro en mitad del salto, los agitó graznando como un cuervo, y abrazó a Melanie. Todo se oscureció entre los pliegues del abrazo. Melanie estaba muy asustada y a punto de llorar.

«Co, co», repitió el eco del impermeable.

—No te asustes —dijo él—. Sólo es el pobre Finn, que no te hará daño.

Melanie se recobró, aunque todavía temblaba. Vio su propio rostro reflejado en las pupilas de unos ojos submarinos. No había cambiado: era la misma. Se saludó, aliviada. Él era apenas más alto que ella y sus ojos estaban casi al mismo nivel. Deseó que él tuviera diez centímetros más. O doce. Sintió contra la mejilla la suavidad de una boca de bestia. No se movió. Rígidamente, sin responder, estaba entre sus brazos y se miraba en sus ojos. Era un consuelo verse tal como se recordaba.

«Oh, vamos, acaba de una vez», pensó con furia.

Él sonreía como Pan en los bosques. La besó con los ojos cerrados de modo que ella no pudo verse más. Los labios de él eran húmedos, ásperos. Podría haber sido otra persona y, además, ella no lo conocía bien, si es que lo conocía. Se preguntó por qué hacía eso, por qué le ponía la boca sobre la suya, inerte, por qué movía suavemente su cuerpo contra el de ella. ¿Qué necesidad había? Se sintió muy lejos de él y también superior.

Pensó vagamente que debían de tener una apariencia sorprendente, propia de una película inglesa de la nueva ola, así, estrechamente abrazados junto a una estatua rota en un parque de atracciones abandonado, envueltos en el anochecer de noviembre, con el pelo amarillo de Finn y el negro de ella enredados por las leves manos de la brisa. Deseó que alguien los mirara y apreciara la escena, o que fuera ella misma quien mirara desde cien metros de distancia, detrás de un arbusto, a Finn besando a esa muchacha de pelo negro. Así parecería romántico.

Finn le introdujo la lengua entre los labios y le buscó la suya. Ella no lo pudo soportar. Se sofocó y luchó y lo golpeó con los puños, horrorizada por esa unión personal y sensual, esa grosera invasión de su intimidad, esa humillación. Mientras se debatía estuvo a punto de caer al barro junto a la reina muerta pero Finn la sostuvo firme y delicadamente por los hombros, a pesar de la violencia con que ella lo golpeaba. Cuando se calmó la soltó lentamente y ella se alejó unos pasos dándole la espalda, con las manos en los bolsillos. Él se secó la boca con el dorso de la mano.

—Mirad mis obras, vosotros los poderosos, y temed —le dijo a la estatua. Luego recogió el chicle, lo examinó, y volvió a metérselo en la boca.

Habría para el té samesde patata, partidos en el medio y con mantequilla derritiéndose en los dorados interiores, y probablemente tartas de mermelada, porque Tía Margaret se dedicaba a la repostería.

La fragancia de la cocina era deliciosa. La luz hirió los ojos de Melanie y el calor le cosquilleó la nariz y los dedos. Victoria, en el suelo, moldeaba algo con los recortes de masa.

—Un pájaro —dijo Victoria, sosteniendo un grisáceo trozo de masa.

—Claro que sí —dijo Melanie. En cuclillas al lado de su hermana, la abrazó porque era pequeña, regordeta y feliz. Victoria se retorció.

—No hagas eso —dijo—. Ahora estoy ocupada. Estoy jugando.

—Es un pájaro muy bonito —dijo Melanie en tono conciliador—. Me di cuenta apenas lo vi.

—Has hecho que lo apriete —dijo Victoria y lo arrojó a través de la habitación. Golpeó en el flanco al perro dormido, que despertó, lo olió, se lo comió y eructó. Melanie nunca había visto eructar a un perro. Era un día de primeras veces. Siguió sentada, inmóvil, en el suelo. Tía Margaret se limpió las manos cubiertas de harina en el delantal cubierto de harina.

«¿Fue un bonito paseo?», escribió con tiza en la pizarra. Tenía una expresión alerta, vivaz, inquisitiva. ¿Era capaz de adivinar que Finn la había besado? ¿O lo habrían planeado de antemano como una broma? Pero no, era tonto pensar eso.

—Tengo los pies mojados —dijo Melanie—. Me dará un catarro. —Que se convertirá en una neumonía, y me moriré y a nadie le importará.

Finn debía de haber bajado al taller. Había entrado con él en la tienda, pero no la había seguido a la cocina. Ella no quería verlo ni hablarle. Quería estar sola y a oscuras. Escapó a su habitación, se sentó en la cama acurrucada en el impermeable húmedo y tironeó las puntadas de la banda negra del brazo.

«¿Por qué no sentí nada? ¿Hay algo que marcha mal en mí? Y además de lo horrible que me pareció, ¿hay algo que marcha todavía peor y me hizo sentir que era horrible?».

¿O sólo era porque había sido Finn quien la había besado, y no uno de aquellos hombres en cuyos brazos se había imaginado algún día, cuando imaginaba esas cosas tiempo atrás? Ahora ya no podría imaginarlas porque pensaría en los besos húmedos de Finn. —Vio que casi se había arrancado de la manga la banda de luto, de manera que lo único posible era desprenderla del todo.

Las cortinas se movían en las ventanas. Los geranios proyectaban fantásticas sombras: las flores eran coles y las hojas, paraguas. Las barras de la cama de Victoria parecían negras y amenazantes y la línea de luz debajo de la puerta era un lápiz brillante que en cualquier momento se levantaría para escribir «¡Melanie no es normal!» con letras de fuego en la pared. A fin de tranquilizarse contó las rosas del empapelado; apenas podía distinguir sus pesados rostros oscuros. Una rosa, dos rosas, tres rosas… Yen el corazón de la tercera, una luz. Un redondel de luz. Lo miró ociosamente y luego con creciente curiosidad. Un agujero en la pared, por el que se veía la luz de la habitación contigua. Un agujero redondo y bien hecho.

Finalmente se levantó y se arrodilló junto al agujero, del tamaño de un penique. Recordó la primera noche, cuando había espiado a los Jowle por el agujero de la cerradura, y pensó que siempre los estaba espiando. Ahora veía la tena incógnita del dormitorio de los hermanos, a la luz de una lámpara central sin pantalla.

Dos camas angostas y blancas, con las sábanas cubiertas por edredones acolchados de satén. Una alfombra en el suelo, negra y marrón, barata. Una silla de madera con castillos y flores pintadas. Debía de ser la de Finn. Un espejo cuadrado apoyado contra una pared pintada de rosado a la cal. Al lado del espejo había un cuadro. Se movió para ver mejor. Era una pintura muy extraña. Le pareció difícil de creer.

Tía Margaret estaba en un jardín de prímulas, desnuda, con sólo un manto verde brillante echado sobre los hombros. El pelo escarlata que la envolvía disimulaba una delgadez extrema. El vello del pubis era un promontorio de fuego. Los pechos parecían a punto de convertirse en rosas. La carne era blanca y brillante. Finn debía de haber usado directamente la pintura del tubo. Por las mejillas blancas corrían dos gruesas lágrimas que brillaban porque eran dos cuentas de cristal facetado pegadas a la tela. Tenía sobre la cabeza una guirnalda entretejida de flores, tulipanes, narcisos, junquillos, atada a un arco verde a cada lado. Dos cupidos de plastilina rosa, en bajo relieve, sostenían los arcos entrechocando los rollizos talones. La pintura tenía un carácter secreto e íntimo, como un susurro detrás de la mano. Y tenía que ser una alegoría, aunque no al estilo de Rubens.

El agujero de la pared era redondo, estaba bien hecho y con evidente premeditación. Alguien lo había perforado. ¿Para qué? Presumiblemente, para espiarla. De modo que cuando creía estar sola alguien la miraba, cuando se quitaba la ropa o se vestía. Todo el tiempo alguien la miraba. Todo el tiempo que había estado en la casa. La habían invadido.

Supuso que era Finn quien más la espiaba, a menos que los hermanos se turnasen. Pero por algún motivo no podía imaginar a Francie arrimando un ojo al agujero, ni siquiera una vez, sólo para verla sin bragas. Era demasiado envarado, tenía el cuello demasiado tieso. Tom el Curioso era Finn, que además le había metido la lengua en la boca. Melanie enrojeció de furia.

«¡Qué sucia bestia!», se dijo.

Y en este mismo momento caminaba sobre las manos en el cuarto contiguo. Melanie estaba suficientemente enfadada como para ir a la habitación de Finn y acusarlo, pero lo pensó mejor, porque él era rápido y huidizo y, además, no quería verlo.

Tras un instante de reflexión, puso una silla delante del agujero y colgó el impermeable sobre el respaldo. Quizá fuera suficiente. Y no volvería a salir de paseo ni se quedaría sola con él si podía evitarlo, y lo congelaría con una mirada si trataba de hablarle. No era su amigo. Una serie de ruidos en la otra habitación indicaron que Finn giraba sobre manos y pies o practicaba saltos mortales.