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El verano que cumplió quince años, Melanie descubrió que estaba hecha de carne y sangre. Oh, mi América, mi tierra recién descubierta. Se embarcó en un viaje embelesado, exploró todo su ser, trepó a sus propias cadenas montañosas, penetró en la húmeda abundancia de sus valles secretos como un Cortés, un da Gama o un Mungo Park de la fisiología. Durante horas se contemplaba, desnuda, en el espejo del armario; seguía con un dedo la elegante estructura de sus costillas, allí donde el corazón aleteaba entre la carne como un pájaro bajo una manta, dibujaba la larga línea desde el esternón hasta el ombligo (que era una gruta o caverna misteriosa) y restregaba las palmas contra las alas embrionarias de sus omóplatos. Y luego se retorcía abrazándose, riendo, y a veces daba volteretas o se paraba sobre las manos de pura euforia por la cimbreante sorpresa que era toda ella, ahora que había dejado de ser una niña.
También posaba sosteniendo cosas. Prerrafaelita, se peinaba el pelo negro partido al medio, lacio, y se miraba pensativamente con una azucena del jardín debajo del mentón, las rodillas juntas y apretadas. Al modo de Toulouse-Lautrec, se echaba el pelo indecorosamente sobre la cara y se sentaba en una silla con las piernas abiertas y una palangana llena de agua y una toalla a sus pies. Siempre se sentía especialmente mala cuando posaba para Lautrec, aunque en sus fantasías vivía en su época (había sido corista o modelo y en la ventana de su ático de París daba migas a una golondrina). En esas fantasías ayudaba y amaba al pintor porque era un enano y un genio.
Era demasiado delgada para un Renoir o un Tiziano, pero logró un pulcro y pálido Cranach con un trozo de cortina de red alrededor de la cabeza y el collar de perlas cultivadas que le habían regalado para la confirmación. Después de leer El amante de Lady Chatterley, recogía secretamente nomeolvides y se los enredaba en el vello púbico.
Luego utilizó la cortina de red como materia prima de una serie de camisones, que diseñaba sobre su cuerpo, adecuados para su noche de bodas. Se envolvía como un regalo para el novio fantasma que se duchaba y se lavaba los dientes en un cuarto de baño futuro, de otra dimensión, durante la luna de miel en Cannes. O en Venecia. O en Miami Beach. Lo conjuraba tan intensamente que casi sentía su respiración en la cara y su voz quebrada susurrando «querida».
Preparada para él, revelaba hasta el muslo una pierna larga y blanca como el mármol (y olvidaba su fantasía, absorta de pronto en el juego de los músculos en el espejo mientras flexionaba la pierna una y otra vez); luego, con la red bien tirante, examinaba la forma ceñida de sus senos pequeños y duros. El tamaño era decepcionante, pero se imaginaba que servirían.
Todo esto sucedía detrás de la puerta cerrada de su inocente dormitorio color pastel, mientras Oso Eduardo (que ocultaba el pijama a rayas en su vientre hinchado) la miraba con sus ojos de vidrio desde la almohada y Lorna Doone yacía desparramada boca abajo en el polvo debajo de la cama. Eso era lo que hacía Melanie el verano que cumplió los quince, además de ayudar a lavar la ropa y vigilar a su hermanita para que no se matara jugando en el jardín.
La señora Rundle creía que Melanie estudiaba en su habitación. Decía que Melanie debería salir más al aire fresco y que se pondría paliducha. Melanie respondía que tomaba suficiente aire fresco cuando hacía recados para la señora Rundle y que, además, estudiaba con la ventana abierta. Cuando oía esto, la señora Rundle se tranquilizaba y no decía nada más.
La señora Rundle era fea, vieja y gorda y en realidad nunca se había casado. Cuando cumplió los cincuenta años, se regaló a sí misma un apellido de casada obtenido con autorización notarial. Pensaba que ese «señora» le daba a una mujer que envejecía una nota de dignidad personal. Además, siempre había querido casarse. En la ancianidad la memoria y la imaginación se funden: las fronteras mentales de la señora Rundle empezaban a desdibujarse. A veces, en su silla junto al fuego, en sus horas privadas, cuando los niños estaban acostados, inventaba entre sueños las costumbres y maneras de ese marido que jamás había tenido hasta que aparecían jirones de su cara en el vapor de la taza de té de antes de dormir y ella lo saludaba familiarmente.
La señora Rundle tenía lunares peludos y una enorme dentadura postiza. Hablaba con la majestad de un inexistente mundo antiguo, como una duquesa en una farsa de Whitehall. Era el ama de llaves. Había traído consigo a su gato; se sentía en su casa. Cuidaba a Melanie, Jonathon y Victoria mientras Mamá y Papá estaban en Estados Unidos. Mamá acompañaba a Papá. Papá estaba en una gira de conferencias.
—¡Gira de furcias! —repetía Victoria, que tenía cinco años, golpeando la mesa con la cuchara.
—Come tu budín de pan, querida —decía la señora Rundle. Bajo el imperio de la señora Rundle comían muchísimo budín de pan. Ella lo preparaba sencillo o de lujo, con pasas o moras o ambas cosas, y ejecutaba numerosas variaciones de la receta básica utilizando mermelada, higos, dulce de moras y manzanas cocidas. Demostraba extraordinaria virtuosidad. A veces lo comían frío con el té.
Melanie llegó a tener miedo del budín de pan. Pensaba que si comía demasiado engordaría, nadie la querría y moriría virgen. Una y otra vez soñaba con una Melanie pantagruélica hinchada de budín de pan como el cadáver de un ahogado y despertaba con el sudor del espanto. Empujaba en su plato el fatal budín de pan con la cuchara y luego hábilmente echaba la mayor parte en el plato de Jon cuando la señora Rundle volvía sus anchas espaldas. Jonathon comía sin parar. Jonathon comía, sobre todo, por tener la mente ausente.
Jonathon comía como una fuerza ciega de la naturaleza, abriéndose paso entre enormes montones de comida como un tanque a través de una casa. Comía hasta que no quedaba nada para comer; entonces paraba, ponía cuidadosamente juntos el tenedor y el cuchillo o el tenedor y la cuchara, se limpiaba la boca con su pañuelo y se iba a hacer modelos de barcos. El verano en que Melanie cumplió quince años Jonathon tema doce y estaba entregado a la construcción de modelos de barcos.
Era bajo, rubio y de nariz chata, un chico vestido de franela gris y con la gorra de la escuela, que siempre tenía una cicatriz a punto de desprenderse en alguna de las dos rodillas. Hacía los barcos que traían las cajas de construcción, los armaba, pintaba y aparejaba minuciosamente y luego los ponía por toda la casa en estantes y repisas donde podía contemplarlos al pasar. Los únicos barcos que construía eran veleros.
Hizo el modelo de una goleta de tres palos, la Beagle, y otros del Bounty, el Victory y el Thermopylae. Sus manos, ese verano, estaban siempre pegajosas de cola. En los ojos tenía una mirada remota, como si no viera el mundo real sino las islas con palmeras y los mares azules por donde sus barcos, una vez botados, navegaban imaginaria y eternamente. Holandés Errante mental, Jonathon vagaba por mares desconocidos bajo alas desplegadas de lona, sobre oscilantes tablones empapados de agua salada, sin pisar jamás tierra firme. Caminaba con un bamboleo náutico levemente perceptible, pero nadie lo advirtió nunca.
Y nadie advirtió nunca que él no lo veía porque unas gafas con lentes gruesas y redondas, como de botella, le ocultaban los ojos. Para las cosas de este mundo era muy miope. Con las gafas, la gorra escolar y las cicatrices en las rodillas, era uno de esos chicos que recuerdan inmediatamente a Norman y Henry Bones, los niños detectives. Engañados por su apariencia, los padres le llenaban la biblioteca de novelas policíacas que se cubrían de polvo sin que él las abriera.
A principios del verano, Melanie le robó seis novelas intactas de Biggles, se las llevó en una excursión barata a otra ciudad y las vendió en una librería de ocasión para comprarse unas pestañas postizas con el producto. Pero las pestañas falsas la hicieron llorar dolorosas lágrimas cuando trató de ponérselas y luego se negaron a quedarse en su lugar y se le escurrieron entre los dedos a la mesa del tocador como malignas orugas peludas dotadas de siniestra vida propia. La acusaban en silencio: ¡ladrona!», ¡ladrona! Eran el traicionero salario del pecado. Llena de culpa, Melanie las quemó en el hogar de su dormitorio, que raras veces se encendía. Era evidente que no podía usarlas porque había robado para conseguir el dinero con que las había comprado. Ese verano tenía muy desarrollado el sentimiento de culpa.
Victoria no tenía ningún sentimiento de culpa. Era completamente insensata. Era una paloma dorada y redonda que se pasaba el día arrullando. Rodaba al sol y partía mariposas en trocitos diminutos cuando lograba capturarlas. Victoria era un lirio del campo; ni hilaba ni trabajaba, pero no era hermosa. La señora Rundle le cantaba viejas canciones: cantaba que las luces del puerto me dicen que te vas y que florecen las rosas en Picardía pero nunca hubo una rosa como tú; y Victoria sobre sus rodillas, reía y le mostraba el puñito cúbico al gato de la señora Rundle. El gato de la señora Rundle era un macho obeso y desdeñoso. Sentado, tenía la forma y el tamaño de una mesita de café peluda y redonda. Quizá la señora Rundle lo alimentaba con restos de budín de pan.
Se echaba sobre las pantuflas de la señora Rundle (de fieltro amarillo con pompones rojos) y la señora Rundle tejía y le cantaba a Victoria.
—¿Qué estás tejiendo? —preguntó Victoria.
—Un cárdigan.
—Cárdigan —deformó Victoria con satisfacción.
—¿Por qué negro, señora Rundle? —preguntó Melanie, que acudía con los pies descalzos del verano a buscar zumo de naranja y cubitos de hielo en la refrigeradora.
—A mi edad —respondió con un suspiro la señora Rundle— siempre se lleva luto por alguien. Si no es en el momento mismo, será muy pronto. —La vocal de la última palabra era larguísima, como estirada por una apisonadora: «oooooonto»—. Te enfermarás, querida, descalza sobre el suelo de piedra.
Los cubitos de hielo tintinearon en el vaso de Melanie.
—¿Ha conocido a mucha gente muerta? —preguntó.
—Bastante —dijo la señora Rundle, mientras guardaba su tejido.
—La muerte me parece inconcebible —dijo lentamente Melanie, buscando a tientas la palabra justa.
—Eso es lo más natural a tu edad.
—¡Canta! —ordenó Victoria, golpeando con sus garras de caramelo la rodilla de seda negra de la señora Rundle. Obediente, la señora Rundle alzó la voz.
Melanie imaginó la muerte como una habitación parecida a un sótano donde una estaba encerrada sin luz.
¿Qué me pasará antes de morir?, pensó. Bueno, creceré. Y me casaré. Espero casarme. Qué horror si no me caso. Me gustaría tener cuarenta años y que todo hubiera terminado y yo ya supiera lo que me va a ocurrir.
Se enredó margaritas en el pelo y se miró al espejo como si fuera una foto en su álbum de mujer adulta. «Yo a los quince años». Y luego venían las fotos de sus hijos vestidos de boy scouts o pieles rojas, con perritos, en futuras vacaciones de verano. Cubos y palas; Arena en los zapatos. ¿Torquay? ¿Sería Torquay? ¿Bournemouth (la China)? ¿Scarborough que es tan tonificante? ¿Y nunca Venecia, por ejemplo? Y los perros, ¿serían Yorkshire terriers o corgis, o bien nobles afganos de hocico de halcón o un par de galgos blancos con una traílla dorada?
Le dijo a la chica de las margaritas y de grandes ojos castaños: —No quiero que sea sencillo. No. De lujo. Tiene que ser de lujo—. Se refería a su futuro. Una margarita cayó de sus cabellos al piso como una señal levemente irónica del cielo.
Por el momento vivían en una casa en el campo, con un dormitorio para cada uno y varios libres, y un pony de Shetland en el corral y un manzano que sostenía la luna entre sus dedos nudosos fuera de la ventana de Melanie para que ella la viera desde su cama, un diván con un colchón Dunlopillo y una cabecera acolchada blanca. Dormía entre sábanas rayadas.
La casa era de ladrillo rojo con tejados eduardianos y se erguía aislada en su propio terreno de media hectárea; olía a dinero y a cera para muebles perfumada con lavanda. Melanie había crecido entre el olor a dinero y no advertía que ese olor inundaba el aire; pero en cambio sabía que por fortuna era dueña de un cepillo para el pelo con dorso de plata, una radio a transistores y un traje de chaqueta de buena seda cruda, hecho por la modista de su madre, para ir a la iglesia los domingos.
A su padre le gustaba que todos fueran el domingo a la iglesia. A veces, cuando estaba en casa, leía el Evangelio. Nacido en Salford, ahora que ya no necesitaba pensar en Salford se complacía en alardear un poco de señorío rural. Ese verano iban a la iglesia con la señora Rundle, que era muy devota. Llevaba consigo su negro e hinchado libro de oraciones, del que caían viejas flores secas y trocitos de helecho cuando ella lo abría al descuido. Victoria se sentaba debajo del banco; perseguía ociosamente la árida vegetación que llovía del libro de oraciones de la señora Rundle y canturreaba. A veces lo hacía en voz muy alta.
¿Será subnormal Victoria?, se preguntaba Melanie. ¿Tendré que quedarme en casa y ayudar a Mamá a cuidarla, sin tener jamás una vida propia?
Victoria, como la señora Rochester, el terrible secreto del dormitorio del fondo, sonreía ausente, jugaba con pequeños ladrillos, juegos de construcción elementales y rompecabezas de madera, apretando su indecente carita infantil contra las barandillas para canturrear a los desconcertados invitados.
El himno favorito de Jonathon era «Padre eterno, poderoso salvador». Cada vez que el vicario, un hombre desvaído que pescaba y hacía chistes desvaídos sobre los pescadores de hombres, venía a ocuparse de ellos como le había prometido a su padre, Jonathon le aferraba enérgicamente el ruedo de la sotana y le pedía que el domingo próximo se cantara «Padre eterno, poderoso salvador».
—Ya veremos —decía el vicario, incómodo bajo el intenso brillo de las gafas de Jonathon.
Durante todo el desayuno del domingo y mientras se vestían con lo mejor Jonathon temblaba de expectativa reprimida. La mayoría de las veces no se cantaba el himno. La esperanza se disipaba apenas veía los números de los himnos insertados en las hendiduras de madera de la pared. Entonces Jonathon subía a bordo del clíper Cutty Sark, o de la goleta Bounty, zarpaba con la brisa fresca que henchía las velas y atravesaba el mar azul, azul, rumiando su decepción. El vicario lo había traicionado. Atarlo con un as de guía en lo más alto del palo de mesana, tenerlo allí todo el día, desnudo, durante el largo día tropical. Que probara el gato de nueve colas.
Melanie rezaba: «Dios mío, haz que me case. O que tenga vida sexual». Había dejado de creer en Dios a los trece años. Una mañana se levantó y Él no estaba. Iba a la iglesia para complacer a su padre y formulaba sus deseos de rodillas y también cuando quebraba huesitos de pollo. Sorprendentemente, la señora Rundle pedía: «Por favor, Dios, haz que recuerde que estuve casada como si lo hubiera estado». Porque sabía que no podía engañar a Dios con una autorización notarial. «O por lo menos —continuaba— haz que recuerde que conocí el sexo». Sólo que no lo decía tan claro. La señora Rundle se abstraía de vez en cuando durante el servicio y se preguntaba cómo estaría el rosbif con patatas que había dejado en el horno, en casa. Pero siempre pedía perdón cuando volvía mentalmente a Dios.
Ni Jonathon ni Victoria rezaban, puesto que nada tenían que pedir. Victoria arrancaba los flecos de los cojines y se los comía.
Melanie tenía quince años y; era hermosa y jamás había salido con un chico, y en cambio Julieta, por ejemplo, se había casado y había muerto de amor a los catorce. Sentía que estaba envejeciendo. Se sostenía un pecho desnudo, con una punta tan rosada como el hocico estremecido de un conejo blanco, y pensaba: «físicamente, es probable que haya llegado al punto culminante y que desde ahora en adelante sólo pueda decaer. O madurar, tal vez». Pero no quería pensar que quizá todavía no fuera perfecta.
Una noche, Melanie no podía dormir. Era al final del verano y una oronda luna roja le hacía guiños desde el manzano y la mantenía en vela. La cama estaba caliente. Escocía. Se retorcía y revolvía y golpeaba la almohada. Le picaba la piel de puro despierta y tenía los nervios tan al desnudo como si cien cuchillos rechinaran a la vez sobre cien platos. Por fin no pudo soportar más y se levantó.
La casa estaba agobiada de sueño pero Melanie estaba totalmente despierta. Era extrañamente excitante estar levantada mientras todos dormían; imaginó un reguero de zetas… zzzz… que brotaban de las tres bocas como abejas y zumbaban soñolientas por la casa. Vagó al azar hasta el dormitorio vacío de sus padres. Debajo de la cama los zapatos esperaban con paciencia el regreso de los pies de su madre, y en la mesa de noche, una lata vacía de tabaco suspiraba porque su padre viniera a tirarla. La habitación estaba completamente iluminada; la luz de la luna impregnaba con su fulgor la colcha blanca de ganchillo sobre la cama ancha y baja. Sus padres dormían en esa cama grande y lujosa, como de estrella de cine.
Agachada sobre el corazón de mimbre a los pies de la cama, Melanie trató de imaginar a sus padres haciendo el amor. Parecía muy atrevido pensar en eso una noche tan calurosa. Se esforzó por imaginar sus abrazos en la cama, pero su madre tenía siempre puesto el traje negro de ir a la ciudad y Papá la áspera chaqueta de tweed con parches de cuero que era, como la pipa, su sello personal. Mientras lo hacían, sin duda tenía la pipa metida en el bolsillo de la pechera. Melanie trató en vano de imaginar la desnudez de sus padres. Cuando pensaba en ellos, las ropas parecían parte de sus cuerpos, como el pelo o las uñas de los pies.
En particular su madre era una mujer absolutamente vestida, vestida de arriba abajo, que no se quitaba las medias en ningún clima y siempre estaba con guantes y sombrero, lista para salir. Un sombrero de ala ancha, de terciopelo castaño, con una rosa de cinta negra al costado, se superponía a la imagen que tenía Melanie de su madre mientras le hacían el amor. Recordaba que, cuando era muy pequeña y su madre la acunaba, sus abrazos estaban siempre densamente envueltos en tela; lino, algodón o lana, según la estación. La madre debía de haber nacido vestida, quizá con una placenta sentadora y elegante, elegida en la sección de modas de una revista lustrosa. «Lo que usará este año el embrión distinguido». Y Papá… Papá era siempre igual: tweed y tabaco, sólo tweed y tabaco y cinta de máquina de escribir. Estaba hecho de esos elementos.
La foto del casamiento de sus padres colgaba sobre el hogar, donde las cosas familiares parecían exóticas y curiosas a la luz de la luna. Por ejemplo el reloj francés dorado, que cuando sus padres se habían marchado a Estados Unidos se había detenido a las tres menos cinco del día siguiente. Nadie se había molestado en volver a darle cuerda. Junto al reloj había un pato mexicano de cerámica, alegre, brillante y tonto, con el dorso azul salpicado de flores amarillas. Su madre lo había comprado después de ver la foto en un suplemento dominical en color. Melanie fue hasta el hogar, alzó el pato de cerámica y volvió a dejarlo en su sitio, y observó la foto de la boda.
Ese día la madre se había puesto una epifanía de ropas. Estaba vestida con tal entusiasmo y extravagancia que los volados ocultaban al padre de Melanie. Sólo se le podía ver la sonrisa tímida nublada por los tules y Melanie no sabía si, como sospechaba, usaba incluso el día del casamiento su chaqueta de tweed con remiendos de cuero porque no podía quitársela. Pero su madre estallaba en un espectáculo pirotécnico de encaje y satén, vestida como para un banquete medieval.
El vestido de satén blanco, cuyo escote bajo revelaba un dije en el hueco de la garganta, tenía mangas abullonadas anchas como alas de cisne y fluía desde la delgada cintura en una gran cola blanca, dispuesta delante de la novia para la foto de modo que el vestido parecía reflejarse en sus propias aguas. Le ceñía la frente una guirnalda de rosas artificiales y de ella brotaba una espumosa cascada de tules que le caía hasta más abajo de la cintura. Llevaba en los brazos un ramo de rosas blancas que acunaba como un bebé. Su sonrisa era blanda y extática y joven y conmovedora.
Estaba rodeada de parientes a quienes veían menos desde que a Papá le había ido tan bien con el libro y luego con la biografía y la película y todo eso. Tía Gertrude, con su permanente demasiado rígida y sus pies torpes en los zapatos demasiado apretados, aferraba el bolso de charol como si fuese la compra de la semana. Melanie recordaba los besos de Tía Gertrude, perfumados con Ashes of Violet, las escasas navidades que había pasado en familia cuando vivía Abuelo (que fruncía el ceño como si temiera que la cámara le devorara el alma). Adiós, Abuelo. Adiós, Tía Gertrude. Y adiós, Tío Harry, peinado con brillantina, con Tía Rose del brazo. Tía Rose pintada con colorete. Las manchas redondas de rouge se veían negras en la foto. Podría haber sido un deshollinador invitado a la boda para traerle buena suerte. Adiós, Tío Philip.
Contrariamente a los demás. Tío Philip no sonreía a la cámara. Podría haberse deslizado en la foto desde otro grupo, una solemne reunión de los Elks o el gran funeral de algún miembro de la antigua y honorable orden de los Búfalos e incluso el encuentro anual de los veteranos de la Guerra de Secesión. Llevaba un sombrero negro de ala rizada y copa lisa como los que usan los tahúres del Missisipi en las películas del Oeste. El traje era negro, los pantalones ceñidos, la chaqueta larga. Pero no daba una impresión general de elegancia. Bajo el sombrero negro el pelo parecía blanco o al menos muy rubio. El bigote de morsa le ocultaba la boca. Era imposible calcular la edad que tenía. Sin embargo, parecía más viejo que joven. Era alto y de talla mediana. Tenía las manos unidas sobre el puño de plata de su bastón de caoba. La expresión ausente, tanto que parecía aburrido. El único hermano de Mamá. Su único pariente vivo, porque todos los demás pertenecían a la familia paterna. Y ni siquiera conseguía mostrar una sonrisa durante el casamiento de su hermana. Un patán.
Melanie no había visto nunca a Tío Philip. Una vez, cuando era muy pequeña, le había regalado una caja de sorpresas con un muñeco de resorte. Era fabricante de juguetes. Al abrirla, había saltado una caricatura grotesca de ella misma, con una sonrisa siniestra. Ese año, sus padres le habían enviado a Tío Philip una tarjeta de Navidad impresa donde aparecían ellos y Melanie (Jonathon todavía no había nacido), sonriendo, en la ventana del pequeño cottage que acababan de comprar cerca de Chelsea. Su padre empezaba a ganar renombre y dinero. Y a vuelta de correo había llegado ese juguete horrible. La caja de sorpresas había asustado mucho a Melanie. Había tenido pesadillas constantes hasta Año Nuevo e intermitentes hasta la Pascua. Su madre la había tirado. Ella y el padre estaban de acuerdo en que el regalo era insensato y de mal gusto. No se le enviaron más tarjetas a Tío Philip. El tenue contacto se perdió definitivamente.
Las fotos son trozos de tiempo que se pueden apresar en la mano; esa foto era una parte de la época mejor y más hermosa de su madre. Joven y sonriente, parecía clavada por la cámara y guardada para siempre bajo un cristal, como una mariposa en una caja. Melanie, mirando la foto, pensó que Tío Philip estaba fuera de lugar en ese fragmento de la felicidad de su madre». Era un color que desentonaba o, más bien, una mancha incolora. Pertenecía a otro tiempo. Era como si, en camino a la boda, se hubiese encontrado con un viejo marinero que había sido catapultado a una dimensión en que las rosas y los confeti ya no tenían importancia.
—Bueno —pensó Melanie—, no creo que vuelva a verlo.
Examinó más de cerca el traje de novia. Parecía extraño vestirse así para perder la virginidad. Se preguntó si sus padres habrían tenido relaciones sexuales antes de casarse. Si reflexionaba sobre estas cosas era que verdaderamente estaba creciendo. Papá sin duda había sido un poco bohemio, a pesar de su familia y además vivía solo en un apartamento. Un estudio en Bloomsbury, café preparado sobre el hornillo de gas, conversaciones sobre el amor libre, Lawrence, los dioses oscuros. ¿Habría sacrificado esa novia sonriente a los dioses oscuros? Y en ese caso, ¿habría seguido sonriendo ella, que era su madre? ¿Y se hubiera vestido de blanco virginal? ¿Qué decían las cartas de las revistas de mujeres que Melanie arrebataba secretamente a la señora Rundle?
«Mi amigo dice que me abandonará si yo no le permito que me haga el amor hasta el final, pero yo quiero un casamiento honesto, vestida de blanco».
Virtuoso y simbólico blanco. El satén blanco revela cada marca, el tul blanco se arruga al menor roce, basta respirar para que una lluvia de pétalos caiga de las rosas blancas. La virtud es frágil. Era un maravilloso traje de novia. ¿Lo llevaría ella, pensó un instante Melanie, en su noche de bodas?
Su madre era una mujer sentimental. En un baúl constelado con desvaídos marbetes de lugares remotos, discretamente cubierto con un bordado de la India estaba el traje de novia, como un tesoro, envuelto en una tela azul para preservar la blancura del satén. ¿Para qué lo guardaba? ¿La vestirían con él, lo llevaría al cielo? Pero en el cielo no había matrimonio ni pedidos de mano.
Melanie frunció el ceño a la luz de la luna, vestida con el prosaico pijama a rayas que desde el verano le quedaba chico y apenas le llegaba a media pierna. Rozó unos frascos de perfume en el tocador de su madre. Había un árbol de porcelana para los anillos (aunque los anillos estaban todos en los dedos de su madre, en América, admirando el edificio del Empire State y el Gran Cañón y Disneylandia): y una bandejita para alfileres haciendo juego, con dos alfileres y un botón de camisa roto. Y también había una foto enmarcada de Victoria sosteniendo un perrito peludo de juguete, que evidentemente pertenecía al fotógrafo y que Victoria, también evidentemente, estaba a punto de destripar. Era esa clase de foto, pensó Melanie, que sólo una madre podía encontrar conmovedora. Se preguntó si ella misma sería ciega al escaso atractivo de sus propios hijos en el caso de que no fueran atractivos. Sin pensar, se puso un resto de Chanel detrás de las orejas y de pronto su olor fue tan parecido al de su madre que se miró al espejo para confirmar si todavía era Melanie.
Tenía la cara iluminada por la luna. Se soltó el pelo, recogido para la noche en un moño sobre la cabeza, y se le derramó por la espalda. Probó peinarlo en distintos estilos, sobre el rostro, estirado hacía atrás como el de las bailarinas, arrollado asimétricamente de un solo lado, mientras meditaba en el traje de novia guardado.
«¿Cómo me quedaría?».
Se miraba todo el tiempo mientras pensaba y, abstraída, se desabotonó la chaqueta del pijama y practicó algunas poses por si alguna vez quería ser modelo o bailarina de cabaret. El espejo del tocador de su madre era más ancho, aunque más bajo, que el suyo. Y todo el tiempo se decía: «¿Lo hago? ¿No lo hago?». Abrió un cajón y encontró en un rincón un penique cubierto de polvo facial.
—Cara —le dijo a las sombras. Era cara. Respiró profundamente y empezó a apartar el baúl de la pared para alcanzar los cerrojos de bronce. Se sentía malvada, como un ladrón de tumbas, pero la moneda había caído y la suerte estaba echada. La tapa crujió y se abrió. El papel de seda amontonado en la parte superior se elevó susurrando apenas, después de tantos años de paz, y se elevó unos centímetros en el aire, alzándose por un momento como una emanación. Melanie lo hizo a un lado.
Primero apareció la guirnalda, envuelta en papel. Rosas artificiales y unos pocos lirios del valle que no se veían en la foto y perlas diseminadas que simulaban gotas de rocío. Algunos pétalos de las rosas estaban doblados y ajados: había una rosa completamente aplastada como una pintura dadaísta. Melanie las enderezó con cuidado e hizo girar la guirnalda entre los dedos. Una guirnalda de boda. La puso en la cama.
Desplegó kilómetros de tul, suficientes para envolver las cabezas de todo un parnaso gótico de Venus de Cranach. Melanie estaba atrapada, un pez en la red; el velo revoloteaba a su alrededor, la enceguecía y le tapaba las ventanas de la nariz. Se revolvía a uno y otro lado y se enredaba aún más. Luchó y luchó y por último perdió la paciencia, y lo arrojó de cualquier manera sobre la cama. Ya era hora de ponerse el vestido.
Era muy pesado. El huidizo satén brillaba como la tetera de plata que sólo sacaban del bargueño del salón para lustrarla. Toda la luz de luna de la habitación se concentraba en aquellos opulentos y misteriosos pliegues. Melanie se arrancó el pijama y se metió dentro del vestido. Estaba muy frío al tacto. Se deslizaba sobre ella como si la regaran lentamente con agua helada: tembló y contuvo la respiración.
Era demasiado grande. Su madre se había casado con el pecho floreciente y rellena como un cachorro. Dos flacas Melanies se lo podrían haber puesto juntas para su boda de hermanas siamesas. Melanie recordaba haber leído algo sobre el casamiento de unos hermanos siameses. Debían de usar una cama muy grande. Una cama cuádruple.
Estaba amargamente decepcionada por el tamaño del vestido. Rodaba y resbalaba en el satén blanco. Pateó el ruedo hasta el tocador en busca de unos alfileres. Pero vio en el espejo que no importaba si el vestido era demasiado grande.
Bajo el torrente de pelo negro, el fulgor del vestido, que le rozaba el nacimiento de los pechos como los trajes de las vírgenes isabelinas, le blanqueaba y transfiguraba el rostro. Se movía dentro de una lujosa tienda que acentuaba curiosamente su propia delgadez y la iluminaba como un candelabro. Sabía que no podría con el velo, pero buscó la guirnalda y se la puso en la cabeza. Las perlitas brillaban como ojos, o como lágrimas de pescado, que se decía que eran. Pero las perlas de su madre eran falsas. De todos modos, relucían.
«¿Soy realmente tan guapa?», pensó, sorprendida, bajo las perlas y las flores.
Abrió el armario y se inspeccionó en el gran espejo. Todavía era una chica guapa. Regresó a su propia habitación y se miró en su propio espejo para ver si decía algo diferente pero, una vez más, era hermosa. Luz de luna, rosas, satén blanco. Una novia. ¿La novia de quién? Pero esta noche le bastaba su propia gloria y no necesitaba un novio.
—¡Mírame! —le dijo al manzano que maduraba sus plácidas frutas en el silencio campestre de la noche—. ¡Mírame! —le gritó apasionadamente a la luna de zapallo que sonreía con su cara redonda y jovial como la idea que tiene un niño de sí mismo.
Una breve brisa fresca de olor a hierba entró por la ventana abierta, le acarició el cuello, le revolvió el pelo. Bajo la luna, el campo se desplegaba como una tierra extraña y encantada donde el trigo inmortal jamás había sido plantado ni cosechado, terra incógnita jamás pisada por el pie del hombre ni tocada por una mano. Virgen.
—Bajaré al jardín. A la noche.
Rápido, con la falda recogida. Cuidado con el escalón que cruje. Abrió sin aliento el cerrojo de la puerta del frente y se quebró una uña. Silencio, despacio, o vendrá la señora Rundle con el atizador que tiene al lado de la cama para defenderse de los ladrones de la noche. La noche. Melanie se deslizó a la noche, que apagó de inmediato su yo diurno entre dos dedos oscuros.
Las flores se abrían en el jardín con la incalculable dulzura de la medianoche y la hierba se agitaba y murmuraba con una voz diminuta que era una intensificación del silencio. La quietud era como el fin del mundo. Estaba sola. Encerrada en un caparazón de satén blanco, era la última y la única mujer. Tembló de exaltación bajo el arco del cielo, alto, azul, profundo.
Una luna tan redonda. Los árboles se inclinaban bajo su soñolienta carga de pájaros. Hierbas mojadas de rocío le lamían los pies como lenguas de animalitos amistosos: parecían más altas y enredadas que de día. El vestido se arrastraba detrás de ella; era una estela resplandeciente. El aire estaba milagrosamente claro. Los objetos en la sombra, una rama, una flor, se destacaban con oscura precisión, como si se vieran a través del agua. Caminaba lenta y silenciosamente a través de la noche submarina. Respiraba por la boca, trémula, con sabor avino tinto.
Los arbustos de lilas se agitaban. Un pequeño animal peludo, nocturno, se escabulló a su paso y desapareció en una pila de hierba recién cortada; la criatura, fuera la que fuese, no tenía más sustancia corporal que las hojas arrastradas por el viento.
—Nunca pensé que la noche fuera así —dijo Melanie con un hilo de voz.
Se estremeció de éxtasis. ¿Por qué? ¿Cómo? Fuera de sí, no sabía ni le importaba. Grandes masas de nubes se disolvían en el cielo y aquí y allá brillaba alguna estrella. El mundo, que era sólo ese jardín, estaba tan vacío como el cielo y era tan infinito como la eternidad.
En la escuela, en sus clases sobre las Escrituras, la maestra describía la eternidad. La señorita Brown, que usaba gafas, olía a jabón de limón y ceceaba, hablaba ambiciosamente sobre la eternidad a los niños cuando le hacían preguntas. La eternidad, decía, era como un espacio por el que andaban y donde Dios estaba en alguna parte, como una moneda de seis peniques en un pastel de ciruelas (pensaba Melanie a los siete años) entre galaxias que eran pasas y buscando la compañía de otras monedas de seis peniques. Qué solo debía de estar Dios, pensaba Melanie a los siete años. A los quince, estaba perdida en la eternidad, con un vestido absurdo, y mirábala inmensidad del cielo.
Que también le quedaba grande, como el vestido. Era demasiado joven para él. La soledad la aferró por la garganta y de pronto no pudo soportarla. Se espantó. Estaba perdida en esa soledad ajena, el terror merodeaba ruidosamente por el jardín y no podía defenderse, como ebria de vino tinto.
Sollozando, echó a correr tropezando con las faldas. Demasiado, demasiado pronto. Tenía que regresar a la puerta y a la oscuridad interior, segura, cerrada, y al olor de los seres humanos. Ramas amenazantes le tironeaban el pelo y le azotaban la cara. La hierba tendía trampas a sus tobillos. El jardín se volvió contra Melanie cuando ella se asustó.
El blanco umbral de la puerta era un santuario. Se dejó caer sobre él. La señora Rundle lo pulía una vez por semana, y todos los días lo fregaba con sus manos domésticas, familiares, endurecidas por el trabaja Melanie apoyó la mejilla temblorosa contra la fría piedra que la cubrió de honesto polvo limpiador comprado en la tienda como una señal de casta. Pero la puerta estaba cerrada. Se había encerrado afuera.
Casi se desesperó cuando comprendió que no podía entrar. Además, aunque no lo había notado antes, se había lastimado los pies cuando corría por el sendero de grava; ahora veía que estaban magullados y sangrantes y que había manchas de sangre, negras a la luz de la luna, en el ruedo del traje de novia. Pero lo peor era estar fuera y no poder entrar. Se aferró al umbral de piedra buscando apoyo.
—Ánimo —se dijo—. ¿Qué haré ahora?
Había dejado abierta su propia ventana. Tal vez podría trepar al manzano, meterse por fin en el dormitorio y cerrar la ventana al desierto de la vasta eternidad exterior. Debería abandonar el refugio del umbral y aventurarse una vez más. O eso o esperar allí hasta la mañana. Hasta que la señora Rundle bajara a preparar el desayuno. Y tendría que explicarle a la señora Rundle cómo se había quedado encerrada fuera de la casa toda la noche con el traje de novia de su madre.
Había trepado al manzano cuando tenía ocho años y nuevamente a los doce. ¿Y ahora que tenía quince? Pero era el árbol o nada, aunque tuviera que ir hasta el patio de atrás, a pesar de las asechanzas. De los monstruos. De las inmensas cosas silenciosas que aguardaban con las suaves bocas abiertas, con cuerpos de la misma sustancia de la noche.
Sabía que allí estaban, esperando que ella tropezara y cayera. Se movían en el espacio nebuloso, en los límites de su campo visual, y ella miraba siempre al frente, tratando de no verlos. Se mantenía tan cerca como podía de la casa, pisando los arriates de flores descuidadamente; la casa le ofrecía alguna protección. El pulso le latía en los oídos; el ruido podía ser la ronca respiración de los monstruos que la rodeaban. En el silencio de la noche, ningún horror de filmes, historietas o pesadillas parecía increíble.
—No seas tonta —se dijo—. Aquí no hay nada. Nada. —Pero ese «nada» le retumbaba en los oídos y tenía miedo de sus ecos. Así, aterrorizada, llegó finalmente a su árbol, su amigo, cuyas viejas, nudosas ramas estaban cargadas de frutas. Sin embargo, esta noche le parecían siniestras manzanas envenenadas, como si el árbol compañero de juegos también se hubiera vuelto contra ella.
En sus días de trepar a los árboles la ascensión le habría llevado unos minutos. Pero no lo hacía desde los días en que se dejó crecer el pelo y no llevó más pantalones cortos en verano. Desde su primer período, a los trece años, sentía que estaba embarazada de ella misma y que gestaba lentamente, sin saber por cuánto tiempo, el embrión de la Melanie adulta. Trepar a un árbol podía provocar un mal parto que la aprisionara para siempre en la infancia, una chica de pelo corto.
Pero ¿cómo voy a trepar con este vestido?
Trabada por metros de satén que irreparablemente se desgarraría y enredaría cuando buscara en qué apoyar los pies y las manos, se quedaría inmovilizada entre las ramas, incapaz de bajar ni subir. Tendrían que venir de la granja hombres con cuerdas y escaleras para liberarla a la mañana, viva o muerta. No seas ilusa. Viva. Viva, para sufrir toda esa indignidad. De modo que tendría que quitarse el vestido y trepar completamente desnuda en mitad de la noche engañosa y traicionera. No podía hacer otra cosa.
Advirtió una zona de un negro más profundo en una rama baja, un foco de oscuridad, un monstruo imaginario, que ahora se movía. De la garganta le brotó el nacimiento de un grito. Unos ojos verdes centellearon y la oscuridad maulló. Era el gato de la señora Rundle. Estaba acompañada. Le frotó las orejas y lo oyó ronronear, un sonido familiar, inesperado, tranquilizador. Era como si alguien hubiese encendido para ella un pequeño fuego. Mientras el gato ronroneaba, Melanie tuvo el valor de deslizarse fuera del vestido. Se envolvió en sus cabellos, abrigándose, pues el aire era fresco en esa noche del final del verano.
Enrolló el vestido y lo puso en la horqueta del árbol. Podría subir con él y volver a depositarlo en otra rama y nadie sabría que lo había usado si no veía las manchas de sangre del ruedo, que no eran muchas. El gato movió la cabeza, miró con ojitos brillantes el envoltorio, estiró una pata acolchada y acarició el vestido. La pata terminaba en unos ganchos curvos y astutos. La caricia era cruel. Se oyó el rasguño.
—Oh, Dios —dijo Melanie en voz alta. El gato había hecho un largo desgarrón. Le dio un golpe; el animal saltó de la rama, se posó en la hierba y se desvaneció. Estaba nuevamente sola y la luna empezaba a descender en el cielo. Pronto se pondría y todo sería oscuro. Rogó: «Por favor, Dios mío, haz que vuelva sana y salva a mi cama». Y también cruzó los dedos.
Era horriblemente consciente de que estaba desnuda. Desnuda de una manera nueva y definitiva, como si se hubiese despojado también de la piel y no llevara nada fuera de la desnudez esencial del esqueleto. La carne de sus dedos casi la sorprendía; hasta podría haberse quitado las manos como guantes, quedándose sólo con los huesos.
Una lluvia de manzanas cayó a su alrededor cuando probó la primera rama. Sin embargo, era bastante fuerte y podría sostenerla. Respiró hondo y se lanzó hacia arriba. Cuando cayó en los retorcidos brazos del árbol, la corteza le arañó las pantorrillas, los muslos, el estómago.
Tuvo que luchar dolorosamente por cada apoyo para un pie o una mano. En una ocasión una rama se quebró gimiendo bajo la confiada planta de un pie y Melanie quedó suspendida de las manos, debatiéndose a ciegas en busca de un asidero sólido y seguro en ese mundo de hojas y sombras en movimiento. Las manzanas caían continuamente y la luna muy baja le hacía guiños entre hojas como manos coriáceas que se le metían maliciosamente en los ojos y en la boca abierta y anhelante. En ese elemento de otro mundo, cada jadeo era un esfuerzo. Las ramitas le rasguñaban las mejillas y los pechos delicados. Luchaba contra el árbol. El sudor le corría por el cuerpo. Y tenía que arrastrar consigo el vestido, como la carga de los cristianos.
Sin saber cuánto tiempo le llevó subir, al fin vio sobre su cabeza el antepecho de su ventana, una visión de la tierra prometida. Pero estaba muy por encima de las últimas ramas fuertes y de algún modo tenía que impulsarse hacia arriba, peligrosamente, y llevar consigo el vestido. Gracias a Dios, la ventana estaba abierta de par en par sobre Oso Eduardo y Lorna Doone y los cepillos con dorso de plata. Balanceándose, mordiéndose los labios, se estiró entre la espuma de las hojas.
Después de dos intentos fallidos en los que mareada y temblorosa estuvo a punto de resbalar y caer, arrojó el vestido hacia arriba. Se abrió desplegando unas alas blancas, y durante un angustioso instante se posó como un gran albatros en el antepecho de la ventana, y al fin desapareció. Y ella se lanzó hacia arriba tras el vestido y cayó de bruces dentro del cuarto.
Estaba sucia y lastimada y sangraba por cien pequeñas heridas. Tendida en la cremosa alfombra india, sollozó de alivio al sentir por fin un suelo firme. Cuando pudo, cojeó hasta la ventana y le mostró el puño a la luna. Aferrando a Oso Eduardo, se metió debajo de las sábanas y se quedó dormida.
A la mañana descubrió que el vestido estaba hecho jirones.
Lo extendió. Tapaba la cama angosta, pero era una ruina. El árbol había completado la tarea iniciada por el gato. La falda estaba rota en tres pedazos y sólo unas hebras sujetaban las mangas deshilachadas. Además estaba sucio, manchado de verde por las hojas y de rojo por su sangre. Había sangrado mucho más de lo que creía. Pasó la mano sobre el vestido, paralizada por el horror.
¿Y la guirnalda? Había olvidado la guirnalda, sin duda la llevaba todavía en la cabeza mientras trepaba al árbol. No estaba en la habitación. Fue hasta la ventana. Estaba colgada en la copa, entre manzanas demasiado altas. Parecía el nido de un ave blanca. Las perlas reflejaban el fresco sol matinal. Y allí se quedaría, a menos que llamaran a los bomberos.
Subía de la cocina un aroma de tostadas y tocino. La vida continuaba.
—¡Qué estúpida eres! —le gritó Melanie salvajemente a su imagen en el espejo.
Tenía hojas de manzano en el pelo. Se cepilló y peinó y dejó caer las hojas, arrancándose con furia unos largos mechones. Le hizo bien sentir dolor. Se sintió humillada y castigada, una niña atolondrada que tarde o temprano tendría que confesar esa aventura a la luz de la luna, tan desastrosamente concluida.
Llevó los restos del vestido al baúl, lo metió dentro de cualquier manera y lo cubrió bajo una montaña de papel de seda. Cuando su madre regresara se lo contaría, a solas. Y tal vez, entretanto, nadie repararía en la guirnalda. Porque estaba muy arriba en el árbol y la señora Rundle era corta de vista y Jonathon casi ciego y Victoria nunca alzaba los ojos.
—¿Me das el tocino de Melanie? —pidió Victoria. Y Jonathon devoró sus tostadas. Melanie no pudo comer por el peso de la culpa y la vergüenza que al parecer se le habían instalado en el estómago. Al fin regresó a su cuarto y abrió sus libros de texto como si el estudio fuera una forma de expiación. Había abandonado a Lorna Doone todo el verano: empezó a tomar notas.
La señora Rundle y Victoria se marcharon a la tienda del pueblo y Jonathon las acompañó para comprarse un nuevo modelo para armar. La casa vacía parecía resonar alrededor de Melanie; sentía ese extraño no ser de una casa con las habitaciones desiertas y se le erizaba la piel del cuello cuando oía ocasionales crujidos. Era una mañana soleada y las manzanas del árbol brillaban de salud. Una manzana por día aleja al médico. Las avispas ya estarían atareadas con el tesoro de frutas caídas al pie del manzano. Odiaba a las avispas. Apenas podía soportar la idea de que celebraran un festín debajo de su ventana.
A las once y media, en la soñolienta mitad de la calurosa mañana, oyó unos tremendos golpes en la puerta, tan inesperados que dejó caer un borrón en el cuaderno. Bajó al salón. El gato de la señora Rundle se paseaba cazando moscas. Era testigo de la locura de ella, y había participado con una pata en la destrucción nocturna. Le dio un puntapié al pasar y él le respondió con un escupitajo.
En la puerta había un mensajero con un telegrama. Apenas lo vio supo el contenido del telegrama, como si el mensajero tuviese las palabras impresas en la frente. La mañana se oscureció por un segundo. Cuando fue nuevamente de mañana, el chico todavía estaba allí, esperando su propina. En la consola del salón estaba el cambio de seis peniques de la cuenta del lechero, lo que era afortunado porque Melanie no tenía dinero. El gato se sentó en el tercer escalón y guiñó los ojos. El chico se marchó. Ella oyó el ruido de una motocicleta que se alejaba.
—Ha sido por mi culpa —le dijo al gato. La voz le temblaba como un junco—. Por usar el vestido. Si no lo hubiera echado a perder, todo esto no habría pasado. Oh, Mamá.
Se le contrajo el estómago. Subió al cuarto de baño y vomitó. Todavía tenía en la mano el telegrama sin abrir. Lo miró y volvió a vomitar. Fue a su habitación. Se encontró consigo misma en el espejo, la cara blanca, el pelo negro. La niña que había matado a su madre. Tomó el cepillo y lo arrojó contra la imagen en el espejo. El espejo se hizo añicos. Detrás no había otra cosa que la madera desnuda del armario.
Estaba decepcionada; hubiera querido ver el espejo y la habitación todavía reflejada en él, pero sin la imagen de ella. Pisó los cristales rotos, se acercó a la ventana y miró la guirnalda de boda en el árbol.
«Iré a buscarla y la guardaré. Tengo que hacerlo. Así Mamá volverá».
Pero sabía que si trepaba al antepecho de la ventana seguramente se caería. Y además, ¿acaso regresaban los muertos?
—¡Oh, Mamá!
Fue al dormitorio de sus padres y miró la foto del día de la boda. El vestido ya no estaba; el hombre asomaba detrás de la novia, con el ceño fruncido porque el sol le daba en los ojos.
—¡Oh, Mamá! ¡Oh, Papá!
Las lágrimas le corrieron por la cara. Tomó la foto, la sacó con cuidado del marco, sosteniendo el telegrama entre los dientes, y luego la rompió en pedacitos y los arrojó al hogar como copos de nieve. Luego quebró el marco, y empezó a devastar la habitación.
Abrió armarios y cómodas y volcó el contenido en pilas. Abrió cajas y frascos de cosméticos y perfumes que se echó encima o derramó sobre muebles y paredes. Arrancó de la cama el colchón y las almohadas y los golpeó y pateó hasta que los muelles emergieron zumbando del brocado y las almohadas estallaron en nubes de plumas. Aún tenía el telegrama entre los dientes, negro de saliva. No oía ni veía nada; sólo destrozaba como una autómata. Tenía plumas pegadas a las lágrimas y grasa en las mejillas.
La señora Rundle regresó con Victoria; hacía calor y ambas comían helados. La señora Rundle puso a cocer las patatas ya mondadas y preparó la mesa Jonathon traía en los brazos una nueva caja. Había comprado el equipo para armar el Cutty Sark Detrás de las gafas, tenía los ojos iluminados por la excitación.
—La cena está casi lista, Jonathon —dijo la señora Rundle.
El niño se sentó obedientemente con la caja en las rodillas; era un objeto precioso y no quería abandonarlo. Victoria jugaba con las bolsas de papel de la compra. La señora Rundle sirvió la comida a los dos hermanos y se preguntó dónde estaba Melanie. Tendría necesidad de la cena, ya que no había probado el desayuno. Jonathon y Victoria comían con hambre; la señora Rundle no quería molestarlos.
—¡Melanie! —llamó la señora Rundle desde el pie de la escalera.
No hubo respuesta.
¿Estaría en su habitación, quizá dormida sobre sus libros? La señora Rundle subió la escalera, resollando, y encontró la habitación vacía y los fragmentos del espejo roto desparramado por el suelo. Miró el desorden y suspiró.
«Ha roto sin querer el espejo y se ha escondido porque no se atreve a decirlo», reflexionó sabiamente.
En el rellano oyó, sorprendida, unos gemidos apagados. Siguió el rastro de ese inesperado sonido. Encontró a Melanie sentada con las piernas cruzadas sobre una pila de camisones hechos trizas. De una hilera de frascos rotos emanaba un opresivo olor a Chanel N.º 5. Melanie tenía la cara cubierta de maquillaje y lápiz labial; era una máscara roja y negra y de la boca le brotaba un torrente de desesperación sin palabras. La señora Rundle había visto muchas cosas en su vida y afrontó la situación.
Tuvo que abrir a la fuerza los dedos calientes de Melanie para arrancarle el telegrama. Melanie no parecía ver a la señora Rundle. La señora Rundle sacó sus gafas del delantal, las limpió y leyó el telegrama. Movió la cabeza lentamente. Abrazó a Melanie, que estaba rígida como la madera y aullaba, y salió del cuarto y bajó pesadamente las escaleras.
—Jonathon —dijo la señora Rundle—, corre a llamar al médico. Tu hermana está enferma.
—Todavía no he comido el postre —dijo razonablemente Jonathon.
—Te lo guardaré caliente en el horno.
—Yo quiero mi postre ¡ahora! —exclamó Victoria, porque había visto que hoy, por excepción, era pastel de manzanas. La señora Rundle le cortó un gran trozo y lo cubrió de crema. Era mejor que comieran mientras podían. Ella misma comió un poco de pastel lenta y ceremoniosamente, como si estuviera en un funeral. Sabía por experiencia que el estómago lleno es una ayuda en momentos difíciles. Luego sirvió al gato un plato de patatas mezcladas con salsa.
—Pronto tendremos que buscar una casa nueva, minino —le dijo. El gato ronroneó y comió moviendo la cola.