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Todas las demás comidas (aparte de una ocasional taza de té o un ligero refrigerio) se hacían en el comedor, aunque el olor a moho y a encierro no se disipaba por más frecuentemente que allí fueran. Pero el desayuno era la excepción y siempre se tomaba en la cocina, aunque Melanie jamás consiguió descubrir el porqué.
En la cocina, Jonathon y Victoria, con las caras enrojecidas y brillantes por el agua fría, todavía no habían tocado sus tazones de avena. Tía Margaret debía de haberlos despertado y lavado. Le indicó a Melanie que se sentara junto a Victoria con un nervioso movimiento del brazo delgado. Llevaba un sucio delantal de algodón estampado, atado con cintas a la espalda, puesto de cualquier manera encima de la falda y el jersey negros, y parecía arrebatada. El pelo estaba tan desordenado que seguramente se lo habría recogido en sueños.
Victoria tenía su bonito babero con una rana verde y parecía impresionada por la atmósfera ceremonial, el gong y los gritos que acompañaban al desayuno. Gracias a Dios se impresionaba con facilidad. Melanie no habría podido soportar a Victoria cantando y riendo y tal vez Tío Philip la hubiera golpeado y eso habría sido terrible. Los dos hermanos Jowle estaban sentados frente a Melanie y a Victoria: eran una estampa moralista del contraste entre aseo y desaseo, pues Francie estaba cuidadosamente vestido con su traje y una corbata verde atravesada por un alfiler, una pequeña daga. A la cabecera había un enorme sillón en que Tío Philip tomó asiento pesadamente para asumir la presidencia de la fuente del pan y el frasco de mermelada, que tenía la forma de una naranja y estaba pegajoso. Tía Margaret, agazapada en el otro extremo, esperaba a que el agua hirviera. Hubo otra plegaria, menos extraña que la de Francie, pero truncada.
—Por lo que vamos a recibir —dijo Tío Philip y, sin más, empuñó la cuchara. Era una señal. Todos a un tiempo atacaron el porridge.
Había leche en: una jarra marrón y se podía elegir azúcar o jarabe dorado, que todavía estaba en la lata verde y oro. Finn monopolizó el jarabe y trazó distraídamente unos bordados eclesiásticos en su bol. El silencio era total aparte de la sinfonía de ruidos con que Francie acompañaba el porridge. Finn continuó dibujando un encaje de sutiles arabescos entrelazados mientras los demás tazones se vaciaban. Pasó el tiempo. Tío Philip lanzaba a Finn miradas de Medusa bajo sus tupidas cejas.
—Finn —dijo en tono tremebundo.
—¿Sí, señor? —repuso Finn, sonriendo. ¿Porqué sonreía tanto, mostrando esos dientes descoloridos?
—Deja de jugar con la comida, maldición.
—Sólo estaba dibujando.
—Deja de jugar con la comida o lo que sea.
Tía Margaret se estremeció y cerró los ojos. Suspirando, Finn acabó su tazón con sorprendente rapidez, como si en lugar de comer estuviera guardando cucharadas de alimento en el bolsillo. Al amparo de la discusión, Melanie se atrevió finalmente a mirar a su tío.
Todavía le asombraba su tamaño, porque parecía muy delgado en aquella foto de boda. ¿Qué edad podía tener? Era mayor que Tía Margaret, eso parecía seguro, pero ¿cuánto? El pelo era canoso, pero no blanco. Más bien amarillento, como plata manchada, sedoso, brillante, con la raya a la izquierda, y cepillado sobre la frente. Abundante y cuidado con notoria vanidad. El desordenado bigote de foca era más oscuro, con mechones grises, manchado en contacto con su tazón especial, en el que cabía medio litro y que llevaba la inscripción «Padre» trazada con capullos de rosa. El bigote lo hacía parecido a Albert Schweitzer, pero sin su bondad. El tazón tenía un tamaño adecuado, pero el dibujo era demasiado bonito para esa mano grande y nudosa, cubierta de cicatrices y teñida por años de trabajo con pinturas y maderas. Las cejas le sobresalían como en la máscara de Mefistófeles y los ojos tenían la ausencia de color de los días de lluvia.
Vestía Tina impecable camisa blanca con un cuello de pajarita almidonado y brillante como un cristal y una corbata de cordón que podría no haberse quitado desde el casamiento de su hermana. En mangas de camisa, patriarcal, majestuoso, llevaba un amplio chaleco negro, con largas arrugas en la espalda lustrosa, atravesado por una imponente cadena de oro del estilo favorecido por los ricos propietarios de minas Victorianos. Si hubiera habido un problema en la galería de una mina no le habría importado en absoluto. Tenía una amplia servilleta de lino blanco debajo del mentón. Su autoridad era sofocante. Tía Margaret, frágil como una flor seca, parecía demasiado asustada para mirarlo. Se había servido una diminuta porción de porridge pero tardó más que nadie en acabarla, mordisqueando el extremo de la cuchara. No había terminado cuando Tío Philip dejó caer ruidosamente la cuchara en su bol vacío.
—¡Cambia los platos, Finn! ¡De prisa!
Tía Margaret dejó su comida y sacó de la plancha caliente del horno varias fuentes de tocino y pan frito, Finn se desperezó y abrió la boca en un bostezo artificialmente exagerado que mostraba el túnel rojo de su garganta. Tío Philip se indignó.
—¿Quieres hacer que me enfade?
Finn recogió los platos. Pasó por detrás de la ancha espalda de Tío Philip con una inclinada torre de loza en las manos y ejecutó una instantánea danza burlona que él no podía ver. Nadie habló ni se movió. Después del tocino, el desayuno terminó con mermelada y en el mismo silencio opresivo con que había comenzado.
Durante la semana utilizaban un juego de porcelana con el dibujo de un sauce, del que había muchas piezas, para el desayuno, el almuerzo y el té, aunque Finn y Francie usaban a veces unos jarros blancos lisos para tomar leche o chocolate caliente a la noche. Los domingos sacaban un juego de mejor calidad, con sopera y platos para ensalada, blancos y con una franja verde. Tía Margaret estaba orgullosa de ese juego. Venía de Irlanda y había sido de su madre. Se guardaba en el aparador del comedor y sólo se llevaba a la cocina para calentar los platos antes de la comida y para lavarlos después. Melanie, más tarde, empezó a contar mentalmente las semanas por la aparición del juego de la franja verde. «Otro domingo». Y los lunes por la mañana miraba el pequeño puente que había debajo del sauce en su plato y deseaba correr por él hacia los árboles en flor y alejarse de la casa de Tío Philip. Pero esa primera mañana no imaginaba que sería así.
—Por lo que hemos recibido —dijo Tío Philip. Dejó caer la servilleta en su plato y echó atrás el sillón—. Finn, vístete decentemente y baja en seguida.
La puerta se cerró con fuerza detrás de él.
Pareció que la habitación se iluminaba. Finn, sonriente, y Francie encendieron cigarrillos e inclinaron las sillas hasta apoyarlas en dos patas. Tía Margaret puso agua a calentar para lavar: tampoco había agua caliente en la cocina. Los niños se unieron defensivamente y ambos, incluso Jonathon, se apoderaron de las manos de Melanie. Victoria estaba a punto de llorar. Una expresión acongojada pasó por la cara de Tía Margaret.
«Ladra pero no muerde», escribió en la pizarra.
Como si obedeciera a una oscura orden, el perro ladró.
—Ni siquiera nos preguntó nuestros nombres —dijo Jonathon, vagamente asombrado.
—Los sabe —señaló Finn.
—¿No sería mejor que te vistieras? —le preguntó Melanie.
—Primero tengo que lavarme, ¿no es verdad? Y afeitarme.
—¡Es horrible! —murmuró Victoria, que había tomado en el acto una decisión acerca de Tío Philip. Tía Margaret, muy preocupada, la alzó y la acarició.
—No está muy acostumbrada a los gritos —explicó Melanie.
—Pues más vale que aprenda —respondió Finn, rascándose la axila.
Ese día, después de lavar los platos, Melanie se quedaría en la tienda para aprender los precios y dónde se guardaba todo. Victoria podía acompañarlas y jugar sola. Era un proyecto familiar. Jonathon, librado a sí mismo, pidió y obtuvo permiso para seguir trabajando con su barco.
—Es muy hábil con las manos —dijo Melanie.
—Tu tío se pondrá contento —dijo Finn, mientras esperaba a que se calentara el agua para afeitarse—. Podrá hacer alguna marioneta con nosotros.
—Y la escuela… —dijo Melanie en voz muy baja, secando un tenedor.
—Ah —dijo Finn—. Este año ya es tarde para empezar.
Francie, que todavía estaba sentado a la mesa y fumaba, se echó a reír con el ruido de un molinillo de café, y Tía Margaret, llena de espuma hasta los codos, se llevó un dedo a los labios.
—Él no puede oírte, Maggie —dijo Finn y la abrazó por la cintura—. No temas.
Ella se inclinó hacia él, que le dio un beso en el cuello entre el desordenado pelo rojo que se le escapaba del moño. Melanie se sintió una intrusa. Se distanció de ellos poniendo cuidadosamente los tenedores en un cajón, junto a otros tenedores. Luego guardó los cuchillos y las cucharas. Era una muñeca programada para guardar cosas a intervalos regulares. Tal vez la hubiera construido Tío Philip. No tenía voluntad propia.
Fuera, la mañana de Londres era una nada fría, monótona, sórdida, sin sol, sin lluvia. Ese clima, pensó Melanie, era el suyo propio. Nunca más habría extremos. Nunca más temería el calor del sol. Estaba en el limbo, y allí permanecería el resto de su vida, si a eso se le podía llamar vida, arrastrando esa fatigosa duración sin grandes alegrías ni terribles aflicciones, porque tenía la sangre demasiado enrarecida para soportarlas. Y sólo había cumplido quince años. Era pavoroso.
Mientras guardaba los cubiertos y se compadecía de sí misma, descubrió que dramatizar las cosas las hacía más fáciles. O melodramatizarlas. Por ejemplo, era más fácil hacer frente al hecho concreto de Tío Philip si lo veía como un personaje de película, posiblemente representado por Orson Welles. Estaba en el cine y veía una película. Pronto vendría una chica vestida de blanco a vender helados, almendras saladas y palomitas de maíz. Pero sin sabor. Trató de no pensar en el afecto mutuo y sosegado de Finn, Francie y la muda.
La noche anterior, los tres se habían fundido, como si fuera lo más fácil del mundo, en un flamante animal de tres cabezas que conversaba alegremente consigo mismo a través de las manos de Francie, los dedos y los labios de Tía Margaret y los pies de Finn. Y Melanie los había espiado por el ojo de la cerradura y nunca podría acercarse más que hasta la cerradura de esa puerta detrás de la cual ellos vivían. Mirar una película era como ser un voyeur, vivir de prestado. Los Jowle eran una sola entidad, cálida como la lana. Los envidiaba amargamente. «Sentirse en casa». ¿Cómo podría? El desapego se le resquebrajó. De pronto deseó por encima de todas las cosas un papel en esa película familiar.
Pero ¿quería realmente pertenecerles? Durante un instante sintió ese deseo como si fuera un dolor. Y luego, también de repente, se rebeló contra ellos. Eran sucios y vulgares. Odiaba usar la palabra «vulgar»; sólo la gente vulgar llamaba «vulgares» a los demás, le había enseñado su madre. Pero era la palabra adecuada.
«No he visto un libro en la casa, ni uno solo». Y la hilera de frascos de salsas en el comedor. Y Francie que se atiborraba de porridge y que (ahora) se mondaba pensativamente los dientes con una cerilla usada. Y el horrible chaleco de Finn y sus pijamas todavía más horribles. Y las únicas pinturas que había visto eran la estampa anticuada y sentimental de su habitación y el perro de Finn sobre la repisa de la chimenea; la pintura de un niño que la había puesto allí para darse aires. Y el té, té, té con todo, justamente cuando ella empezaba a apreciar la sofisticación del café. Y los agujeros de las medias de Tía Margaret Y la falta de papel higiénico. Era repugnante. Vivían como cerdos.
Pero a pesar de todo, eran pelirrojos y tenían sustancia en tanto que ella, Melanie, era gris para siempre, una sombra. Todo era por culpa de la noche del traje de boda, en que ella se había casado con las sombras y el mundo se había acabado. Todo esto sucedía en un espacio vacío al final del mundo. Secaba tazas, platos y fuentes con un paño porque no había ninguna otra cosa que pudiera hacer.
¿Y cómo lograban ser pelirrojos y sustanciales (o, en el caso de Tía Margaret, intermitentemente sustancial) si vivían bajo el dominio de Tío Philip, la Bestia del Apocalipsis? ¿Cómo podía haber adivinado ella que Tío Philip era un monstruo con una voz capaz de hundir el techo y aplastarlos a todos?
Oh, pobre Tía Margaret, que era tan gentil y sin embargo (probablemente) dormía en la misma cama que él, porque estaban casados. Él hacía juguetes que parodiaban las inocentes diversiones de su mujer y sus hermanos y ella temblaba cuando él alzaba aquella voz de fiera. Y quería tener niños, Melanie estaba segura, pero ¿querría hijos de Tío Philip? Tía Margaret amaba a los niños y hubiera querido tener a Victoria para ella sola. Pues podría quedarse con Victoria. Melanie renunció de inmediato a todos sus derechos sobre Victoria y sintió que la tensión disminuía. Le habían quitado un peso de encima.
«Creo que podría escaparme», pensó mientras guardaba los platos en los estantes del aparador. «Buscaría trabajo y viviría sola en un estudio, como las chicas de que hablan las revistas».
Se prepararía Nescafé en su propio calentador de gas y compraría porciones de cien gramos de queso y pintaría una pared de rojo geranio, otra de celeste y las dos restantes de blanco, como había querido hacer en su casa sin que su madre se lo permitiera. Evocó una imagen clara y distinta de su madre, muy pequeñita, vista a través de un telescopio invertido, después del accidente, en la arena amarilla, vestida con su mejor traje negro y un sombrerito de viaje, rodeada por los fragmentos carbonizados de otras personas. Pero sin duda la realidad había sido muy diferente. Melanie colgó las tazas en los ganchos del aparador; el brazo le subía y bajaba, le subía y bajaba. Lo miró con una cierta curiosidad: parecía dotado de vida propia.
Esa misma mañana, más tarde, en la trastienda, escribió en una hoja arrancada del anotador de Tía Margaret la carta que le había prometido a la señora Rundle. Mordió el lápiz y masticó las astillas; ¿qué podía decirle a la señora Rundle, que ahora era (si alguna vez había sido otra cosa) una extraña, vivía lejos, los relegaba al olvido y los guardaba, junto con otros recuerdos, en su voluminoso bolso?
«Querida señora Rundle:
Tuvimos un buen viaje, pero fue agotador. Esperamos que le haya ido bien en su viaje».
Reflexionó un momento, luego tachó «su viaje» y escribió «el suyo» para no repetirse. Eso era cuidar el estilo, como le habían enseñado en la escuela. De algún modo sospechaba que nunca volvería ala escuela.
«Victoria y yo compartimos una habitación. Parece que Tía Margaret ya quiere mucho a Victoria».
Victoria, misteriosamente sosegada, estaba a los pies de Tía Margaret y miraba los fluctuantes dibujos del fuego, cantándose una canción plañidera y sin palabras. ¿Por qué no le daban algún juguete? Había muchos.
«Tía Margaret es muda», escribió Melanie. Y luego tachó «muda» y puso «encantadora», pensando que tal vez los abogados le habían hablado de ese defecto a la señora Rundle, y que ella no había sabido cómo decírselo a los niños.
«Tío Philip es un poco raro pero estoy segura de que todos nos sentiremos bien muy —decidió reforzar el adverbio— muy pronto».
«Esperamos que usted esté bien, y también el gato».
Eso era mentira. Melanie no esperaba que el gato estuviera bien. Deseaba que estuviera muerto. Estaba convencida de su maldad esencial, pero para la señora Rundle era como un hijo querido, aunque fuera un delincuente, y tenía que interesarse por él.
«Cariños de Melanie, Jonathon y Victoria».
Suspiró al terminar la carta. Ahora tendría que buscar un sobre y comprar un sello (¿dónde estaría la oficina de correos?) y enviarla y entonces pasaría un día y luego la señora Rundle se pondría las gafas para leer la carta en una cocina flamante, con una refrigeradora y una cocina de mandos automáticos y un gratinador a la altura de los ojos y mesas de plástico resplandeciente y una licuadora y un molinillo de café eléctricos, probablemente. En la nueva casa de la señora Rundle sin duda había café recién molido en un tarro pintado con laca roja.
Melanie estaba segura. Le gustaba la imagen de la señora Rundle en su casa, porque había sido parte de un verdadero hogar y los niños habían pasado un tiempo en el negro puerto de su regazo.
Sonó la campanilla, el loro chilló. Melanie acompañó a su tía a vender unas máscaras del día de Todos los Santos a un chiquillo con unos tejanos diminutos que tenía mocos en la nariz. Había gran cantidad de máscaras aterradoras. Vaciaron cajas y cajas en el mostrador delante del niño; leones, osos, demonios, brujas (de color verde claro, con pelo de paja verdadera). Esas máscaras eran mucho menos elaboradas que las del taller. Cuando Melanie se lo dijo a su tía, la mujer escribió: «Las de abajo son los modelos de lujo, éstas son las más corrientes. Pero por favor no vayas al taller». Le ofreció al niño una máscara de oso gris con orejas de piel.
El chico, extático, se las probó una tras otra, rugiendo como un león o maullando como un gato. Tendría tal vez siete años y guardaba el dinero atado en una punta de su pañuelo. Su acento del sur de Londres le pareció áspero y desagradable y Melanie deseó una vez más que Victoria no se contagiara. Seguramente había ahorrado durante largo tiempo para poder comprar una de las máscaras de Tío Philip. A diecinueve chelines y once peniques a ella le parecían carísimas, pero el muchacho las adoraba.
Con la cara rayada por una máscara de tigre amenazó a través del mostrador a Melanie, que reprimió una exclamación. Era la quintaesencia de un tigre, ardiente, encendido por una pintura fosforescente, una imagen feroz y bestial. No le parecía que esas máscaras fueran juguetes apropiados para niños pequeños. Finalmente el chico puso en el mostrador unas monedas de uno y seis peniques y se llevó la elegida, una máscara de elefante con afiladísimos colmillos de plástico y una trompa de goma espuma que podía moverse tironeando de una cuerda. Parecía un elefante en celo, pensó Melanie. Le ofreció una bolsa de papel pero el chico deslizó el elástico por detrás de la cabeza y corrió a la calle, la cabeza del impetuoso elefante encajada sobre el cuello del jersey, sacudiendo su nueva trompa. Sonriendo, Tía Margaret guardó el dinero en el cajón que hacía las veces de caja. Era una sonrisa hermosa, cálida y genuina.
«Es un placer atender a los niños», escribió.
—Tiene que ser agotador —respondió Melanie.
«Aquí los niños están acostumbrados a que yo los atienda». Melanie se preguntó qué había entendido Tía Margaret. Guardó con alivio aquellas máscaras horribles.
El tiempo pasaba muy lentamente. A las once y media se prepararon té en la trastienda. Melanie pensó que tal vez debería llevar una bandeja al sótano, pero al parecer abajo también había una cocinilla de gas para que pudieran beber té cuando quisiesen. En cambio, se la llevó a Jonathon, y Tía Margaret le enseñó a mantener caliente la infusión cubriendo la taza con el platillo.
El ático de Jonathon era muy frío. Él estaba entumecido, agarrotado; tenía la nariz roja y llagada y las cicatrices de las rodillas de color morado brillante. Apenas miró a Melanie cuando ella entró. El suelo estaba cubierto de espirales y marañas de hilo negro; el barco navegaba orgullosamente sobre las franjas de la alfombra persa y Jonathon, sentado sobre los talones, trenzaba un intrincado aparejo. Estaba cuidadosamente vestido con el traje escolar de franela gris como si no fuera un día común. Pantalones cortos, chaqueta con insignia sobre el pecho, y unas medias largas arrugadas, la misma ropa con que había viajado. Era como una bocanada de otro tiempo. Por la mañana, siempre se ponía a ciegas las ropas que se había quitado la noche anterior, a menos que le pusieran otras en la silla situada junto a la cama mientras dormía.
—Aquí te traigo algo caliente —dijo Melanie.
Él no la oyó.
—¡Jonathon, te he traído té! —Puso la taza en el suelo junto a él y le tocó el hombro. Lentamente, él desenredó el hilo negro que tenía en los dedos y la miró a través de las gafas como si se preguntara quién era. Tenía las gafas empañadas y manchadas. Se las quitó. Les echó el aliento y las limpió con su pañuelo, que estaba muy sucio. Los ojos, bordeados de rosado, parecían indefensos. Melanie pensó en un pequeño roedor, una cobaya o un topo. Él se caló las gafas y volvió a examinarla.
—Ah, eres tú —le dijo y miró el té con aire desconcertado.
—Bébelo antes de que se enfríe.
Con inesperada aquiescencia, Jonathon acabó la taza en tres tragos y se la devolvió vacía. Esperó cortésmente a que ella se marchara, con la vista clavada en el barco. Melanie se sentía una intrusa, pero después de todo era su hermano y tenía derecho a entrometerse.
—Jonathon —dijo—, ¿estás bien?
Él se quedó pensando, o eso parecía.
—¿Qué quieres decir? —preguntó finalmente.
—¿Eres feliz aquí, o crees que podrás llegar a serlo?
Muy quieto, las manos en las rodillas, Jonathon no intentó responder, como si para él ese asunto fuera aburrido o irrelevante.
—Jonathon, dime si eres feliz o no. —Era su hermano, y ella se preocupaba por su bienestar.
—Quiero seguir con mi barco —dijo él—. Por favor.
—Oh —dijo ella, débilmente, y se fue.
Se sintió congelada y desolada mientras recorría el largo pasillo marrón con sus secretas puertas herméticamente cerradas. El castillo de Barba Azul. Melanie se estremecía de horror ante cada puerta temiendo que se abriese para dar paso a algún espantoso artilugio rodante, a una broma espeluznante o a una repulsiva novedad que pusiera a prueba su valor. Ahora estaba completamente sola, había perdido a su hermano y a su hermana. Jonathon arriba, Victoria abajo y Melanie en mitad del peligroso camino que los unía, desconectada de ambos.
—Si tan sólo —se dijo— no fuera tan joven, inexperta y dependiente…
Detrás de las puertas (¿qué puertas?) dormían, por la noche, Tío y Tía, Francie, Finn. Pero no ahora. ¿Quién ocupaba las habitaciones de día? Era el castillo de Barba Azul o la mansión del señor Fox, donde la leyenda «Sé atrevida, pero no demasiado» estaba escrita en el dintel de todas las puertas y había cadáveres ordenadamente apilados en los armarios encima de las sábanas y las fundas de las almohadas. Melanie sabía que no tenía razón, que sólo había habitaciones vacías y camas silenciosas a su alrededor, pero el miedo estaba allí y sus pies asustados hacían demasiado ruido y despertaban ecos. En el rellano de la cocina el perro, firmemente instalado en lo alto de la escalera, le cerraba el paso y le daba la espalda, con aire ausente. Era de una blancura fantasmal, como Moby Dick. En esa casa marrón parecía tener luz propia. Melanie se sobresaltó.
Se detuvo junto al perro. Él no se movió. Melanie se sintió atrapada.
—Perro bueno —dijo—. Perrito lindo, déjame pasar. Por favor.
La cola empezó a moverse hacia aquí y hacia allá con un suave bisbiseo.
—Por favor —repitió. El perro la miró por encima del hombro con— sus centelleantes ojos rojos. Melanie se preguntó locamente «¿Cuál de los dos perros será, el verdadero o el pintado?». Por fin pasó por encima, temiendo que le lanzara un mordisco a la pierna. Pero el perro no se movió. La miró sin parpadear hasta que ella borró la mirada roja cerrando la puerta de la trastienda.
Tía Margaret pelaba unas patatas en una palangana de plástico que tenía en el regazo y Victoria la ayudaba con un cuchillo pequeño pero de aspecto peligroso, ambas rodeadas de charcos. Tía Margaret, con la inclinada cabeza de pájaro y los ojos tiernos y cariñosos, miraba la coronilla redondeada de Victoria. Victoria, al menos, parecía parte de la familia.
En seguida Tía Margaret fue a preparar la comida y Victoria la siguió, y Melanie se quedó a cargo de la tienda. Le agradaba, descubrió, estar detrás del mostrador. Hasta ese momento, siempre había estado del lado del cliente. Durante un rato jugó a la tendera. Contó el dinero de la caja e inspeccionó un rollo de facturas. Se cercioró de que sabía dónde estaban las bolsas de papel, el papel de envolver, el cordel y la cinta adhesiva.
Luego miró algunas mercancías. Atraída por unas máscaras feroces, que le parecían repugnantes, al fin se probó una o dos, pero no había un espejo en el que pudiera verse aunque se sintió curiosamente zorruna o felina según la máscara que tuviera puesta. Incluso olían a animal salvaje. Luego acarició la cresta del loro y lo miró mientras picoteaba una semilla de girasol. Caminaba de lado en la percha y la miraba con aire condescendiente, como si fuera capaz de decirle una o dos cosas, si quisiera.
Nadie vino a comprar. La tienda estaba tan oscura que dejaban la luz encendida todo el día. Allí eran siempre las cinco de una tarde de invierno y todas esas cajas tentadoras creaban la atmósfera de la Nochebuena con su ferviente expectativa de regalos y sorpresas. Melanie era más feliz en la tienda que en la casa. Le encantaba estar cerca de una puerta que daba a la calle, ver a la gente que pasaba y saber que otras vidas seguían su plácido curso.
Tocó furtivamente las cajas como un niño que mira los paquetes, envueltos en papel navideño, escondidos en la parte superior del armario de sus padres. Sacó las tapas de las que Finn no había abierto. Contuvo la respiración, maravillada. Tenía nuevamente siete años.
En una estantería especial había unos juguetes de madera para niños pequeños. Eran fascinantes. Caballitos con ruedas para tirar de una cuerda, caballos rojos, azules y verdes salpicados de flores blancas, negras y amarillas. Sonajeros en forma de cerdos y búhos con semillas secas en las panzas. Silbatos que representaban aves de varios colores, y se soplaban por la cola. Melanie se llevó a los labios un pájaro silbato y emitió una nota de intensa y conmovedora dulzura. Acróbatas que daban volteretas, ¡jup!, en marcos de madera. Modelos de madera tan primitivos como los primeros juguetes del mundo. Dos hombres que martillaban por turno un yunque.
Empezó a reconocer la personalidad de Finn en la pintura de los caballos floridos, las curiosas caras de platillo del cerdo y el búho, la gloriosa cola de pavo real de las aves, la mueca profesional de los acróbatas, los labios apretados de los herreros. Finn había prestado especial atención a estos últimos, decorados con diversas formas dé pelo facial, desde un finísimo bigotito a lo Ronaid Colman hasta unos pesados bucles de estilo asirlo antiguo, y vestidos con diminutas chaquetas pintadas al azar con rayas, estrellas, flechas y puntos. Aparentemente, a Finn le gustaba sobre todo pintar juguetes para los más pequeños. Dentro de una caja muy grande había un Arca de Noé. Era una obra maestra.
Melanie puso las piezas, una por una, sobre el mostrador.
Noé, de quince centímetros de altura, llevaba botas altas de caucho natural y una barba blanca hasta las rodillas. Los Noé eran una familia curiosa. La señora Noé era cilíndrica, como si ésa fuese la forma más adecuada para ella, elegida con alivio después de haber ensayado infructuosamente cien variaciones. Tenía en la nuca un moño sujeto con alfileres de madera más delgados que cerillas. Las mejillas eran rojas y redondas.
No obstante, Sem y Cam eran aceitosos orientales que parecían propietarios de clubes nocturnos o garitos de juego con trajes a rayas finas, pelo negro ondulado y amplias sonrisas que dejaban ver unos dientes de oro. Pero Jafet (ella sabía que era Jafet porque el nombre estaba escrito en la camiseta) era Finn en persona, con su bizquera y sus tejanos azules. Se había pintado a sí mismo como una firma. Melanie recordó que él había dicho «Estamos todos en el mismo bote». Pues sí: estaba en el arca y presumiblemente sobreviviría a todos los diluvios.
En el interior de la embarcación había treinta parejas de animales, desde un león y una leona casi tan grandes como el mismo Noé hasta un par de ratitas blancas no mayores que la uña del meñique de Melanie. Ambos leones llevaban coronas, para demostrar que eran un rey y una reina. Melanie reía de pura felicidad al verlos tan pequeños y bonitos, tan gatunos los gatos, tan expresivos los canguros (con un bebé en la bolsa de la madre), todos de naturaleza básicamente humorística. Los dispuso en una larga línea encabezada por los leones, el desfile de un circo labrado en madera y delicadamente coloreado. Y vio que pensaba en pequeño, en la escala del arca, y que sus propias manos eran tan desmesuradas como las de Gulliver en Lilliput.
En el arca misma, de base plana, había un paisaje marino pintado hasta la línea de flotación: profundidades abisales pletóricas de peces color fresa, bosques de algas y rocas cubiertas de lapas y, aquí y allá, alguna rolliza sirena como las que los marinos se tatúan en los brazos. La sirena hendía enérgicamente las olas con su pecho o bien, sentada en la quilla volcada de un barco, se peinaba el largo e improbable pelo amarillo. El casco del arca era verde y había cabezas pintadas de animales asomadas a los ojos de buey. En el mástil se veía una tarjeta con el precio. Setenta y cinco guineas.
—¡Dios mío! —exclamó.
—Un precio razonable por ese trabajo —dijo Tío Philip—. Hay que cobrar el precio justo. Al menos eso dice la economía. Y le ruego amablemente que guarde esas cosas, señorita. No me agrada que jueguen con mis juguetes.
—¡No se vende! —canturreó el loro.
Tío Philip no dejaba espacios libres en el vano de la puerta. Tenía sujetas las mangas de la camisa con brazaletes de metal por encima del codo y vestía una áspera bata que alguna vez había sido blanca y que lo cubría desde el nudo de la corbata hasta los tobillos.
No había amabilidad en sus ojos claros. Tenía el ceño fruncido. Las cejas unidas eran como una barra de hierro. Melanie metió nerviosa y estrepitosamente los animales en el arca.
—¡Y ten cuidado con esas cosas! Ahora, son tu pan cotidiano.
Lo eran.
Más arriba, el gong de la cena dobló tristemente.