2
Melanie nadaba como un pez ciego y sin oídos en un mar de sedantes en que no había tiempo ni memoria, sino sólo sueños. El verano se transformó en otoño antes de que emergiera a la superficie. Desvaída, en su cama, recordaba. Una mañana se sintió mejor y salió y enterró el traje de novia al pie del manzano. Sentía un hueco en el pecho, como si hubiera enterrado allí su corazón, pero todavía podía hablar y moverse.
—Tienes que ser una pequeña madre para ellos —dijo la señora Rundle. La señora Rundle cosió bandas negras en las mangas de los abrigos, incluso en el de Victoria. El abrigo de la señora Rundle ya era negro de por sí; ella siempre estaba preparada para los asaltos de la mortalidad. Se sentía decepcionada y hasta ofendida porque no se traerían los restos para celebrar un servicio fúnebre. Por supuesto, no había restos. Pero aun así.
Melanie empezó a llevar trenzas rígidas, como de piel roja, con el pelo y el cuero cabelludo tan tirantes que le dolían; la raya blanca que las separaba en la nuca parecía a punto de abrirse y dejar escapar el cerebro. Era una penitencia. Mordió la punta despareja de una trenza y pateó el travesaño de una silla de la cocina. Por la puerta abierta se filtraban las voces apagadas de los subastadores.
Había que venderlo todo. No quedaba dinero. Papá no tenía ahorros porque siempre había pensado que podía ganar algo más. Los niños pasaban de un día al siguiente, en un vacío. Había comida y la señora Rundle seguía allí. Era un punto fijo. Melanie estaba siempre a su lado y la ayudaba en las tareas de la casa. No le gustaba estar sola. El espejo estaba roto y odiaba los casuales reflejos de su cara cuando se limpiaba los dientes o pasaba ante la consola del salón. Pero la señora Rundle, la gallina madre, buscaba un nuevo trabajo, y la casa se vendería como también los muebles.
—Una pequeña madre —repetía Melanie. Tenía que ser una madre para Jonathon y Victoria. Pero Jonathon y Victoria apenas parecían sentir la falta de una madre. Ambos tenían sus propios mundos privados. Jonathon seguía armando el nuevo modelo. Victoria balbuceaba como un arroyo y cazaba motas de polvo en los rayos de sol. No hablaban de sus padres ni parecían comprender que su vida actual no duraría mucho. Victoria era demasiado pequeña, Jonathon estaba demasiado ocupado. Cuando los posibles compradores venían a visitar la casa, como ocurría cada vez con más frecuencia, se mantenían aparte hasta que los intruso se marchaban.
—A mí me toca ocuparme —dijo Melanie.
La señora Rundle tejía unos calcetines tres cuartos. Para Jonathon, como regalo de despedida. Acababa de pasar del talón.
—Me han pedido que te lo diga —dijo—. Los abogados. Como soy la única persona mayor que tenéis cerca. Estaba esperando el momento.
—¿Para qué?
—Iréis a casa de vuestro tío Philip.
Melanie la miró, asombrada.
—Tío Philip se ocupará de los tres —continuó la señora Rundle—. No está bien que una familia se separe. —Resopló enfáticamente.
—Pero no lo conocemos. Era el único hermano de Mamá y estaban distanciados. —Melanie extrajo el nombre de una observación casual formulada en un pasado remoto—. Se llama Flower. El nombre de soltera de Mamá era Flower.
—El abogado dice que es un perfecto caballero.
—¿Dónde vive?
—En Londres, donde ha vivido siempre.
—Entonces, iremos a Londres.
—Será bueno, ahora que estás creciendo. Tendrás todo Londres para ti. Teatros. Y también bailes. —Recordó una palabra de las revistas femeninas y las novelas—. Soirées.
—¿Cómo se gana la vida? Antes fabricaba juguetes.
—Y todavía lo hace. Está casado. Tendréis la guía de una mujer.
—No sabía que estuviera casado.
—En estos tiempos —desaprobó la señora Rundle— hay muy poca relación dentro de las familias. ¿Cómo puedes no saber nada de la esposa de tu tío? Después de todo, es tu tía. —Las agujas de acero centellearon.
—Todo será nuevo y distinto.
—Así es la vida —dijo la señora Rundle—. Yo os extrañaré y pensaré con frecuencia que la pequeña se hace mayor y tú empiezas a ser una señorita.
Melanie inclinó la cabeza y las trenzas le cayeron sobre la cara.
—Usted ha sido muy buena.
—Por supuesto, ayudaré a empacar.
—¿Y cuándo —Melanie tragó saliva— partiremos?
—Pronto.
Octubre, el brumoso, dorado octubre, cuando la luz es dulce y pesada. Esperaban el taxi en el umbral, con bandas negras en las mangas y maletas en las manos, pasajeros de un buque náufrago que han salvado unas pocas posesiones al azar y miran el mar tempestuoso al que han de confiarse.
«Tal vez no volveré a ver esta casa», pensó Melanie. Ese adiós al viejo hogar era un momento inmenso, tanto que apenas podía abarcarlo, apenas alcanzaba a sentir algo más que una vaga nostalgia. La guirnalda todavía colgaba del manzano, ya un poco maltratada por la intemperie.
La señora Rundle dio un beso húmedo a cada uno de los tres. También ella se marchaba ese día. Llevaba el abrigo bueno de paño negro, los guantes de siempre cuidadosamente remendados y los fuertes zapatos con cordones. El gato dormía en una cesta junto a su baúl. El nuevo empleador vendría a buscarla en coche. Su relación con los niños se acababa. Ya pertenecía a otra casa, a otra gente.
—¿Y la escuela? —dijo de pronto Melanie. La había recordado al mirar el baúl. Hasta ese momento no lo había pensado. Pero ella y Jonathon tenían que volver a la escuela, y Victoria tenía que ir por primera vez al parvulario, que en el pueblo mezclaba democráticamente escolares y niños pequeños.
—Tu tío Philip se ocupará de eso —respondió la señora Rundle—. No te olvides de comprarles golosinas y revistas para el viaje y cuídalos bien. —Buscó entre los frascos de aspirina y los alfileres sueltos y los tubos de pastillas digestivas con sabor a menta del bolso de falso cuero negro—. Toma. —Un billete de una libra como regalo de despedida.
En ese momento llegó el taxi. ¿Acaso el conductor del taxi, el encargado de revisar los billetes en la estación, los demás pasajeros que aguardaban en el andén, vieron las bandas negras de sus abrigos, los miraron con tristeza y comprensión, con sonrisas de simpatía y aliento? Melanie pensó que así era, se congeló ante la primera sospecha de compasión e intentó comportarse con frialdad.
Una pequeña madre.
«Yo soy la responsable», pensó, mientras ocupaban sus asientos en el tren y Victoria alzaba los cojines para ver qué había debajo y Jonathon estudiaba el aparejo de un velero. «Ya no estoy sola».
Un negro cubo de desazón se volcó sobre Melanie. Una parte de ella estaba muerta, pensó, una parte tierna y adolescente, la niña coronada de margaritas que se quedaría atrás y encantaría la vieja casa, aparecería en el espejo cuando el nuevo dueño quisiera mirarse la cara y brotaría blanca y fugaz en el espinoso corazón del manzano las noches oscuras. Amputada, todavía no se había acostumbrado a la idea de lo que se había perdido, perdido como sus padres dispersos en fragmentos sobre el desierto de Nevada. Un vuelo interno de rutina. Una tormenta imprevista. Un fallo en un motor. Hay dos ciudadanos británicos entre los muertos. Lamentamos anunciar el fallecimiento de un distinguido escritor y su esposa.
Mamá.
No. Mi madre. Ahora estaba muerta y merecía el nombre más honorable. Mi madre y mi padre han muerto y nosotros somos huérfanos. También había una orla de honorabilidad alrededor de la palabra «huérfanos». Melanie nunca había conocido a un huérfano, y ahora ella misma era una huérfana. Como Jane Eyre. Pero con un hermano y una hermana a quienes ella debía cuidar porque no tenían a nadie más.
—¡Londres! ¡Londres! —gritaba Victoria cada vez que el tren, un tren lento, bucólico, se detenía en una soñolienta estación rural con plantas entre las vías, o simplemente en ninguna parte, en medio del campo, para descansar un rato.
—No nos conocerán en la estación —dijo de pronto Jonathon—. Nunca nos hemos visto.
—Reconocerán en seguida a tres niños que viajan solos —dijo Melanie.
El tren era una especie de purgatorio, de período de espera entre el pasado conocido y concluido y el inimaginable futuro que aún no había empezado. El viaje era largo. Jonathon miraba por la ventana un paisaje que no era el que veía Melanie. Finalmente, Victoria se durmió y no vio la lenta aproximación a Londres ni despertó cuando el tren se detuvo bajo los arcos resonantes de la estación terminal. Melanie estaba rígida, dolorida y cubierta de hollín. Sentía frío y un extraño malestar pero se mordió los labios y reunió las maletas de todos.
—Jonathon —dijo—, debes llevar a Victoria.
El niño lo pensó, mientras sostenía su propio paquete.
—Preferiría llevar el modelo en que estoy trabajando, para que no se estropee —dijo razonablemente. Melanie comprendió que no tendría sentido discutir con él.
—Entonces yo la llevaré y buscaremos a alguien que cargue las maletas.
Victoria era una niña pesada y grande y los brazos de Melanie apenas podían soportarla. Entre los empujones de la muchedumbre, Melanie escrutó el andén. No había nadie para llevar las maletas. ¿Y dónde estaba Tío Philip?
Entonces le llamaron la atención dos jóvenes que apoyados contra una valla bebían té en vasos de papel con movimientos morosos, lentos, rústicos. Le agradó verlos tan tranquilos. Creaban alrededor un entorno propio. Aunque detrás de ellos se veía una botella de cerveza de dos metros de altura con la leyenda «¡Una bebida de hombres!», ellos sobreimprimían un paisaje de rocas y silencio donde siempre cantaban los pájaros y el viento olía a lluvia. Eran dos jóvenes duros y amables, gente de campo en un sentido en que Melanie no lo era, aunque viniera de allí y ellos hubieran vivido toda la vida en Londres. Eran hermanos.
Evidentemente hermanos aunque también muy distintos: dos trajes diferentes cortados al mismo tiempo del mismo género. El más joven debía de tener unos diecinueve años y era apenas unos centímetros más alto que ella; el pelo largo, rojo brillante, le caía sobre el cuello de la chaqueta azul oscuro, de aspecto militar, con hombreras y botones de bronce. Llevaba unos gastados pantalones de pana arrugados y ceñidos. Parecían haber sacado la ropa del armario de la parroquia. Tenía la cara de un personaje de cuento tradicional, pómulos altos y ojos rasgados. Un ligero estrabismo en el ojo derecho le daba una mirada turbadora y oblicua. Respiraba por la boca, rosada como una flor, y tenía el labio inferior caído. Sonreía por nada en particular o por algún chiste secreto. Moviéndose con fluidez y extraordinaria gracia, se llevó el vaso a la boca con un gesto arrebatador, poético.
El acompañante era el mismo hombre, mayor y convertido en piedra. Era más alto y de hombros más anchos, no tan bien construido, y de cara afilada e impasible. Un hombre de aspecto decidido con un traje azul marino a rayas finas, con los pantalones gastados en los dobladillos y una camisa marrón y beige de las que se supone que disimulan el polvo. En la corbata marrón y azul llevaba un alfiler que representaba un arpa. Tenía detrás de la oreja un cigarrillo armado a mano, a medio fumar, con el papel deshilachado y hebras de tabaco sueltas en el extremo.
Bebían su té y no se hablaban. Estaban muy quietos a pesar de la conmoción de alrededor, como encerrados en su propio silencio.
Cuando el más joven terminó el té, arrojó el vaso de papel por encima de la valla con un movimiento curvo y lírico de discóbolo y se limpió la boca con el revés de la mano. Examinó con una lenta mirada toda la longitud del tren. Tenía ojos de color extraño, gris verdoso. Esa mirada de color adán tico pasó por Melanie como una ola, en que ella se sumergió. Si hubiese sido agua, habría quedado empapada. El joven tocó el brazo del otro hombre, que inmediatamente dejó caer el vaso, y ambos caminaron hacia Melanie. Si uno se movía como el viento entre las ramas, el movimiento del otro era como el de una torre que se desmorona, una progresión mal coordinada en que parecía caer a cada paso para enderezarse rígidamente y vacilar un instante sobre los talones antes del próximo derrumbe. El más joven sonrió y extendió las manos; el otro no sonreía. Melanie comprendió que era a ella a quien buscaban y se sobresaltó.
Le desconcertaba que esos dos extraños se le acercasen cuando esperaba ver a un anciano con sombrero de cowboy y la cara blanca y negra de una fotografía. Recordó a medias unos artículos de los periódicos dominicales sobre hombres que en las principales estaciones ferroviarias de Londres cazaban muchachas para fines inmorales. Pero el chico dijo: —Tú tienes que ser Melanie.
De modo que sabían cómo se llamaba, y todo estaba bien. Vio que la boca del joven se movía; estaba hablando pero el silbato de un tren le ahogó la voz, que era extremadamente suave.
—Sí —dijo ella—. Soy Melanie.
—Deja que lleve a la niña. —Hablaba con un acento irlandés débil pero reconocible. Melanie tuvo que acercarse para escuchar lo que decía. Le entregó de buena gana a Victoria y flexionó los brazos entumecidos.
Jonathon apareció acompañado por un hombre que cargaba el equipaje.
—Entró directamente desde el pasillo y dijo «Supongo que necesita ayuda, señor» —explicó Jonathon. Y añadió con asombro—: Me llamó «señor». ¿Te imaginas?
—Éste es Jonathon —dijo Melanie—. Y la niña se llama Victoria.
—Mi nombre es Finn —dijo el muchacho—. Y éste es Francie. Finn y Francie Jowle. Encantados de conocerte.
Con desconcertante formalidad, los hermanos dieron apretones de manos a Melanie y a Jonathon, aunque Finn tuvo que inclinarse peligrosamente delante de Victoria.
—Pero ¿quiénes sois vosotros? —les preguntó entonces Melanie.
—Tu tía Margaret es nuestra hermana —dijo Finn—. De modo que somos tus tíos. —Una sonrisa vulpina le descubrió los dientes amarillos y torcidos.
—¡Pero sois irlandeses!
—Por lo que sé, no hay ninguna ley que lo prohíba —dijo Finn, tan dulcemente que ella se avergonzó. Victoria se agitó en sus brazos. Él le habló y la niña hundió la carita en la chaqueta azul marino y volvió a dormirse, más profundamente. La chaqueta era de bombero. Melanie tuvo un nuevo sobresalto. Fueron en desordenada procesión hasta la hilera de taxis.
—Es muy lejos para ir en taxi, pero tu tío insistió y le dio el dinero a Francie —dijo Finn—. Ya ves, no me habría confiado a mí el dinero. —Volvió a sonreír.
—Yo tenía una libra. Pero compré leche y chocolate con nueces.
—¿Toda una libra en chocolate?
—Y revistas. Para el viaje. Una llamada Sea Breezes para Jonathon y el anuario de Beanopara Victoria. Necesitaban algo con que entretenerse.
—Igual es mucho dinero —dijo él.
Melanie quedó comprimida entre Finn y el silencioso y monolítico Francie, y Jonathon se sentó enfrente, en el asiento plegadizo. Londres pasaba por la ventanilla, pero Melanie no miraba.
—¿Jowle? —preguntó.
—Jowle.
—No suena muy irlandés.
—Tal vez no. Pero lo es.
Después hubo un silencio y Melanie empezó a oler a los hombres. Durante un rato le intrigó la fuente del olor, porque de ningún modo preveía que los hermanos fueran tan sucios. Apretada como estaba entre los dos, el olor le llenaba las narices casi hasta sofocarla.
Y también sintió horror, porque nunca había estado cerca de hombres que olieran. Un feroz tufo animal emanaba de ambos y además, en Finn el olor de la pobreza y los barrios miserables se unía al de las pinturas y la trementina. Y el cuello de Francie estaba sucio, como el de su camisa. No podía ver el cuello de Finn porque lo cubría el pelo.
Sus quince peinados y lavados años habían transcurrido a lo largo de una infinita perspectiva de cuartos de baño, champúes y ropa interior limpia, bañeras en que se había lavado, jabones con que se frotaba la piel hasta que se deshacían. Trató de invocar el recuerdo del agua jabonosa caliente, como para protegerse, pero no sirvió de nada. Ese viaje en taxi no terminaría nunca, ni volvería a respirar aire fresco. El taxímetro marcaba inexorablemente los chelines y Jonathon lo miró un tiempo con admiración, como si apreciase la desvergüenza con que les imponía un precio tan elevado.
—¿Todavía falta mucho? —preguntó Melanie con una vocecita sofocada.
—Es más lejos —respondió Finn, abstraído. ¿En qué pensaba? Su perfil era salvaje y excéntrico, la nariz aguileña, los ojos estaban ahora cubiertos por pesados párpados.
»Es más lejos —repitió.
—Está empezando a oscurecer —dijo ella, porque la luz se escurría de las calles y la cara de Jonathon ondulaba y se disolvía en una nube de sombras en el interior del taxi.
—Y oscurecerá más aún —respondió Finn, con una voz más cálida. La frase había tenido una cualidad ritual, como si Melanie hubiese acertado con la secreta secuencia de palabras que permitía atravesar a salvo el puente filoso como una espada que llevaba a un castillo legendario. Francie volvió la cabeza y mostró en su boca firmemente cerrada la sonrisa arcaica de una primitiva estatuilla griega de terracota. Al moverse, su chaqueta exhaló un olor rancio.
—¿Y ya sabes —dijo Finn— de tu tía?
—Pues, sí. Margaret. Tu hermana.
—Pero ¿no te han hablado de…? —Se interrumpió. Los dos hermanos cambiaron una mirada equívoca, centelleante.
—Es muda —dijo Francie, que hablaba por primera vez. Tenía una voz áspera y plana. Empezó a canturrear una melodía, distraído, mientras liaba fácilmente un cigarrillo sin necesidad de mirarse las manos.
—¿Muda? —dijo, todavía incrédula, Melanie.
—No puede pronunciar una palabra —dijo Finn—. Ah, deberían haberte avisado. El día de su boda cayó sobre ella una cosa terrible, como una maldición: el silencio.
Francie dejó de liar el cigarrillo y frunció el ceño como si su hermano hubiera dicho demasiado, pero Melanie no lo advirtió. Esa tía había sido para ella sólo una sombra, un vago apéndice del tío que fabricaba juguetes. Ahora adquiría sustancia porque tenía una característica. Era muda.
—¡Qué triste! —dijo, conmovida.
—Los tres nos queremos mucho —dijo Francie. Está bien que los hermanos y hermanas sean unidos.
El humo del cigarrillo tenía un delicioso aroma de hierba, el aroma de algo bueno.
—Cocina muy bien —comentó Finn, al parecer como si ofreciera una compensación—. ¡Y qué magníficos postres!
—¿Hace budín de pan? —preguntó Jonathon.
—Rara vez —respondió Finn, tras un instante de reflexión.
—¡Qué bien! —dijo Jonathon. De modo que había reparado, y por fin con resentimiento, en los incesantes budines de pan de la señora Rundle. El taxi trepaba por calles grises y sombrías donde se veían, aquí y allá, despojados árboles de octubre que dejaban caer hojas tristes en la niebla incipiente, blancuzca y lanuda como una oveja. El infortunado y melancólico sur de Londres.
—Ya casi estamos en casa —dijo Finn, y Melanie no pudo contener un sollozo. Finn le puso la mano en la rodilla y le dijo suavemente—: También nosotros hemos vivido aquí, algunas veces, desde que nuestros padres murieron.
—Entonces, todos somos huérfanos.
—Sí. Todos en el mismo bote.
—Bote —repitió Jonathon, ensimismado.
Llegaron a un espacio triangular abierto en una colina alta, que tenía en el centro un caprichoso lavatorio público de ornamentada herrería rococó victoriana, debajo de un fatigado sicómoro con manchas blancas, como de una enfermedad, en la corteza. Había allí varias tiendas, todas brillantemente iluminadas. En los escaparates de una frutería, sobre la verde hierba artificial, había montañas de naranjas refulgentes, atrapadas como soles de invierno; plátanos moteados; gigantescas rosas verdes que se transformaban en coles si se miraban de cerca; moras desmesuradas que eran coles rojas para cocer con especias y vinagre. Una carnicería donde un hombre de pelo gris, delantal azul y un sombrero de paja manchado de sangre sacaba unas salchichas de una mesada de mármol entre dos medias reses de cordero que colgaban de un gancho. Una tienda de golosinas donde había galletas y dulces envueltos en papel de Navidad con ciervos y acebos y un San Nicolás de papel crépeque esquivaba como podía los buscapiés, las girándulas y las candelas romanas para los festejos del 5 de noviembre.
Más tiendas. Una de objetos usados, en que una mujer pálida y marchita tejía a la luz de una lámpara de petróleo entre cosas viejas y rotas, jarras, candelabros, algunos libros, una silla desvencijada, una mesa coja, una caja para el pan con el esmalte saltado y llena de platos rotos. Una mueblería con tres sillones en el escaparate, junto a un mueble de bar reluciente como un caramelo. Todas las tiendas se encontraban en la parte inferior de unas casas altas y viejas, y ostentaban enseñas escritas en anticuadas letras redondeadas excepto la mueblería, en cuyas parpadeantes letras de neón se leía «Todo para el hogar».
—Aquí está bien —dijo Finn al conductor del taxi, algo más allá del lavatorio público. Francie sacó un grueso y sucio fajo de billetes y pagó el viaje.
—Pero ¿dónde es la casa de Tío Philip? —preguntó Melanie.
—Vivimos en la parte alta de la tienda Por aquí.
Entre una joyería abandonada y cerrada con tablas y una tienda de comestibles que exhibía dorados copos de maíz había una tienda cavernosa, tan poco iluminada y escondida que al principio no se veía. En esa caverna se adivinaban el vago contorno de un caballo de madera y el rojo vivo de sus ollares, y unas marionetas de miembros rígidos y colores sombríos colgadas de hilos; pero el barniz oscuro del caballo y los morados y granates de las marionetas eran tan sombríos que casi nada se veía bien.
Sobre la entrada se leía juguetes philip flower novedades en rojo oscuro sobre fondo marrón. Debajo del cartel que anunciaba «Abierto», en bastardillas, una tarjeta de visita pegada a la puerta decía «Francis K Jowle. Violinista. Gigas y otras danzas y aires de la vieja Irlanda. Precios moderados». Luego había mi trébol y un mensaje escrito con lápiz: «Informes en el interior».
Finn empujó la puerta, que se atascó por un instante en un grueso felpudo como si no quisiera franquearles el paso. Una campanilla resonó furiosamente sobre sus cabezas y un loro rosado alzó el vuelo chillando desde una percha en el mostrador. Pero tenía una pata sujeta por una cadenilla y en seguida se calmó aleteando. Había un largo mostrador de madera rojiza pulida y, detrás, estantes con cajas de cartón y muchos paquetes de colores de formas extrañas. Pero la luz era tan escasa como la del escaparate, separado del interior por una polvorienta cortina de terciopelo marrón. No había nadie aparte del loro. Sobre el mostrador había un anotador y un rotulador de fieltro.
«Es natural», pensó Melanie. «Tía Margaret es muda, y en ese papel puede escribir los precios para los clientes».
La palabra «muda» le sonó como una campanada en la mente.
—El loro se llama «Joey» —dijo Finn—. Él se ocupa de la tienda, por así decirlo.
—No se vende —chilló Joey. Victoria alzó la cabecita soñolienta y miró con asombro. Finn todavía la llevaba en brazos, sin dar muestras de fatiga. Era fuerte, sin duda, a pesar de su aparente fragilidad.
Se abrió una puerta; la luz que brotó del fondo fue tan repentina y viva que lastimaba los ojos. Tía Margaret. El abundante pelo ardía al trasluz como una llamarada capaz de calentar las manos. Era aún más pelirroja que Finn y Francie. Las cejas parecían dibujadas con gruesos trazos rojos pero la cara no tenía color en las mejillas ni en los labios finos. Era dolorosamente delgada. Los pómulos altos de la familia le sobresalían duros y marcados, y a través del jersey podían verse los hombros delicados como alas óseas.
Como la señora Rundle, vestía de negro: un jersey informe, una falda arrugada, medias (una con una gran carrera en el talón), zapatos muy usados que chasqueaban contra el suelo cuando se movía. Los miró con una sonrisa nerviosa y hambrienta y abrió los brazos para saludarlos, como había hecho Finn. Éste le puso en los brazos a Victoria, y ella suspiró y la estrechó en la forma convulsiva y poco práctica de la mujer que no ha tenido hijos pero los ha deseado. Melanie se preguntó qué edad tenía; no había forma de saberlo: podía tener cualquier edad entre los veinticinco y los cuarenta años.
—Id a la trastienda con vuestra tía —dijo Finn a Jonathon y Melanie—. Francie y yo subiremos las maletas a las habitaciones.
Atrás, en un pequeño salón, ardía vivamente con llamas amarillas un fuego de carbón confinado en una pequeña estufa negra. Sobre una bandeja de latón humeaba una tetera eléctrica rodeada de tazas. En un ángulo había una gran jaula dorada con varias aves de lustroso plumaje negro, picos amarillos y ojos vivaces. Parecían increíblemente reales y por un momento Melanie creyó que lo eran. Había un solo sofá de cuero, muy viejo, cómodo, hundido, con una funda tejida al ganchillo en el respaldo y varias sillas con asientos de caña. En una gran pizarra clavada a la pared, con una caja para las tizas, estaba escrito con tiza blanca: «Bienvenidos, Melanie, Jonathon y Victoria», y una orla azul rodeaba la inscripción. Melanie sintió un nudo en la garganta: era un recibimiento cariñoso y conmovedor.
Tía Margaret tomó una tiza y escribió: «Quitaos los abrigos y poneos cómodos. Como me estoy ocupando de la tienda debo quedarme abajo un rato». Melanie advirtió que el dedo índice de la mujer estaba cubierto de polvo de tiza. Sería una mujer habladora si pudiera. Luego instaló a Victoria en una silla alta y empezó a servir el té. En una bolsa de papel había grandes buñuelos de crema, dos para cada niño.
—Nuestra última comida fue el desayuno —dijo Jonathon—. Salchichas y tocino. Por supuesto, era en casa.
—Era en casa —dijo Victoria. Tenía crema y mermelada en la mejilla—. Ya no hay más casa. —La boca se le abrió en una O de desconsuelo sobre la ondulante imagen del buñuelo a medio masticar. Tía Margaret volvió a empuñar la tiza, limpió la pizarra con la mano y escribió rápidamente: «Ahora ésta es tu casa».
—No sabe leer —dijo Melanie. Victoria lloraba. Tía Margaret miró a su alrededor buscando con qué entretenerla y se lanzó hacia el rincón en que estaba la jaula. Movió una palanca en la base. Todos los pájaros empezaron a saltar y cantar abriendo y cerrando el pico. Instantáneamente fascinada, Victoria resplandeció y la miserable O se cerró en una sonrisa como una tajada de melón. Aplaudió. Los pájaros bailaron y cantaron durante un par de minutos: después el mecanismo empezó a detenerse y las aves se movieron más lenta y pesadamente hasta que el canto se convirtió en un suspiro. Estaban exhaustos. Tía Margaret tiró nuevamente de la palanca y las aves volvieron a trinar y aletear con vivacidad.
—¡Qué maravilla! —dijo Melanie.
La mujer volvió a la pizarra y respondió: «Lo ha hecho tu tío».
—Tiene que ser muy inteligente.
«Es un pedido. Ya está pagado. Realmente, no debería haberlo puesto en marcha». La preocupación le arrugó la frente.
Tía Margaret era ella misma como un pájaro, con sus movimientos a un lado y a otro y cierta forma de asentir que recordaba a una golondrina cuando recoge migas con el pico. Un ave negra con la cresta roja que no puede cantar ninguna canción. El loro de la tienda, al oír esos tiernos trinos mecánicos, prorrumpió en un ruidoso parloteo de sílabas vehementes y sin sentido como si los juguetes se burlaran de él y él respondiera con incoherencias, furioso. La casa estaba llena de pájaros.
Los hermanos acudieron a tomar el té, sonriéndole a su hermana. No necesitaban palabras para comunicarse con ella. Margaret acarició ligeramente el pelo desordenado de Finn y apoyó la mejilla en la solapa de Francie. Se amaban y no les importaba quién pudiera saberlo. El amor era casi palpable en la pequeña habitación, cálido como el fuego, fuerte y tranquilizar dor como el té. Y Melanie, mientras los contemplaba, se sintió amargamente desamparada y sola. Pero Finn se sentó a su lado y le dio otro buñuelo de crema, que ella aceptó de buena gana como una señal de amistad, aunque no le apetecía.
—Pero no debes comer demasiado antes de la cena —dijo— porque es pastel de conejo. Y si una mujer sabe hacer pastel de conejo, ésa es Maggie. ¿No es verdad, Francie?
Francie desplegó su sonrisa arcaica y Tía Margaret se echó a reír en silencio.
—Tendremos pastel de conejo y le daremos los huesos al perro —dijo Finn.
—Oh, ¿hay un perrito? —gritó Victoria, saltando en su silla.
—Siempre quiso tener un perro pero Mamá… mi madre nunca lo aceptó. Decía que todos los niños quieren perros y después no los cuidan. O gatos.
—Bueno, ahora Victoria tiene por lo menos una participación en un perro —dijo Finn.
Todos se sirvieron más té. Jonathon no parecía interesado por la habitación ni por la compañía. Tenía la mirada fija en las grandes olas que rompían contra un arrecife de coral en alguna parte del vasto océano Pacífico. Una botella rodaba en una charca entre las rocas. La rompió. Contenía un mensaje. Lo leyó con sorpresa. Planteaba un interrogante. Desde muy lejos, preguntó:
—¿Cuándo veremos a nuestro tío?
—Mañana —respondió Finn—. Lo llamaron de improviso y por eso fuimos a recibiros Francie y yo, y no él.
¿Por qué era Finn el único que hablaba? Bueno, Tía Margaret no podía y Francie no quería. Fue Finn también quien mostró sus habitaciones a Melanie y Jonathon. A Jonathon le correspondió un aireado ático, recién pintado a la cal, con una cainita de hierro y un cobertor de cuadrados tejidos y luego cosidos, como la manta de un refugiado. La ventana era una buhardilla que daba a un gran valle lleno de luces, encantadoras flores nocturnas de la ciudad.
—De día se puede ver la catedral de St. Paul —dijo Finn.
—Es casi como la cofa de un barco —dijo Jonathon—. Sólo que tiene una cama.
Excitado, se quitó las gafas y las limpió con su pañuelo, que ya no estaba limpio. ¿Tendremos aquí pañuelos limpios cada día, como si fuera lo más natural del mundo?, se preguntó, aprensivamente, Melanie. Jonathon guiñaba los ojos desacostumbrados al aire. En seguida se puso a desempacar sus cosas. Le encantaba su habitación. Lo dejaron. Ahora Melanie estaba sola con Finn.
Victoria y ella dormirían en el piso inferior al de Jonathon en una habitación larga y baja con un empapelado de grandes rosas rojas. Había una brillante cama de bronce para Melanie, con una panzuda bacinilla debajo. El interior de la bacinilla estaba cubierto de polvo, de modo que no se había usado durante largo tiempo y posiblemente sólo estaba allí como un objeto más. Melanie juró que jamás la utilizaría. Había un armario que olía a naftalina para ropa. Y una cómoda pintada de celeste y decorada con flores recortadas de paquetes de semillas. Una reproducción de La luz del mundo en un marco de bambú sobre la repisa del hogar. No había ningún espejo. La bombilla eléctrica estaba dentro de una pantalla japonesa esférica, azul, con un pez espada verde enroscado alrededor, que daba una luz a la vez fría y estridente. En un tiesto, en la ventana, un geranio todavía conservaba sus flores rosadas. Las cortinas eran de tela de algodón a rayas blancas y azules. Melanie miró por la ventana y vio, muy abajo, un diminuto jardín cerrado, una jungla urbana de arbustos enredados en la oscuridad.
—Un minuto —dijo, y abrió su maleta para buscar a Oso Eduardo. Se sintió mejor cuando lo vio sobre su almohada. Había vivido diez años en compañía de Oso Eduardo. Finn encendió un cigarrillo y se apoyó contra la cómoda, que se tambaleó. Melanie deseó que se fuera.
—Es un oso bonito —dijo él para alimentar la conversación, con una voz que apenas sobrepasaba el suave murmullo del lejano tránsito londinense.
—Es algo de los viejos tiempos —dijo ella mientras hundía las manos en la blanda piel de Oso Eduardo.
—Pero ¿no eres demasiado grande para jugar con ositos, Melanie?
—Tengo quince años. Es decir, cumpliré dieciséis en enero.
—En enero. Bueno, eres una chica muy crecida para tener quince. —Sonreía nuevamente, con más serenidad. Los ojos bizcos se le movían como mercurio en una superficie pulida. Tenía la punta de la lengua entre los dientes. Dejó caer la ceniza del cigarrillo en el suelo. El giro de la muñeca fue como un acorde musical, perfecto, bien resuelto. De pronto a Melanie le costó respirar.
Era como si Finn se hubiese puesto la masculinidad a la manera de una capa flameante. Un león listo para atacar… ¿era ella la presa? Recordó al amante construido con libros y poemas con el que había soñado todo el verano, y que se arrugó como el papel de que estaba hecho ante esa virilidad insolente, casual, terrible, que llenaba la habitación con un olor animal.
—Tienes un pelo hermoso —dijo él—. Negro como la cerveza Guinnes. Negro como una axila etíope.
Ella pensó que Finn estiraba una garra señorial y jugaba ociosamente con ella, a pesar de la absurda chaqueta de bombero.
—¿Por qué te torturas con esas trenzas, Melanie? ¿Por qué?
—Porque sí.
—Sabes bien que ésa no es una respuesta. Lo estás echando a perder. Ven aquí.
Melanie no se movió. Él apagó el cigarrillo en el antepecho de la ventana y rió.
—Ven aquí —repitió, suavemente.
De modo que ella fue.
Finn le puso las manos en los hombros y le examinó atentamente la cara: asintió como si la aprobase y empezó a desatar las trenzas. Ella, ardiendo, contuvo la respiración. Nunca había estado tan cerca de un chico. El olor a pintura luchaba contra el cuerpo de Finn y lo venció: era casi abrumador. Él le soltó el pelo, sacó un peine del bolsillo (era negro, le faltaban dientes, tenía cabellos rojos enredados) y la peinó. Melanie advirtió que había dejado de jugar con ella. La atmósfera cambió, se volvió menos cargada, más ordinaria. Finn simplemente la peinaba y le armaba el pelo como un peluquero de verdad. Por razones secretas que reconocía pero no comprendía, se sentía amargamente ofendida.
—Ahora sí estás guapa —dijo Finn, mientras le pasaba una mano por la cabeza para darle el toque final—. Bajaremos a comer y serás la belleza de la reunión.
Comieron en una mesa redonda de caoba con un rígido mantel blanco en un comedor lleno de muebles pesados. Apenas quedaba sitio para moverse entre las grandes sillas y los aparadores. La humedad manchaba las paredes, cuyo empapelado había sido, tiempo atrás, de color castaño y con un dibujo de hojas. Sobre una mesa lateral y en una fuente de madera había una bola de cristal verde, del tamaño de una pelota de fútbol, en medio de una silenciosa congregación de botellas de ketchup, aderezo para ensalada, H. P. Sauce, Daddies Favourite Sauce y Okay Fruit Sauce, todas con regueros secos a los lados. Tía Margaret trajo de la cocina un pastel dorado, rectangular, humeante y apetitoso. Francie entonó una extraña plegaria.
—La carne a la carne. Amén.
Luego comieron; el perro estaba debajo de la mesa. Apoyó el morro húmedo en las rodillas de todos pidiendo trocitos de comida. Era un bull-terrier de ojos rosados.
—¿Tiene nombre el perro? —preguntó Melanie.
—A veces —dijo Finn—. Es muy viejo.
Ver comer a Finn era como contemplar un ballet, pero Francie rebañaba la salsa con pan y se llevaba huesitos a la boca con los dedos. Y además comía ruidosamente, como si ofreciera un acompañamiento orquestal a su hermano. La comida era abundante y deliciosa. Había pan blanco y moreno, rizos de excelente mantequilla, dos clases de mermelada (de fresa y de albaricoque) y en el aparador una tarta de moras aguardaba a que terminaran el pastel».
Tía Margaret sirvió té recién preparado en una enorme tetera de cerámica, tan pesada que tenía que usar las dos manos para levantarla. Bebían el té muy oscuro y con mucha azúcar. Tía Margaret presidía la mesa con plácida satisfacción y los instaba a comer con elocuentes movimientos de los ojos y las manos. Los niños comieron; parecían tranquilos. Tía Margaret era sin duda una mujer bondadosa si cocinaba tan bien.
Cuando por último el pastel cedió su lugar a la tarta de moras y todos tomaban una segunda taza de té, el perro, comprendiendo que no habría más migajas, salió de debajo de la mesa, se rascó en tres patas la oreja izquierda, se sacudió y rasguñó la puerta mascullando. Finn le abrió y el perro se marchó moviendo la cola.
—Sale a dar un paseo por la tarde. Alrededor de la manzana. Una rápida meadita. Olisquea un poco para ver qué hay de nuevo. Ya casa. A la cama.
—¿Cómo entra? —preguntó Melanie. Parecía un perro muy independiente.
—La puerta trasera no se cierra nunca y hay un callejón al final del jardín.
—¿Y no pueden venir extraños, ladrones por ejemplo, si dejáis la puerta siempre abierta?
—Les reservamos un buen recibimiento —dijo Francie en una voz que crujía por la falta de uso.
También había una pizarra en el comedor. Tía Margaret escribió: «La niña debería acostarse». Y Jonathon quería ir a su habitación a trabajar en el modelo. Hubo un ruido general de sillas. Melanie se ofreció a ayudar, pero Tía Margaret se opuso. Nada de trabajar la primera noche. De modo que Melanie se dispuso a desempacar unas pocas cosas y a meterse temprano en la cama. Temblaba de cansancio y tenía un poco de miedo de tantas personas nuevas, en especial de los varones.
Tía Margaret fue al dormitorio de las niñas y desvistió a Victoria con movimientos torpes, aunque ella era perfectamente capaz de desvestirse sola. La muda atendía a Victoria con una expresión cruda y maternal que Melanie encontró turbadora y a la vez conmovedora. Vio que Tía Margaret llevaba consigo a todas partes un anotador y un rotulador. Pellizcó en el muslo a Victoria (que se retorcía y gritaba de placer) y escribió «¡Qué niña encantadora!».
—Sí —respondió Melanie—. Todo el mundo lo dice.
«Tiene cinco años, ¿verdad?» —escribió Tía Margaret.
—Cinco años y cuatro meses.
Tía Margaret arropó a Victoria y permaneció a su lado largo rato, como si hubiera querido cantarle una canción de cuna. Tema el pelo rojo recogido sobre la cabeza con un moño atado de prisa y dejaba caer alfileres como la Reina Blanca. Uno o dos fueron a parar a la cama. Victoria suspiró y cerró los ojos. Los alfileres caían como una lluvia metálica.
«Es maravilloso ver dormir a una niña».
—Sí —dijo Melanie—. Me figuro que sí. —No quería mantener una larga conversación con esa gárrula muda; lo que deseaba era meterse en cama abrazada a Oso Eduardo. Las letras negras y redondeadas de Tía Margaret saltaban y rebotaban en el papel.
Tía Margaret se inclinó y besó la frente ya dormida de Victoria. Luego, con un rígido abrazo de muñeca holandesa, dio un beso de buenas noches a Melanie en la mejilla. Los brazos de Tía Margaret eran dos palillos articulados, la boca fresca, seca y apretada; el beso inhibido pero también desesperado, como una súplica de afecto. Después salió de prisa, mientras Melanie se tocaba, asombrada, la mejilla.
Cuando estuvo en la cama con Oso Eduardo, la luz apagada, la noche encerrada detrás de las cortinas, lloró un poco porque nadie la había arropado antes de dormir en la cama con cabecera de satén y colcha a rayas. Pero sus nuevas sábanas olían a lavanda y había una botella de agua caliente, de gres, envuelta en un trozo de manta vieja para no quemarle los pies, y la respiración de Victoria era tan adormecedora como el zumbido de las abejas. Melanie se durmió mientras las lágrimas se le secaban en las mejillas.
Pero la textura de su sueño era ligera e inestable y cuando mucho más tarde abrió los ojos no le pareció que hubiese dormido. Sin embargo, la oscuridad de la habitación era más profunda y la botella de agua caliente se había enfriado. Bostezó y se acomodó de costado; la cama de bronce crujió y, aunque ella no estaba del todo despierta, creyó oír una música. Una radio lejana, aunque sin duda era demasiado tarde para la radio. O quizá el viento cantaba en los cables del telégrafo. Pero ése era un ruido del campo y ahora estaba en Londres, en casa de su tío. Alzó la cabeza para oír mejor.
El leve sonido de un violín flotaba en el aire, y también el de otro instrumento, una gaita o una flauta. Tocaban tan juntos como un solo instrumento que fuera violín y flauta a la vez. Saltaban como cabras por encima y por debajo de la escala y bailaban a su propio ritmo insistente. Música de danza para algún bailarín complejo, reservado, introspectivo. Música en la casa. Francis K. Jowle, violinista. Pero ¿quién tocaba la flauta? ¿Era Finn?
La melodía terminó. No llegó a una conclusión sino que fluyó hacia el silencio como si los músicos, aburridos, descuidados, hubiesen dejado que se apagase poco a poco. Hubo una pausa. Luego Francie volvió a tocar, solo, lenta y tiernamente.
Melanie se sentó en la cama. Sintió que el arco del violín le estremecía las fibras del corazón. Las almohadas cayeron al suelo, sin que se diera cuenta, y también Oso Eduardo. Juntó apretadamente las manos para soportar mejor la dolorosa gloria de esa música que era un lamento por todas las cosas amadas idas y perdidas, la manifestación de un pesar tan profundo que parecía inexpresable. Sintió como un ardor esa melancolía.
La música la arrancó de la cama. Quería saber de dónde venía. Se levantó, metió los pies en los zapatos, buscó a tientas la puerta, la abrió y siguió el rastro por las escaleras. Dos pisos más abajo, el rellano separaba el comedor de la cocina. Todas las luces estaban encendidas. La música venía de la puerta cerrada; se arrodilló y miró por el ojo de la cerradura.
Lo primero que vio fue el perro blanco, de vuelta de su paseo, sentado en unos trapos frente a una estufa eléctrica de dos tubos, moviendo la cola ociosa pero rítmicamente, zamp, zamp, al compás del lento aire del violín. Era un perro sensible y musical. Esa imagen la ayudó a descender del alto pináculo déla tragedia e hizo que todo le pareciera mucho más familiar, como si compartiera la música con un perro sabio y amistoso.
Melanie se movió un poco y Tía Margaret apareció en el ojo de la cerradura. Estaba sentada o encaramada en una silla, sonriendo como un ángel recién caído del cielo. Tenía el pelo suelta sobre los hombros, un matorral en llamas. Melanie supuso que Finn le habría quitado los alfileres. La cara era como la leche, de un blanco azulado bajo el pelo de fuego. Tenía en el regazo una flauta de ébano con llaves de plata y la acariciaba distraídamente mientras escuchaba a Francie.
Melanie volvió a moverse y vio a Francie, la estatua de un violinista que sólo tenía vivas las manos. En el violín, sostenido bajo el mentón, se veía un fino polvillo blanco de resina debajo de las cuerdas. Los dedos de Francie volaban sobre las cuerdas como mariposas entre las flores en un caluroso día de verano. Tenía en la cara una expresión severa, grave, digna.
La melodía lenta terminó y Melanie suspiró. Tía Margaret puso su mano en la de Francie: él bajó impasible el violín. Se miraron e intercambiaron algo, en silencio. Luego Tía Margaret se llevó la flauta a los labios, ansiosamente, como si estuviera sedienta. Otro aire de danza. La cola del perro se movía más rápido golpeando el almohadón de trapos y parecía levantar nubéculas de polvo. Francie sonrió y la acompañó tras los primeros compases. El arco ondulaba y centelleaba. Esta vez Melanie oyó un extraño repiqueteo y movió otra vez la cabeza para ver qué era.
Finn tocaba unas cucharillas. Melanie jamás había visto a nadie tocar cucharillas. Dos cucharillas de postre, suspendidas entre sus dedos, dorso contra dorso, producían un intrincado staccato que él no lograba dominar más allá de unos minutos; luego se le enredaban los dedos, el sonido se detenía y él sacudía la cabeza con furia y volvía a empezar. No tocaba bien, hasta Melanie podía darse cuenta. Se había quitado la chaqueta de bombero y sólo llevaba una camiseta de manga corta y cuello alto, de lana desteñida y con manchas debajo de los brazos. Disgustado por su propia incompetencia, dejó caer las cucharillas en la mesa y se puso de pie. Los músicos estaban a la expectativa. Finn se movió hacia el centro de la habitación. Melanie giró sobre sus rodillas para mirarlo. Finn empezó a bailar.
Era una danza estilizada pero sin exageración. La expresión de Finn no cambiaba. Tenía el cuerpo curiosamente flojo y los brazos le colgaban a los lados; toda su mente parecía concentrada en los pies, diestros, fugaces, que ejecutaban una secuencia variada y compleja. A cada nota musical correspondía un movimiento de pies, vivaz y elocuente. Los otros lo miraban mientras tocaban: Francie emitía unos suaves gruñidos de aliento. Tía Margaret aprobaba moviendo la cabeza rojiza, mirando con ojos como estrellas.
Y así era como la gente pelirroja pasaba el tiempo y se divertía cuando creían que nadie los observaba.