Seis
Donde el terreno era naturalmente húmedo había ramas de juncias, lirios y juncos, pero el resto del camino estaba bordeado por arbustos espinosos cargados de líquenes grises, verdes y rojizos. En aquellos lugares en que la primavera se había abierto paso a través del hormigón, la carretera fluía como un río. Algunas veces, un deslizamiento de tierra o roca casi borraba el camino, y a menudo las ramas de los árboles del bosque se trababan unas con otras por encima de las cabezas, y el camino resonaba como una galería susurrante. Unos días cálidos y húmedos sucedieron a la lluvia y los viajeros fueron atormentados por los mosquitos, pero los días secos fueron todavía peores, pues el barro se convirtió en un sofocante polvo blanco que se les empastaba en los párpados y en las fosas nasales, mientras moscas y mosquitos danzaban en venenosa concurrencia.
—Los días ideales para viajar son los grises y frescos —dijo la señora Green.
A la noche dormían bajo las tiendas de pieles, o en cualquier edificio que encontraran y pudiera protegerlos. Nada era permanente, ni ninguna noche era como la noche anterior; el día estaba totalmente dedicado al movimiento continuo, y Marianne se sentía estirada sobre la carretera, como si estuviese en un potro de tormento. El aburrimiento y el cansancio conspiraban para desgastar la antigua idea complaciente que ella se había hecho de sí misma. No encontraba lógica alguna que explicase su presencia en aquel mundo cambiante ni la de quienes estaban alrededor de ella, ni ninguna secuencia lógica que le fuera familiar. El conocimiento de la razón en el que había madurado se estaba marchitando ahora, y pronto podría estar preparada para aceptar, si fuese coherente, cualquier falsa estructura del mundo que el chamán que cabalgaba sobre el burro escogiese exponerle un día. Marianne pensaba con frecuencia en el bebé que habían enterrado como en una semilla amarga que nunca germinaría, pero no le encontraba ningún sentido, y a menudo se preguntaba por qué había llorado tanto aquella noche.
Aunque el resto de la tribu había abandonado hacía tiempo esta ocupación, el doctor continuaba vigilando a la joven. Los cristales rajados de sus gafas oscuras revelaban, para Marianne, toda clase de potencialidades, formas de ser a las que ella podría aspirar tan pronto como se deshiciera de la razón, como algo de ninguna utilidad para ella, que ciertamente no le servía para explicar los enigmas que la rodeaban. Tanto con las pieles negras como con el traje oscuro, Donally estaba siempre obscenamente activo. La barba bicolor cantaba, durante todo el día, dos confiadas notas de color artificial, y al atardecer, ella podía oír las melodías geométricas que él tocaba en una flauta, en cuanto se sentaba bajo un árbol. Marianne imaginaba a la serpiente tendiendo una cabeza no menos colorida que la de Donally por entre los barrotes de la jaula, al escuchar la música; quizás hasta las deformadas flores de plástico, enredadas entre los barrotes, volverían a abrir unos frescos pétalos perfumados a la poderosa belleza del sonido. Porque Donally era un músico excelente.
Las rutas eran arterias que ya no salían del corazón. Cuando las ciudades desaparecieron, las rutas volvieron a una función más antigua; eran utilizadas para el tipo más existencial de viaje, la peregrinación nómada que es un fin en sí misma. Los Bárbaros preferían evitar las ciudades o, si esto era imposible, atravesar los suburbios durante el día. La aversión por las ruinas no nacía de la superstición, pues partidas de jinetes armados hacían a menudo incursiones en las profundidades de las ruinas, en busca de lo que pudieran encontrar; pero los Parias se habían acostumbrado a las ciudades, viviendo en agujeros en el suelo.
—Pero yo paseaba a menudo por las ruinas próximas a mi casa, y nunca vi a nadie —le dijo Marianne a Joya.
—Deben de haber pensado que eras un ángel y huyeron de ti por miedo. Ellos creen que las aldeas de los Profesores son el paraíso terrenal, y que están llenas de ángeles terribles, con espadas flameantes para mantenerlos alejados.
Pero no temían a los Bárbaros, y la cabalgata de carretas era difícil de defender de los ataques, como Marianne iba a descubrir.
La joven marchaba a pie para que los caballos descansaran. Ese día había elegido caminar cerca de la primera línea, lejos de la señora Green y sus antiguos dichos. Los hermanos se turnaban para registrar los alrededores en busca de enemigos de varias clases, y cuando terminó el turno de Joya, él se acercó y caminó junto a Marianne, tal vez para no perderla de vista. Cuando Marianne lo miraba, le parecía tan sustancial como un recorte de papel. De vez en cuando tosía. Entraron en la periferia de las ruinas en el final de una mañana encapotada y sin viento.
Hacia la izquierda el terreno se angostaba entre tierras pantanosas, manchadas de herrumbre y cubiertas de espinos; a la derecha, por encima de ellos, se alzaba una pared de cemento desmoronada en parte y con unos agujeros por los que se podía ver un cielo coriáceo, que parecía transpirar. Esta pared marcaba el límite de una extensión de cráteres, y torres caídas como hileras de dientes cariados, y un remolino de cuervos daba vueltas por encima, tristemente, llenando el aire húmedo de melancólicos graznidos. La luz de la mañana era amarillenta y deslumbrante. Unas nieblas ocasionales oscurecían la vista y pendían inmóviles por encima del pantano. La carretera era mala. La superficie original se había agrietado profundamente, en grandes trozos irregulares, y los intersticios dentados sobresalían al aire. En estas grietas, entre los guijarros, como plantas que amasen los sitios áridos, brotaban huesos y calaveras. Las carretas rodaban ebriamente, y a menudo perdían el equipaje, desparramando toda clase de utensilios domésticos. Una jaula de pollos cayó y se partió por la mitad despidiendo una bandada cacareante, inmediatamente seguida de unos chillidos alegres que no tardaron en extinguirse, porque el paraje era ominoso. Marianne clavaba la vista en la espalda de la mujer que tenía delante, y que llevaba de la brida una vaca magra. No sabía el nombre de la mujer, pero pronto conoció aquella espalda de memoria. Era la parte trasera de una falda larga hecha con una manta de color gris oscuro, una camisa bordada con estrellas de cinco puntas, las plantas de dos pies desnudos cubiertos de callos, de los que sólo veía una planta por vez, y la espalda de una chaqueta de cuero bordado y sin mangas, sobre la que colgaban dos trenzas adornadas con harapos. Y entonces, Marianne vio que una flecha se clavaba, se estremecía en esta espalda, en medio de la chaqueta de cuero, entre las trenzas, una flecha de punta roja salida de la nada.
Todo cambió inmediatamente. La mujer gruñó y cayó hacia adelante. La vaca, aterrorizada, escapó a la carrera y se hundió en la ciénaga. Joya abrazó a Marianne, la sacó de la carretera y mientras nuevas flechas caían alrededor, la cargó y la arrastró llevándola a través del terreno resbaladizo, hasta que la arrojó al suelo detrás de un trozo de pared junto a un matorral, en una posición de seguridad precaria.
Ella cayó de cara en el barro y no podía ver, pero oyó el estallido de un disparo, un golpeteo de cascos, un estruendo como de escombros derrumbándose, y lamentos. Supuso que Joya estaba disparando un rifle, pero él yacía sobre ella, y de pronto se dio cuenta, con cierta perplejidad, de que estaba protegiéndola con su propio cuerpo. Oyó unos sonidos sibilantes y rápidos… el aire cortado por flechas. Aunque todo esto ocurría muy deprisa, el ojo de su mente aún retenía la imagen del astil en la chaqueta de cuero, la flecha estremeciéndose. Entonces sintió que unos movimientos la sacudían, en parte libre, en parte aún presionada contra la pared; él parecía estar luchando con alguien. Ella forcejeó, zafándose de los cuerpos entrelazados y se acurrucó bajo el arbusto espinoso, enjugándose los ojos.
Una niebla amarillenta había descendido y los separaba totalmente, de modo que ella, Joya y la cosa con la que luchaba estaban contenidos en una burbuja invisible y opaca. Era la cuarta vez que veía luchar a Joya, y la tercera en que luchaba por su propia vida. Esta vez el atacante estaba desnudo, a excepción de un taparrabo de cuero, y tenía el cuerpo cubierto de pústulas. Los brazos eran muy cortos porque carecían de codos y estaban unidos muy abajo en un tronco curiosamente torcido e irreal. La cara estaba marcada por una cicatriz gigantesca y la nariz había sido omitida; las fosas nasales eran dos hoyos gemelos entre los ojos. Los caninos le habían crecido transformándose en colmillos. Tenía un cuchillo en la mano. Chapotearon y cayeron en el barro hasta que Joya consiguió arrebatarle el cuchillo; y entonces empezó a toser y no pudo luchar más, sofocado por el abrazo de un enemigo menos tangible.
El hombre deforme aferró el abundante cabello de Joya, le echó la cabeza hacia atrás, e iba a morderle la garganta, cuando Marianne lo apuñaló en la espalda, en la región de los riñones, con el cuchillo de él. El hombre gorgoteó, rezumó una materia excrementicia y se sacudió hacia atrás y adelante. Ella lo apuñaló varias veces más, sorprendida de ver cuán rápidamente corría la sangre. Bajo esta agonía de muerte, Joya yacía indefenso, y Marianne, a ciegas, continuó acuchillando hasta que la criatura no fue más que un trozo de carne maltratada que dejó de moverse.
Joya abrió los ojos. De la comisura de la boca le brotaba un poco de sangre. La cabeza obscena yacía sobre el hombro de Joya. Por fin, le indicó a Marianne que quitara el cadáver, y ella así lo hizo, dejando caer la hoja exudada. Joya se puso de rodillas y examinó las heridas.
—Tengo que enseñarte a disparar —dijo—. Casi no le hiciste daño, ¿verdad? Casi no lo destrozaste.
Mientras se movían en el barro, la niebla se llenó de luz. Joya acostó el cadáver de espaldas, le quitó dos anillos de los dedos, le cerró los ojos y le bajó los párpados. Marianne se apoyaba jadeando en la pared rota. Ambos estaban cubiertos con una espesa capa de varios tipos de inmundicia. La niebla se hizo bastante blanca y se desvaneció. A unos veinte metros, vieron el camino. La pared donde los Parias se habían escondido estaba agujereada por las balas de los Bárbaros, y el doctor iba de arriba abajo entre los muertos, salmodiando oraciones, pues la lucha había concluido.
Los muertos yacían en montones espantosos. Entre los Parias la figura humana adoptaba formas fantásticas. Un hombre tenía las orejas plegadas tan pálidas, delicadas y amplias como lirios blancos. Otro tenía un cuerpo escamoso de manos y pies palmeados. Los complementos convencionales, como miembros o facciones, faltaban en muchos, y la mayoría llevaba marcas de enfermedades desconocidas. Algunos torsos eran de una pequeñez ridícula, con brazos y piernas dos veces más largos que en los hombres normales. Sólo uno lo tenía todo perfecto, pero era una miniatura de unos sesenta centímetros de la cabeza a los pies.
—Ahí tienes —dijo Joya a su preceptor—. El fenómeno del hombre.
—No creo que sean hombres —dijo Marianne, que había matado al hombre deforme por repugnancia ciega, sólo para destruir lo que le parecía una cruel parodia de vida.
—La necesidad indica que adoptemos un modelo común —dijo Donally—. Detestamos las variaciones, aunque esto puede ser un criterio mediocre, si lo que importa es sobrevivir. Quizá deberíamos reconsiderar si la forma hace al hombre.
Joya pensó un rato.
—Aquellos que viven en los pantanos tendrían que desarrollar pies palmeados —sugirió, y se rió tanto que los familiares de los muertos se sobresaltaron, sorprendidos.
La mayor parte de la caravana había escapado al ataque, concentrada imprudentemente en la vanguardia de la columna, y los Parias habían sido derrotados con facilidad, pues no eran inteligentes. Las siniestras flechas sólo mataron a la mujer, un niño y un viejo, aunque había muchos heridos que ahora, estoicamente, esperaban a que se les envenenase la sangre. Mientras los hombres apartaban los cuerpos, los carros avanzaban para abandonar lo antes posible ese lugar peligroso, y otros hombres con armas se agachaban a lo largo del muro para cubrirlos.
Joya, Azul, Bendigo y Jacob estaban todos cavando fosas a un lado del camino, una fosa común para los Parias, pero una separada para cada miembro de la tribu. Donally permanecía de pie junto a ellos, hojeando la liturgia de la Iglesia Anglicana, y Marianne esperaba cerca de su marido, peinándose el cabello con los dedos para quitarse las costras de barro. No sentía vergüenza ni horror; sólo un alivio del hastío cotidiano y con esto un cierto bienestar. Desde que había salvado la vida de Joya, se preguntaba si en verdad le pertenecía como para disponer de ella a su antojo. Se oyó un disparo de fusil, y casi enseguida arrojaron al pozo a un ser de sexo indeterminado, con pechos y testículos, y totalmente cubierto de un fino pelo castaño. De pronto, un jinete saltó de entre las ruinas, arrastrando a un prisionero atado a una cuerda, un prisionero que botaba y rebotaba en el camino como un pellejo disecado, pero que lloraba. Era Precioso, todo atado con cuerdas excepto los pies.
—Precioso estaba encargado de vigilar la pared —dijo Johnny—. Ésa era su obligación. ¿En quién se puede confiar sino en tu familia?
—Murieron tres personas —dijo Joya a Precioso, con cansancio—. ¿Qué dices a eso?
Precioso estaba tan asustado que apenas se tenía en pie.
—Encontré miel en un árbol —dijo—. Estaba comiendo miel.
—Miel —repitió Joya.
La madre adoptiva se recogió las faldas con gesto quisquilloso, alzándolas sobre el barro, y se encaminó hacia ellos.
—Estaba comiendo miel y dejó pasar a los Parias —dijo Joya hoscamente, señalando a Precioso.
—Es sólo un crío —dijo la señora Green—. Tiene quince años.
—El poder está obligado a desplegar fuerza persuasiva —dijo Donally, introduciendo las manos en las mangas.
Marianne vio las palabras como pintadas en rojo sobre la pared resquebrajada.
—Mereces ser colgado —dijo Joya a su hermano—. Pero, en cambio, tendré que darte unos azotes, tan pronto como encuentre un árbol al que amarrarte. Y ahora, puedes cavar.
Cuando acabaron esta tarea, y Donally ofreció uno o dos ritos, continuaron avanzando. La señora Green tenía el caballo negro de Joya, que caminaba junto a ella, y estaba sufriendo, obviamente, algún tipo de conflicto.
—Me parece demasiado duro —dijo—. No es más que un niño.
Nadie hablaba con Precioso, que marchaba detrás de ellos dando traspiés y llorando.
—No es gracias a Precioso que no estamos todos muertos —dijo Joya; el barro se le había secado sobre el rostro convirtiéndose en una máscara.
—Precioso es medio hermano tuyo y lleva parte de tu carne y de tu sangre.
—Más razón aún para que sea yo quien lo azote.
Así que llegaron a campo abierto dejaron atrás la niebla, el pantano y la luz lívida; salió un sol de tarde, y la caravana llegó a una región de dunas cubiertas de helechos. A Precioso lo castigarían al anochecer, porque a esa hora sería más impresionante. Se tambaleaba detrás de Johnny, con las manos atadas a la espalda, y no le dieron de comer ni de beber durante todo el día. Se acercaba el crepúsculo cuando llegaron a los edificios de una granja. El techo de hierro ondulado del granero era una telaraña de herrumbre de color rojo oscuro, tenue como el ala de una polilla, y nadie podía decir dónde habían estado los campos, pero un pomar había dejado caer tantas manzanas entre la hierba alta que una piara de cerdos salvajes se había establecido allí para atracarse pisoteando el follaje.
Los cerdos salvajes eran animales alargados, descoloridos, con orejas rosadas y ojos rojizos como grosellas. Les temblaron los hocicos cuando huyeron atropellándose unos a otros, para escapar de las primeras balas de los jinetes adelantados, chillando y gruñendo espantosamente. La hermosa luz del comienzo del crepúsculo los transformaba en cerdos de oro. Aquellos que no se convirtieron inmediatamente en comida, huyeron a la carrera por encima de las dunas, con un sorprendente cambio de velocidad. Se levantó la aldea de tiendas y se encendieron los fuegos. Johnny amarró a Precioso por las muñecas a la rama baja de un manzano y lo dejó allí, esperando. La tribu se reunió poco a poco alrededor del manzano y un aire expectante prestó cierta animación a cada uno de los rostros curtidos por la intemperie.
El doctor desempacó y se puso la máscara de madera y la túnica de plumas. Este gigante iridiscente se colocó junto al prisionero, como una abstracción policromada, con un látigo para caballos en la mano. El rostro de Joya era de arcilla; ninguno de los dos mostraba su propio rostro en esta ocasión. Donally le dio el látigo, y Joya, quitándose la camisa, fue hacia el árbol. Marianne vio el otro manzano, el que él llevaba consigo, y este árbol tatuado parecía palpitar con vida, como si fuera el árbol visible de la sangre del joven, el árbol que lo sustentaba y no un diseño decorativo; Marianne se encontró sin aliento.
—Justicia —dijo él.
Los niños se sentaron juntos, a observar; Jen, el hijo de Donally y los otros estaban sentados, mudos de expectación; el cumplimiento de la justicia tenía que haber sido sin duda un placer largamente prometido. Annie observaba con los ojos desorbitados y la boca entreabierta; tal vez se sentía consolada viendo sufrir a Precioso, o veía el castigo como un desquite por algo más impersonal. El joven estaba colgado de las manos desde hacía rato. Tenía el rostro vuelto hacia adentro, hacia el corazón deshojado del árbol. De forma ritual, con gesto solemne, Donally le arrancó la camisa. Los pies de Precioso se arrastraban por el suelo. Había sido sentenciado a veinte latigazos. Después del segundo golpe el hijo de Donally gimoteó en voz alta, se apartó bruscamente del círculo y se marchó corriendo a ocultarse en la maleza.
Después del quinto, una niña se echó a llorar. Al octavo, Precioso comenzó a sangrar profusamente. Marianne no pudo mirar más después del décimo, cuando Precioso estaba tan rayado como un tigre sangriento, y se balanceaba pesadamente bajo los golpes, como una alfombra vapuleada. El látigo zumbaba y golpeaba; Precioso gruñía con cada impacto, y todo era una repetición mecánica de sonidos. Marianne vio que Joya golpeaba mecánicamente.
Joya no era más que la idea de ese poder que los hombres temen ofender. La espalda se elevaba y los brazos se doblaban y caían. La serpiente de la espalda sacaba y metía la lengua con el movimiento de los músculos bajo la piel; el Adán tatuado parecía retroceder una y otra vez ante la manzana que Eva le ofrecía, inclinándose una y otra vez, hasta que pareció que el cuadro móvil de una tentación eterna se estaba proyectando sobre la superficie de Joya, unas series incompletas de actos inconclusos, atrapados en una rutina de tiempo; congelado en el acto del castigo, oculto dentro de una máscara que le cubría todo el cuerpo, ya no era un hombre. ¿No acostumbraban otrora encapuchar a los verdugos, para que si se veían en algún espejo no murieran de terror? Cuando terminaron los golpes, volvió a mirar. Joya tiró el látigo y corrió hacia el árbol. Cortó las ataduras de Precioso y lo recibió en los brazos cuando el niño cayó hacia adelante.
—No es culpa mía —dijo Joya—. Yo te quiero más que a nadie.
Por orgullo o despecho, Precioso aún no había perdido el conocimiento.
—¿Y de quién es entonces la culpa, dime, bastardo? —preguntó.
Con la última reserva de fuerzas escupió a Joya en la cara; se alejó del abrazo, tambaleándose, y se desplomó desmayado. Joya permaneció inmóvil, aturdido y vacío, empapado en sudor, mientras la señora Green se acercaba con agua y unos paños para atender a Precioso. Ignoró ostentosamente a Joya, que apoyó una mano en el árbol para sostenerse, y luego se agarró al tronco, enloquecido, casi con deseo; a Marianne le hubiese gustado tocarlo pero, por otra parte, le daba asco. Murmurando, la multitud se dispersó; se había hecho justicia con el ladrón de miel y ya no había más entretenimientos esa noche. Donally se puso a revolver en un cesto repleto de hierbas verdes, silbando una matemática tonada barroca. La luz era tan densa y de aspecto tan delicioso que parecía que podía comerse con una cuchara, pues la tarde era insólitamente tibia y dulce, como mermelada recién hecha.
Inadvertida, Marianne se alejó sin rumbo fijo a través de la barrera de carretas agrupadas en círculo. Los caballos pastaban apaciblemente y no levantaron la cabeza cuando ella pasaba. Tenía los zapatos tan gastados que ya no le servían, así que se los quitó y los arrojó lejos; las hierbas frescas se le enroscaban en los pies como lenguas amorosas; caminó colina abajo por entre una maraña de malas hierbas y gramíneas silvestres, hasta que el campamento fue sólo una mancha de fuegos en el cielo y ella estuvo sola. Encontró un bosquecillo de avellanos, y más allá un arroyo atascado de cañas.
Se sentó en la orilla y hundió la mano en las aguas quietas. El sol poniente lanzaba unos venablos rojos a través de las ramas de los avellanos, y teñía de alheña el arroyo inmóvil. Los avellanos estaban cubiertos de frutos. Escuchó el suave gorgoteo del agua entre sus dedos. Estaba húmeda de sudor y apenas se había quitado la ropa durante semanas; había dormido, caminado, cabalgado, asistido a un entierro, matado a un hombre no-hombre y presenciado una ejecución pública con el mismo pantalón y la misma camisa; era un milagro que no estuviese ya inundada de piojos, aunque a menudo atrapaba alguna pulga. Puso la mejilla ardiente sobre la fresca superficie del agua y cuando levantó la cabeza, el chico medio tonto estaba de cuclillas junto a ella, como si hubieran concertado allí una cita secreta, pero sin haberse dicho nada. Por algún truco de luz ambarina los hombros del chico parecían más saludables que de costumbre. Se hurgó la nariz con el dedo en el que llevaba el anillo de rubí de Joya, si es que era un rubí verdadero y no un cristal. Marianne vio la marca del dogal alrededor del cuello.
—¿Por qué tu padre te tiene encadenado todo el tiempo? —le preguntó.
—Me tiene miedo porque yo tengo mejores ataques que él —dijo el chico—. Obsérvame.
Hizo girar los ojos, echó espuma por la boca, y se sacudió y revolcó en el suelo con tal violencia que Marianne tuvo miedo de que se lastimara.
—Basta —dijo firmemente.
El chico se detuvo con un estremecimiento y clavó en ella los ojos inocentes y atónitos. La lengua con flecos de espuma se bamboleaba sobre los labios descoloridos, resquebrajados, hinchados.
—Por supuesto, eres la mujer de Joya, ¿no? —dijo, como si esto lo explicara todo.
—Soy su esposa —dijo ella.
—Es lo mismo.
—No, no lo es. No tienes alternativas siendo una esposa. Está enteramente fuera de las manos de uno.
El chico meneó la sucia cabeza castaña; no la comprendía.
—Es la misma cosa —insistió.
—No.
—Lo es.
—No.
—¡Lo es! ¡Lo es! ¡Lo es! —El chico rodó otra vez por el suelo mientras gritaba—: ¡Lo es! —con voz quebrada e imperiosa, hasta que Marianne le dijo firmemente—: Te estás poniendo en ridículo.
Él se sobresaltó, observándola con algo parecido al asombro porque ella lo había detenido.
—¿Qué quieres decir?
Él estaba jadeando. Las serpientes del pecho se le retorcían y se le enroscaban alrededor de las cicatrices que tenía sobre las costillas. Levantó las manos y se tapó la cara, espiando a Marianne por entre los dedos; se movía de una manera sinuosa pero errática; si hubiese sabido cómo parecer elegante, hubiera sido delicioso mirarlo. Se balanceó sobre los talones hasta que, sin siquiera una sombra de advertencia, saltó sobre Marianne. Era tan ingrávido como un pájaro de huesos huecos, o un insecto que llevase su propia estructura por fuera, sin carga alguna en el interior. Marianne podría habérselo quitado de encima empujándolo, tal vez, con un dedo, y aun haberlo arrojado al arroyo si hubiera querido defenderse, pero se dio cuenta de que ésta era la primera oportunidad que se le presentaba de traicionar a su marido, y la aprovechó instantáneamente.
El chico macilento, loco, desvergonzado, la revolcó entre las raíces durante un rato, mientras la palpaba bajo las ropas con dedos asombrosamente largos y delicados, pero aparentemente movido por la curiosidad más que por el deseo, y ella se preguntó si no sería demasiado niño, así que se desabotonó la camisa y le frotó la boca húmeda contra los pechos. Los pezones eran tan sensibles que ella gimió suavemente y él se sintió muy excitado. Empezó a murmurar fragmentos incomprensibles de las oraciones y máximas de su padre, y ella lo tomó con rudeza y lo metió dentro; no tenía paciencia para confiar en el instinto. Él arremetió con fuerza dos o tres veces y concluyó con un grito tan tremendo que pareció que la pérdida de su virginidad le causaba tanta angustia, o por lo menos consternación, como le había causado a ella la pérdida de la suya. Se escurrió débilmente fuera de Marianne, pero ella lo retuvo en sus brazos y le besó las marañas del cabello. Se sentía insatisfecha pero complacida porque había hecho algo irreparable, aunque aún no estaba muy segura de lo que era. Así yacieron allí, durante un rato, en la inexpresable quietud y sombríos colores del anochecer.
El chico la tocó sin contacto sensible pues su cuerpo frágil no irradiaba calor.
—¿Sabías que estás encinta? —dijo él, con una voz como un hilo de cristal.
Marianne vio el fantasma de una luna creciente flotando en el cielo cobrizo, por encima de una colina roja, entre las menudas ramas de un avellano. Al hijo de Donally nunca había que creerle, aun cuando insistiera una y otra vez.
—Aquí, Joya ha puesto un niño en ti.
Le lamió suavemente el pezón hinchado del seno derecho y se rió. Tenía otra pregunta.
—¿Te lo hace a menudo?
—En la cama con él, nunca le he visto la cara; quizá nunca fue él, quizás es alguna otra cosa.
Fue por esto que se le ocurrió levantar la cara del niño, para escudriñarle el rostro. Era blanco e informe, una gruesa boca cálida y los enormes ojos perdidos de un niño en un bosque amenazado por el ruiseñor. Ahora que el sol estaba bajo, el niño estaba tan blanco como si el astro nunca lo tocase. Había una larga cicatriz a lo largo de la mejilla de la criatura. Se liberó de una sacudida y volvió a yacer sobre el cuerpo de Marianne. Deslizó la lengua por el surco aterciopelado entre los pechos.
—¿Lo sabe él?
—¿Si él sabe qué?
—Que vas a tener un bebé.
—¿Cómo lo sabes tú?
—Creo que es así —dijo él—. ¿Soy tu amigo?
Una brisa agitó las cañas y él volvió a estremecerse. Casi olvidó la pregunta que acababa de hacerle, y observó acusadoramente: —Tengo frío.
Ella fue atrapada en una tormenta de afecto; hubiera querido cobijarlo dentro de sí misma, donde todo era cálido y nadie podría dañarlo, pobre lúcido, estúpido hijo del caos, ahora chupándola como si esperase encontrar leche. Le acarició los costados cubiertos de cicatrices y pensó: «¿Está él en lo cierto? ¿Estaré embarazada? Nunca lo pensé, no hasta anoche en la vieja casa, nunca me molesté en observar los síntomas». Estos síntomas eran la falta de la menstruación; las náuseas matinales, indigestión y estreñimiento. Ella rió porque todas estas cosas parecían demasiado indecorosas, y él levantó los enormes ojos interrogantes, del más pálido gris. Marianne se sintió repentinamente acobardada por cuanto esos ojos podían no reflejar en absoluto falta de juicio, sino una inteligencia que, aunque excepcional, corría a lo largo de un camino paralelo que no lindaba con el de ella y tal vez con el de nadie.
—Vete ahora y déjame sola.
Él asintió obedientemente y se incorporó.
—Ven aquí, tonto…
Marianne se sentó y le abrochó el pantalón andrajoso. El niño se enrolló los dedos en el cabello corto, y cantó una frase de una de las canciones de su padre. Como respondiéndole, un pájaro gorjeó desde un árbol cercano; tal vez era un ruiseñor, porque el hijo del doctor dejó de cantar inmediatamente, pasmado.
—¿Pero qué nombre le darás?
—¿A qué?
—Al crío de Joya.
—Modo o Mahu —improvisó ella.
— A mí no me engañas —le dijo él—. Estás bromeando. No me crees, ¿verdad?
En la inocencia perfecta de su mirada de cordero, Marianne tuvo la absoluta convicción de que estaba embarazada, junto con una desoladora tristeza. Medio inconscientemente, deslizó la camisa por encima de los pechos.
—Sí, te creo —dijo.
Él se rascó una picadura de insecto que tenía en un brazo, le dedicó una sonrisa laxa, mostrando que había decidido convertirse de nuevo en un idiota, y se deslizó a través de la espesura como un pez. Marianne se acostó en la hierba, dolorida de tristeza. Después de un rato se quitó la ropa y se sumergió en el arroyo. Había una corriente inesperadamente fuerte; casi deseó dejar que la arrastrara hacia el río, por el ancho río abajo, tal vez hasta llegar, ahogada y muerta, al desconocido mar, mucho antes que la tribu. Pero en cambio, se lavó cuidadosamente una y otra vez, haciendo correr el agua fría por entre sus muslos para lavar todo rastro de la visita casual del muchacho, hasta que la luz comenzó a desvanecerse y el agua se ennegreció. Se secó con la ropa y se la volvió a poner. La ropa mojada se le pegaba al cuerpo y tuvo mucho frío, aunque la tarde era todavía tibia.
Los hermanos habían comido y haraganeaban alrededor del fuego. Johnny estaba limpiando un rifle, como atrapado en una viñeta de la vida bárbara, y Precioso, a quien no se veía por ninguna parte, tal vez dormía en una tienda. La señora Green estaba sentada sobre un cubo invertido con Jen aprisionada entre las rodillas, y le desenredaba el cabello con un peine. Joya yacía de cara al suelo y Marianne pensó por un momento que él estaba muerto y que ella había ayudado a matarlo, que el corazón de Joya se había parado tal vez en el mismo instante en que el muchacho se había lanzado sobre el vientre de ella. Joya era una pila muerta de trapos, huesos y pelo; Marianne se echó junto a él en un estado de violenta confusión, pues la idea de que él estuviese muerto era, de pronto, intolerable.
—¿Por dónde has estado, querida? —preguntó la señora Green, atrapando un piojo y aplastándolo entre las uñas del pulgar y el índice—. Cállate —reprendió a Jen, que chillaba por los tirones de pelo.
Marianne no pudo responder porque estaba demasiado segura de que Joya había muerto.
—Ha estado enviando señales a los Profesores —sugirió Johnny, apuntando brevemente hacia ella con el rifle, y mostrando los dientes.
—Ha estado embrujando a los caballos —dijo Bendigo.
Éstas eran bromas peligrosas. En cualquier momento los hombres podrían volverse contra ella.
—No la ataquéis, pobrecilla, parece exhausta.
La mano de Joya, mano de violador, asesino y sepulturero, cobró vida y le aferró el codo. Marianne hubiera llorado de alivio pero advirtió que, por el momento, había olvidado cómo se lloraba.
—Ha estado nadando, está toda mojada. A ver, ¿por qué estás tan mojada?
—Me caí en un arroyo.
También él estaba limpio. Ella le vio la cara a la transfiguradora luz del fuego y sintió un dolor punzante, extremo y prolongado, como si estuviesen tallando en la carne de ella las líneas de la frente, la nariz y el mentón de Joya con la punta de un cuchillo.
—¿Estás enferma?
Ella sacudió la cabeza.
—¿Quieres algo de comer?
Ella sacudió la cabeza.
—Entonces será mejor que te traiga ropa seca o enfermarás mortalmente.
Ella reptó hasta apretarse contra él y se tendió allí.
—¡Te está demostrando afecto! —exclamó Bendigo burlonamente.
—Parece una muñequita de trapo, está toda floja —dijo Joya con curiosidad.
Alzó un brazo de ella y lo soltó; Marianne dejó que el brazo cayera al suelo. Joya le dijo tiernamente:
—¿Qué sucede amor? ¿Qué te sucede?
—Me has dado un filtro —dijo ella—. ¿Por qué me has enamorado? ¿Qué he hecho mal?
Intentó meterse bajo la chaqueta de él y desaparecer. La señora Green palmoteó el trasero de Jen. —Vete ahora, Jen. Yo cuidaré de la muchacha del Profesor…
—No —dijo Joya—. Yo la cuidaré. Está de un humor extraño.
Marianne lo siguió lentamente mientras se mordía las uñas con aire distraído. Él la llevó a la carreta, ahuyentó a un grupo de chiquillos que jugaban al escondite entre las cajas y los bultos, y encontró una manta para ella. La desnudó y la envolvió en la manta, la sentó en la escalera de la carreta y se instaló junto a ella, como esperando una explicación. Aún había luz suficiente como para que ella le viese la suave y compacta textura de la piel bajo los collares, y se inclinó hacia él y le besó la base de la garganta con besos pequeños y sorbientes, como si tratara de bebérselo.
—¿Qué quieres?
—Fui a dar un paseo y de pronto me encontré con el muchacho.
—¿Cómo? ¿El idiota? ¿Te penetró, entonces?
Marianne asintió y continuó besándole el hueco de la garganta. Él rió, quizá sinceramente divertido.
—Bueno, ¿qué sucedió? ¿Te excitó y después no pudo terminar el trabajo? ¿Es eso? ¿Es por eso que has empezado a galantearme con este afecto inesperado? ¿Es por eso?
Tanto se reía que ella se preguntaba si no estaría a punto de matarla. Sacudió la cabeza.
—¿Entonces qué? ¿Te lastimó?
Ella volvió a sacudir la cabeza. Joya suspiró y observó con indiferencia: —Te diré esto: no eres muy buena haciéndote violar.
Marianne le golpeó la cara y él inmediatamente le asestó en el costado de la cabeza un golpe tan violento que ella cayó al suelo y se quedó allí, aturdida.
—Me vuelves a pegar y te golpearé hasta hacer de ti una pulpa sangrienta —le dijo Joya, en tono agradable; sacó un cuchillo y empezó a cortarse las uñas.
Cuando ella recuperó el aliento, dijo: —Te odio. La próxima vez que me golpees tomaré tu cuchillo y te apuñalaré.
—No lo creo —dijo él. Como tenía razón, ella gateó hasta sus pies, avergonzada.
—Dice que estoy embarazada.
Las siluetas oscuras de las carretas y los destellos de la luz del fuego se tambalearon alrededor y el cielo con sus primeras pocas estrellas se balanceaba ya por encima ya por debajo de ella. Tomó la mano de Joya y la cubrió de besos desesperanzados, lastimándose los labios contra los anillos.
—De todos modos, algo se te ha metido dentro —dijo él—. Has perdido el juicio.
—Estoy enferma.
—¿Enferma?
—Él tiene razón. Yo lo sé.
—¿Y es mío?
—Por supuesto que lo es.
—No hay ningún «por supuesto» en este asunto. Siempre estás escapándote, y quién puede decir quién se te tira, zorra lasciva.
—No quiero. No quiero quedarme aquí.
—Deja de babearme las manos.
— Y estoy enferma…
—Si dejas de babearme las manos seré amable contigo un rato.
La levantó del suelo; Marianne trepó hacia el interior de la chaqueta todo lo que pudo, y se hubiera metido dentro de su pecho hasta desaparecer, si hubiera sido posible. Tenía la nariz llena de humo de leña, la viscosidad rancia de los caballos y el hedor molesto de las pieles mal curtidas, y todo esto se combinaba con el perfume peculiar de Joya, pero cuando levantó la mirada hacia él no vio ninguna estructura palpable, sólo una sucesión de alucinaciones. El rostro de un diablo pintado. Luego, una talla hierática y cruel de madera castaña y sombras. Luego, una oscuridad en movimiento, que se doblaba, tal vez de tristeza. Pero cada imagen era proyectada sucesivamente, no en la cara real de un hombre vivo sino en direcciones opuestas o contrarias a los finos contornos de las facciones ahora trazadas como con agujas horribles en el interior del cerebro de ella.
—¿A quién ves cuando me ves a mí? —preguntó Marianne, sepultando la cara en el pecho de Joya.
—¿Quieres la verdad?
Marianne asintió.
—Al pelotón de fusilamiento.
—Ésa no es toda la verdad. Inténtalo otra vez.
—Insaciabilidad —dijo él, con cierta amargura.
—Eso es evasivo pero también demasiado simple. Una vez más —insistió—. Una vez más.
Él permaneció callado durante varios minutos.
—El mapa de un país en el que yo existo en virtud de las extravagancias de mis metáforas.
—Ahora estás siendo demasiado sofisticado. Y además, ¿qué metáforas tenemos en común?
Él pareció sonreír y le preguntó si se sentía mejor.
—Estoy aterrorizada —dijo ella—. Nunca he estado tan aterrorizada en toda mi vida.
—No eres bastante vieja. Ponte de pie.
—No puedo.
—Acuéstate, entonces.
Encontró otras mantas y le hizo una cama dentro de la carreta, apoyándole la cabeza sobre un fardo de pieles. Sin embargo, continuó estrechándola, aunque distraídamente, y ella le besó la garganta una y otra vez, acariciándolo por debajo de la camisa. Joya gruñó, y no sin dulzura le apartó la mano. No podía dejar de pensar. Marianne examinó de cerca los collares de Joya y pronto atrajeron toda su atención. El medallón de San Cristóbal; un hilo de cuentas de cristal como claros ojos azules; dientes de animales salvajes colgados de una tira de cuero; tres hilos de piedras lunares que destellaban en la oscuridad, una pieza hermosa y aparentemente antigua.
—Quiero un collar —dijo ella—. Quiero tu hilo de cuentas.
—Entonces, el deseo será tu dueño. No doy ninguno de mis amuletos o talismanes. ¿Qué sería de mí?
Era el collar de perlas el que ella quería, unas hojas doradas que podrían haber crecido en el mismo Edén. Mientras ella colgaba del cuello de él, como otro collar, unos crujidos anunciaron a un visitante. La sombra de Donally cayó sobre ellos. Sostenía una linterna y empuñaba un frasco. La vela estaba perfumada con vainilla, un perfume exótico y doméstico a la vez.
—Un trago —dijo, depositando en el suelo la fragante linterna y ofreciendo el frasco.
—Después de ti —le respondió Joya, precavido como siempre.
El preceptor bebió y Joya tomó el frasco. Donally trepó dentro de la carreta, que se inclinó y se balanceó, buscó un espacio libre y se acomodó sin que nadie lo invitase. Los tres estaban tan juntos que podían oír la respiración de los otros. El silencio del sueño envolvía el campamento. Joya bebió, y puso la boca del frasco entre los labios de Marianne.
—Te hará bien.
Marianne bebió un trago abundante del crudo licor, y se enroscó alrededor de Joya, más apretadamente que antes. Él le cubrió los muslos con un pliegue de la manta.
—Paternidad —dijo el doctor acaloradamente, sacando a colación el tema, sin más—. ¿Cómo aceptarás el papel de padre?
—Complacido.
—¿Y cómo se las arreglará ella con el de madre?
—Sólo de mala gana, supongo. Mírala, es una mujer diferente; pero quién sabe cuánto le durará.
Ella estaba casi ensordecida por el golpeteo del corazón de Joya, y se sentía demasiado desdichada como para prestar atención a los dos hombres, que empezaron a conversar por encima de ella con voces que apenas parecían tener relación con las bocas de las que salían. La joven besaba, de tanto en tanto, la muñeca o la garganta de su marido, y él le palmeaba la cabeza, distraídamente, como si ella fuese ahora un miembro de la familia que se adormilaba sobre las rodillas de él, como Jen cuando estaba demasiado soñolienta como para irse a la cama.
—Dice que es mi crío. ¿Tú le crees? Creo que, de todos modos, tendré que aceptar el papel de padre.
—Yo le creería, sí. Tus hermanos no se hubieran atrevido por miedo al látigo y al lazo corredizo, desde que te acostaste con ella, y mi hijo nunca se le acercó hasta hoy.
—¡Y sólo tiene trece años! —dijo Joya, con admiración.
—Ahora tendré que tenerlo siempre encadenado —meditó Donally—. O esparcirá su semen por toda la tribu, como rocío infecto. Lo azoté severamente cuando me lo contó, y lo encadené a un árbol. En este momento se siente demasiado ultrajado como para aullar.
—Entonces ella está, realmente, fuera de combate —dijo Joya, sonriendo ampliamente—. Ahora la he vencido.
—No te duermas sobre los laureles.
—¿Qué? ¿Todavía tengo que cuidarme de la oculta carga de su contacto? ¿Estás dormida, Marianne?
—No lo está. Dale un trago.
—Qué joven se la ve. Cuando yo tenía su edad, era absolutamente inocente, ¿lo recuerdas?
—Perfectamente. ¿Tenías miedo cuando saliste en tu primera incursión?
—En absoluto. Cuando me pinté la cara y todo lo demás, me convertí en una cosa aterrorizadora, y en ese mismo momento no fui más que lo que era, un instrumento de matar gente.
— Y ella te observó.
— Y al verme, me convirtió en otra cosa. Siempre que la recuerdo cuando estoy lejos, la imagino llevando guantes negros, largos hasta el codo, cabalgando a la grupa de mi caballo, esperando la hora propicia hasta el momento fatal.
—¿Qué encierra el futuro para tu hijo?
—¿Qué encierra el futuro para el tuyo? ¿Por qué no lo matas ahora? ¿A qué esperas?
Marianne le mordió la mano. Joya puso la boca junto a la oreja de ella y dijo: —No tientes a la suerte.
—¿Qué puede esperar tu hijo, si tú no aceptarás tus responsabilidades?
—¿A qué te refieres? —preguntó Joya, atónito. —¿Hubieras castigado a Precioso por tu propia voluntad?
—No.
—¿Hubieras llegado a casarte con ella por tu propia voluntad?
—No.
—¿Hubieras creado una estructura de poder por tu propia voluntad?
—No.
—Entonces, ¿cómo esperas ser Moisés cuando no reconoces al pueblo elegido?
—No quiero ser Moisés. Y el futuro es un sueño.
—Esperanza —propuso Donally.
—Esperanza —repitió Joya. Se miró los anillos durante un largo rato. Luego dijo—: Quizá tendría que pedirle a ella que me llevara hasta los Profesores, que al menos pretenden tener tal cosa. Te entregaría la tribu para que hicieras con ella lo que quisieses, doctor, y cabalgaría hasta los Profesores con Marianne, como si ella fuese una bandera blanca. Tal vez éste sea el momento de capitular.
—Despiértala y pregúntale lo que te harían ellos. Joya sacudió a Marianne, pero ya estaba despierta.
—Te dispararían en cuanto te viesen.
—¿Qué sucedería si te enviara a ti primero, como emisario, para decirles que llegaré y me entregaré voluntariamente?
—Te pondrían en una jaula para que así todo el mundo pudiera examinarte. Serías el icono de la diferencia, como una bestia parlante o un trozo de meteorito.
—Si el león pudiera hablar, no lo entenderíamos —dijo Donally.
—¿Qué sucedería si yo, astutamente, demostrara mi excepcional inteligencia y mi excelente, aunque heterodoxa, educación?
—Los Bárbaros son yahoos, pero los Profesores son laputanos —dijo ella—. Y tú no has sido educado en las mismas normas y requisitos.
—No soslayes el problema; responde a su pregunta —dijo Donally.
—Caminarían a tu alrededor cuidadosamente, por si acaso pudieras morderlos, te cortarían el pelo, tomarían fotografías del cuadro que llevas en la espalda, una reliquia de la iconografía judeocristiana, les parecería muy interesante. Te quitarían la chaqueta de piel y te vestirían con un traje oscuro, te someterían a tests de inteligencia donde tendrías que emparejar cuadrados con círculos y círculos con cuadrados. Y te someterían a pruebas de aptitud. Y pruebas de destreza mental. Y la prueba de las manchas Rorschach. Y pruebas de introversión/extraversión. Y análisis de sangre. Y muchas otras pruebas. Y todo cuanto dijeras o hicieras, durmiendo o despierto, sería observado y considerado, para ver cómo revelas tus diferencias; cada palabra y cada gesto serían estudiados y anotados hasta que no fueses más que una maraña de apostillas con un menudo hilo de texto al comienzo de la página. Serías prensado dentro de un libro. Y cohabitarías con psicólogos, y todo el tiempo te sentirías un perfecto extraño.
Y aunque todo lo que ella había dicho era verdad, y totalmente contrario a las fuentes hostiles y agresivas de la misteriosa belleza de él, aun así pensaba con nostalgia en la paz y la quietud de otro tiempo, ahora que estaba tan enferma.
—¿Y tú? ¿Vendrías a visitarme a mi habitación o jaula, para ofrecerme un poco de caridad?
—No —le dijo ella—. No, si dejaras de ser esto que eres por fuera.
—Pásale el frasco —dijo Donally, muy satisfecho.
—Pero, en realidad, nunca me propuse inmolarme entre la gente de ella —dijo Joya, mirándola beber—. Aunque, ¿en qué me convertiría si hiciera todas esas concesiones por amor a mi hijo?
—De todos modos, ¿qué será de ti? Morirás de un disparo en alguna incursión o en algún ataque, y arrojarán tu magnífico cadáver dentro de un hoyo, llevándose consigo, desgraciadamente, mi obra maestra.
—Dondequiera que vaya, estoy condenado a ser una pieza de museo —dijo Joya.
—Yo mismo soy un intelectual; ¿qué otra cosa esperas de los intelectuales? Estamos acostumbrados a investigar las cosas, y los sentimientos heridos de las cosas que investigamos apenas nos incomodan. ¿Por qué tendría que ser de otro modo? Ella se está durmiendo.
—No, aún me está besando. Ten un poco de dignidad, muchacha, sobreponte. Abraza tu destino con elegancia, eso es lo importante. Finge ser Eva durante el fin del mundo.
—Lilith —dijo Donally, con pedantería—. Llámala Lilith.
—Ésa es una mala herencia. Además, siempre pensé en Lilith como bastante madura.
—Ella es una pequeña Lilith.
Marianne le dijo a Joya: —Eres tan hermoso, que creo que tienes que ser verdadero.
—Eso es un sofisma —dijo Donally groseramente.
—Pero creo que a la larga tendré que confiar en las apariencias. Cuando era pequeña, jugábamos a héroes y villanos, pero ahora, ya no sé qué es qué, ni quién es quién. Y, ¿en qué puedo confiar si no en las apariencias? Porque nadie puede enseñarme qué es qué ni quién es quién, y mi padre está muerto.
—Entonces, tendrás que aprenderlo por ti misma —le dijo Joya—. ¿Acaso no tenemos que hacerlo todos nosotros?
—Dame a tu hijo y lo convertiré en el niño-tigre.
—No sobreviviría.
—He perfeccionado mi técnica, no le haré daño. El tatuaje es la primera de las artes posapocalípticas, y la materia artística es la carne y la sangre.
Donally carraspeó como en una sala de conferencias, pero Joya lo interrumpió.
—De todos modos, será una niña. Será una niña pequeña, negra y maliciosa, y yo me arrancaré el corazón para que ella juegue con él, si se le antoja. ¿Por qué quisiste envenenarnos a Marianne y a mí aquella vez? ¿Fue otro ejemplo de tu diabólica habilidad artística? ¿Cómo mataste a mi padre?
—Era un hombre viejo que quería seguir viviendo, pero tenía cáncer. No entiendes nada.
—Haz algo por mí —dijo Joya lentamente.
—Sí, de acuerdo —dijo Donally, con desconfianza.
—Deja en libertad a tu hijo y tira las cadenas.
—¿Por qué?
—Para demostrarme que no te propusiste matar a mi padre y que confundiste las drogas.
—Qué lógico —dijo Donally. Se incorporó, trepó a un cajón y orinó por encima del costado de la carreta. Luego volvió a sentarse junto a Joya y lo abrazó.
—Yo te considero como mi propio hijo.
—¿Te convertiste en mi padre cuando mataste a mi padre? ¿Qué, te lo comiste?
—Asumí mis responsabilidades.
—¿Cómo? ¿Tratando de vez en cuando de matarme también a mí durante diez años?
—Te enseñé todo lo que sabía.
—Cautela, ciertamente me enseñaste cautela. Y genética, matemática, algunos trucos de magia y unas pocas citas de viejos libros en lenguas muertas.
—No es demasiado tarde para aprender de mí. Te daría un futuro, si sólo me escuchases. Podría hacerte tan aterrador que las curvas del camino se enderezarían cuando tú cabalgaras por él. Haré de ti un político, y podrías convertirte en el rey de los yahoos y también de los Profesores; necesitan un mito, tan apasionadamente como cualquiera; necesitan un héroe. Tamerlán, el azote de Asia, había conquistado medio mundo cuando tenía tu edad, pero tú puedes recuperar rápidamente el tiempo perdido.
—Déjalo libre.
—¿A quién?
—A tu hijo. Mi hermano, si tú eres mi padre.
—Le tengo miedo —dijo Donally, al cabo de un largo silencio.
Un aullido estremecedor se elevó en el aire oscuro, y Marianne levantó la cabeza del pecho de Joya, para escuchar.
—Déjalo en libertad y haré lo que quieras. Incluso aprenderé a representar el héroe conquistador.
—¿Pero qué sucederá entonces?
—Si rehúsas, será mejor que se lo lleves a los Profesores para que lo enjaulen y le analicen la sangre.
Donally sacudió el frasco y no oyó ruido de líquido.
Lo dejó caer sobre el suelo de la carreta.
—¿Llevarlo y dejarlo?
—No. Llévatelo, pero tú no regreses nunca. Vete a casa. Estoy cansado de ti.
—No seas precipitado. Medita.
—¿Cómo podría confiar en ti si le tienes miedo a algo? Llévate tus conjuros y oraciones a cualquier otro sitio, y llévate a esa maldita serpiente que no significa nada. Ya no quiero verte más.
—Pero aún me necesitas.
—Libera a tu hijo y podrás quedarte.
—¿Qué haríais si yo me marchase? ¿Seguiríais robando y saqueando o pensáis estableceros y cultivar jardines?
—Ella es lista. Ya se le ocurrirá algo.
—Te dejaré —dijo Marianne, furiosa—. Tan pronto haya nacido el bebé.
—Nunca lo harás —dijo Joya desdeñosamente—. Ahora, en este mismo momento, te estás derritiendo por mí.
Introdujo bruscamente una mano entre los muslos de Marianne, pero ella le dijo: —Eso no significa que no te dejaré.
—No, es cierto —convino él—. Pero sugiere que podrías encontrar más difícil marcharte que venir.
—La vela se está acabando —observó Donally—. Me voy a la cama.
—Yo creo que hemos llegado, por fin, al momento de la separación.
—¿Lo crees? —dijo Donally.
Se puso en pie y se estiró. Pareció alcanzar la cima del cielo y que el hombre y la mujer jóvenes se encogían atemorizados, pero esta impresión duró sólo un momento. Donally se balanceó sobre el costado de la carreta y desapareció dejando una linterna apagada y un frasco vacío. Ahora sólo la luz de las estrellas y la luna creciente iluminaban la escena, una luz fría, pálida y fantasmal.
—Todos están dormidos —dijo Joya—. Pero mi pobre hermano tiene la espalda en llamas. ¿Quién crees que aullaba? ¿Precioso o el hijo de él?
Los dedos de Marianne estaban entrelazados con las hojas doradas; de repente Joya se las arrebató y dijo en una voz racional y fría que Marianne no había oído nunca: —Estoy desesperado; no puedo más.
—¡No me dejes sola!
Pero él ya la había empujado contra los sacos y había desaparecido, y ella se encontró sola, sin protección alguna, bajo el cielo. Bajo el cielo, todos los aldeanos dormían dulcemente detrás del alambre de espino y las atalayas armadas que impedían que los de fuera entrasen y los de dentro salieran, excepto aquella hembra renegada que ahora permanecía despierta, mientras los viajeros dormían al raso en campo abierto, y los Parias dormían en las madrigueras subterráneas, mientras las bestias dormían en las fétidas madrigueras y los pájaros dormían en los árboles dormidos, y así, la esfera del mundo que giraba en el espacio estaba completamente entregada a un sueño confiado que volvía indefensas todas las cosas, un abandono comunal que borraba las diferencias entre todos los que estaban bajo el cielo, que presionaba inexorablemente sobre las frágiles y mutables estructuras de abajo, como una pesada tapa, aplastándolo todo hasta extinguirlo. La idea del mundo se aplanó como la palma de la mano de Marianne, se sacudió, encogió y cambió hasta no ser más que la madera astillada de debajo, unas texturas de lana cruda, pieles, y el pequeño mundo que contenía todo lo que ella podía conocer. Mientras recobraba la calma, el cielo volvió al sitio que le correspondía, y Joya regresó. Ella se sorprendió; pensaba que se había ido para siempre.
—Te he traído un regalo, un collar, lo que tú querías.
Llevaba varios rollos de frío metal; era la cadena del chico. Se agachó y, febrilmente, trató de atarla, pero ella se libró con facilidad.
—Joya Lee Bradley, ladrón roñoso, otra vez estás borracho.
Él le hizo la misma pregunta que ella había hecho al caer la noche, aunque con mayor pasión. —¿Qué ves cuando me ves a mí?
—Veo tu cara cuando cierro los ojos, aunque preferiría no verte.
—Lo que yo suponía —dijo él, y dejó que la cadena se deslizara hasta el suelo. Estaban exhaustos y en seguida se quedaron dormidos. Por la mañana él la envió a ver a la señora Green, quien dejó de revolver las gachas, la llevó a la relativa intimidad de un granero ruinoso, la desvistió y la examinó.
—Calculo que estás de unos tres meses —dijo.
Hierbas silvestres, verdes y jugosas, florecían a la altura de los hombros alrededor de ellas, y proyectaban sombras de delicado verde sobre los pechos de Marianne.
—¿Has estado echando en falta el período y demás? ¿Por qué no me lo dijiste?
—No lo advertí.
La señora Green la abrazó, la besó y dejó que se vistiera. Los trocitos de espejo de la camisa de Marianne brillaban a la fresca luz de la mañana como ojos diminutos que se abren al despertar.
—Ahora tienes que cuidarte; no puedes arrastrarte por el polvo y la basura, no está bien.
—Yo iré adondequiera que él vaya —replicó Marianne, sin alterarse.
—¿Se te ha dado tan mal como todo eso, querida? —dijo la señora Green, con satisfacción melancólica, y la besó nuevamente.
Marianne se dio cuenta de que la mujer la había malinterpretado, pensando que ella quería ser para siempre la sombra de Joya; estaba a punto de corregirla cuando vio un relámpago escarlata a través del hueco de la puerta. Era el chico, sin cadenas, vestido con la chaqueta de bodas de Joya Lee Bradley, de podrida seda escarlata, que le caía rígidamente hasta los pies desnudos. Estaba comiendo la carne de un hueso de costilla. Pasó lentamente junto a la puerta, tropezando a cada paso con los bordes de la chaqueta; lo seguía un perro castaño, flaco, casi pelado, que olía la prenda con curiosidad. El niño parecía extremadamente feliz, resplandecía como el sol, que esa mañana brillaba con la trémula luz del final del año.