Cinco
La tribu ya no se protegía de Marianne con señales, pues el matrimonio la había secularizado. Aunque aún una extraña, y por lo tanto temible, era ahora específicamente responsabilidad de Joya, y ellos confiaban en que él controlaría la dudosa magia de ella, que la mantendría controlada en un saco bien atado, quizá bajo la almohada, pues ahora los niños preferían no hacerle caso y ella podía ir y venir a su antojo por el campamento, sin dejar atrás una estela de murmuraciones. Cuando pidió un poney le dieron uno pequeño, blanco y negro, como un caballo de juguete, de crines ásperas y blancas. Algunas veces cabalgaba por los alrededores de los límites del bosque, pero no iba más allá. Pasó un tiempo, y Joya aún la vigilaba por el rabillo del ojo pero, a pesar de todo, ella no cargaba el poney y se marchaba porque cuando descubrió junto con Joya que podían aniquilarse mutuamente, ya no pudo pensar en otra cosa. Cortejando su propia extinción así como la de él, descubría poderes extraordinarios tan pronto como la oscuridad borraba la peligrosa evidencia del rostro de Joya. Entonces la cama se convertía en un mundo frío, negro y silencioso, donde sus únicos habitantes no tenían otros sentidos que el tacto, el gusto y el olfato.
Pero una vez, ella despertó antes y se sorprendió al ver el rostro de él casi totalmente reducido a gentileza. En el abandono del sueño sus manos habían caído sobre los pechos de ella tan suavemente como la nieve, y entonces, con fascinado horror, volvió a recordar que esas mismas manos que unas horas antes la habían transformado por un momento en un río de fuego, también habían destruido irrevocablemente la carne de su carne. El rostro de Joya parecía girar en el hueco tenso del hombro de ella, deshacerse y rehacerse en formas de un perfecto horror; pero él abrió los ojos y de repente ella se vio reflejada dos veces, y se apartó muy rápidamente antes de poder distinguir la expresión de su propia cara.
En otra oportunidad despertó a media noche porque un chotacabras, que vino a posarse en el árbol de la habitación, aleteaba ruidosamente. Era ese período del mes en que no había luna. Sintió como si le hubieran apagado los ojos, y mientras buscaba a tientas la mano de Joya para comprobar que no estaba sola, encontró, por accidente, el rostro de él. Tocó un promontorio de hueso apenas recubierto de carne, que tenía que ser un pómulo. Movió las puntas de los dedos, ligeramente, a lo largo de esta elevación y encontró una franja como de hierba, presumiblemente un ojo encapotado bajo el párpado. Pero no tenía ninguna sensación de ojos reales ni de un rostro real. Todo parecía un pequeño paisaje del que recibía la información más abstracta, y pronto identificó este paisaje con el corazón en ruinas de la vieja ciudad; esto la desconcertó un poco, y durante demasiado tiempo intentó no recordarlo.
Días después accidentalmente, otra noche, al moverse desasosegada le tocó la cara y notó que estaba cubierta de lágrimas. Pero él no se movió, durmiendo o aparentando dormir, y ella reprimió instantáneamente su curiosidad.
Aparte de estos contactos aislados, ella se defendía negando a Joya toda existencia fuera del ser doble que ambos conformaban cuando en el bosque los búhos caían sobre los ratones aterciopelados, la luna atravesaba alguna fase y el idiota aullaba desconsolado en la perrera. Esta tercera cosa, esta bestia erótica no tenía ojos, ni forma, y estaba equipada con una única boca. Era anfibia y nadaba en oscuras aguas salobres, subsistiendo solamente en la noche y el silencio; Marianne cerraba los ojos para no verlo a la luz de la luna, y de todos modos no había entre ellos palabras de cariño, ni ninguna razón para utilizarlas. La bestia tenía garras y dientes. A veces era sólo un instrumento de venganza, aunque su propio ímpetu la llevaba, a menudo, más allá de esta función. Cuando eran otra vez dos, despertaban a la mutua desconfianza de la mañana.
A la luz del día o del fuego, Marianne lo veía en dos dimensiones, plano e inexpresivo. Cuando venía a través del prado sobre el caballo negro, empapado de agua de lluvia o salpicado de barro o sangre, de regreso de la caza, o cuando esperaba la comida de la tarde en la cocina con sus hermanos, jugando una partida de huesos y disputando hoscamente acerca de la caída de las piezas; o doméstico, ocasionalmente, acunando a la peluda Jen sobre sus rodillas cuando ella iba a dormir allí… todas estas actividades no eran más que cuadros vivos o poses fortuitas, sin una línea de continuidad que las uniera.
En la pared exterior de la habitación del doctor, se leía ahora: NUESTRAS NECESIDADES NO TIENEN NINGUNA RELACIÓN CON NUESTROS DESEOS. Donally lo dejó allí durante varias semanas.
—¿Pero quién puede decir cuál es cuál? —se preguntó Marianne y no pensó más en el aforismo.
Marianne, blanca y silenciosa, se sentaba en una silla rota de la cocina; a veces los sonidos del órgano revoloteaban alrededor como espectros barrocos, y otras no. Un día, al anochecer, en un ataque de furia, Joya rompió todos los cacharros del viejo aparador. Arrojó la antigua loza por todo el cuarto; los hermanos huyeron atropelladamente entre risillas de miedo, pero Marianne no se movió de la silla. Él le arrojó una sopera; erró, por supuesto, ya que ni la sopera ni él eran reales. La sopera cayó dentro del hogar. Luego Joya atacó ferozmente las reses recién sacrificadas. Y otra noche se aproximó a Marianne, en silencio, durante la hora de la carnicería, y le embadurnó la cara con las manos manchadas de sangre: acto que ella interpretó inmediatamente e inmediatamente despreció; era como si él estuviese tratando en vano de demostrar su propia autonomía, aunque ella no olvidaba nunca que él se desvanecía como un fantasma cuando empezaba a clarear, o más temprano, en el mismo momento en el que el cuerpo de ella dejaba de definir los contornos del cuerpo de él.
Algunas veces, cuando llovía, la lluvia entraba a raudales a través de la habitación, y los empapaba hasta los huesos. En las noches de viento la habitación se sacudía como un corcho sobre tormentosas rompientes de aire. Cada mañana un trozo más de techo había caído en la habitación; pronto estarían tan cruelmente expuestos como bebés en la ladera de una montaña; y la escalera de caracol se hacía cada noche un poco más traicionera. Una vez Marianne pisó un sapo, de camino hacia la cama, y le quebró la espalda.
Mientras tanto, la tribu se preparaba para levantar campamento y mudarse. Reparaban las carretas y herraban los caballos. Joya había heredado de su madre, de los Lee, su afición a los caballos; pero todos los hermanos lucían muy hermosos entre los caballos, y Marianne observaba estas escenas como si estuviese mirando las ilustraciones coloreadas de un libro ingenioso. De modo que una soledad triunfante no dejaba de vivir un momento en aquel extraño lugar.
Vivió en esa condición desintegrada durante algún tiempo hasta que, tendida bajo el peso de él, oyó que le gruñía en la garganta: «Concibe, perra, concibe», y ella fue empujada al desvelo más lúcido; la unión de ambos pareció a la vez brutal y grotesca, y la brusca salida de simiente, una terrible violación de su intimidad. Ella no había pensado siquiera una vez que el pez de la noche pudiese llegar a ser un símbolo concreto, un niño dentro de ella; si alguna vez lo hubiera considerado detenidamente, habría deseado que las razas de ambos estuviesen tan separadas que un cruce resultase imposible. Buscó desesperadamente a Joya, pero no pudo verlo, porque era otra noche sin luna. De modo que al fin tuvo que hablarle.
—¿Por qué?
Él tardó tanto en responder que ella empezaba a preguntarse si realmente había hablado en voz alta.
—Por una cuestión dinástica —dijo por fin—. Éste es un sistema patriarcal. Necesito un hijo que cave mi tumba cuando me haya ido. Un hijo para asegurar mi rango.
—Dame una razón.
—Por una cuestión de política. Para mantener mi rango.
—Supongo que ambas son buenas razones, dada la situación inicial, pero creo que hay una menos abstracta.
—Venganza —explicó él—. Poner un poco de mí encima de ti. Un pequeño yo cubierto de pieles, trenzado y erizado de cuchillos. Entonces yo tendré algún rango en relación conmigo mismo.
— A costa de someterme a mí a la humillación más irreparable. ¿A costa de hacerme parir monstruos?
—¿Qué? ¿Como el sueño de la razón?
—Eres demasiado sofisticado —protestó Marianne.
—Lo hago lo mejor que puedo —contestó él cortésmente.
Ella se volvió sobre un costado y escuchó los sonidos de la noche: un viento leve con unas pocas gotas de lluvia.
— Y yo te salvé la vida, además —le dijo de pronto, acusándolo.
—Yo te daré otra.
Una ráfaga de lluvia tamborileó contra el cristal de la ventana y cayó sobre las hojas duras del acebo. Sólo una fina cáscara corroída, de ladrillo y pizarra, los protegía de la fría noche estival y de las negras profundidades del cielo. La lluvia azotaba el rostro de Marianne y se le posaba en las mejillas. La idea de placer murió, ahora que ella comprendía que el placer estaba subordinado a la procreación. Cuando Joya extendió la mano hacia Marianne, ella se retorció alejándose, asqueada.
—Duérmete, entonces —gruñó él.
Pero ahora la habitación estaba llena de rostros incorpóreos que flotaban en la oscuridad como crema en la leche, rostros de niños enfermos que chillaban torciendo la boca y decían que ella era la madre de todos. La cama se le volvió odiosa y la humedad que le resbalaba por los muslos era el ungüento vil y poderoso de alguna bruja, que enloquecía a la víctima. Lo que quedaba de techo se derrumbaría en breve y los enterraría para siempre en la fosa infernal de sus abrazos; ella se ahogaba en el aire viciado como si ya estuviesen enterrados vivos. Con miedo y temblando, se deslizó de entre las mantas al suelo, repentinamente resuelta a marcharse. Joya estaba dormido, hasta donde ella podía saber. Se vistió rápidamente con sus ropas de Bárbara, las únicas que tenía ahora: un par de pantalones, una camisa de lana bordada con margaritas y trocitos de espejo, y una chaqueta de piel de ardilla gris, cerrada hasta el cuello con un broche diamanté desenterrado de alguna tumba. Hizo su camino hacia la puerta por medio del tacto y la intuición; bajo los pies había escombros y hojas de acebo. Joya no estaba dormido.
—Está lloviendo. No puedes irte ahora.
—Puedo y lo haré.
—Podrías estar incubando ya a mi hijo. Hace ya bastante tiempo que te estoy trabajando.
—Los Profesores conocen cura para esa clase de males.
—Lleva un cuchillo. Para defenderte.
—No estoy particularmente asustada.
—No tanto por las bestias salvajes. Yo sólo vi un león una vez, en el bosque. Estaba echado sobre el cadáver de una vaca, al lado del sitio en el que chocó un tren, oh, años atrás, cuando todavía habría trenes. Todas las puertas del tren colgaban como las alas de un insecto muerto de muchísimas alas, y el león tenía el hocico ensangrentado y mucosidades en los ojos. Era del color de la maleza, y siguió comiendo sin prestarme atención.
—Estás apelando a mi romanticismo —dijo Marianne, enfadada—. No soy una niña, para dejarme engañar con cuentos bonitos.
—Las bestias no te saltarán encima pero, por otra parte, las ruinas están repletas de horrores como leprosos, locos, ermitaños, hombres con cabeza de gorila, o con un único ojo en medio de la frente, por no hablar de las bandas de los Parias…
—Adiós —dijo ella bruscamente. Después de todo él era su marido y merecía la formalidad de una despedida. Pero él no le dijo adiós, aunque ella era su esposa. Descendiendo de la torre desvencijada, siguió a ciegas la espiral interna de la escalera, y la única pista que tenía para guiarse eran los cinco dedos contra la superficie húmeda de las paredes. Avanzaba poco a poco, con mucho cuidado, culebreando sobre los peldaños, que nunca le habían parecido tan empinados, tan inseguros y cuajados de légamo, y el viento soplaba a ráfagas irregulares, sacudiendo las piedras. Cuando llegó por fin al corredor de encima de la capilla, la envolvió un aire nauseabundo, sorprendentemente tibio. Caminó por este corredor y alcanzó el descansillo donde estaba la capilla; Donally la esperaba en la oscuridad.
Estaba tan enfadada consigo misma por no haber adivinado que él estaría esperándola, que no pudo hablar. No podía ver absolutamente nada de él, pero él la atrapó aferrándole las muñecas.
—Tendremos que maniatarle como a los caballos —dijo él.
La arrastró a la habitación. Los libros estaban guardados en innumerables cajas de embalar, y había frascos e instrumentos envueltos en hierba, dentro de varias cestas grandes, pero la eterna cacerola aún hervía sobre el brasero y cuatro velas estaban encendidas sobre el altar. Encadenado a la argolla de la pared, el niño dormía con una manta rasgada entre los desnudos costados raquíticos y el suelo de piedra. Moretones de una paliza reciente le marcaban la espalda.
—Prometió ser un buen chico —dijo Donally, con voz pensativa—. Así es que puede dormir dentro esta noche; en cuanto a mañana, todos estaremos en camino.
Cuán frescas, dulces, de tonalidades blandas, eran las voces de los Profesores; mientras que las voces que la irritaban diariamente tenían bordes de acero y poca gramática. La voz del hombre era tan amable y familiar que casi se vio inclinada a confiar en él, hasta que vio tirada en el suelo la cadena ensangrentada con que había golpeado a su propio hijo. Donally había estado arreglando el manto extravagante, y la prenda emplumada se extendía atravesada sobre el altar, y brillaba trémula a la luz de las velas. Le tendió a Marianne una botella forrada de cuero. Marianne rehusó.
—Me disculparás que continúe con mi trabajo. No tendré tiempo durante el viaje.
Dejó la botella junto a él y se sentó sobre el altar con las piernas cruzadas; comenzó a mover la aguja sobre el plumaje colorido. Marianne se preguntó si se le abalanzaría como un halcón en caso de que ella corriera hacia la puerta. Donally preguntó con tono íntimo: —¿Abusa de ti?
—¿En qué sentido? —le preguntó ella cuidadosamente.
Donally parpadeó. Las cejas depiladas eran como paréntesis oblicuos.
—Prácticas viles, o cosas indecibles, por ejemplo —respondió él, evasivo.
—¿Como qué? —preguntó ella, esta vez con rudeza.
—Fellatio y demás.
—¿Usted considera eso un abuso?
Él abrió los ojos desmesuradamente, como sorprendido por la inocencia de ella.
—Oh, sí, desde luego; una práctica vil, sólo mencionada discretamente en una lengua que por fortuna está muerta. Los romanos estuvieron aquí y se marcharon, por supuesto, y después de ellos, Uther, cuando había lobos en el bosque y aún uno o dos leones, si es posible separar los hechos de la ficción, tarea siempre difícil. Y el unicornio blanco como la leche, una bestia fuertemente simbólica y de extravagante cornamenta, que sólo podía ser capturada por una virgen joven, siempre la menos indicada. Pobre Joya, ahora está en la misma inquietante situación; aunque, por supuesto, no es blanco como la leche. Está retrocediendo, el tiempo está retrocediendo y enroscándose; ¿quién soltó el resorte, me pregunto, para que la historia se oville así sobre sí misma?
Las extravagancias melancólicas de los Profesores, reunidos de sobremesa después de la cena, alrededor del licor casero de moras, cuando hablaban de apocalipsis, utopías y demás. Marianne reprimió un bostezo pero, de todos modos, se sentía en casa. Se acercó más al altar y observó cómo el sastre gigante reparaba su propia piel.
—Dios murió, por supuesto, bastante pronto. ¿Tú crees que deberíamos resucitarlo? ¿Crees que lo necesitamos en este paisaje hipotético de ruina y bosque, en el que podríamos no existir?
—¿Es que desea representar ese papel?
—Yo prefiero el anonimato. Antes elegiría ser el espíritu santo. Con frecuencia he pensado en preparar a Joya para el papel de hacedor de mitos. Aunque nunca llegara a pisar el escalón final de la divinidad absoluta, estoy seguro en cambio de que adquiriría fácilmente el rango legendario del rey Arturo. —Se echó a reír—. Podría ser el mesías de los Yahoos.
Reía tanto que casi derribó la botella; la alcanzó justo a tiempo, bebió otra vez, otra vez volvió a ofrecérsela a Marianne.
—Vamos, mi joven dama. El olvido que trae esta odiosa agua vita tanto puedes aprenderlo ahora como más tarde.
—No tengo planeado permanecer aquí el tiempo suficiente.
—¿Cómo? ¿Abandonarás a tu esposo a los melancólicos placeres de la auto fellatio? Si te quedas, yo te enseñaré nigromancia.
Donally estaba excesivamente borracho; sin duda pasaba la mayor parte de las horas de oscuridad consumiendo el licor crudo para aliviar el dolor. Al darse cuenta, Marianne sintió un cierto regocijo. Ilusorias nubes de irracionalidad se elevaron desde la cazuela, en un vapor verde que, además, parecía contener propiedades alucinógenas, por cuanto el esqueleto del nicho se sacudía entrechocando los huesos y la María de cera detrás del altar crecía y disminuía en ataques intermitentes. Pero Marianne pudo deducir metodológicamente que la barba verdadera del doctor, aunque bicolor, era oscura en las raíces del lado rojo, y que por tanto necesitaba una nueva aplicación de tinte.
—La nigromancia no sirve —dijo ella.
—Nadie tiene por qué saberlo —susurró él astutamente.
—¿Por qué huyó de los Profesores? ¿Lo echaron por haber hecho algo feo?
—Oh, no —dijo—. Vine por mi propia voluntad.
—Dígame otro aforismo; necesito consuelo.
Donally pensó durante un instante; luego dijo: —El mundo se vuelve un sueño, y el sueño un mundo.
—Yo no sueño casi nunca —dijo ella tristemente—. Joya se enfadó conmigo cuando se lo dije, como si lo estuviese engañando.
—Estoy tratando de inventarlo sobre la marcha, pero encuentro algunas dificultades —se quejó Donally—. No se queda quieto bastante tiempo. La creación a partir del vacío es más difícil de lo que parecía.
Marianne vio que la puerta se abría sin hacer ruido. Joya se puso el dedo sobre los labios, indicándole que guardase silencio; llevaba un cuchillo entre los dientes para tener las dos manos libres. Marianne se molestó tanto porque él la hubiera seguido, que dijo inmediatamente: —Tiene otra visita; déle un poco de licor.
Joya se quitó el cuchillo de la boca y escupió.
— Y yo que había tenido la intención de apuñalarlo —dijo con un leve pesar.
Se había vestido deprisa y estaba descalzo, pero había alcanzado a colgarse del cuello una gran cantidad de amuletos. Cerró la puerta detrás de él y se quedó en el umbral con una sonrisa hermosa y traidora.
—Aventurándome en la escalera para cumplir con las exigencias de la naturaleza, Joya Lee Bradley, a quién iba a encontrar sino a tu novia niña resuelta a huir de tus abrazos.
—No tanto de mis abrazos como de las posibles consecuencias.
—No hay adónde ir, querida —dijo el doctor—. Si lo hubiera, yo lo habría encontrado.
Le ofreció la botella a Joya, que se acercó cautelosamente, de costado, y la aceptó. La olió con suspicacia, limpió la boca de la botella, y bebió. Un viento frío movió los juncos que alfombraban el piso. La garganta morena de Joya tembló un momento, y Marianne se preguntó si la urgencia que sentía por tocarlo era una necesidad o un deseo, o si, al contrario de lo que decía Donally, las dos cosas eran funcionalmente lo mismo. Tal vez el doctor estaba experimentando una emoción similar, pues posó una mano sobre el hombro de Joya. Marianne notó que las uñas de Donally estaban perfectamente cuidadas y pulidas.
—Manos fuera —dijo Joya, sacudiéndose—. Te lo he dicho bastante a menudo.
—Muéstrame mi cuadro —dijo Donally—. Quítate la camisa.
Tanteó bajo el cuello y empezó a quitarle la prenda; Joya se encogió de hombros y dejó que Donally lo desvistiera.
—Arrodíllate.
—Viejo tonto —le dijo Joya casi tiernamente, y se arrodilló. Donally dividió el río de cabellos, exponiendo el cuello de Joya como para el hacha del verdugo, y reveló otra vez el monstruoso tatuaje, el jardín del Edén, el árbol, la serpiente, el hombre, la mujer y la manzana.
—Observa la última obra de arte en la historia del mundo —le dijo Donally a Marianne—. Observa la gracia de la línea y la pureza de la ejecución.
—Siempre te gusté, viejo sodomita —dijo Joya, moviéndose un poco, como si tratara de esquivar las manos de su preceptor, que se deslizaban amorosamente a lo largo de las incisiones coloreadas.
—En absoluto —replicó Donally—. Aunque, cuán atractivo eras a los quince años, salvaje como Cambises y dulce como Ahasuerus.
—Yo también lo vi cuando él tenía quince años —dijo Marianne fríamente—. Y me pareció un perfecto salvaje.
Al oírla, Joya alzó la peluda cabeza y le echó una mirada de pena tan desnuda que ella misma se sintió herida y jadeó.
—Éste es un mundo pequeño —dijo Donally, cansado de mirar. Dejó caer la camisa sobre los hombros de Joya y empinó la botella—. Es un mundo tan pequeño como el que encontraron los romanos y mucho más pequeño que el de Uther, y que aún sigue haciéndose más pequeño. Contrayéndose, apretándose, disminuyendo, encogiéndose.
—¿Tengo que darle una oportunidad? —sugirió Joya—. Cuantas más oportunidades hay más se ensancha el mundo.
—Ella no tiene sorpresas para mí, te lo aseguro. Sé en qué dirección sopla el viento de ella.
Pero Joya tomó una de las velas, tendió la mano a la joven y le dijo: —Ven.
Donally volvió a hundirse en el altar, rodeado de plumas brillantes, con la botella en la mano, y observó satisfecho cómo se marchaban. Al otro lado de la puerta, Joya puso la vela y el cuchillo en la mano de Marianne.
—Alumbra el camino y defiéndete sola; puedes irte, vete.
La llama proyectaba un anillo de luz pura que sólo les iluminaba las caras, por lo que estaban forzados a mirarse de cerca. El terrible hedor del vestíbulo apretó la garganta de Marianne y en alguna parte un bebé empezó a llorar; la invadió el presagio de que sus propios hijos podrían, algún día, llorar en una cabaña o una ruina en medio de semejante desgracia, pero ya no era capaz de poner un pie fuera del círculo compulsivo, no al menos esta noche, aun deseándolo tanto como podía. Se sacudió en un movimiento convulso, como en un último intento frustrado de escapar al campo magnético de Joya, pero la vela de él parecía la única luz en el encogido, oscuro mundo. Sin embargo, ella estaba decidida a hacerle frente, aunque el mundo se contrajera un poco más, y rehusaba aprovecharse de la oferta de él.
—Ahora estoy cansada —dijo ella, evasiva—. Además, está lloviendo.
Joya recompuso su cara con una sonrisa indescifrable. En su espalda estaban Eva y Adán.
—¿Cuánto… cuánto daño te hizo cuando te tatuó?
—Nada me hizo tanto daño ni antes ni después. ¿Por qué ese interés morboso?
—Es como la señal de Caín.
—Fue a tu hermano a quien maté, no al mío —dijo él, y malhumorado extinguió la llama de la vela con los dedos, y volvieron a quedar a oscuras. En ese momento el viento comenzó a aullar terriblemente y Donally a golpear el órgano como un salvaje con los dedos borrachos. Acordes discordantes zigzagueaban en el rellano, como murciélagos. Marianne pensó: «Despertará a toda la casa», y entonces advirtió que la casa ya se estaba conmoviendo y despertando. Puntos de luz aparecían en las bocas de las habitaciones y los pasos empezaban a repiquetear, apenas distinguiéndose del sonido de la lluvia, pues eran éstos los húmedos comienzos de un nuevo día. Cuando los dos llegaron a la torre de Joya, descubrieron que la señora Green había estado allí antes que ellos y había empaquetado los potes de pintura, las joyas, las armas, las pieles y el colchón en el cajón de madera de Joya, dejando fuera sólo un rifle, algunos cuchillos y la ropa que Joya necesitaría ese día. Joya cargó el rifle en la opalina aurora que los rodeaba casi enteramente, pues el viento y la lluvia habían echado abajo el resto del techo y la habitación estaba ahora a la intemperie. El piso estaba sumergido bajo dos centímetros de agua de lluvia; la habitación pertenecía ahora a cualquier pájaro que escogiera anidar en las paredes la próxima primavera, al árbol susurrante y a los devoradores elementos. Un pájaro cayó ruidosamente sobre el acebo y sacudió el plumaje jaspeado. Era una urraca.
—Una para la pena, dos para la alegría, tres para una muchacha, cuatro para un muchacho —entonó Joya. Pareció sacar un placer sórdido de este trozo de folklore.
—¿Adónde vamos?
—Al mar. Bajando, hacia el sur. El invierno es más templado allí. Cambiamos pieles por pescado, etcétera.
En la pradera, la caravana estaba organizándose una vez más. Los caballos relinchaban y pateaban el suelo, y las carretas crujían, cargadas de enseres. Una vaca mugió y una cabra escapó brincando hacia el río, seguida por una horda de niños chillones. En las mentes de todos, la tribu ya estaba levantada, y lejos; la mansión retumbaba con los sonidos de la partida inminente y parecía casi totalmente hueca, una vez más abandonada. En la cocina había muchos hombres de pie que arrebataban lo que podían para desayunar; las ya mojadas ropas humeaban al calor del último fuego de cocina de la señora Green. Rodeada de actividades incomprensibles, Marianne se apartó; encontró un poco de pan y carne y ocupó su lugar habitual junto al fuego.
—Irás en la carreta con la señora Green, como una maldita dama.
—Iré adondequiera que vayas tú.
Una expresión de terror cruzó fugazmente el rostro de Joya; ella no la había olvidado y no podía dejar de reconocerla.
—Ah, no, no vendrás; harás lo que yo digo.
—Ah, no, no lo haré; haré lo que yo quiera.
Joya frunció el entrecejo y desapareció entre la muchedumbre. La habitación se vació poco a poco, pero Marianne permaneció en la silla rota. Los ojos se le cerraban y al fin se quedó dormida, pues había estado despierta toda la noche. En el bullicio, la dejaron olvidada, y cuando al cabo de un rato despertó bruscamente, la cocina estaba vacía. Hasta los trozos de carne habían desaparecido de los ganchos del techo. Una niña había abandonado una rústica muñeca de madera que yacía en el suelo boca abajo, y la puerta se balanceaba en los goznes crujiendo levemente y eso era todo. En el enorme montículo de escombros no quedaba nada con vida, excepto el último rescoldo de la chimenea, que estaba muriendo. Marianne se sentía entumecida y acalambrada; se desperezó y fue hacia la puerta, momentáneamente esperanzada de que se hubiesen marchado sin ella, pero el caballo negro y el poney estaban juntos en el patio y ya ensillados, buscando hierba entre las losas; así pues, Joya, evidentemente, había aceptado la presencia de ella como inevitable, aunque con muchas maldiciones. El plato del medio tonto estaba tirado en el suelo, dado vuelta. Marianne volvió a entrar en la casa buscando a Joya. En el exterior de la pared de la capilla, Donally había clavado un último aforismo, para el caso de que el viento trajera a alguien hacia la casa después de la partida de la tribu, alguien que fuese capaz de leer. Las letras estaban borroneadas y se movían espantosamente, pero Marianne alcanzó a descifrar lo siguiente: PIENSO, LUEGO EXISTO; PERO SI ROBO TIEMPO AL PENSAMIENTO, ¿QUÉ ENTONCES? Despreció a Donally por recurrir a preguntas retóricas. Joya apareció en la puerta de la capilla llevando una rama encendida.
—Todos han salido al camino —dijo—. Me he quedado atrás para quemar la casa.
Ella lo siguió a lo largo del pasillo. Aprobaba la decisión de él.
—¿Se quemará, con toda esta lluvia?
—La lluvia está disminuyendo.
Arrojó la tea al órgano, hecho de vieja madera seca. Al cabo de unos pocos minutos los dorados querubines estaban ardiendo alegremente. Joya y Marianne, unidos por un propósito común, se retiraron hasta la puerta y observaron cómo la capilla se consumía. Cuando los cueros de las ventanas comenzaron a humear y el frente de la efigie de cera cayó deshaciéndose, dejaron que el fuego ardiera a su antojo y fueron al vestíbulo. Junto a la puerta, en el lado de dentro, Marianne vio que Joya había juntado una pila espinosa de leña seca. Joya encendió una mecha con un poco de yesca, lo cual interesó muchísimo a Marianne, que nunca había visto nada semejante. Esperaron hasta estar seguros de que la llama había prendido, y luego caminaron alrededor de la casa, a lo largo de la terraza, pasando por detrás de las desinteresadas estatuas de piedra.
En la cocina, encima y alrededor de la mesa central, hicieron otro gran fuego y vaciaron sobre él el contenido de la chimenea. Marianne nunca había visto la cocina tan bien iluminada, y notó que un baldaquín gris de telarañas cubría totalmente el techo. Las llamas saltaban de un anaquel al otro del aparador. Salieron al patio, montaron los caballos, que estaban ahora comenzando a inquietarse con las llamas y el humo que escapaban por la puerta de la cocina, y cabalgaron a través de la pradera desierta, y cruzaron el río y subieron a las riberas, dirigiéndose hacia el bosque. Era una mañana clara y gris; la lluvia caía en ráfagas intermitentes pero el viento agitaba los cabellos negros de Joya, como innumerables banderas negras. En lo alto de la ribera se detuvieron y miraron atrás.
Marianne vio que el valle estaba ahora desierto, sumergido en el melancólico otoño. El silencio del bosque goteante la oprimía. Hundió las manos en las crines del pony. Los Bárbaros habían venido y se habían marchado, dejando sólo un montón de estiércol que se disolvía en la lluvia, unos pocos pedazos de cacharros rotos, una tumba marcada con el cráneo de un caballo y una solitaria y olvidada camisa ondeante, puesta a secar en un arbusto; pero Joya se proponía no dejar nada. Por un momento, el edificio náufrago resplandeció con una incandescencia interior; luego hubo un tremendo estrépito rugiente y el techo se derrumbó liberando un chorro helicoidal de llamas, tan alto que lamió las nubes más bajas y tiñó de rosa el cielo.
La ecléctica fachada fue consumida en un abrir y cerrar de ojos, y la estructura interior de la casa ardió a la luz, enjaulando un núcleo muy blanco que irradiaba llamas rojas, amarillas y malva. Las estatuas en hilera, ennegrecidas, tendían los brazos hacia adelante como si intentaran huir del fuego. El río centelleaba con reflejos de aquel infierno tumultuoso y los pájaros aterrorizados se elevaron desde los árboles circundantes. El caballo de Joya puso los ojos en blanco y se encabritó; Joya murmuró unas palabras al animal, que bailó unos pasos de costado, tranquilizándose. El viento les soplaba chispas a las caras. Luego una planta se hundió con un rugido estrepitoso, y fue como si un león devorador y ardiente saltara sobre la pradera. La terraza entera desapareció. Los rosales muertos se incendiaron. Los truenos distantes retumbaron detrás del cielo. La hierba se chamuscó y las hojas de los árboles se marchitaron y cayeron. El viento lanzaba oleadas de desechos encendidos aquí y allá, por todo el valle.
—¿Y se incendiará el bosque entero? —preguntó Marianne.
—Quizá —dijo él, con cierto deleite anticipado.
Los ojos de Joya eran discos de llamas reflejadas. Volvió el caballo hacia el bosque, indicándole a Marianne que lo siguiera, y pronto alcanzaron el camino verde, dejando atrás un valle habitado sólo por el fuego. Un faisán se elevó ruidosamente desde la hierba. Luego ambos se unieron a los viajeros rezagados y fueron otra vez parte de un grupo.
El viaje requería mucha organización. Marianne observó que a los Bradley no les gustaba delegar autoridad; aun Precioso, a pesar de tener sólo quince años, daba órdenes a hombres que lo duplicaban o triplicaban en edad y los obligaba a obedecer. Los hermanos preferían llevar a cabo ellos mismos la tarea de explorar minuciosamente los bosques que bordeaban el camino, en busca de atacantes ocultos, o adelantarse para ver si se acercaba un convoy de Profesores. El desplazamiento mismo progresaba tan lentamente que la distancia, al igual que el tiempo, no tenía ya una aplicación práctica; el desplazamiento se convertía en otro aspecto del camino. Ahora los viajeros estaban en su elemento, en una informe, perseverante progresión, de ninguna parte hacia ninguna parte, en un tiempo atmosférico monótono e incoloro. A veces se detenían para dar descanso a los caballos o comer. Un mirlo con una sorprendente ala blanca vino saltando en busca de migas.
—Carroñeras —señaló Joya—. ¿Qué harán los pájaros cuando nos hayamos marchado?
La señora Green tironeó de una manga de Joya y lo apartó ligeramente. Dos o tres de los hermanos habían venido a verla para conseguir algo de comer.
—Joya, cariño, está enfermo otro bebé. El bebé de Annie, y el viaje le está haciendo daño. Ella no dijo nada esta mañana.
—No —dijo Joya—. No habrá querido que la dejaran atrás.
—¿Habrías dejado atrás a una mujer y a un niño enfermo? —exclamó Marianne.
—Eso dependería de la enfermedad —replicó él—. Pero a los recién nacidos más cruelmente deformes los abandonamos siempre, en el bosque. ¿Qué otra cosa esperabas?
Joya calló, arrancando briznas de hierba húmeda. Johnny yacía reposando descuidadamente junto a su hermano; volvió la cara hacia el sol fresco que aparecía ahora por detrás de una nube, y silbó una melodía. Joya lo golpeó en la boca con una mano cargada de anillos, y le cortó el labio. Johnny derribó a Joya de un golpe. Los hermanos lucharon entre la hierba alta arañándose y dándose puñetazos hasta que Johnny se arrodilló sobre el vientre de Joya golpeándole metódicamente la cara, una y otra vez. La pelea comenzó de un modo tan inesperado, y culminó tan rápidamente, que Marianne estaba atónita; pero la señora Green tomó un cubo de agua preparada para beber y tranquilamente lo vació sobre ambos, tal como Marianne había visto a las Trabajadoras, que echaban agua sobre los gatos cuando peleaban bajo lunas domésticas. Johnny se sacudió el agua de los ojos, maldiciendo y bajando a rastras de encima de Joya, que se estiró y apretó la cara contra el suelo.
—Los hermanos tienen que ser amigos —sentenció la señora Green—. Tú ve a cambiarte la ropa mojada y deja a Joya en paz.
—Él empezó —dijo Johnny ásperamente, escurriéndose el pelo trenzado.
—Sea como fuere, tienes que mostrar respeto y no reñir con él como críos.
Alrededor de ellos, los niños, descansados y alimentados, iniciaron un pequeño juego corriendo de un lado a otro en un arrebato de bríos renovados. El hijo de Donally, por milagro libre de la cadena, se acercó y miró con curiosidad a Joya tendido en el suelo.
—¿Qué le sucede? —le preguntó a la señora Green.
Joya alcanzó el tobillo del niño con una mano. El niño cayó tendido de bruces y se puso a gritar.
—Está maldito —dijo Johnny, quitándose la camisa empapada y mostrando un magnífico torso, musculoso y esbelto, decorado con un pájaro azul y rojo. Se alejó en busca de alguna ropa seca. Joya se apoyó en un codo y observó al niño tonto, que lloraba por él, por Joya. Se quitó del dedo corazón un anillo con una piedra roja, y se lo ofreció en la palma de la mano.
—¿Para mí? —preguntó el niño dejando de llorar inmediatamente.
—Por qué no. No te lo comas, recuerda.
—Parece que piensas que soy bastante estúpido —dijo el niño. Sostuvo el anillo a la luz y la piedra destelló con el más profundo color rojo. Se lo puso en un dedo y se miró la mano un momento.
—¿Puedo tomar también un poco de pan?
—Dadle pan.
El lado derecho del rostro de Joya estaba ya recuperando su verdadero color. El tonto recibió un mendrugo y se alejó corriendo. Joya se volvió hacia su madre adoptiva.
—¿Qué le ocurre al bebé de Annie?
Ella se encogió de hombros y no respondió; sólo hizo la señal contra el mal de ojo, que Marianne nunca le había visto hacer antes. El viaje continuó. Al promediar la tarde, Marianne llegó a la cima de una colina, y descubrió que desde allí podía ver, en una extensión de kilómetros, melancólicos terrenos de abismos profundos, charcas, precipicios, hondonadas, ciénagas, terraplenes y pantanos, divididos por grandes extensiones de bosque frondoso. Habían llegado a una región en la que los setos estaban formados por plantas de hojas lacerantes, y cuyos frutos eran globos de veneno. Los jinetes mantenían las cabezas curiosas de las cabalgaduras alejadas del lado del camino, pero las plantas crecían también en el medio y cortaban cruelmente los pies desnudos, y las patas y el vientre de los caballos. Y nuevamente comenzó a llover. Marianne se preguntó si los caballos no se volverían anfibios un día, pasando tanto tiempo en el agua.
Acamparon en una aldea abandonada. La señora Green consiguió una cabaña con techo suficiente como para guarecerse de la lluvia, y llevó a escondidas a Annie y al bebé enfermo para que estuviesen protegidos y abrigados y el doctor no los viera y ordenara que los echasen fuera. La cabaña tenía dos habitaciones, una de ellas con una chimenea que aún podía utilizarse, una vez que quitaran los nidos de pájaro.
En la otra habitación había dos esqueletos humanos entre los restos de una cama. Las sábanas estaban completamente podridas. Los hermanos quitaron todo esto, sin hablar. Rompieron lo que quedaba de los muebles para hacer fuego, pero dejaron los trapos en las ventanas rotas.
—Dormirás junto al fuego, con la señora Green y Annie —le dijo Joya a Marianne.
Annie era la primera mujer bárbara que Marianne había conocido, la prima de Joya que encontraron recogiendo setas. Tenía el bebé de seis meses en los brazos y miraba fija y estúpidamente a Marianne, como si Marianne fuera culpable. El padre del bebé había muerto de tétanos, la primavera anterior. Ahora, la mujer sólo tenía al bebé.
—Yo dormiré contigo —dijo Marianne tercamente.
La señora Green cocinó un guiso magro. Después de comer, los otros cinco hombres desaparecieron para jugar a los huesos y beber en otra cabaña, pero Joya se quedó con las mujeres, acuclillado junto al fuego, pues aún había hostilidad entre él y Johnny. De vez en cuando tosía. El suelo de losas de piedra tenía una espesa y suave alfombra de polvo, cruzado por las líneas espigadas de las huellas de los ratones. La señora Green sacó fuera el cazo y los platos en que habían comido, para que los lavara la lluvia. Annie se sentó en el borde de un colchón y acunó al bebé envuelto en una manta.
—Compadeced a la pobre gente que está fuera, en la noche fría, sin un techo sobre sus cabezas —dijo la señora Green, con alivio.
Joya se pasó los dedos por la cara magullada y no dijo nada. La señora Green se sentó junto a Annie y le tomó la mano. Marianne se arrodilló junto al fuego; la lluvia caía por la chimenea y zumbaba encima de las llamas. Una completa inmovilidad descendió sobre ellos. Estaban tan perfectamente sentados sin moverse que pareció que la noche misma se asentaba sobre los pilares de aquella inmovilidad, y nadie se atrevía a cambiar de posición. Esta inmovilidad afectó al fin a Marianne de un modo curioso; tenía ganas de echarse a reír. En cambio, habló muy suavemente, como para no perturbar nada.
—Dame tu peine —le dijo a Joya—. Yo te peinaré.
Joya bajó la mano y descubrió unos ojos enrojecidos, estupefactos y cautelosos, pero Marianne le puso la cabeza sobre el regazo, peinándole el cabello con caricias prolongadas y artificiales. Los ojos de las otras mujeres seguían los movimientos de la mano de Marianne como hipnotizadas. Y Marianne, en el fondo, sabía que nada de esto era real, sólo una especie de encantamiento. Estaba en una tierra de nadie. Se miró el brazo que subía y bajaba con una manga chillona tan desconocida, y vio que ninguna sombra reproducía los movimientos del brazo; supo pues que estaba soñando, y de pronto se sintió inmensamente aliviada, tan aliviada que se permitió a sí misma un imperdonable murmullo de risa. Los pilares se derrumbaron y la noche cayó en la habitación. El bebé chilló como una mandrágora arrancada de la tierra. Annie también se puso a chillar. Un torrente de gritos incoherentes le brotó de la boca, y Joya tomó el peine de la mano de Marianne y se enderezó.
—Dice que te ríes de ella —tradujo—. Dice que estás matando a su hijo riéndote de ella. ¿Qué vas a hacer?
Marianne miró fija e incrédulamente a la mujer que podía ser real o no, pero que había perdido la cabeza y echaba espuma por la boca y gemía sobre el colchón.
—No lo sé —dijo Marianne—. No sé. Dime tú.
—Bésala —dijo Joya, y escupió en el fuego.
—Me odia.
—Bésala. Muéstrale que eres de carne y hueso.
—¿Qué quieres decir? ¿Demostrar compasión?
—No jodas —dijo él, y torció la cara.
Traspasó a Marianne con la mirada dura, penetrante, que ella le había visto en la mañana siguiente a la boda. Descubrió que todos la estaban mirando con la misma torturante intensidad diamantina, y se puso de pie, perpleja e irritada. Los gritos del bebé descendieron hasta convertirse en un sordo gemido.
Marianne alargó la mano, vacilando, pues no sabía cómo acercarse a una mujer tan consumida por las privaciones y el miedo. Además, pensó que Annie podía tener un cuchillo en la pretina de la falda, y apuñalarla cuando estuviera suficientemente cerca. Luego pensó que ella podía contagiarle la enfermedad del bebé; y por otra parte, no quería admitir que el sufrimiento de aquella desconocida fuese real. Odiaba apasionadamente a su marido por haber inventado otra prueba intolerable para ella, aparentemente en un capricho del momento. Se volvió para huir a la otra habitación, lejos de todos.
—Bésala —dijo Joya por tercera vez, con tal trasfondo de amenaza, que Marianne supo que no había nada que hacer. Comenzó una lenta marcha, como si fuese hacia el cadalso, un pie después de otro, pasando entre ojos que eran como espadas. Annie sacó una mano de debajo de los pliegues del chal e hizo la mágica señal protectora.
—No hagas eso —dijo Joya, y Annie se detuvo, exactamente como si fuera una criatura que le pertenecía y que hacía cualquier cosa que él dijese. La mano de la mujer se curvaba en el aire, y Marianne apretó contra ella los labios secos. Besó la mano de la mujer, pero sabiendo que eso no bastaba, le besó la frente y miró a Joya, para ver si tenía que besarle la boca. Joya no indicó qué esperaba de ellas ahora. Annie se encogió, pero temía tanto el disgusto de Joya como a Marianne, y Joya, perversamente, había dejado de darle órdenes. Marianne vio el rostro legañoso y enrojecido del bebé apretado contra un pecho del que no mamaba por estar demasiado enfermo, y sin poder contenerse, se echó a llorar. Las lágrimas salpicaron una mejilla de Annie, quien las tocó con un dedo y las lamió para ver si eran saladas. Marianne cayó lentamente, de rodillas, sollozando como si se le partiera el corazón. Annie la apartó a un lado y le volvió la espalda, suspirando.
—Estoy segura de que ella no tiene nada contra ti, Marianne, querida —dijo la señora Green.
Marianne apretó los puños contra los ojos, pero las lágrimas se le escapaban entre los nudillos.
—Llévala a la cama —dijo la señora Green.
Joya la levantó por los hombros y la trasladó a la otra habitación. Marianne lloraba tanto que no podía ver por dónde iba. Joya la arrojó sobre el montón de mantas y la dejó allí, llorando hasta que se quedó dormida, mientras la lluvia caía alrededor. No despertó cuando él se metió en la cama, pero sí mucho más tarde cuando la señora Green vino para sacudirlo. Inconscientemente, mientras dormían, se habían abrazado en busca de calor, y era imposible despertar a uno y no al otro.
—Ven a cavar la tumba —dijo la señora Green, sin más preámbulos. Protegía con la mano la llama de una pequeña lámpara para no despertar al otro hermano que ahora roncaba cerca de ellos.
—Quémalo —dijo Joya.
—Me niego a quemar a un niño en un fuego doméstico —dijo la señora Green.
—Eres una mujer con muchos refinamientos —dijo Joya sombríamente.
Rodó hacia el suelo. La lluvia continuaba cayendo.
—Vamos, Marianne, ven a verme en mi trabajo.
El agua de lluvia se encharcaba en las tablas carcomidas del piso, y afuera la tierra revuelta por los cascos de los caballos se había convertido en un barro líquido que les llegaba hasta las rodillas. Silenciosamente, la señora Green le dio una pala a Joya. Los rostros de ambos parecían de roca agrietada. La mujer permaneció de pie en el umbral. Annie sostenía al niño, que estaba envuelto en una funda limpia de almohada, ya que no había tiempo para improvisar un ataúd. A través de la puerta abierta la luz del fuego bastaba para que Joya viera lo que hacía. En las otras casas no se veía ninguna otra luz, y tampoco había luna ni estrellas, sólo lluvia. La camisa blanca de Joya se oscureció con el barro, y Marianne apenas alcanzaba a verle los contornos del cuerpo, aunque podía escuchar el acuoso ruido de la pala. De vez en cuando, golpeaba contra alguna piedra.
—Cava bastante profundo como para que los perros no lo encuentren antes de la mañana —advirtió la señora Green.
—Concédeme alguna competencia —replicó él.
Al fin, dijo: —Ya es bastante profunda.
Annie se zambulló en la lluvia y le entregó la pesada funda.
—Es una cosa demasiado pequeña para que se marche solo —dijo la madre, asombrada. Se agachó en el lodo, al borde del pozo, y palmeó con ternura la tierra que tapaba al niño, como asegurándose de que estaba bien cubierto.
Regresaron a la cabaña calados hasta los huesos y manchados de barro. La señora Green había traído la cazuela negra, e hirvió el agua; lavó las manos y la cara de Annie, le quitó las ropas sucias y la convenció de que se acostara, meciéndola hasta que se quedó dormida. Marianne ya no podía llorar; en actitud estólida, se sentó apoyándose contra la pared.
—Casi ha amanecido —dijo Joya, y arrodillándose frente al fuego se dobló hacia adelante para secarse el pelo enredado, ocultando un rostro que los ojos hinchados de Marianne vieron durante un momento completamente despojado de vida y reducido a la espantosa integridad del hueso desnudo.