Dos
Entrelazados en ese abrazo fortuito, Joya y Marianne yacieron entre los rizados helechos. Al principio aparecieron los contornos de la floresta, sin ningún color, y todo era formas vacías de un gris fantasmal, pero cuando el sol atravesó las ramas, los árboles se corporizaron desde la oscuridad, y cuando al fin el cielo se iluminó, Marianne no vio nada que no fuese verde o verde cubierto de flores. Plantas que no podía identificar tendían hacia ella lozanas espirales; grandes castaños coronados de fantásticas flores verdosas se arqueaban por encima de su cabeza; los apretados capullos blancos de los espinos cerraban todas las perspectivas, y una extensa enredadera de pequeñas rosas asomaba y se ocultaba, aquí y allá, entre la frondosa maleza. De estas rosas de pétalos casi planos se desprendía la más leve y trémula de las fragancias, como perfume de manzanas. Aunque frágil y delicada, parecía ser el verdadero aliento de todo un nuevo mundo vegetal, un mundo tan desconocido y misterioso para Marianne como las profundidades del océano, o el cuerpo del hombre joven que al parecer dormía dulcemente sobre su regazo. Un pájaro voló trinando, y Marianne oyó el rumor de un movimiento entre las zarzas. Sin miedo, esperó ver al lobo de ojos encendidos o al oso que vendría enseñando los dientes a devorarlos a ella y a Joya, de acuerdo con las historias que se contaban en la aldea. Pero nada apareció. Sólo los árboles se movían, de vez en cuando.
Mientras tanto, en la aldea la gente habría comenzado a levantarse y a encender el fuego; el humo empezaría a salir por las chimeneas. Las mujeres con los ojos aún hinchados de sueño revolverían las gachas de avena y las vacas mugirían para que las ordeñasen. Los niños correrían a alimentar a los pollos, y los gallos estentóreos anunciarían didácticamente el comienzo de un nuevo día, aunque ese nuevo día en nada se distinguiría del resto, excepto en que la hija de un Profesor se había vuelto loca durante la noche y había terminado quemándose viva. Cuando el nuevo día comenzó, Joya abrió los ojos y la miró con fijeza. Atrapada en esa mirada tan cercana y repentina, Marianne tuvo la sensación de que caía en un pozo. Los ojos del hombre eran de un color castaño tan vago e inexpresivo que el color podría haber estado pintado por detrás de los iris. Tenía el ojo izquierdo muy hinchado a causa del corte en la ceja. Algunos pájaros empezaron a cantar. Joya tuvo un violento ataque de tos; el cuerpo se le sacudió en convulsiones; con inesperada gentileza se alejó de ella rodando y escupió. Parecía no estar bien de los pulmones. Cuando se recuperó, dijo:
—¿Estuviste despierta toda la noche?
Marianne asintió con la cabeza.
—Eso es bastante estúpido —dijo él, y la miró más de cerca—. ¿Has estado llorando?
Ella volvió a asentir. Joya se encogió de hombros. La luz temprana era ahora de una hermosa iridiscencia que se corporizó en blancas gotas de rocío esparcidas sobre la superficie áspera de la chaqueta de Joya. Su cara era una estropeada paleta de pintor. Marianne no podía distinguir las facciones bajo la gruesa costra de colores y sangre seca.
—Te podría haber matado mientras dormías.
—Pero no lo hiciste —señaló él, y una vez más se dobló en dos tosiendo tan ruidosamente que espantó a los pájaros. Cuando la tos cesaba, Joya daba la impresión de tener que recomponer las distintas partes de su cuerpo, quizá con bastante dolor, como si cada ataque lo desintegrara un poco más. Pero en aquel rostro no había nada que Marianne pudiese distinguir, y ¿qué podía hacer si era tan difícil mirarlo, más difícil aún describirlo, y lo más difícil de todo: imaginar qué aspecto tendría, cuando llegaran a destino, ese salvaje que se ponía de pie, se desperezaba, y entornando los ojos, miraba primero hacia arriba, al cielo, y luego hacia abajo, a las cenizas del camión blindado y del árbol? Joya rió entre dientes. Era el hombre más desconocido que ella pudiese desear encontrar y su única compañía. Llevaba un anillo en cada dedo, y dos en algunos.
—Al principio pensé que eras un muchacho —le dijo con ánimo de charla—. ¿Quién te cortó el pelo?
—Nadie. Lo hice yo misma.
—Pensé que era un castigo por algo.
Joya volvió a bostezar y se acercó a Marianne, con circunspección, aunque tendiéndole la mano. Ella no se movió.
—¿Y qué si te digo que no iré contigo más lejos?
—Bueno… —dijo él—. No te creería.
—¿Por qué?
—No puedes regresar a tu aldea, ¿verdad? Parecerías una tonta volviendo con alguna historia falsa para explicar lo que pasó. Y ellos no te creerían; inventarían un crimen y te castigarían por él, porque ante todo no comprenderían por qué quisiste marcharte, y sospecharían de ti. Y no puedes quedarte aquí, por supuesto, no tienes nada para comer y está el peligro de los Parias, ¿no es verdad? Por no decir nada de las bestias salvajes.
Marianne se sintió ultrajada por el tono complacido de Joya, sobre todo cuando reconoció que él tenía razón; no podía ni quería volver a la aldea, ni podía quedarse donde estaba. Rechazó la mano de él, se puso de pie por sí misma y recogió la piel de zorro.
—Si voy contigo, recuerda, lo hago por mi propia voluntad.
—Oh, sí. Seguro.
Ambos comenzaron a andar en dirección opuesta a la carretera. Él la guió por el lindero del bosque hasta llegar a un arroyo. Ya era plena mañana y unos compactos botones de oro flotaban en la superficie del agua azul. Joya se arrodilló, bebió, hundió la cara en el agua y se lavó los restos de rojo, blanco y negro. Marianne se arrodilló a su lado, se enjuagó los ojos, se borró la marca de la frente y también bebió. Se sorprendió al ver la verdadera cara de Joya, completamente rasurada, huesuda, oscura y marcada por la vida a la intemperie, desconfiada, reservada e introvertida. Tenía las orejas perforadas y llevaba un par de pendientes de hojalata. Empezó a desatarse el pelo adornado, trenzado.
—¿Por qué os peináis de forma tan extraña? —preguntó ella.
—Nos hace más temibles —respondió él y sonrió abiertamente.
Marianne se alegró de que no se limara los dientes en punta según costumbre de muchos de los Bárbaros. Una nube de jejenes comenzó a danzar sobre la superficie del arroyo.
—¿Es por eso por lo que también os pintáis la cara?
—Claro.
—Los Profesores piensan que vosotros los Bárbaros habéis involucionado a un estado bestial —dijo ella con tono de censura—. Sois la ilustración perfecta de la quiebra de la interacción social y la muerte de los sistemas sociales.
—No me digas —comentó él con total desinterés. Estaba ocupado observándola. Si él tenía un aspecto extraño para Marianne, ella era, al menos, igual de extraña para él: pequeña, limpia, elegante, pálida y segura de sí misma. Nunca había visto antes a una mujer de su clase tan de cerca, y la escrutaba con curiosidad mirándole la falda de tela y la blusa blanca, ahora manchadas de barro. Se examinaban recíprocamente como si el otro fuese un interesante espécimen pero fue él quien se cansó primero de mirar. Entre los Bárbaros había historias que decían que las mujeres de los Profesores no sangraban por las heridas, y aunque Joya no lo creía acarició pensativamente el cuchillo que le quedaba.
Pronto hizo demasiado calor para la piel de zorro y Marianne la llevó en el brazo. Joya iba delante. Aunque la tela de su ropa había sido robada a los Profesores, el gris sobrio original había sido teñido con colores pardos y verdes de musgo, porque los Bárbaros eran cazadores y tenían que pasar inadvertidos en los bosques. Joya rara vez miraba hacia atrás y ella tenía que avanzar como podía a través de los arbustos, hierbas altas, helechos y flores. Se preguntaba cómo habría llegado el Bárbaro a llamarse Joya; tal vez el nombre era una corrupción de otro, un nombre bíblico quizá, como Joel. Muchos de los Bárbaros pertenecían a sectas religioso-apocalípticas desde los tiempos de la guerra, como también algunos Profesores. O tal vez lo llamaban Joya porque era tan hermoso, aunque tan extraño.
Había pequeñas flores de color rosa en las zarzas y puntas amarillas en la aulaga. La hierba flauta más alta alcanzaba casi dos metros de altura, y él a menudo se abría paso con el cuchillo. Algunos de los tallos de los helechos eran tan gruesos como la muñeca de Marianne. Enredada en unas malezas llamó a gritos a Joya, pero él no la oyó porque el bosque parecía estar envuelto en un elemento más pesado que el aire y ahogaba las voces. Había un silencio extraordinario. La luz que se filtraba entre las hojas era totalmente verde. Al tirar para desprenderse de la maleza, Marianne se rasgó la falda. Joya la esperaba bajo el esquelético candelabro de una hierba gigantesca. Sonreía irónicamente.
—No hay necesidad de preguntarse por qué hubo que meter a los Profesores en los refugios, cuando ni siquiera saben abrirse camino en el bosque. Si yo no estuviera contigo darías vueltas y más vueltas caminando en círculo.
—No estoy familiarizada con el terreno —espetó ella. Él parecía sacar un placer inmenso, si bien burlón, del sonido puro y redondo de las vocales de Marianne. Ella suponía que él la llevaba como un trofeo de guerra, menos útil que una pieza de tela pero más interesante. Le dolía la cabeza por el deslumbrante verde del bosque bajo el sol. A medida que avanzaban, los ojos empezaron a engañarla. De pronto él parecía más alto que el más alto de los árboles; cuando estiraba los brazos hubiera podido tirar del cielo hacia abajo. Luego se encogía hasta la nada y ella lo perdía entre la hierba.
—Tendrías que haber dormido un poco —dijo él con una vaga irritación, apareciendo junto a ella con los ojos en blanco—. Ahora estás débil y floja.
—Sobreviviré —dijo Marianne, porque no quería que él la ayudara.
Una ardilla parloteó entre las ramas. Latía como el reloj del padre, pero era un reloj biológico de carne y hueso que no marcaba las horas. Vuelto hacia la invisible ardilla, el rostro de ella tenía un aspecto tan aterido y fantasmagórico que él dudó de pronto que fuese real; apoyó una mano sobre la mejilla de Marianne para comprobar si era de carne.
—No me toques —dijo ella, retrocediendo.
—No es ningún placer —dijo él, ásperamente, porque el gesto lo había traicionado; pensaba que él no creía en fantasmas.
Hacia el mediodía Joya le permitió a Marianne descansar en un claro, entre unas piedras que alguna vez habían sido una casa. Unas pocas plantas de jardín, salvaje y forzadamente vueltas a la naturaleza, se mezclaban con los trozos de mampostería caídos, donde crecían árboles de hiedra oscura. Fuera de las comunidades, el orden de la naturaleza estaba trastocado; una abeja zumbaba sobre un mágico girasol de más de medio metro de diámetro. Un macizo de ruibarbo se había convertido en una plantación de tallos enormes, jugosos, que sostenían un espeso techo de hojas mordidas por los gusanos.
—¿Te enseñaron medicina alguna vez?
—Sólo un poco de historia y teorías sociales.
—Eso no ayudará a mi hermano enfermo.
—¿De qué está enfermo?
—De gangrena.
Marianne recordó la herida enconada del hombro del Bárbaro que había visto en el camino el Día de Mayo; sobre el cuerpo del hombre la gangrena se habría extendido como una hiedra.
—De todos modos, lo más probable es que haya muerto antes de que nosotros lleguemos. Es el mediano de nosotros. O lo era. Para ser exacto, es mi hermanastro. Todos mis hermanos lo son, ¿sabes?, a causa de la facilidad con que las mujeres de mi padre mueren de parto. ¿Tú tienes hermanos?
—Tenía uno pero los Bárbaros lo mataron.
—Ojo por ojo, diente por diente —dijo Joya filosóficamente, masticando un tallo de hierba.
Hablaba como un hombre de cierta educación, y eso sorprendía mucho a Marianne, quien siempre había pensado que los Bárbaros eran completamente analfabetos; tenía además, en sus elegantes aunque abruptos movimientos, así como en su lenguaje, un estilo que el padre de Marianne hubiese llamado irónico, y que ella podía reconocer a pesar de ser poco común entre los Profesores. Hablando con ella, Joya volvía a medias la cabeza y la observaba de reojo, como tratando de averiguar qué efecto le producía a Marianne, o quizá temiendo perderla de vista, y temiendo al mismo tiempo mirarla demasiado de cerca. Aun así, sus propias sospechas parecían divertirlo pues ella era sólo una muchacha.
—¿Qué enfermedades tienen los Bárbaros?
—Barbaros… —repitió él amorosamente, dando el mismo peso a cada sílaba, con lo que la palabra perdió todo significado y se convirtió en algo abstracto—. Fiebres, a causa del agua mala; cáncer, cuando nos hacemos viejos si no antes, tétanos, si nos lastimamos, y esa corrupción de la sangre, ¿sabes? Cuando te secas y te vas en cuestión de semanas.
—¿Enloquecen los Bárbaros?
Joya le echó una mirada de extrema curiosidad.
—Por lo común no tienes tiempo; es necesaria la ociosidad para volverse propiamente loco. De todos modos, Donally está loco. No es que yo tenga mucho con qué compararlo, pero en general pienso que está un poco loco.
—¿Quién es Donally?
—Mi tutor —dijo él—. El doctor Donally. No es que me haya enseñado a leer.
—Qué extraordinario que tengas un tutor.
—Él se nombró a sí mismo; yo no lo quería. Llegó trayendo una serpiente en una caja cuando mi padre, pobre infeliz, estaba viejo y enfermo. Y el doctor llegó a lomos de un asno; tenía un bebé con él, envuelto en una manta, un bebé que no hacía más que babear. Y tenía cajas de libros y un montón de agujas para tatuajes. Y traía colores, un montón de colores.
—¿Es un hombre alto con una barba roja y púrpura?
—¿Dónde lo has visto? —preguntó él vivamente.
—En el bosque. Estaba sola y vi pasar a tu tribu pero creo que a ti no te vi. Si te hubiera visto creo que te recordaría, o tal vez no.
— Y yo que pensaba que marchábamos tan en secreto.
—Yo estaba sola, nadie sabía dónde me encontraba y no le dije a nadie lo que había visto. Fue el día en que murió mi padre cuando vi a tu tribu. Sentí mucha lástima por ellos, estaban demasiado cansados. Si no los hubiese visto tan indefensos le habría dicho a mi tío que te escondías en el cobertizo y mi tío te habría matado.
Hizo una pausa para observar la reacción de Joya, y se dio cuenta de que estaba aburriéndolo. Era casi mediodía. El sol brillaba en lo más alto del cielo y no había ninguna sombra.
—Vamos, sigamos adelante.
Marianne no miró por dónde andaba y pisó una víbora que estaba tomando el sol sobre una piedra tibia; la víbora le mordió la pantorrilla y se deslizó entre los helechos como un rayo multicolor. Marianne sintió un dolor abrasador alrededor de la herida.
—Ajá —dijo Joya con profunda satisfacción, como si hubiese estado esperándolo.
Hizo que ella se acostara en la hierba, sacó el cuchillo y cortó la herida. Luego acercó la boca, chupó el veneno, escupió, y siguió chupando. Marianne abría y cerraba los puños sintiendo la boca húmeda de él sobre la piel; el dolor era terrible. No estaba segura de que este remedio tan primitivo fuera eficaz. Joya se arrancó las mangas de la camisa y le envolvió la pierna con un vendaje apretado.
—¿Por qué no lloras cuando te lastimas? —le preguntó.
—Sólo lloro cuando estoy emocionada —respondió Marianne. Nunca le había ocurrido nada que le doliera tanto.
—Quédate quieta un rato; luego tendrás que caminar. O también te podría dejar aquí.
A pesar de no ser supersticioso, le interesó y tal vez le tranquilizó ver la sangre en la hoja del cuchillo.
—Ah, no; no me dejarás aquí aunque tengas que cargarme.
—Eso es otro cantar. Por fortuna no era más que una víbora. Viperus berus —dijo él negligentemente. El dolor aturdía a Marianne; no podía creer que Joya hubiera dado al ofidio el nombre científico—. Es una víbora venenosa pero hay otras que lo son todavía más. Aunque tengo entendido que antes no ocurría así; y ahora en realidad lo peor son los gatos.
—Pensé que los gatos tenían cierta utilidad para los Bárbaros.
—¿Quién te contó eso, que cosemos los gatos dentro de las mujeres?
—Mi niñera. Pero era una vieja tonta.
—Los gatos y los Parias son lo peor, peores que los lobos. Los gatos se tiran de las ramas si rondas una madriguera; te caen sobre los hombros, te arañan la piel, y te arrancan los ojos. A mi hermano le arañaron un brazo. Después la herida se infecta. Algunos te ensucian con saliva. Antes se sentaban junto a las chimeneas y ronroneaban, ¿no es cierto?
—Eso era lo que hacían todos los gatos, antes de la guerra —dijo Marianne—. Ahora sólo los gatos de los Profesores saben cómo comportarse. Mi niñera tenía un buen gato. Era negro y lo único que hacía era cazar ratones y a veces algún pájaro.
—Dijiste que era una vieja estúpida; ese gato sólo estaba esperando el momento oportuno.
—Era un gato doméstico.
—Los Parias, sin embargo, tienen flechas envenenadas, lepra, sífilis y ninguna dignidad, lo cual es terrible. ¿Cómo te sientes de la pierna?
—Quema.
—¿Tienes miedo de morir?
—¿Cómo? ¿Quieres decir en general?
—No —dijo él—. En este preciso momento.
—No hasta que tú lo mencionaste. Entonces sentí una punzada.
—Bien, quiere decir que saqué el veneno —dijo él satisfecho—. Es un mal síntoma; el miedo a la muerte es funesto. Y tú has palidecido.
—¿Eso es bueno o malo?
—Bueno. En caso contrario te hubieses puesto de todos los colores, como el cielo del atardecer, e incluso te hubieses cubierto de ampollas.
El resto del viaje hasta el campamento le pareció a Marianne una alucinación; ahora no sólo la engañaban los ojos sino también los oídos, y perdía el equilibrio. Algunas veces él la sostenía, otras se adelantaba para abrirse paso; llegaron a un amplio claro en el que abundaban los ranúnculos, y Joya dejó a Marianne sola con el viento que le soplaba la cara como un aire desmelenado. La superficie de la pradera se agitaba y resplandecía con el movimiento de la hierba y él caminaba a través de los coloridos ranúnculos como una sombra tangible. Un cuervo se transformó en un ave blanca al volar a través de los rayos del sol. Marianne sentía un dolor agudo. Le parecía a veces que él la llevaba en brazos, pero quizá estaba soñándolo. Joya le dio a oler algunas madreselvas pardas y blancas para distraerla. Bajo los árboles, andaban por un laberinto de luces y sombras.
—Déjame contarte algo más acerca de la Viperus berus —quizá dijo él—. El doctor es un hombre práctico y piensa que la religión es una necesidad social. Las discusiones sobre este tema son interminables porque yo no le creo, pero al final dejo que él gane, porque tiene un cofre con venenos, y yo soy muy cuidadoso con los venenos. Así que él guarda su Viperus berus en una caja por necesidad social y de vez en cuando convence a todos para que la adoren.
—¿Es un culto fálico? —quizá preguntó ella.
—El doctor no lo ha decidido —respondió Joya, que ahora la llevaba en brazos—. Algunas veces es fálico y otras no; depende del humor del doctor.
La próxima cosa que supo fue que marchaba cojeando junto a Joya, apoyándose en el brazo de él, y que el sol había declinado y los rayos caían oblicuamente. Marianne miró por encima de las hojas y de los miles de formas verdes que la rodeaban, y vio las finas mallas que salpicaban el cielo como un tejado de alambre que encerrara todo lo que había abajo.
—Si es que tienes que adorar algo, ¿por qué no la víbora, que muda la piel y reaparece fresca y preparada para todo? También puede formar un círculo perfecto metiéndose la cola en la boca para defenderse. Te advierto que yo no tengo nada en contra de las víboras.
—Desearía poder estar de acuerdo.
—Una vez mordido, dos veces prudente —dijo él.
Lo mismo le había dicho la niñera, en la cocina, cuando ella tiró de la cola del gato y el animal la arañó. El arañazo no se infectó porque era un gato doméstico. Tocó con el dedo uno de los pendientes de Joya, y la hojalata tintineó con un leve campanilleo. Quizá dejaron atrás un círculo chamuscado donde los Parias habían encendido un fuego, y quizá dejaron atrás un esqueleto. Luego ella vio a una mujer con ropas oscuras que recogía setas; Joya le indicó que guardase silencio y se acercó a la mujer por detrás, con cautela; Marianne pensó que él inmovilizaría a la mujer, cuyos chillidos resonaron en el agujereado techo de árboles, pero Joya reía. Soltando las setas, la mujer cayó de rodillas, gimoteando.
—Vamos, no habrás creído que me habían matado, ¿no? —dijo él, malhumorado—. Piensas que estoy muerto, ¿verdad?
Levantó con los dedos los párpados cerrados de la mujer, y bruscamente le metió la mano en la boca.
—Saboréame. Soy real.
La mujer le chupó los dedos vorazmente y se echó a reír.
—El doctor está rezando por tu alma —dijo—. Cuando regresaron sin ti dijo que habías muerto, como los otros.
Marianne pensó que el lenguaje de la mujer era mucho más torpe e impenetrable que el de Joya; parecía que se tragaba la mitad de las palabras antes de decirlas. Joya tomó a la mujer por las axilas, la puso de pie y la condujo ante Marianne. La mujer llevaba alrededor del cuello un tiento de cuero del que pendía un cráneo de armiño, y un caparazón calloso le protegía los pies desnudos. Vestía unos pantalones holgados, una camisa con una especie de bordado de plumas y un chaleco de piel; estaba negra de suciedad. Miró a Marianne, con los ojos muy abiertos, asustada.
—Ésta es la hija de la hija de la hermana de mi padre —explicó Joya.
La mujer se echó hacia atrás y tal vez hubiera salido corriendo si Joya no la hubiese tenido fuertemente de la mano. Tenía los ojos tan abiertos que se le podía ver un borde blanco todo alrededor de las pupilas. Los viajes y los partos la habían convertido en una criatura sin edad.
—Esta muchacha se llama Marianne, es la hija de un Profesor de Historia —dijo Joya—. Sabe cómo corre el tiempo y vino conmigo por propia voluntad. La picó una víbora pero no se murió, siguió caminando.
El rostro y la voz de él eran igualmente inescrutables. La mujer miró primero a Joya, luego a Marianne, pero ninguno de ellos la tranquilizó. Marianne estaba demasiado dolorida y era demasiado contumaz para sonreírle. Entonces la mujer volvió a caer de rodillas, temblando, e hizo determinados gestos con la mano que Marianne había visto por primera vez a los seis años y se dio cuenta de que estaban destinados a alejar el mal de ojo. Quería pedirle a la mujer que no fuera tan tonta, pero se sentía a un tiempo mareada y aturdida.
—Tómame de la mano —le dijo a Joya—. Estoy desfallecida.
Él obedeció.
—Por favor, levántate —le dijo Marianne a la mujer—. Me turbas.
—Ésa es una palabra que los hombres de los bosques no oímos con frecuencia —hizo notar Joya—. Vamos, Annie, ya la has oído. Levántate.
Bostezó, como si de pronto estuviera demasiado aburrido. La prima de Joya se levantó pero no quiso andar junto a ellos; se retrasó algunos pasos murmurando al parecer conjuros y hechizos. Los árboles fueron haciéndose más escasos, y el bosque acabó bruscamente. Marianne sintió un acre hedor de excrementos y caballos; habían llegado.
Frente a ellos se extendía un hermoso valle; pasturas frondosas rodeaban un ancho río bordeado por juncos en flor. En la otra orilla se alzaba una casa de una especie que Marianne no había encontrado nunca, aunque había visto suficientes fotografías y grabados como para poder identificar partes de la casa y darles los nombres históricos. Esta casa era un gigantesco memorial en piedra ruinosa, una compilación de innumerables estilos olvidados a los que ahora la devoradora red de hiedra, el terciopelo del musgo y la podredumbre de los hongos daban una cierta verde unidad. Totalmente abandonadas a la decadencia, barrocas obras de piedra de estilo Jacobo II, torreones góticos murmurantes de pájaros y una columnata palladiana de patética elegancia se convertían indiscriminadamente juntos en escombros irreductibles. El bosque se encaramaba a los tejados hundidos en malas hierbas amarillas, purpúreas, malezas y arbustos arraigados entre los huecos de las tejas. Por las ventanas entraba y salía el follaje, como si el bosque hubiese acampado dentro, y estuviese cobrando fuerzas para la erupción verde que un día haría saltar las paredes hacia el cielo, de vuelta a la naturaleza. Uno o dos caballos pastaban sobre una terraza de florido estilo renacentista inglés. Sobre la balaustrada había varias estatuas erosionadas, sin brazos, vestidas o desnudas y adornadas con guirnaldas. Parecían los supervivientes petrificados de una maligna fête-champêtre que hacía mucho tiempo había acabado en catástrofe.
Bajo la terraza había un grupo de rosales que alguna vez habían sido un jardín. Todas las rosas florecían en árboles altos y espinosos, que se enredaban entre sí y se mecían desparramando pétalos. Adondequiera que Marianne mirase, había hombres, mujeres, niños y caballos. Unos pocos niños medio desnudos estaban sentados a orillas del río, pescando. Perros sarnosos se alimentaban de carroña en un inmenso muladar de huesos y estiércol líquido que se esparcía desde un costado de la casa como una mancha enorme. Los tres descendieron hacia el valle. Un muchacho estaba domando un potro junto a una pila de varas. Al ver a las tres figuras al otro lado del río, dejó escapar un grito estridente. El potro corcoveó y el muchacho cayó al suelo.
—Ése es mi hermano —dijo Joya—. Es el menor. Es el más guapo, es precioso.
El alivio y la alegría tuvieron que haber roto un dique en el corazón de Joya, pues Marianne vio que estaba llorando. El muchacho se zambulló en el agua yendo al encuentro de Joya. Los niños tiraron las cañas de pescar y algunos corrieron a la casa llamando a sus padres, pero otros se echaron al agua para cruzar el río. Parecía que todas las gentes del campamento salían al encuentro de Joya abandonando deprisa todas las tareas, pero el hermano menor llegó primero y abrazó al hermano mayor, besándole la boca, las mejillas y los ojos.
—Precioso —dijo Joya—. Mi precioso.
Hasta pasado un rato, Marianne no se dio cuenta de que Precioso era el nombre del muchacho; los Bárbaros utilizaban cualquier nombre que encontraban por ahí, siempre que resplandeciera, brillara y les gustara.
Marianne advirtió que la actitud de la mujer del bosque se repetía una y otra vez a su alrededor. Primero miraban a Joya, turbados ante la posibilidad de que estuviese realmente muerto y a pesar de todo hubiera regresado, pero luego, viendo que dejaba huellas en el suelo, que era material y besaba a su hermano sin hacerle ningún daño, se apretaron alrededor de él tratando todos de abrazarlo, todos llorando de alegría pues llevaban el corazón en el rostro, exteriorización a la que Marianne no estaba acostumbrada. Pero al ver a Marianne, retrocedían. Joya le soltó la mano para abrazar al hermano, que tenía aproximadamente la edad de Marianne; ella permaneció de pie, inmóvil, y dejó que Joya continuara bajando hacia el río; la tribu lo siguió, dejándola atrás.
Hombres, mujeres y niños seguían emergiendo de la casa. Una niña morena, desnuda, salió del río empapada, saltó a los brazos de Joya y él la abrazó. Marianne se preguntó si podría ser hija de Joya, porque él la besó con mucho cariño y se rió. El terreno era muy esponjoso y se hundía bajo los pies de Marianne.
Algunas personas volvían la cabeza y le echaban miradas furtivas haciendo vagos y nerviosos gestos de protección. El sol brillaba, pero Marianne sentía mucho frío. Un niño de unos cuatro años se precipitó de repente sobre Marianne y le arrancó un jirón de la falda, antes de que ella pudiese impedirlo. El niño retrocedió unos pocos metros, y se acuclilló masticando la reliquia, como esperando algún efecto mágico inmediato, mientras echaba a Marianne miradas de sorpresa y miedo. La mayor parte de la tribu no la tenía en cuenta. Todos empezaron a vadear el río y ella se quedó sola, pues al parecer Joya la había olvidado en la alegría de haber vuelto a casa.
La mujer de mediana edad que Marianne había visto dentro de la carreta, salió de la casa. Llevaba puesto un enorme delantal de sorprendente blancura y las mangas recogidas dejaban ver unos antebrazos fuertes y gruesos. Corrió a lo largo de la terraza y escalera abajo con andares torpes y agitados de mujer gorda; aunque Marianne estaba muy lejos de ella, alcanzó a ver cómo se le deshacía el rodete de pelo gris. La gente se apartaba para dejarla pasar, y ella abrazó a Joya con más fuerza que nadie. Luego miró al otro lado del río y Marianne vio claramente el índice de la mujer que la señalaba. Joya se volvió con rapidez y regresó corriendo hacia Marianne.
—Me olvidaste —dijo ella, acusadora.
—Estaba muy emocionado. No todos los días vuelves de la muerte. ¿Todavía puedes caminar?
Pero ella encontró muy difícil empezar a caminar después de haberse detenido. Él la llevó en brazos hasta el otro lado del río y la dejó delante de la limpia mujer que llamaban señora Green, y que era la madre adoptiva de Joya. Tenía una cara ancha, blanda y cubierta de pecas. Besó a Marianne; olía a pan horneado.
—No temas —le dijo—. En el fondo, no es un mal muchacho; ninguno de ellos es malo, a pesar de su apariencia.
La niña trepó por el cuerpo de Joya como si fuera un árbol y se le sentó sobre los hombros tirándole del pelo. Joya le dio una palmada. Marianne estaba ahora tan aturdida que las caras morenas danzaban a su alrededor como hojas muertas. Cuando los Bárbaros vieron que la señora Green no se había convertido en piedra después de besar a Marianne, se agruparon alrededor con una audaz curiosidad y ella sintió que unas manos húmedas le exploraban los brazos, las piernas y el cuello descubierto. Incluso alguien tironeó del tosco vendaje que llevaba en la pierna.
—Dejadla en paz —dijo Joya—. La mordió la serpiente pero no murió.
Dio esta información desdeñosamente, pero los demás callaron y se apartaron de Marianne. La multitud se dispersaba ahora poco a poco volviendo a sus anteriores ocupaciones como curtir cuero, afilar cuchillos y fabricar cacharros, mientras Joya, su madre adoptiva, su hermanastro y la nieta de la señora Green, la niña, iban hacia la casa.
—¿Y Joseph? —preguntó Joya—. ¿Cómo está?
—Todo azul —dijo Precioso—. No es una broma, puedo asegurártelo.
—Creo que hacia la noche habrá muerto —dijo la señora Green—. Oh, mi pobre muchacho. Tanto dolor, y Donally no lo dejará solo ni tampoco lo aliviará.
— Y sólo tiene veintidós años —dijo Joya—. El primero de nosotros que se va.
La señora Green apoyó la mano confidencialmente sobre el brazo de Joya y la voz se le convirtió en un susurro.
—Joya, amor mío, alívialo.
—¡Yo no lo mataré! —exclamó Joya.
Marianne tropezó y dio un grito. Los demás la ignoraron.
—Quieres decir que tendría que sacarlo de su miserable situación como a un caballo con una pata rota, aliviarlo con la muerte, ¿no es eso? ¿Con un cuchillo o un revólver? ¿Qué sería mejor? ¿Tú qué crees?
—Es un deber de hermano —sentenció la señora Green—. No hace falta que pierdas la templanza, me parece. Lo haría yo misma, pero no es tarea para una mujer, y además Donally no me dejará entrar en el cuarto.
Joya cambiaba rápidamente de humor. Se quedó de pie bajo la luz benigna, y aunque unas lágrimas de alegría le humedecían aún los pómulos, mostraba ahora la más patética desesperación.
—Yo no lo mataré —dijo—. No, nunca.
—Alívialo, amor mío —pidió ella, como si no lo hubiera oído—. Tú sabes lo que quiero decir.
El pequeño grupo continuó caminando hacia la casa.
—No has visto nunca un dolor semejante —dijo la mujer vieja—. Y con qué anhelo llama a la muerte. Es tu deber, tu responsabilidad.
Joya le tapó la boca con la mano para que callara.
—Cuida a la joven, entonces. Dale algo de comer y métela en la cama o ella también enfermará. ¿Y qué hay que hacer, entonces?
—Yo voy contigo para estar segura —dijo la señora Green—. ¿No alimenté a Joseph con mi propia leche cuando era un bebé, como hice contigo? ¿No es él carne de mi carne casi? Oye, Jen, lleva a la joven a mi habitación y haz que se acueste.
La vieja y los dos jóvenes echaron a correr sin volver la vista atrás y subieron la escalera de la terraza para desaparecer en el grandilocuente pórtico de la casa, donde una puerta carcomida por los gusanos colgaba abierta y fuera de los goznes. Marianne se quedó a solas con la niña, que se dejó caer pesadamente sobre la hierba, con un suspiro. No llevaba más que una guirnalda de margaritas. Estaba enferma de tiña.
—Tú eres de los Profesores —le dijo a Marianne con firmeza. Tenía una voz muy profunda para una niña de tan pocos años.
—Sí —dijo Marianne.
—Tú mataste a mi padre —la acusó Jen.
—No, yo misma no —dijo Marianne con un encogimiento del corazón que no entendía—. Ellos lo hicieron en defensa propia.
—Él se vistió y se fue y no regresó y los Profesores lo mataron y lo cocinaron en el horno y se lo comieron con sal —dijo Jen firmemente—. Eso es lo que me dijo mi madre.
—Eso es lo que dicen todos —dijo Marianne, pero no apaciguó a la niña, que contrajo la cara y escupió. El escupitajo se pegó a la falda de Marianne como una gema extraña. Jen se alejó con dignidad. Tenía una úlcera abierta en la espalda. Marianne se sentía sola y enferma de dolor. Se arrastró por la escalera del frente de la casa, apoyándose en el gastado pasamanos. Los ojos se le nublaban y creyó ver animales peludos dentro del portal; estaba equivocada: todo lo que le salió al encuentro cuando entró en la casa fue el hedor de los albañales.
Los Bárbaros no se preguntaban por qué la casa estaba todavía en pie; era un buen refugio y por tanto se mudaron dentro y la llenaron con el humo de las hogueras y los abominables detritos. El vestíbulo estaba muy oscuro pero Marianne alcanzó a ver algunas viejas obras de talla en las paredes y una escalera de mármol que se curvaba perdiéndose en las alturas. El olor de la carne asada se mezclaba con el de los excrementos. Empuñaba aún una ramita de madreselva y la apretó contra la cara. Una mujer salió de las sombras del fondo del vestíbulo, se levantó las pesadas faldas, se acuclilló y orinó.
—¿Adónde ha ido Joya? —preguntó Marianne.
La mujer se tambaleó en medio del charco que se extendía por el suelo, hizo el signo contra el mal de ojo y gimoteó.
—Oh, no seas estúpida —dijo Marianne—. Soy de carne y hueso y quiero encontrar a Joya.
La mujer pareció impresionada por el enojo de Marianne y dijo: —Arriba, en la habitación de Donally. —Y después de una mirada cautelosa, retrocedió metiéndose rápidamente en un agujero negro donde ardía un fuego. Marianne cojeó escaleras arriba y vio una puerta abierta.
Tal vez esta habitación había sido la capilla, pues parecía la parte más antigua de la casa, una bóveda alta y estrecha, de piedra oscura. Los arcos de las ventanas estaban cubiertos con cueros de animales y la única luz venía de algunas velas goteantes, puestas sobre las piedras planas. En las grietas de los muros crecían unas malezas. Alguien, ingeniosamente, había construido una estufa con una cazuela grande y le había añadido una chimenea. La mayor parte del humo salía al exterior a través de un agujero que había en la ventana, detrás de los cueros; sobre esta estufa hervía una olla de la que se desprendía un perfume fresco que flotaba por encima del olor pútrido de la habitación. Era como si todos los espantosos olores que alguna vez la habían asaltado se juntaran y culminaran aquí; nunca había olido carne podrida. La ramita de madreselva se le cayó de la mano. Un montón de mantas se extendían sobre un colchón en el suelo, y Marianne supuso que eso era el hombre que se moría de una herida gangrenada.
En una esquina estaba el niño que había visto en el bosque, ahora encadenado a una grapa que había en la pared, royendo un hueso. Había juncos en el suelo y libros por todas partes, y botellas, recipientes, utensilios de formas extrañas y manojos de plantas secas. De pronto, el hermano menor pasó precipitadamente junto a ella, se inclinó sobre la balaustrada de la escalera y vomitó durante largo rato en el vestíbulo. Marianne no podía distinguir nada de lo que ocurría en la habitación, sólo unas siluetas que se movían junto a la cama improvisada y el destello del delantal de la señora Green; había mucha confusión, algunas voces irritadas, gritos terribles y murmullos, y en ese momento Marianne se desmayó.
La señora Green tenía una habitación sólo para ella porque era vieja y seria. También insistía en tener un orinal propio. En un marco de plata deslustrado, sobre el arcón de madera en que guardaba sus pertenencias (unos pocos vestidos, varios delantales, las horquillas para el pelo y un libro que no era menos valioso para ella porque hubiera olvidado cómo leerlo) conservaba una fotografía de la mujer de un Profesor de Economía para quien había trabajado tiempo atrás. El libro era un ejemplar de Grandes Esperanzas. Conservaba también, envueltos en papel, el primer diente de leche que había perdido Joya y un rizo de su cabello.
En las paredes de la habitación había, aquí y allá, trozos de papel rojo, aterciopelado al tacto, que al despegarse revelaban unos grandes parches de yeso con diversas tonalidades de humedad y podredumbre que daban al revoque la apariencia de una gigantesca contusión. Mientras la señora Green lavaba la pierna de Marianne con agua tibia y le ponía vendas limpias, la joven miraba esta contusión, que se transformaba continuamente y tenía distintas formas, casi siempre familiares pero irreconocibles.
La señora Green le cedió la cama: un colchón de heno con sábanas de hilo y algunas mantas, todo robado. Mientras Marianne estuvo enferma, la mujer la acompañó la mayor parte del tiempo, y aunque rara vez hablaba con ella, a veces le cantaba las mismas nanas que le había cantado la niñera. Marianne estuvo muy enferma durante mucho tiempo y a veces deliraba, y confundía a la señora Green con su niñera, y se calmaba o angustiaba, dependiendo de lo que recordase, la infancia o los últimos días de la niñera. Cuando deliraba, veía imágenes de serpientes y cuchillos en la habitación, que a veces se convertía en el bosque, y ella estaba sola allí. Pero una noche despertó de un sueño profundo, insólito, sin imágenes, y vio que la habitación, aunque poblada de sombras inciertas y silencio, era una habitación de paredes rojas, y que un fuego ardía en el hogar.
Su compañero de viaje estaba agachado junto a la lumbre. Lo reconoció en seguida. La señora Green, una figura sólida y por fin inconfundible, sentada en un tronco de árbol, peinaba lentamente el largo pelo negro de Joya. El muchacho apoyaba la cabeza sobre las rodillas de ella, cubiertas con un delantal, y la luz del fuego los transformaba a ambos en un claroscuro melodramático aunque digno. Marianne se incorporó apoyándose en los codos para observarlos, pues nunca había visto nada tan antiguo ni tan romántico, excepto en las xilografías que encabezaban las baladas en los libros más valiosos de su padre.
—La muchacha ha despertado —observó la señora Green—. Es una muchacha afortunada. No todos se recuperan de una mordedura de serpiente.
—¿Está bien? —preguntó Joya amodorrado.
Marianne asintió. Se sentía lúcida y recuperada, y volvía a pensar con coherencia.
—Es una niña fuerte —dijo Joya—. Lo reconozco.
—Está lejos de su hogar —dijo la señora Green—. Te agradeceré que te mantengas apartado, querido; tenlo en cuenta.
—¿Y murió tu hermano, al final? —preguntó Marianne estremeciéndose.
Joya bajó los ojos y se miró los dedos; Marianne comprendió que había sido indiscreta.
—Oh, sí. Murió antes de que yo recurriera a la dudosa prerrogativa de despenarlo. Todo lo que tuve que hacer fue cavar la tumba. Soy el ejecutor público, ¿sabes?, y también el jodido enterrador.
—¡Cuida tu lenguaje delante de una joven dama! —exclamó la señora Green.
Joya le echó a la mujer una rápida y asombrada mirada, y se puso a reír, pero la risa se le quebró en otro convulsivo acceso de tos. Cayó al suelo y se encogió, mientras que la señora Green cloqueaba agitándose en vano, y Marianne, viendo cómo Joya se retorcía, sofocaba y boqueaba, pensó confusamente: «Morirá joven».