Tres

—Recuérdalo siempre, no piensan —dijo la señora Green—. Saltan de una cosa a otra como de una piedra a otra cuando vadean un río, y siguen así hasta que caen al agua.

—¿Joya nunca piensa, a pesar de su educación?

—A veces piensa —respondió la señora Green, mientras arreglaba los dobladillos de una camisa bordada para que Marianne tuviera algo que ponerse. Sacaba las agujas de una cajita que conservaba con sumo cuidado, desde una noche atroz, a los dieciocho años, en que vio arder la casa y una bala le arrancó la cabeza a su marido. Como él era un viejo que la golpeaba a menudo y le exigía prácticas antinaturales en la cama, ella le pidió a un jinete que en ese momento recargaba un rifle que la llevara consigo; el hombre la alzó en vilo y ella montó a la grupa del caballo; le dio luego una serie de hijos hasta la noche de otro asalto en la que él ya no volvió. Así fue como la señora Green llegó a la tribu.

—A veces Joya piensa, pero normalmente consigue que el doctor piense por él.

Un viento frío y húmedo pasaba a través de las ventanas sin cristales. Afuera estaba lloviendo; era un día de verano frío y húmedo. La camisa que la señora Green tenía en las manos era de lana fina, originalmente tejida en una aldea de Profesores y para uso de los intelectuales, pero ahora estaba cubierta de margaritas rojas y amarillas y espejuelos, una prenda llamativa y totalmente distinta.

—Les gustan los colores brillantes, ¿ves? —dijo la señora Green, con un ligero desprecio—. Colores brillantes, cuentas, cosas que relucen. Son como críos, te lo aseguro.

Los colores de los Profesores eran los pardos, los sepias, blancos, negros y distintos tonos de gris. Toda la ropa de Marianne había sido siempre formal, de colores apagados, y la señora Green aún vestía con colores oscuros, como si se negara a capitular sin condiciones ante la tribu. Tal vez una parte de sí misma aún esperaba otro cambio. Hablaba de la tribu con desapego, a pesar de ser allí una mujer de autoridad.

—Yo hubiese huido, si hubieran matado a Joya. Los otros son como críos pequeños que creen en lo primero que les pasa por la cabeza, y no confío en el doctor. Hace años que le dije a Joya que lo matara, pero él no quiso. Los demás le tienen demasiado miedo. Sería un infierno si el doctor Donally se encargase de todo, un verdadero infierno, sin respeto por los viejos ni por nada. Sólo torturas, mutilaciones y exhibiciones de magia.

Marianne arqueó las cejas.

—Un infierno —repitió la señora Green—. Un infierno sobre la tierra.

La palabra «infierno» le indicó a Marianne que la señora Green había pertenecido a alguna de esas fanáticas sectas religiosas que aún florecían en ciertas comunidades de Profesores, y más raramente también entre los Bárbaros. Estas sectas compartían la creencia de que la guerra era una demostración de la ira del Señor. Las comunidades mantenían Profesores de Teología mientras que los Bárbaros (se decía) llevaban a cabo sacrificios humanos. Marianne recordó descripciones del infierno en los libros de su padre, un lugar de fuego y tormento. La violenta lluvia repiqueteó dentro de la habitación.

—¿Hubiera escapado regresando al sitio de donde había venido, con los Profesores?

Por un momento, la señora Green dejó de coser y miró fijamente la aguja, como recordando las primeras cosas que había cosido con ella.

—Tú no comprendes el corazón de una madre —dijo. La conversación de la señora Green estaba sembrada de lugares comunes.

—No. ¿Pero lo hubiera hecho?

—Soy demasiado vieja para volver atrás —dijo la señora Green—. Me he acostumbrado a viajar y a todo esto. Tal vez me hubiera llevado a mi nieta, mi pequeña Jen, marchándome a la costa. La madre de Jen no cuida bien a la niña, es tonta, la madre quiero decir, y el padre de Jen era mi hijo, está muerto. Me hubiese ido a la costa, tengo una hija que se casó allí, entre los pescadores. Quizás allí es adonde me iría, si alguna vez matan a Joya.

—¿Y no confía usted en ninguno de los otros hermanos? ¿No son ellos también hijos adoptivos suyos?

—Salvajes —le dijo la señora Green—. Todos unos salvajes.

Marianne estaba sentada, cubierta de pieles para protegerse del frío, mientras la señora Green charlaba en un murmullo continuo. Era la charla de una anciana que necesitaba compañía, y todas sus palabras mostraban la pasión que sentía por el mayor de sus hijos adoptivos. Marianne abrió una compuerta al decir:

—¿Cómo puede un hombre llamarse a sí mismo Joya sin embarazo?

—Joya Lee Bradley, su madre era una Lee. Los Lee son un clan de Viejos Creyentes, pero tienen clase. Eran agentes de viaje antes de la guerra, ¿sabes? Joya era el hijo adorado de la madre, aunque él no la recuerda; siempre fue una mujer muy hermosa, y era tan feliz de haber tenido un varón, porque antes había tenido dos niñas, y ambas murieron. Se sintió tan feliz con un hijo varón que lo llamó Joya, su propia Joya. Y luego ella murió, pobrecilla; lo tuvo y ya no dejó de sangrar. Perdió toda la sangre y yo amamanté al hijo, ya que uno de los míos acababa de morir. Los Bradley son todos morenos como el padre, el viejo Bradley, que era negro como la brea aunque de todos modos rara vez se lavaba. Pero debajo de la mugre era negro de veras. Y todos los Lee son rubios y ágiles, llenos de gracia; Joya lo hereda de la madre. Y buenos con los caballos, en esto los Lee son famosos. Son domadores de caballos.

A Marianne le pareció interesante encontrar una veta de presunción entre los Bárbaros. Si Joya era un huérfano de la tempestad, era también un aristócrata, lo cual podría explicar la arrogancia de sus modales. No había vuelto a que su madre adoptiva le peinara los cabellos. Nadie visitaba a Marianne desde que se había recuperado, pues ahora era una prisionera. Una costra dura le cubría la herida de la pierna y podía caminar tan bien como antes, pero la señora Green aún no le permitía dejar la habitación y Marianne ya no tenía una idea clara de cuánto tiempo había permanecido allí.

Si entre los Profesores el tiempo estaba congelado, aquí ella no tenía noción del tiempo, porque los Bárbaros no dividían la existencia en horas, ni siquiera en mañanas, tardes y noches, y sólo tenían en cuenta las dos formas originales de oscuridad y luz, de modo que el día era un bloque indistinto de actividad, y la noche de olvido. Marianne fue encerrada en la habitación. Atrancaban la puerta con algunos troncos de árboles, puestos fuera de través, y casi siempre la dejaban sola, pues como la señora Green ya no tenía que cuidarla, se dedicaba a otras obligaciones domésticas y sólo aparecía para llevarle la triste y pesada comida, o para echarse a dormir en el colchón al lado de ella. El mal tiempo continuaba; Marianne observaba las cortinas de lluvia que cambiaban y se fundían.

Al oscurecer, fantasmas de jinetes aparecían entre los árboles borrosos. Saliendo del bosque cruzaban el río con los caballos cargados de ciervos muertos, cerdos salvajes y ovejas; los hombres envueltos en pieles estaban tan cubiertos de barro que no parecían hombres sino una emanación del bosque. El barro y el cansancio los convertía a todos en seres anónimos, y el ala ancha y mojada de los sombreros de fieltro les ocultaba la cara; ella nunca pudo identificar a Joya entre ellos. Unos perros miserables se arrastraban al lado de los hombres y todos marchaban en silencio.

Se sentía transportada a otro planeta. Aquí el aire mismo era un elemento diferente, húmedo, frío y con un sutil sabor a excrementos, una sustancia que había que tragar como la mala comida. Incluso las llamas de la chimenea eran un tipo de fuego diferente cuando la señora Green lo encendía, un fuego que amenazaba calentar y no calentaba lo suficiente, y que en cambio escupía un humo tan penetrante y acre que los ojos de Marianne estaban siempre lagrimeando. Ráfagas de sonidos, gritos roncos y relinchos de caballos entraban en la habitación. Algunas veces escuchaba unos feroces aullidos inhumanos y pensaba que eran los gritos de los lobos allá afuera, en el bosque. Otras veces creía escuchar música, que parecía venir de dentro de la casa misma, aunque a menudo la confundía con el sonido del viento que suspiraba entre las ramas de los árboles. Y si Joya no vino a visitarla, tampoco lo hizo el tutor; era como para pensar que ella estaba en cuarentena.

—Bueno, Donally considera que podrías bajar mañana por la mañana —dijo la señora Green una noche, quitándose las horquillas de hueso del rodete; el pelo le cayó en ralos mechones grises alrededor del cuello arrugado—. Pero, escucha…, te lo advierto: nunca comas nada que no te haya cocinado yo misma o te haya dado con mis propias manos. Y manténte a mi lado, recuérdalo, no te vayas correteando por ahí.

—¿Por qué?

—Por lo que podríamos llamar una medida profiláctica —dijo la señora Green. Se envolvió en un voluminoso camisón de franela y apagó de un soplo la llama de la sucia lamparilla: una mecha de hilachas que flotaba en la grasa animal del platillo. Luego se acostó junto a Marianne; Marianne sólo podía distinguir el trémulo resplandor de la carnosa espalda de la mujer, un muro sólido.

Marianne observó a la señora Green, que preparaba el desayuno en la cocina vacía donde los cazadores habían comido horas antes. La señora Green cocinaba en una cazuela de metal que había puesto sobre el fuego; mezclaba harina de un saco robado a aquellos que habían labrado la tierra penosamente, separando las buenas semillas, y sembrándolas. Habían cosechado la siembra, habían molido el grano, y luego vinieron los Bárbaros y les quitaron los sacos de harina, aunque ellos eran los legítimos propietarios y quienes tenían que haber comido esa harina si es que había algo parecido a la justicia natural. Para hacer el pan, la señora Green mezclaba la harina con sal, grasa animal y agua en un cuenco de cerámica tosca.

—El pan es un pequeño lujo —dijo la mujer.

Pero aquel pan sin levadura era sólo una especie de galleta ácida. La mujer preparó también unas gachas aguadas con otra clase de grano; estas gachas sabían principalmente a humo. Había carne fría y un poco de leche para Marianne, aunque era una leche pobre y la señora Green le agregó además un poco de agua. Marianne se sentó ante una enorme mesa desvencijada y comió los extraños alimentos que eran ahora su dieta habitual.

La cocina parecía más una cueva. Había cristales en casi todas las ventanas, pero tan empastados de mugre que sólo el gran fuego que crepitaba en la chimenea y la puerta abierta a la luz de la mañana daban un poco de luz. Trozos de carne que estaban ahumándose colgaban por todas partes suspendidos de ganchos, y unos grandes moscardones brillantes zumbaban alrededor. Había aún allí unos pocos muebles carcomidos, y una cómoda se mantenía todavía en pie, misteriosamente, cargada de una porcelana antigua y desportillada que la tribu era demasiado supersticiosa para utilizar. Había también un gran fregadero lleno del mismo musgo brillante que cubría las losas del suelo con una pelusa esmeralda. Había olor a tierra, a comida putrefacta, y aquel penetrante olor a excrementos. Marianne se encerró en sí misma y comió porque había que comer.

La pequeña Jen se sentó sobre la mesa y entornando los ojos la miró inquisitivamente. Era un día frío y Jen vestía una túnica de piel de pelo largo que la hacía parecer un antiguo y pequeño bretón. Marianne contemplaba a la arcaica criatura y se preguntaba si esa vestimenta era una prueba de la rapidez con que los Bárbaros se hundían en el pasado, o la muestra de una adaptación a nuevas circunstancias. De pronto Jen le pegó en la mano a Marianne, que derramó una cucharada de gachas.

—No me gusta que me mires —dijo Jen.

—Tampoco a mí me gusta que tú me mires —contestó Marianne, furiosa.

—Oye, ¿tengo que ser amiga de ella? —preguntó Jen a su abuela, quejumbrosa. La señora Green vigilaba una cazuela que estaba sobre el fuego, en la que se cocía un pan; las llamas proyectaban la sombra de la mujer sobre la pared opuesta.

—No sé —dijo la señora Green—. No estoy segura, nadie me lo dijo.

—Cómo, ¿el viejo no lo dijo?

—Nadie me dijo nada excepto que hay que cuidarla —dijo la señora Green con un suspiro. Miró pensativamente a la joven y a la niña, reflexionando; de pronto dio una orden brusca y arbitraria:

—Dale un beso. Vamos. Es una persona de verdad.

Unas melodramáticas nubes de humo ondearon desde la chimenea, ennegreciendo el pan. Jen soltó un asombroso chillido y dio un respingo que se convirtió en un estremecimiento. Retrocedió temblando, gateando hacia atrás sobre la mesa hasta la parte en sombras, fuera de las luces del fuego y el día. Retrocedió tanto que al fin cayó al suelo; se volvió y escapó al pasillo. Los pies desnudos sonaron levemente sobre la piedra y se alejaron hacia las profundidades de la casa. La señora Green se encogió de hombros, vació la cacerola en un plato de madera, y empezó a quitarle el hollín al pan, raspándolo con un cuchillo.

—Cualquiera puede equivocarse —dijo—. Pensé que podía darte un beso, ¿sabes? Pensé que te haría parecer más natural.

Marianne entendió que para la niña ella era una bruja, una impresión errónea pero aun así razonable, desde el punto de vista de un niño. Sintió un cierto placer irónico. Un perro se acercó y le husmeó la rodilla; Marianne le dio los restos del desayuno. Luego el perro levantó una pata para orinar contra la mesa, y la señora Green le arrojó un cazo de agua, además de una lluvia de improperios.

Marianne volvió a pensar que la posición de la señora Green era la de ama de gobierno o, tal vez, más correctamente, la de una especie de matriarca doméstica. A lo largo de todo el día la señora Green recorría la casa inspeccionando cosas; la casa era un campamento de varias plantas. Bajo las molduras de los techos rotos, los fuegos del efímero caravasar brillaban y se elevaban con una luz mortecina; todo tenía un aspecto transitorio, aunque si el hogar era el sitio del corazón, los niños parecían suficientemente amados. Los adultos trabajaban. Algunas mujeres preparaban las pieles mediante procedimientos primitivos, descarnando los cueros con cuchillos pequeños. Otras bordaban en las telas dibujos de gallos, rosas, soles, bollos, cuchillos, serpientes y bellotas. A Marianne le parecía un trabajo frívolo, pero era llevado a cabo con mucha concentración, como el curtido de las pieles; más tarde descubrió que los diseños tenían un significado mágico, aunque apenas lo hubiera creído si se lo hubiesen dicho aquel primer día. Algunos viejos estaban ocupados tallando tazas y platos en madera. Otros estaban sucios de arcilla hasta los codos moldeando cacharros. En la casa todas las tareas se hacían en silencio porque había poca necesidad de hablar, y además poco que hablar. Los hombres adultos estaban trabajando fuera con los caballos, o bien se habían marchado a cazar al bosque.

Los pequeños grupos familiares vivían en un contacto tan estrecho que los niños eran mantenidos y cuidados en común. Si alguno se caía o lastimaba y empezaba a llorar, la mujer que estuviera más a mano lo alzaba en brazos y lo consolaba. Pero dos de los bebés estaban muy enfermos. Yacían en cestas de mimbre y apenas tenían fuerzas para vomitar la leche. La señora Green los contemplaba con temor y tristeza, mientras la madre de uno de ellos aferraba el talismán que le colgaba del cuello y temblaba mirando a Marianne. Esa mujer era, poco más o menos, un año más joven que Marianne, ciertamente muy joven. Tenía alrededor de las muñecas serpientes tatuadas que se mordían la cola. No llevaba calcetines ni zapatos. El vestido que tenía puesto era una manta robada con un dibujo a grandes cuadros de color azul oscuro y negro, un vestido tan rectangular como una caja y con un profundo escote para la crianza. La rodilla derecha asomaba por un desgarrón. Lucía en el brazo un reloj de pulsera descompuesto, puramente decorativo, pues era un pequeño cadáver de tiempo que se había detenido para siempre a las tres menos diez de algún día lejano y olvidado. La muchacha no tenía más que un ojo; el otro se lo cubría un parche negro. Marianne apenas podía creer que esta mujer y ella fueran del mismo sexo. La mujer exhibía un embarazo bastante avanzado, aunque el bebé enfermo tenía menos de un año de edad. Marianne supuso que el niño sufría algún tipo de desorden gástrico.

—Yo los mantendría abrigados si fuera vosotras —dijo la señora Green.

La mujer trasladó primero un cesto y luego el otro junto al débil fuego de un hogar en ruinas que llenaba la habitación con una acre niebla de humo. No había un solo cristal en todas las ventanas; sólo unos barrotes de hierro oxidado. Fantasmas de payasos y conejos con sombrero de copa iban borrándose en el papel roto de las paredes; aquella estancia debía de haber sido, antiguamente, el cuarto de los niños. Desparramados por el suelo había jergones de paja, una cazuela de metal y varias prendas de vestir.

—¡Vacía eso! —dijo la señora Green ásperamente, señalando un cubo de excrementos. El tono fue demasiado áspero; la mujer masculló algo en voz baja mientras sacaba el cubo al descansillo y volcaba el contenido por el hueco de la escalera. Cuando regresó tomó dos amuletos de la docena que llevaba encima, y los deslizó debajo de las mantas de los bebés.

—El doctor vendrá más tarde para decir unas oraciones —dijo—. Pero es mejor prevenir que curar.

El vestido que llevaba puesto la señora Green le llegaba a los tobillos. Lo mantenía recogido cuando atravesaba los comedores, ya que era mucha la suciedad que había en el suelo: cenizas, tiras de cuero, despojos de bestias y mucho más. Pero las mujeres intentaban de vez en cuando limpiar las habitaciones ocupadas, aunque a Marianne le picaba la piel al pensar en los bichos. Los delgados colchones rellenos de hojas, heno, paja o lana, albergaban sin duda gigantescas colonias de chinches; los peinados ondulantes de los Bárbaros, con piojos que se apretaban en las raíces, parecían accesorios de una perversidad premeditada, y cuando veía las prendas de los guerreros colgando flojas de algún clavo de la pared, reía casi, ante la frágil coraza de unos hombres que con tan poco fundamento aterrorizaban al mundo. Los niños sufrían a un tiempo de tiña, enfermedades de la piel, conjuntivitis y raquitismo. Marianne consideró la posibilidad de enfermedades carenciales, tales como la pelagra y el beriberi. Cuando pensaba en el noble salvaje de las investigaciones de su padre, sentía a la vez asco y tristeza.

—Es todo muy diferente de lo que tú has estado acostumbrada, querida —dijo la señora Green, agachándose para pasar debajo de una cuerda de la que colgaban unos cueros curtidos con excrementos de perro.

—Sí —le respondió Marianne con los labios apretados.

—Pues entonces tendrías que ver cómo viven los Parias, si eso es vivir. Amontonados en los agujeros del suelo, cubiertos de llagas. Se sabe que envenenan las flechas mojándolas en esas llagas.

Visitaron una por una las habitaciones de la fétida conejera excepto aquellas en las que vivía Donally, aunque al pasar frente al descansillo de la puerta del doctor, un letrero en rojo pintado en la pared sorprendió a Marianne. El letrero decía: EL ABURRIMIENTO ES EL HIJO HERMOSO DEL ORGULLO. Siendo los Bárbaros iletrados, Marianne supuso que Donally lo había garrapateado exclusivamente para ella. En verdad tenía muchas ganas de visitar al doctor Donally, pero la señora Green ni siquiera se lo insinuó. Cuando la casa quedó a oscuras, los cazadores regresaron con la carne del día.

Llevaron la caza a la cocina. Depositaron cadáver tras cadáver sobre la mesa, con las patas envaradas apuntando al aire y una última mirada de terror en los ojos vidriosos. Alimentaron el fuego para que diera más luz, y prorratearon las bestias entre los grupos familiares, que comenzaron a desollarlas y cortarlas en trozos pequeños. Los hermanos tenían la responsabilidad de cortar y repartir, y de pronto pareció que toda la tribu se había reunido en la habitación y discutía por encima de los trozos, pidiendo y protestando, mientras los hermanos cortaban la carne con hachas que habían brillado al principio a la luz del fuego y eran ahora opacas y rojas. La cocina se convirtió en un matadero. Huesos con colgajos de carne, cornamentas, colmillos de cerdo y ensangrentados jirones de piel eran arrojados al suelo en pilas de muerte, y los niños pequeños chillaban y danzaban alrededor con un entusiasmo frenético.

Los seis hermanos, negros como el padre, estaban ahora rojos de la sangre que lo salpicaba todo. Los ojos de los rostros que rodeaban a Marianne no reflejaban nada, y en los rostros mismos, deformes o tristes, enrojecidos o pálidos, manchados de sangre o fuego, muy borrados por la oscuridad, las bocas viles se torcían chillando ásperamente o en asquerosos improperios. Los sentidos aturdidos de Marianne sólo le transmitían un torbellino de disputas en rojo y negro; tanto se le confundieron que creyó oler el caliente hedor del rojo y escuchar el sonido incomprensible del negro en las elevadas voces tumultuosas. Joya, Johnny, Jacob, Bendigo, Azul y Precioso. La letanía fantástica de los nombres de los hermanos le daba vueltas una y otra vez en la cabeza. No sabía cómo se llamaba el que había muerto y parecía que los hermanos ya lo habían olvidado. Arrojaron trozos de entrañas a los perros. Uno de ellos huyó a la carrera con un par de pulmones ensangrentados entre los dientes, para consumirlos en la soledad del retrete. Marianne intentó deslizarse hacia la puerta trasera, que estaba abierta, y escapar al silencio y al fresco de la noche, pero la señora Green la vio y le aferró la muñeca, reteniéndola con firmeza. Marianne tuvo que esperar a que todo terminara. Al fin repartieron la comida y la multitud se dispersó; los hermanos se habían echado encima el agua de un barril y se sacudían para secarse.

La señora Green sentó a Marianne en una silla alta y la dejó allí mientras lavaba el piso. Los hermanos, medio desnudos, se acercaron al fuego para calentarse. Se movían con el andar oscilante de los hombres más habituados al caballo que a la tierra firme. Dos de ellos se habían tatuado unos dibujos azules en las mejillas; todos tenían tatuajes en el cuerpo, diseños de serpientes, pájaros, soles y estrellas. Uno tenía bigote, y tres llevaban barba completa. Marianne sólo pudo contar cinco hombres, y se dio cuenta de que Joya había desaparecido. Se sintió casi desamparada.

Los hermanos la observaban circunspectos y ella vio que el menor, Precioso, hacía furtivamente un signo contra el mal de ojo. Precioso era moreno, joven, tierno, y la joven lamentó que fuese el más supersticioso, pues había arrancado una de las rosas deformes del jardín y se la había puesto detrás de la oreja. Se agruparon en silencio alrededor del fuego. Unos hilos de agua sanguinolenta corrían por la habitación hacia los pies de Marianne. Recogió las piernas mientras intentaba mantenerse en equilibrio sobre la silla, que tenía una pata rota.

Entonces, el aullido terrible que ya había oído antes se elevó en el exterior, muy cerca; un lamento angustiado que aumentó hasta una intensidad insoportable y volvió a morir, fundiéndose en roncos sollozos. Bendigo, o quizás Azul, escupió en el fuego.

—Desearía que Donally bajase y cuidase al crío.

—¿Es eso un niño que llora? —exclamó Marianne, estremeciéndose.

—Es el tonto —dijo Precioso con indiferencia—. Es el hijo de él, ¿no? Es el tonto del doctor.

—El tonto está afuera, ¿sabes? —dijo la señora Green, que frotaba la mesa con un puñado de hierbas—. Lo está sintiendo esta noche, pobrecito, el mal tiempo y todo lo demás.

El arco de sonidos inarticulados se elevó otra vez, como un arco iris horrible. Marianne saltó de la silla, pasó precipitadamente junto al grupo de hermanos y miró hacia afuera por la puerta de la cocina.

Fuera, la luz del ocaso iluminaba aún el patio enlosado, lleno de malas hierbas y rodeado de edificios en ruinas. Cuando había visto al niño del bosque encadenado a la pared en la habitación de Donally, había pensado que era una alucinación; pero ahora lo veía otra vez, acuclillado sobre las piedras del suelo, al final de la cadena sujeta a una grapa al costado del cobertizo. El niño volvía los ojos hasta ponerlos en blanco y aullaba al cielo crepuscular. Estaba rodeado de huesos roídos. Delante del niño había un recipiente con agua y otro vacío marcado con la palabra «Perro», en el que seguramente le daban la comida. La lluvia le salpicaba los hombros y el pecho flaco, que mostraba entre los tatuajes una verdosa palidez. Aullaba acuclillado y luego se quedaba en silencio, pellizcándose la suciedad que tenía entre los dedos de los pies. El niño era completamente real.

—Ensució la cama, ya sabes —explicó otro de los hermanos, misteriosamente materializado junto a Marianne, vigilando que la muchacha no saliese—. Ensució la cama y no puede vivir dentro con el doctor, ¿verdad? No si ensucia la cama. El doctor es más que puntilloso.

—Tiene una constitución de hierro, el tonto —observó uno de los hermanos. Estaba al otro lado de Marianne y tenía tanto pelo que ella sólo alcanzaba a verle los ojos. Echó una ojeada en torno; estaba rodeada. Se apartó de la puerta y los hombres la siguieron tan de cerca que podía olerlos. Olían a tumba. La señora Green, que estaba fregando, levantó inquieta la vista. Una rama se movió en la hoguera con un chisporroteo.

La atmósfera de la diabólica cocina se estremeció e hizo pedazos. Marianne intentó escabullirse por debajo del brazo de uno de los hermanos para correr hacia la señora Green, pero él la atrapó por los hombros y la señora Green no hizo más que un gesto de desesperación, aunque antes le había advertido a Joya que se mantuviera lejos de la joven. Salvajes. Ojos opacos como la madera muerta, bocas contraídas en un rictus burlón y que mostraban unos dientes blanquísimos; dondequiera que miraba, Marianne veía ojos opacos fijos en ella y bocas crueles. Joya había entrado en silencio y se apoyaba ahora contra la pared, casi oculto, también observando, limpiándose las uñas con la punta del cuchillo y mirando a Marianne.

—Johnny… —dijo la señora Green con voz triste, almibarada—. Jacob…

Precioso hizo otra vez el signo contra el mal de ojo, pero nada más. Los hombres se movieron con rapidez. Habían dejado los rifles a un lado pero todos llevaban cuchillos y parecían odiarla.

—Hay niños enfermos en la casa —aventuró la señora Green, como si pensara que esto era razón suficiente para evitar una violación y un posible asesinato. Marianne vio a Joya echar la cabeza hacia atrás y reír a carcajadas. Como si esta risa hubiera sido una señal, los tres que quedaban junto al fuego comenzaron a avanzar hacia ella y el hombre que Marianne tenía a la izquierda, Johnny, o quizás era Jacob, le metió la mano por la abertura de la camisa bordada y le acarició un pecho. Proyectadas por la luz del fuego, unas sombras monstruosas galopaban a lo largo de las paredes. Todos jadeaban y se acercaban.

Inexorablemente, la obligaron a ir hacia la mesa. La señora Green se retorcía las manos y emitía unos pequeños maullidos de angustia, pero también ella era ambivalente; estaba angustiada y quizás a la vez oscuramente satisfecha ante lo que con toda seguridad iba a ocurrir. Marianne descubrió que no tenía ningún miedo; sólo estaba furiosa, y empezó a forcejear y a gritar; los hermanos se rieron pero continuaron acercándose. De modo que ella cerró los ojos y pretendió no existir.

Pero este desesperado ardid resultó innecesario. De repente cesaron todas las risas, y los hombres se apartaron de ella en silencio. La señora Green estalló en chillidos de alivio y Marianne creyó distinguir un olor a lavanda, curiosamente dulce. Abrió los ojos y vio al gigante de la barba teñida sentado al borde de la mesa, como en un trono; llevaba en la mano una de las pequeñas lámparas. El aceite olía a lavanda. Los hermanos se habían retirado a un rincón en un grupo apretado.

—Son valientes, tenemos que reconocerlo —dijo el gigante—. Que a las mujeres de los Profesores les brotan dientes filosos en las partes íntimas, para arrancarles los genitales a los hombres jóvenes, es un hecho bien conocido.

Joya volvió a reír, aunque nadie más lo hizo, y entró en el círculo de luz de la lámpara del doctor. Tenía el pelo recogido en dos trenzas rígidas y se parecía muchísimo a los indios americanos que Marianne había visto en los libros de su padre. En ese contexto, su nombre no era más sorprendente que Lago Hermoso, Lluvia en el Rostro o El que Apaga y Mata. Como en aquellos indios, el rostro de Joya no revelaba ninguna emoción. Donally amagó darle un puñetazo en las costillas.

—¿Y tú? ¿Qué hubieras hecho si ellos se hubiesen decidido? ¿Aliviar tu aburrimiento aplaudiendo el espectáculo?

La voz del hombre era agradable, fina, alta y cultivada. Presumiblemente para preservar el misterio, usaba un par de gafas oscuras con monturas de alambre; uno de los cristales estaba rajado de lado a lado. Tenía un rostro delgado, mezquino y culto. Marianne había crecido entre voces y rostros semejantes. Dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.

—¿Por qué no cuida mejor a su hijo?

—Porque tiene hábitos repugnantes —replicó el doctor, en tono crispado—. Muerde la mano que lo alimenta y se revuelca en su propio fango.

Era como si ella estuviera en su casa, en la torre, hablando con las visitas acerca de un perro que se negaba a que lo domesticaran, si no fuera porque Donally mostraba al hablar unos dientes afilados. Él le tendió la mano; una mano suave y blanca de uñas cuidadosamente cortadas y arregladas. Al cabo de un instante, Marianne le tendió la suya y él la estrechó ceremoniosamente. Buscó en el bolsillo interior de la hermosa chaqueta de piel negra brillante, y de una cartera de piel de cerdo sacó una tarjeta que ofreció a Marianne. Era una tarjeta blanca, de visita, en la que, impreso en hermosos caracteres góticos, se leía el nombre Dr. F. R. Donally, Ph. D. Marianne la leyó y él la volvió a guardar.

—Marianne —dijo afectuosamente. Abarcó con un ademán el recinto y la gente, sonriendo—. Sin embargo, tienes que sentirte más como Miranda.

—Usted debe de haber sido Profesor de Literatura alguna vez —dijo ella.

—Bien, aquí estoy y aquí me quedo —respondió él con amabilidad.

Parecía de buen humor y jugueteaba tocando al hermoso joven que estaba de pie junto a él, acariciándole de vez en cuando los hombros y la cabeza, atenciones que Joya aparentaba ignorar. Marianne se sintió casi aliviada al encontrarse otra vez con la clase de hombre que ella conocía mejor, y él tenía toda la apariencia de un hombre de hogar, sentado a la mesa esperando la cena, aunque los demás lo definieran como chamán, o él hubiese decidido definirse así. Marianne empezó a mordisquearse las uñas; él chasqueó la lengua.

—Vamos, vamos, no podemos tenerte con las uñas mordidas, cuando eres nuestra santa imagen, querida.

—¿Cómo?

—Ya lo oíste —dijo Joya.

—Nuestra señora del desierto —amplió Donally sonriendo, encantado—. La virgen de los pantanos.

—Pues menos mal que no me violaron, entonces —replicó secamente Marianne.

—Así es —dijo Donally—. La familiaridad engendra el desprecio. Tendrás que continuar siendo aterradora, ya sabes; de otro modo, ¿qué esperanza te queda?

La señora Green estaba ahora preparando la cena; condimentaba un trozo de cerdo para asar al fuego, y los hermanos, aún en silencio y echando intermitentes miradas malignas a la muchacha y a los otros, se sentaron en el suelo con una lámpara en medio del círculo. Comenzaron a jugar un juego de azar con trozos de hueso, y discutían los tiros en voz baja. El olor de la carne asada se mezclaba con los otros olores. Uno o dos perros daban vueltas por la cocina. Joya pateó a uno de ellos que se acercó a olfatearlo. Las baratijas que lo cubrían tintineaban al más leve movimiento, y por tanto Marianne podía darse cuenta, más por el oído que por la vista, de la continua inmovilidad de Joya.

—Miedo —dijo de pronto Joya, como proponiendo un tema de discusión.

—La pasión imperante —respondió Donally cortésmente—. Puedo provocar un éxtasis de pavor levantando el dedo meñique, pero he trabajado y he esperado la hora propicia.

La grasa de cerdo crepitó deliciosamente. Donally levantó y dejó caer una de las pesadas trenzas negras de Joya.

—Vamos, háblale de la religión como necesidad social.

—Aún no —dijo Donally—. Parece cansada.

—¿Un mal día? —le preguntó Joya a Marianne, algo irónicamente.

—Aún no lo he decidido.

—Una respuesta inteligente —aplaudió Donally.

—Te dije que era inteligente.

—Eres un regalo de lo desconocido, joven dama —dijo el doctor, sonriendo lo suficiente como para descubrir la amenazadora dentadura—. Tú proporcionas a esta desventurada gente un blanco donde descargar los miedos y resentimientos que sienten contra la arbitrariedad del destino.

Tosió, como en una cátedra.

—Oye, Donally —dijo Joya—. Mataron al padre de Marianne allá donde vivía. Lo hicieron picadillo con un hacha.

Volvió la cabeza hacia el tutor, con un tintineo de joyas y ninguna expresión en el rostro; Donally le acarició la mejilla con una mano larga, blanca y suave.

—¿En qué estás pensando?

—Regicidio —respondió el otro.

—No exageremos —reprobó suavemente Donally. Hablándole a Marianne, continuó—: Míralo, el duque del Pequeño Egipto, el rey del país de las lluvias, el heredero de la tierra.

Estalló en estruendosas carcajadas de regocijo y Joya también, de mala gana. Los dos rostros se afearon y retorcieron tanto con aquella risa incomprensible, que Marianne, desasosegada, decidió en el acto que no había razón ni necesidad de quedarse más tiempo en ese lugar repugnante y peligroso.

A la mañana siguiente descubrió que uno de los niños enfermos había tenido mucha fiebre, mientras que el otro estaba fláccido y blanco. Otros tres niños tenían ya los primeros síntomas: vómitos y diarrea.

—Es el agua mala —dijo la señora Green con autoridad—. Tendríamos que traer agua del manantial, no del río.

—El doctor dice… —empezó a decir la mujer embarazada. No terminó de explicar lo que decía Donally, pero al mirar a Marianne se estremeció de miedo. La mujer parecía creer que Marianne había traído consigo la enfermedad.

«Es hora de irme», pensó Marianne. «Ahora. ¡Inmediatamente!». Por muy peligroso que fuera el campo abierto, allí estaría más segura que entre estos desconocidos; cualquier atractivo romántico que la idea de los Bárbaros hubiese tenido para ella cuando se sentaba a solas en la torre blanca, en vida del padre, se había desvanecido por completo. En verdad les tenía mucha lástima, pero ante todo quería huir, como si en algún sitio hubiese todavía espacio para la idea de hogar. Así fue que huyó al bosque, sin preocuparse mucho de si las bestias la devorarían; pero Joya la encontró, la violó y la trajo de vuelta.

Sin embargo, ella había tomado todas las precauciones para marcharse en secreto. Recogió sus ropas, algunas mantas y algo de comida. La señora Green estaba demasiado ocupada con los niños enfermos como para vigilarla; cuando a la tarde siguiente Marianne le preguntó si podía retirarse a descansar, la anciana asintió distraídamente y la joven se deslizó por la puerta trasera de la casa sin que nadie la viera.

Era un día brillante de sol y aire suave. Las malezas doradas del patio manchaban de polen la piel verde del niño encadenado, que yacía dormido sobre las piedras calentadas por el sol, con la cabellera flotando en un charco de aguas fangosas. Tenía las marcas de golpes recientes en el cuerpo. Si ella hubiera llevado un cuchillo, hubiera tratado de liberarlo. Era mediodía; los niños estaban a la orilla del río, y también las mujeres, que aprovechaban el cambio de tiempo para lavar la ropa, golpeándola contra las piedras en la corriente de agua. Marianne se internó en el bosque detrás de la casa; subió la colina y miró hacia atrás. Vio la mansión en ruinas, el montón de estiércol, algunos caballos pastando y el concurrido río, pero para ella todo el valle era un inmenso muladar. Se apresuró a poner la cresta de la colina entre ella y los Bárbaros.

Cuanto más se alejaba más feliz se sentía. El hermoso sol resplandeciente se filtraba a través de las hojas que empezaban a dorarse, aquí y allá. Marianne había pasado la mayor parte del verano fuera del tiempo y el espacio conocidos, en la enfermedad, el aislamiento y el aire viciado, pero ahora estaba sola en medio de la fresca hierba rizada, y el bosque resplandecía de bayas. Hongos como melocotones, o como pinceladas de carmín o como parches grises, decoraban troncos de árboles y ramas caídas. Por todas partes crecían aulagas amarillas. Si era aquí donde estaban las bestias salvajes, era tan hermoso que ella no creía que fuesen a hacerle daño. Trató de recordar el emplazamiento del camino en el que viera por primera vez a los viajeros, pero no tenía mucho sentido de la orientación y tendría que dar vueltas hasta encontrarlo por casualidad, o buscarlo en algún claro entre los árboles.

No había ningún sendero excepto los que trazaban los conejos; y la naturaleza tendía trampas de zarzas, ortigas y malas hierbas. Cuando quiso descansar trepó a un haya, porque estaría mejor escondida allí arriba, en caso de que aparecieran los Bárbaros. Las hojas del haya eran ya de un color bronce. Se alzaba en el límite de un pequeño espacio abierto. A salvo, sobre una sólida rama, Marianne cerró los ojos.

Deseó poder contarle al padre cómo era la verdadera naturaleza de los Bárbaros, y hablar con él acerca de la sociología y la psicología de la tribu, y del harapiento rey de ninguna parte, y del consejero que perversamente le recordaba a su padre, aunque sólo fuese por la voz; pero su padre había muerto. Cuando abrió los ojos para dejar salir las lágrimas, vio a Joya, inexorablemente de pie debajo de un árbol, como si estuviera allí porque ella había pensado en él.

Joya se apoyaba contra un roble al otro lado del claro, masticando una brizna de hierba y cortándose las uñas con un cuchillo. Tenía un trapo atado alrededor de la cabeza, para que el pelo y el sudor no le entraran en los ojos. Había recostado el rifle contra el tronco, preparándose para un largo asedio. Se miraron uno a otro durante largo rato.

—Me has seguido desde el campamento —dijo ella al fin.

—Oh, no —dijo él—, acabo de verte. Has recorrido un largo camino. Me sorprendió. Y nada menos que en línea recta.

Marianne miró nerviosamente buscando a los hermanos, pero Joya había venido solo. No había sitio adonde huir, no podía trepar más arriba en el árbol, así que se quedó donde estaba, demasiado enfadada para hablar.

—¿No es un hermoso día? —preguntó Joya por fin—. Después de toda la lluvia que hemos tenido.

Dijo estas palabras como si las hubiera aprendido de un libro de frases, y sonrió con una mueca torcida. Marianne no dijo nada. Arrancó un hayuco y lo desmenuzó.

—Por supuesto —agregó Joya inesperadamente—, la casa huele peor en un hermoso día.

Marianne renunció al silencio para insultarlo.

—Alimentado en la pocilga —dijo desagradablemente—, nunca hubiera pensado que hicieses distinciones tan sutiles.

Él le dedicó una blanca sonrisa hostil mientras pensaba en lo que ella había dicho.

—No me he alimentado en ninguna pocilga —replicó al cabo de un rato—. Yo acostumbraba dormir fuera porque las caras de los caballos me gustaban más.

Continuó cortándose las uñas.

—Además —dijo—, los caballos son herbívoros.

Pronunciaba las palabras con la pedantería conmovedora de los incultos; arriba, sobre la rama, Marianne se sintió inmensamente superior.

—¿Bajarás? —preguntó él, con un leve interés.

—No hasta que te vayas.

—¿Qué? ¿Otra vez intentando escapar?

—Eso mismo.

—¿Y adónde escaparás? ¿Adónde irás en este desierto desconocido? Aquí sólo hay bestias salvajes, y Parias, más salvajes que las bestias. Y no tienes con qué defenderte, y tampoco comida.

—Estoy más segura aquí que en tu casa. Encontraré el camino; el camino lleva a alguna parte. A una aldea.

—¿A cuál? ¿A una de las tuyas? ¿Regresarás con tu gente, entonces?

—Otra aldea, no la que abandoné.

—Son todas iguales, poco más o menos, ¿lo sabes?

—¿Cómo lo sabes tú?

—He estado en muchísimas.

—Sólo como visitante —dijo Marianne—. Tú siempre has estado de paso.

Joya se encogió de hombros y guardó el cuchillo.

—Baja de la rama y enséñame tu vocabulario —la invitó—. Quizás un día podamos conversar.

—No tendríamos mucho en común —apuntó ella.

La sombra de Joya se movía rápidamente a medida que se acercaba al árbol, acompañada por un leve tintineo de talismanes y amuletos. Era ineludible, como el buen tiempo y el mal tiempo, y aún más ambivalente, pues tenía una cara que no estaba hecha para sonreír, y ella no podía saber lo que él estaba pensando, ni siquiera si estaba pensando.

—Por supuesto, ante todo tendríamos que establecer qué hay de común entre nosotros para poder comunicarnos como iguales —dijo él. Ella escuchó la voz alta y fina del tutor detrás de la rústica voz de Joya, y descubrió enfurecida que estaba llorando otra vez. Estalló en rabia y lágrimas y se arrojó del árbol encima de él, tomándolo por sorpresa. Cayeron juntos entre la maleza y forcejearon un rato. Él jadeaba y tosía horriblemente, pero era más fuerte que Marianne, y ella pronto comprendió que tendría que ir de vuelta con él al campamento. Pero esto no ayudó a que se calmase; estaba atrapada debajo de él, con un brazo inmovilizado detrás de la cabeza.

—Creo que soy la única mujer sensata que queda en el mundo —le dijo, escupiendo las palabras; no podía haber dicho nada que lo ofendiese más. Apretó a Marianne contra la tierra negra y húmeda, entre las hierbas altas, y comenzó a soltarle la ropa.

—No eres más que un asesino —dijo ella, decidida a mantener la superioridad de su condición a cualquier precio.

—Descubrirás que soy el más dulce de los asesinos —le contestó él con demasiada ironía, pues ella no lo encontraba nada dulce.

Palpando entre las piernas de ella para encontrar la entrada, Joya introdujo los dedos tan brutalmente que Marianne supo cómo sería el dolor: quemaba; se sintió desgarrada hasta la médula pero no se quejó pues la impasibilidad era su única fuerza, y en ningún momento cerró los ojos fríos, aunque la luz verdosa del sol transmutaba la cara de Joya en un metal pulido, y ella recordaba el asesinato que había presenciado, recordaba cómo el joven salvaje había hundido el cuchillo en la garganta de su hermano, y cómo la sangre había salido a borbotones. Joya derramó bocanadas de ardientes obscenidades sobre ella porque era difícil de penetrar. Los últimos jirones de membrana cedieron al fin; se había propuesto una violación y la había llevado a cabo; una torre se derrumbó sobre Marianne.

Después hubo bastante sangre. Joya la contempló con algo parecido al asombro y la tocó con la punta de los dedos. Marianne lo miró despiadadamente; si la hubiese besado, le habría arrancado la lengua de un mordisco. Sin embargo, él recuperó su abominable serenidad casi en seguida. Marianne comenzó a forcejear otra vez, pero él la sujetó con una mano, se sacó de un tirón la mugrienta chaqueta de cuero, y desgarró la manga de la camisa como había hecho al curarle la mordedura de serpiente. La repetición del movimiento podría haber sido cómica, si Marianne hubiera estado de humor para apreciarlo. Joya le puso los trapos entre los muslos, para que absorbieran la sangre, una grotesca demostración de cortesía.

—Es una herida necesaria —aseguró él—. No tardará en curar.

—No me ha ocurrido nada peor desde que me marché contigo —dijo ella—. Me dolió muchísimo más que la mordedura de la víbora, porque esto fue intencional. ¿Por qué lo hiciste?

Joya pareció considerar seriamente la pregunta.

—Ya se sabe que hay un odio tradicional entre nosotros. Y además, te tengo mucho miedo.

—En eso te llevo ventaja —dijo Marianne, empujándolo a un lado y procurando cubrirse.

—No estés tan segura —dijo él—. Tengo que casarme contigo, ¿verdad? Es por eso por lo que tengo que llevarte de vuelta.

Al ver la expresión de horror que cruzó la cara de Marianne, él se echó a reír hasta que lo interrumpió un breve espasmo de tos.

—¿Qué? —exclamó ella.

—Lo dice Donally —contestó Joya cuando pudo hablar—. Devorarte e incorporarte, ¿sabes?, dice el doctor Donally. Psicología social. Te clavé por pura necesidad, pobre zorra.

Cuando la dejó para recoger el rifle, ella estaba demasiado débil para intentar huir. Joya también recogió los bultos que habían caído del árbol junto con ella, y le ofreció la mano. Marianne la pasó por alto y se puso en pie trabajosamente. Lo mantuvo a distancia con una pregunta impersonal.

—Tenéis que utilizar mucha munición, viviendo en una economía de caza. ¿La robáis toda?

—Sí, cada bala.

—¿Qué haríais si ellos dejan de fabricarlas?

—Arcos y flechas, lo mismo que los Parias —dijo él, como si no le interesara que los Profesores dejaran de fabricar municiones, y como si él estuviese preparado para ese momento. Movió los brazos como si tirara de un arco y observó una flecha inexistente que se perdía volando en el aire. La elegancia y el estilo de él fueron entonces tan notables y tan arcaicos que, aunque Marianne lo odiaba, no pudo dejar de maravillarse.

—Te adaptarías al arco y la flecha como un pato al agua —dijo—. Eres un anacronismo consumado.

Aunque en seguida se preguntó si sería verdad, pues él armonizaba perfectamente con el paisaje de alrededor, mientras que ella no.

—¿Qué es un anacronismo? —preguntó él, turbado—. Dime lo que es.

—Un retruécano en el tiempo —dijo ella astutamente para que él no entendiese.

—¡Basta de tonterías! —gruñó él; no era, sin duda, un intelectual.

—Es una cosa que tuvo un sitio y también una función pero que ahora en otro tiempo no tiene ni una cosa ni otra.

—Bien, bien —dijo Joya, más tranquilo.

Poco después echaron a caminar a través del bosque, por el mismo camino por el que había venido Marianne. Joya repetía la palabra «anacronismo» una y otra vez, en voz baja, como si se la aprendiese de memoria, y Marianne llegó a sospechar que se burlaba de ella. Joya se detuvo a matar un conejo.

—Oye, ¿tengo que casarme contigo realmente? —preguntó ella con desesperación.

Joya tomó al conejo por las patas traseras y lo dejó colgar; las orejas irisadas se arrastraban por la hierba y el hocico goteaba sangre.

—Así parece —replicó.

Marianne pateó un manojo de zarzas.

—Mi padre dijo que iba a ser una profunda experiencia espiritual —comentó ella amargamente.

—¿Qué?

—La defloración. Y quizás el casamiento, pues él los consideraba complementarios.

—Se dedicaba a ese tipo de cosas, ¿verdad? —dijo Joya.

—Sólo una vez, cuando se casó.

—Lo que quise decir fue que tenía tiempo para pensar, ¿no? —explicó Joya, con dificultad.

—Pensar era lo suyo.

—¿Conservarán su cerebro en salmuera dentro de un frasco? —preguntó Joya—. ¿O ya en sus mejores momentos no era más que un cerebro en conserva?

—Habla así de mi padre y te mataré.

—No sabrías cómo.

Vio un conejo y le disparó; ya eran dos. Cuando llegaron a la vista de la casa, Marianne sintió que el valor la abandonaba y trató de huir. Pero Joya le hizo una zancadilla. El rostro de ella era una máscara de infelicidad y asco. Joya se encogió de hombros, le apoyó el rifle entre los omóplatos, y la hizo entrar en el patio trasero de la casa. Allí la señora Green raspaba comida de una sartén y la ponía en el plato del niño tonto. Éste, atado a la cadena, se revolvía y gruñía.

—Esté bien o mal, tendrá una comida completa, aparte de lo que diga Donally —dijo la señora Green. En ese momento, parpadeando, reconoció a las dos siluetas que tenía delante.

—¿Qué le has estado haciendo?

Joya bajó el rifle y puso los conejos en los brazos de su madre adoptiva. Marianne tenía los ojos bajos, el rostro petrificado de silencio. Joya la tomó por la barbilla y la obligó a que lo mirase a los ojos.

—La dama ha perdido la sonrisa en los bosques —dijo.

— Y no sólo la sonrisa, villano —dijo la señora Green, dándole a Joya una bofetada con el revés de la mano que tenía libre—. ¿No tienes respeto por nada?

El tonto se lanzó sobre la comida con gruñidos de placer, mientras apartaba a codazos a un famélico mastín atraído por el olor de la carne. Joya se frotó la marca que le había dejado en la cara el golpe de la madre adoptiva.

—No es cierto lo que se dice de las muchachas de su clase —observó.

—Te odio —dijo Marianne.

—Posiblemente —respondió Joya—. Es lo natural.

Se arrodilló junto al hijo del doctor y deslizó la mano bajo el collar. El niño se sacudió pero siguió comiendo. Joya acarició y palmeó al niño con la mano que tenía libre, y se hablaron murmurando roncamente, como si se tratase de una canción entre bestias.

—El roce del collar le ha puesto el cuello en carne viva —dijo Joya—. No es de extrañar que aúlle.

—Ven adentro a lavarte, querida —indicó la señora Green a Marianne—. Después de todo, no es tan malo lo que ha pasado, ¿no? Mañana se casará contigo.

Angustiada como estaba, Marianne pudo comprender por qué Joya se echaba a reír. Volvió la cabeza para mirarlo mientras la mujer la guiaba hacia la casa, pero él no levantó la vista. Había dejado de reír y tenía un cuchillo en la mano; al parecer, estaba cortando el collar del niño, a no ser que le estuviese cortando la garganta. Marianne se sentía demasiado confundida para estar segura.

—El chiquillo se salvó —dijo la señora Green—. ¿No es extraordinario? La fiebre desapareció, desapareció de golpe y el niño duerme con un dulce sueño profundo. Y los otros también han mejorado. Oh, qué bendición. Por lo general, algo así ataca a todos los pequeños, los ataca a todos y la mayoría muere.

—Entonces, si el niño está mejor, nadie me culpará —dijo Marianne.

—¿Así que te das cuenta de cómo les funciona la mente, querida? Siempre buscan un culpable cerca, cuando van mal las cosas. Así son. Como niños. Niños pequeños. Les tengo mucha lástima, muchísima lástima.

Avanzaron con cuidado por entre los montones de excrementos del vestíbulo, y subieron a la habitación de la señora Green. Escrito junto a la puerta de Donally, había otro letrero: IDENTIFICARSE CON EL DESTINO DA ESTILO Y DISTINCIÓN. Esta vez en negro. Marianne no entendió el letrero pero lo escupió al pasar.