Uno
Marianne tenía ojos penetrantes, fríos, y mal genio, pero su padre la amaba. El padre era Profesor de Historia; en el comedor familiar, sobre el aparador en que guardaban la heredada vajilla de acero inoxidable, tenía un reloj al que daba cuerda todas las mañanas. Marianne pensaba que el reloj era la mascota de su padre, como lo fuera el conejito para ella, pero el conejito murió pronto y se lo entregaron al Profesor de Biología para que lo destripara, mientras que el reloj continuó con su inescrutable tic-tac. Marianne concluyó, pues, que el reloj era inmortal pero esto no la impresionó. Mientras comía, sentada a la mesa, observaba con indiferencia el movimiento de las manecillas, pero nunca sentía que el tiempo pasase, pues estaba congelado alrededor de ella en ese apartado lugar, donde una quietud pastoral se adueñaba de todo y el infatigable reloj tallaba las horas en esculturas de hielo.
Marianne vivía en una torre blanca de acero y cemento. Se asomaba a la ventana y en el otoño veía una resplandeciente colina de maíz, y huertos donde los árboles crujían con manzanas rojas; en la primavera, los campos se desplegaban como banderas, primero castañas luego verdes. Más allá de las tierras de labranza no había más que pantanos, unas indiferentes ruinas de piedra, y a lo lejos las manchas borrosas de los bosques, que en ciertas noches tormentosas de fines de agosto parecían avanzar y amenazar a la comunidad, aunque, la mayor parte de las veces, los sitiados acordaban ignorarlos.
La torre de Marianne se alzaba entre otros bloques de cemento y acero que habían sobrevivido a la explosión, y funcionaban ahora como barracas, museo y escuela. Bordeando las calles anchas había casas rectangulares de madera, establos y huertos. La comunidad cultivaba maíz, lino, verduras y frutas. Criaba ganado por la carne, la leche y la lana, además de aves por los huevos. Se bastaba a sí misma en el más primitivo de los niveles y exportaba los excedentes agrícolas para obtener drogas y otros productos medicinales, libros, municiones, repuestos para maquinaria, armas y herramientas. Los sonidos de la infancia de Marianne fueron los gritos de los animales, los crujidos de las carretas, el canto de los gallos y los clarines de los Soldados en el cuartel. En febrero y en marzo, las quejumbrosas gaviotas venían desde el mar y pasaban volando sobre los campos recién arados, pero Marianne nunca había visto el mar.
No le estaba permitido ir más allá de la cerca de alambre que rodeaba la aldea. A veces las ovejas se alejaban brincando por sobre los montículos espinosos de las ruinas abandonadas, y algunas veces los pastores las seguían, aunque a disgusto y bien armados. Los Soldados no se apartaban de las carreteras cuando salían con los camiones cargados de productos, pero, aun así, a veces los Bárbaros atacaban las caravanas y mataban a los Soldados.
—Si no eres una niña buena, los Bárbaros te comerán —decía la niñera de Marianne, una Trabajadora con seis dedos en cada mano, lo que desconcertaba a Marianne, que sólo tenía cinco.
—¿Por qué? —preguntaba Marianne.
—Porque así son los Bárbaros —decía la niñera—. Envuelven a las niñas en barro, como hacen con los jabalíes, y se las engullen con sal. Les gustan mucho las niñas tiernas.
—Entonces yo les resultaría demasiado dura —respondía Marianne con aire truculento. Pero veía que la mujer creía de veras en lo que estaba diciendo y se preguntaba, vagamente, si sería verdad. Pensaba que una visita de los Bárbaros quizá cambiara algunas cosas. Los niños jugaban a Soldados y Bárbaros, apuntando con el dedo a modo de revólver, matándose unos a otros, pero siempre vencían los Soldados. Era la regla del juego.
—Los Soldados son héroes pero los Bárbaros son villanos —dijo agresivamente el hijo del Profesor de Matemáticas—. Yo soy un héroe. Te mataré.
—No, claro que no —replicó Marianne con una mueca de miedo—. No juego contigo.
El tío de Marianne era el Coronel. Hablaba con una voz ronca y alta, y a ella le caía antipático. El hermano de Marianne era cadete y el preferido de la madre. Marianne le hizo una zancadilla al hijo del Profesor de Matemáticas y lo dejó tendido y aullando en el polvo, lo que no estaba en las reglas. Los otros niños pronto dejaron de jugar con ella, pero no le importó. Era una chiquilla flaca y angulosa. Marcaba con su nombre todo lo que tenía, incluso el cepillo de dientes, y nunca perdía nada.
Junto a la cerca de alambre que rodeaba el campo cultivado, estaban las torres de vigilancia equipadas con ametralladoras apoyadas en trípodes. Había también un muro macizo, coronado con alambre de espino, que rodeaba la aldea. La única abertura en ese muro era una gran puerta de madera donde estaba el puesto de guardia. Cuando los Bárbaros atacaban, la comunidad resistía el asedio detrás del muro, pues para entrar en el poblado los Bárbaros tenían que derrumbar la puerta. Marianne era una niña de seis años cuando vio a los Bárbaros por primera vez.
Fue en la época del Día del Festival de Mayo. En ese día hubo una fiesta campestre, se tocó música y los Soldados desfilaron en una impresionante exhibición de tácticas y ejercicios de rutina. El padre de Marianne, un hombre de naturaleza amable e inclinado a la melancolía, se quedó en el estudio con sus libros. Tal era su privilegio. La madre, en cambio, las mujeres de los otros Profesores que habitaban en la torre y las Trabajadoras estaban muy atareadas. Cocinaban manjares suculentos y planchaban las mejores ropas. Marianne corría de un lado a otro molestando e impacientando a todos, pellizcando la masa cruda y mostrando su rencor de diversas maneras hasta que la niñera dijo severamente: —Yo me las entenderé con ella.
La cargó bajo un brazo y se la llevó a una habitación, en los altos, que nadie utilizaba. Una ventana se abría a un pequeño balcón de hierro pintado de blanco. La niñera encerró a Marianne en la estancia, echó llave a la puerta y gruñó por la cerradura: —Ahí te quedarás hasta que vuelva a buscarte.
Milagrosamente transportada desde la actividad de las cocinas, Marianne se sintió bastante humillada. Se sentó en el centro de la habitación, sobre las desnudas tablas del piso, y miró alrededor. Una enredadera reptaba a través de la ventana abierta, como una serpiente; en el bosque había ahora (antes no era así) diversos tipos de serpientes, algunas venenosas. La niña no estaba asustada porque la dejasen sola, pero sí muy enojada. Salió al balcón, que crujió debajo de ella. Espió la aldea por entre los balaustres de hierro. Parecía diminuta desde esa altura, muy cuidada, de brillantes colores, como si fuese un lugar donde todos eran felices. Los huertos florecidos centelleaban, los campos lucían jóvenes y verdes, pero las espirales de acero que se arqueaban hacia el suelo como arcos iris descoloridos perforaban aún las zarzas, aquí y allá, y los leprosos viaductos coronados de prímulas amarillas avanzaban zigzagueantes hacia el corazón todavía desnudo de la tierra calcinada entre las ruinas. En la línea del horizonte se extendían los bosques inescrutables.
Marianne se encontró un trozo de bizcocho en un bolsillo y se lo comió. Vestía una camisa a cuadros y un jersey marrón. El pelo rubio le caía en dos trenzas. Rompía cosas para ver cómo eran por dentro. Su hermano tenía dieciséis años, diez más que ella. La niñera le decía: —Tienes que querer a tu hermano —y Marianne preguntaba—: ¿Por qué? —Ahora la habían dejado sola y olvidada, en lo alto de la torre, en tan hermoso día. Cuando terminó el bizcocho, todavía tenía hambre y se mordisqueó la punta de una trenza a falta de algo mejor.
Observó cómo salía del cuartel un destacamento de Soldados, precedido de una pequeña banda militar que tocaba una selección de marchas. Todos vestían uniformes de cuero negro y cascos de plástico con viseras de cristal. Llevaban los rifles en bandolera. La comunidad entera se había reunido para verlos pasar; Marianne descubrió a su madre y a la niñera entre la multitud, y a su hermano entre los Soldados. Todos estaban limpios y decentes, camisas y vestidos blancos como el papel, trajes negros como la tinta. Marianne se aburría. Un pájaro se acercó volando y se posó sobre la barandilla del balcón. Ladeó la cabeza y le echó una cínica mirada. Era una gaviota.
—Hola, pájaro —dijo ella—. ¿Vienes de muy lejos? ¿Has visto a algún Bárbaro?
Le gustaba la cadencia salvaje de la palabra trisílaba: Bárbaro. Luego, mirando los campos de más allá del cerco de madera, vio una señal de movimiento. No era el viento entre el maíz nuevo; o, si era el viento entre el maíz nuevo, traía hasta ella el ronco relincho de un caballo. Aún era demasiado temprano para amapolas, pero alcanzó a vislumbrar un destello escarlata. Dejó de mirar a los Soldados; en cambio observó cómo el movimiento fluía hasta la cerca, la arrastraba y atravesaba el trigo verde. La maleza estalló, y los jinetes salieron uno tras otro dando terribles alaridos. Venían cubiertos con pieles y trapos de colores. Abriéndose paso, habían estrangulado ya al centinela de una de las atalayas, y los hombres del puesto de guardia estaban jugando a las cartas y no los vieron a tiempo. Dos Soldados cayeron, pagando así la falta de disciplina. Después todo fue un caos.
La chusma venía a devastar, a robar, a saquear, a violar y, si era necesario, a matar. Como espantajos de pesadilla, tenían la piel de muchos colores y grandes melenas flotantes. Centelleaban con unas extrañas planchas de metal que habían desenterrado en las ruinas. Los caballos llevaban unas extravagantes gualdrapas de trapos, cuchillos, campanillas y cadenas que colgaban de crines y colas; hombres y caballos, centauros horrendos embadurnados de pintura, parecían enormes. Disparaban armas largas. Enfrentada a terrores nocturnos en las horas más frescas de la mañana, la gente pacífica se dispersó lloriqueando.
Aturdida, Marianne vio una buena cantidad de sangre, como en un matadero de bestias, pero cuando apartó los ojos del campo de batalla en que se habían convertido los prados de la aldea, advirtió que un segundo grupo de Bárbaros (erizados de cuchillos pero mucho menos pintarrajeados), saltaba fácilmente la alambrada, y ahora, mientras los otros combatían, se ocupaban con calma en robar sacos de harina, cuencos de mantequilla y piezas de tela, sin que nadie intentara oponerse. Entraban en las casas y volvían a salir, haciendo de tanto en tanto una finta amenazadora con los cuchillos; Marianne vio que algunas Trabajadoras parecían ayudarlos, y pensó que esto era muy interesante.
Soldados y Bárbaros luchaban cuerpo a cuerpo. Los caballos sin jinete se rebullían adelantándose, retrocediendo, relinchando. El estrépito de los disparos y las voces se elevaba hasta Marianne, que escuchaba absorta. Un Bárbaro con casco de plumas, adornado con una cornamenta de ciervo, apareció como una aurora absurda sobre el liso techo del museo; sujetaba un cuchillo entre los dientes y se disponía a saltar sobre la confusión de la calle cuando una bala le destrozó los ojos. El cuchillo le cayó de los labios. El hombre se zambulló describiendo un gran arco en el aire de la mañana, y se rompió la cabeza. Ése fue el primer hombre que Marianne vio morir; el segundo fue su hermano.
En ese momento rodaba por el polvo, junto a un desgreñado muchacho Bárbaro armado con un cuchillo. Se revolvían y forcejeaban, confundiéndoseles las caras con las pieles, y el cuchillo centelleaba al sol una y otra vez. Estaban un tanto alejados de los demás, como si hubiesen acordado representar para ella, bajo el balcón, una escena violenta. El montón de negras trenzas y rizos del Bárbaro les cubrían y descubrían las caras, pero Marianne vio cómo se miraban con fijeza, extrañamente sorprendidos, como pensando que después de este abrazo mortal ninguna otra cosa podía ocurrir en el mundo.
La madre de Marianne había regresado a la torre. Tal vez los vio y tal vez gritó, y tal vez el hermano oyó la voz, o algún otro sonido lo distrajo, porque apartó la vista y el enemigo aprovechó ese instante para clavarle un cuchillo en la garganta. La sangre manó a borbotones. El Bárbaro dejó caer el arma y abrazó a su víctima, la abrazó con una extraña y terrible ternura hasta que estuvo quieta y muerta. Marianne esperaba que alguien disparase contra el muchacho Bárbaro, pero no había nadie en los alrededores con un revólver. El muchacho empujó el cadáver contra la pared y se acuclilló, apartándose el pelo de la cara. La niña vio que tenía varias vueltas de cuentas alrededor del cuello y los dedos cubiertos de anillos. Como ella lo miraba desde arriba, el muchacho le parecía muy pequeño y distinguió los anillos sólo porque reflejaban la luz. El ruido de la lucha era una música terrible. El muchacho alzó los ojos y vio el rostro serio de la niña, que lo observaba.
Una expresión de terror ciego le cruzó la cara, pintada con rayas blancas, negras y rojas. Alzó las manos con unos movimientos algo imprecisos, aterrorizados. Años después, cuando ella pensaba en él (lo que casi se convirtió en una obsesión), imaginaba que con esos gestos el muchacho pretendía defenderse de un mal de ojo. Se mordisqueó la punta de una trenza. El muchacho se incorporó torpemente. En ese momento comenzaron a repiquetear las balas en la pared, detrás de él; una de ellas dio en el cadáver, que se estremeció en un simulacro de vida, pero un caballo sin jinete galopó a través de la metralla y el muchacho montó de un salto y desapareció. Los jinetes se habían ido todos; la incursión había concluido.
Había ahora un profundo silencio, sólo roto por los mugidos de las vacas asustadas, y los gritos de algunos caballos y hombres que agonizaban en las calles. En total, murieron cinco Soldados. Un par de Bárbaros, cuyas heridas eran demasiado graves para que pudieran escapar, quedaron allí tendidos, y los Soldados se apresuraron a rematarlos, cavaron un pozo y los echaron dentro. Una mujer había huido con los Bárbaros, como ocurría a veces. Se habían llevado víveres, telas, y también algunas reses y gallinas, lo suficiente para compensar la pérdida de algunos hombres. Era lo habitual en todas estas visitas.
El padre la encontró cuando ya era de noche. Estaba dormida en una esquina del cuarto, la más alejada del balcón, chupándose el pulgar. Soñaba con oscuros rostros pintarrajeados y se despertó llorando. El padre la besó.
—Todo ha terminado; has de irte a la cama.
Marianne tenía hambre y recordó que aquella mañana había visto preparar insólitas cantidades de comida; ignoraba que se habían convertido en viandas para el funeral.
—Quiero tarta y otras cosas —dijo.
—No debes pedirle tarta a tu madre ahora —le dijo él, y cuando Marianne ya estaba en el dormitorio, le llevó leche y unas rebanadas de pan con mantequilla. Sin saber por qué, la niña lloró hasta quedarse dormida; el padre le sostuvo la mano durante un rato. No tenía pelo en la cabeza, ni tampoco pestañas.
—Tu hermano se ha ido a las ruinas, donde van los muertos —le dijo la niñera—. Es bien sabido que las ruinas están llenas de fantasmas.
Adondequiera que hubiese ido, la madre lo siguió pronto. La muerte del hijo le había roto el corazón; sobrevivió dos años más; pero un día comió unos frutos venenosos y enfermó casi de buen grado, sin resistirse a la muerte. Desde entonces Marianne y el padre vivieron solos con la vieja niñera, que ya era demasiado vieja para vivir en otra parte. Se llevaban muy bien. El Profesor le enseñó a Marianne a leer y escribir; también le enseñó historia. La niña leyó todos los viejos libros de la biblioteca del padre y desde el estudio de la torre blanca miraba hacia los pantanos y zarzales de más allá de los campos, intentando imaginarse un bosque de hombres.
—¿Alcanzas a imaginar la cifra «un millón», Marianne? —le preguntó el padre.
Marianne trató de pensar en todos los habitantes de la aldea y luego otra vez, y otra vez más, y luego otra vez, y otra y otra, hasta el infinito, hasta perder la cuenta, y meneó la cabeza.
—En ese caso, despídete del concepto de pluralidad —dijo el padre—. En otra época fue muy importante. Y ¿qué significa la palabra «ciudad»?
—¿Ruinas? —aventuró.
El padre la mandó de vuelta a los libros, Mumford, etcétera, y a los diccionarios; pero en los diccionarios había muchas palabras incomprensibles que sólo podían entenderse consultando otros libros, porque esas palabras habían dejado de representar realidades y ahora no eran más que ideas o recuerdos.
Marianne creció, y parecía tener menos carácter, pero ahora unas arrugas insólitas le cruzaban la cara, como si nunca se sintiera satisfecha. El padre le dijo que los fantasmas no existían, así que iba sola a los pantanos aunque la niñera se lo había prohibido. Marianne era muy delgada, pero fuerte y ágil. Seguía los caminos de los rebaños intentando imaginar numerosos hombres, mujeres y niños, pero nunca se caía o lastimaba. Aprendió a cuidarse de las plantas con espinas como navajas que crecían por todas partes, y ni siquiera tocaba las pegajosas bayas verdes y púrpuras que florecían en otoño entre nubes de moscas irisadas, pues la savia ponzoñosa quemaba la piel. Sabía que las zarzas ocultaban a veces bocas de pozos insondables cuyo origen y propósito la intrigaban. Descubrió que si no hacía caso de las obesas y colmilludas ratas que anidaban en las alcantarillas y que a veces salían a jugar, ellas tampoco le hacían caso.
Los cascos de las casas abandonadas eran ahora un peligroso laberinto de cuevas, con tantas malezas que parecía que nada hubiera podido vivir allí; y Marianne nunca encontró a nadie, aunque a veces veía los huesos roídos de algún animal, o excrementos humanos, indicio de que los fantasmas comían y defecaban, y por lo tanto no eran verdaderos fantasmas sino sólo gente anónima, como los pobres de los pantanos que venían a mendigar a las puertas de la aldea, hombres y mujeres cubiertos de llagas, mugre y unos harapos que apenas ocultaban sus deformidades. Algunas veces los Soldados les arrojaban trozos de pan, y otras, los asustaban disparando por encima de las cabezas deformes, pero nunca los dejaban entrar.
—Son los parias de los parias —le dijo su padre.
Cuando Marianne tenía doce años, él le dijo: —Antes de la guerra, hubo unos lugares llamados Universidades donde los hombres no hacían otra cosa que leer libros e investigar. Estos hombres tenían ciertos privilegios, aunque casi ninguno explícitamente declarado; de todos modos, a algunos de estos Profesores se les permitió permanecer con sus familias en los refugios profundos, durante la guerra, y ellos demostraron ser los únicos supervivientes capaces de resucitar el mundo desaparecido bajo una forma más apacible, esta vez dejando fuera la destrucción.
Había leído más libros que cualquier otro Profesor de la comunidad. Reconstruir el pasado, eso era lo que él hacía. La miopía le enturbiaba los ojos sin pestañas; no tardaría en quedarse ciego, y entonces no tendría nada, sólo las cosas que pudiese tocar, como su pequeño reloj. Entonces Marianne le leería los libros en voz alta, Rousseau, por ejemplo. El Profesor estaba escribiendo un libro sobre la arqueología de la teoría social, pero quizá nadie en la comunidad quisiese leerlo, excepto Marianne, y tal vez ella no lo entendería. La aldea era ante todo una comunidad campesina y se permitía el lujo intelectual de unos pocos Profesores que por medio de las caravanas mercantiles se carteaban con gente como ellos de otros lugares. Y los Soldados estaban allí para protegerlos a todos.
—Antes de la guerra, no había animales salvajes en los bosques. Y, en realidad, casi no había bosques. Todos los seres vivos estaban unidos entre sí en una sola trama, aunque algunos menos que otros. Ahora todo se ha separado; hay distintos géneros de hombres, no sólo el Homo faber. Ahora hay Homo faber, a cuyo género pertenecemos nosotros, pero también Homo praedatrix, Homo silvestris y varios más. En aquellos días, Marianne, los hombres guardaban en jaulas a las bestias, como leones y tigres, y las observaban para aprender. ¿Quién hubiese pensado que se iban a adaptar tan bien a nuestro clima, cuando estalló el fuego y las liberó?
Tenía afición a plantear este tipo de interrogantes, como todos los Profesores, pero él más que otros. Algunas veces Marianne pensaba que se hablaba a sí mismo, o que no le hablaba a ella sino a una imaginaria congregación de eruditos. No obstante, ella no se perdía una sola palabra.
De tanto en tanto, la comunidad salía de su arrobamiento. En una ocasión, a medianoche, un Trabajador enloqueció y puso fuego a la casa donde dormían su mujer y tres hijos, que murieron asfixiados. El hombre corrió por las calles llorando y riendo, entró en la torre del Profesor y se arrojó por el balcón. El suicidio no era insólito entre los Trabajadores y los Profesores cuando llegaban a cierta edad y comenzaban a preocuparse por la pérdida de sus facultades y la cercanía de la vejez, aunque sí lo era entre los Soldados, acostumbrados a la disciplina. Pero los homicidios eran muy raros, y ocurrían por lo común poco antes de un ataque bárbaro.
En otra oportunidad, un viejo se metió en el museo y se puso a destrozar sistemáticamente las vitrinas y los tesoros que había dentro. Encontró una lata de pintura roja, y escribió en la pared del museo: SOY UN VIEJO Y QUIERO EL JUICIO FINAL AHORA. Llegó hasta los depósitos de petróleo empuñando una vela, pero sonó una alarma y los Soldados lo mataron a tiros antes de que pudiera hacer más daño. Los Soldados también se encargaban, en secreto, de los seres deformes.
El padre de Marianne dijo: —Hemos delegado en los Soldados el poder policial y la protección de la comunidad, pero están desarrollando por su cuenta un poder autónomo.
Poco tiempo después del incidente del museo hubo otra visita de los Bárbaros. La incursión fue una sorpresa esperada; seis años de tranquilidad eran mucho tiempo, aunque en la comunidad la cuenta del tiempo abarcaba períodos de muchos años y esto de alguna manera cancelaba el tiempo, de modo que un hecho cualquiera podía haber ocurrido ayer o diez años atrás. Estos Bárbaros no eran de la tribu que había matado al hermano de Marianne; vinieron a pie durante la noche, secreta y pérfidamente, envenenaron al ganado que no pudieron robar, se arrastraron sobre el vientre dejando atrás a los centinelas y estrangularon a los que estaban de guardia. Cuatro Trabajadoras desaparecieron.
—Les abren el vientre a las mujeres, después de violarlas, y les meten gatos dentro y las cosen —dijo la niñera, que por aquel entonces era una mujer muy vieja y de maneras cada vez más extrañas.
—Eso me parece muy poco probable —dijo Marianne—. En primer lugar, no creo que tengan gatos. Nosotros los tenemos para que las ratas no se coman el maíz y para darles el cariño que nos sobra. Ellos no cultivan maíz y no me parece que sean demasiado afectuosos.
—Vosotros, los jóvenes, creéis que sabéis todo de todo, pero no sabéis nada de nada —dijo la vieja—. Un día de éstos los Bárbaros te atraparán y te coserán un gato dentro del vientre, y entonces sabrás, ya lo creo que sí.
Aunque Marianne no le creyó, sintió un estremecimiento en el vientre como si un gato, un gato negro como el de la niñera, le rondara por las entrañas. Recordó con una claridad visionaria el rostro del muchacho asesino y los collares, los anillos y el cuchillo, aunque apenas recordaba el rostro de su hermano.
Algunas veces soñaba con aquella muerte; un día, al despertar de este sueño, advirtió que los dos rostros se habían superpuesto, y todo cuanto ella vio fue que el muchacho se mataba a sí mismo o mataba a un doble. Este sueño reiterado la perturbaba y se despertaba sudando, aunque no precisamente asustada.
—Rousseau hablaba del noble salvaje, pero ésta es una época de salvajes innobles. Piensa en el salvaje que mató a tu hermano —dijo su padre.
—Lo hago —confesó Marianne—. Bastante a menudo.
El padre entrelazó los dedos y la miró con cierto temor. Tenía ojos descoloridos, como agua de lluvia, una voz fina y fresca, y una piel de una cierta transparencia; vestía un buen traje de color oscuro, como todos los Profesores. Marianne lo amaba tanto que sólo deseaba sentirse más segura de que él estaba realmente allí.
—¿Hay algún joven de la comunidad con quien quisieras casarte? —le preguntó el padre cuando Marianne cumplió dieciséis años.
Marianne pensó en los cadetes, uno por uno. El hijo mayor de cada Profesor entraba como cadete en el cuerpo de Soldados, ésa era la tradición. Luego pensó en los hijos menores de los Profesores, Profesores congénitos ellos mismos, pues la casta era hereditaria. Todas las castas eran hereditarias. Repasó incluso la casta de los Trabajadores. Luego reconoció que le era imposible pensar en casarse con alguno de esos jóvenes.
—No quiero casarme —respondió—. No le encuentro sentido. Tal vez podría casarme con un extraño, alguien del exterior, pero no con los de aquí. Son todos tan terriblemente aburridos, padre.
—Tu madre era una mujer extraordinaria —dijo él, desde las profundidades de una repentina preocupación privada—. Se casó conmigo a pesar de mi deformidad. Fui un hombre afortunado.
—Creo que fue ella la afortunada —respondió Marianne.
—Todos somos hijos arbitrarios de la calamidad —dijo él con voz académica—. Tenemos que tomar lo que hay.
—¡No veo por qué! —exclamó ella.
—Ya lo verás —dijo el padre. Marianne recordó a la niñera diciendo: «No sabéis nada de nada», y pensó: «Es viejo». Lo miró con una inmensa ternura, como si él tuviera una enfermedad incurable.
—Nunca te hiciste amiga de los otros niños —dijo él—. Sé que preferirías vivir en otra parte, pero no hay dónde ir y el caos es el polo opuesto del aburrimiento, Marianne.
Hacía mucho tiempo que habían dejado de utilizar el comedor y él había trasladado el reloj al estudio. El reloj emitía un tic-tac quedo, íntimo, mientras el Profesor hablaba, como si el tiempo que marcaba fuese un secreto entre los tres.
—Si los Bárbaros heredan la tierra terminarán por destruirla; no sabrán qué hacer con ella. Los antepasados de los Bárbaros sobrevivieron fuera de los refugios, no sé cómo; primero por accidente y luego por tenacidad. Nos acosan, saquean y despojan para obtener lo que necesitan y que ellos no saben hacer; y no entienden que dependen de nosotros. Cuando por fin nos destruyan, si es que por fin nos destruyen, destruirán sus propios medios de vida; no lo creo. Creo que se mantendrá un cierto equilibrio. A los Soldados les gustaría destruirlos porque los Soldados quieren victorias, pero si destruyésemos a los Bárbaros, ¿a quién culparíamos de nuestros males?
Marianne lo amaba, de modo que ocultó un bostezo detrás de la mano. Lo amaba, pero él la aburría.
Marianne odiaba el Día del Festival de Mayo. Tomó algo de comida y escapó muy temprano por la mañana. Se internó en las ruinas más que otras veces. Nunca había ido tan lejos. Encontró un pasadizo que en otro tiempo tuvo que haber sido un camino ancho, por el que podía caminar, y entró en el corazón fosilizado de la ciudad, un terreno completamente mineralizado donde no había más que piedras grandes y toscas, ennegrecidas y cubiertas de moho. Allí hasta las zarzas se negaban a crecer y los charcos de agua de los pantanos cercanos sólo contenían una viscosa oscuridad. Todo estaba en silencio; aquí no cavaban los conejos ni anidaban los pájaros. Encontró un montón de harapos que envolvían una carne putrefacta, y no investigó más. Se apresuró a llegar a la orilla del pantano, donde comenzaban los matorrales y las ruinas se perdían imperceptiblemente en un terreno montuoso aún moteado aquí y allá por edificios cubiertos de vegetación. Luego entró en el bosque.
Los árboles la rodeaban con perspectivas verticales que ocultaban el contorno de las colinas. Aquí había lobos, osos, leones, espectros y mendigos, pero no vio nada aunque caminaba con mucho cuidado, en silencio. El mediodía había quedado muy atrás y la luz del sol caía en rayos oblicuos sobre los troncos de los árboles. Asustó a un ciervo, que desapareció entre la maleza con un chasquido silbante antes de que pudiera verlo bien; recordó las astas que adornaban la cabeza del Bárbaro que había caído del techo del museo, y recordó que desde aquel singular Día de Mayo habían pasado diez años exactos. Los espinillos estaban cubiertos de capullos, el desierto florecía. Las margaritas, las amapolas y toda clase de flores silvestres se ocultaban bajo oleadas de pasto espumoso. Enroscada en la rama de un árbol vio una serpiente multicolor que no intentó hacerle daño, ni siquiera le sacó la lengua bífida. El canto de los pájaros y el rumor del viento entre las hojas no parecía amortiguar el silencio sino acentuarlo; Marianne alcanzaba a oír la sangre que se le movía por el cuerpo.
Creyó que estaba sola hasta que de pronto vio a un hombre vestido con una túnica de piel negra y muchos collares. Retrocedió ocultándose entre los matorrales antes de que él la viese. El hombre estaba en cuclillas y desenterraba unas plantas con una pequeña pala, poniéndolas luego en una cesta. Era enorme, de más de un metro ochenta de alto, con una nube de pelo negro ensortijado que le caía hasta los hombros y una barba rala acabada en dos puntas, un lado teñido de escarlata y el otro de púrpura. Refunfuñaba entre dientes mientras trabajaba. Un asno estaba atado a un árbol próximo y, también atado a un árbol, había un niño.
El niño llevaba puesto un collar con una cadena. No tenía otra ropa que unos pantalones muy raídos. Comía algo y babeaba. Tenía unos doce o trece años. Un tatuaje abigarrado y serpenteante le cubría el pecho, los brazos y la cara. De pronto comenzó a gritar y sacudirse con movimientos convulsos, y a echar espuma por la boca. El hombre dejó caer la pala, se le acercó y lo pateó varias veces. El niño chilló al principio, luego se aquietó y balbuceó frotándose las costillas donde el hombre lo había golpeado. El hombre volvió sin más a trabajar con las plantas, consultando de tanto en tanto un libro ilustrado en color que estaba en el suelo junto a él. A Marianne le sorprendió ver el libro porque le habían dicho que los Bárbaros eran iletrados. La marca de los golpes brillaba sobre la palidez verdosa de la piel del niño. Marianne se escurrió en silencio. Había creído estar sola y se sentía algo inquieta a causa de este encuentro inesperado con el hombre del libro.
De pronto descubrió un sendero. Se abrió paso entre los matorrales de espinillo y de repente cayó rodando por un talud hasta un camino amplio, sólido y verde, que aunque cubierto por una maraña de pasto y maleza era, sin duda, un camino. Volvió a trepar hasta los espinillos, oyó el repiqueteo de los cascos de un caballo, y corrió a esconderse. No tenía miedo; sólo curiosidad. Los nómadas doblaban un recodo del camino, y ella miró cómo pasaban.
Venían en unos carretones rústicos sin pintar, con pilas de utensilios de cocina, mantas, cueros de animales, armas y otros equipos domésticos que ella no pudo reconocer. Unos pocos niños, algunos lisiados y algunos viejos iban en carretones, pero la mayoría de las mujeres, aun las de vientres hinchados, marchaban a pie. Eran muchas las preñadas. Ellas eran quienes guiaban los caballos o arreaban delante de la caravana unas pocas vacas esqueléticas. Los caballos y potrillos eran mucho más numerosos que las vacas o las cabras.
Las mujeres vestían pantalones o faldas largas, incómodas, hechas con mantas robadas, o telas robadas, cueros o piel; y blusas, algunas con hermosos bordados, y chaquetas toscas, sin mangas, por lo general de piel o cuero, o adornadas chaquetas de soldado de cuero negro, con cuentas, trencillas y plumas. Todas llevaban encima una joyería asombrosa, piezas muy viejas sin duda sacadas de entre las ruinas, y otras de formas raras hechas de arcilla cocida o de huesos de animales. Cintas y plumas les sostenían los cabellos; se habían pintado los ojos o se habían tatuado con las mismas líneas zigzagueantes del niño del bosque. Casi todas iban con los pies desnudos, aunque algunas calzaban botas robadas o sandalias de paja.
Estas mujeres tenían un aspecto a la vez deslucido y llamativo. Marianne nunca había visto mujeres así, tan brillantes y salvajes, y con racimos de niños colgando de ellas. La vida doméstica de los Bárbaros era un misterio para la joven; pensaba que no conocían el matrimonio ni los votos matrimoniales. Los hombres espantosos que llegaban a la aldea parecían ser reales sólo en ese instante horrible, y no podían tener otra existencia, como si sólo fueran estallidos de furia producidos por la tierra misma. Ahora veía pasando en mudo cortejo a las mujeres y familias que aprovechaban los saqueos, que en realidad los necesitaban, niños demasiado débiles para llorar, cubiertos de costras, mugrientos, marcados por la desnutrición. La imagen de la miseria.
Los hombres marchaban junto a las mujeres. Se movían con paso tardo, escupían y se rascaban. También ellos lucían cuentas y piedras raras, quizá talismanes o amuletos. Pero esta vez no llevaban pinturas de guerra, aunque estaban más tatuados que las mujeres. Se ataban los largos cabellos sobre la nuca con tiras de cuero. En ese resplandeciente Día de Mayo, no se habían puesto pieles ni armaduras; la mayoría iba sin camisa, y se les notaban los huesos debajo de la piel tatuada. Todos tenían cuchillos en el cinturón y muchos, rifles en bandolera. Un hombre se detuvo a orinar en el pasto al pie del escondite de Marianne. Tenía una herida horrible en un hombro, que comenzaba a inflamarse, de la que se espantaba las moscas a manotazos. Unos perros esqueléticos y hambrientos, algunos con terribles erupciones de sarna, marchaban entre los hombres. Iban con la lengua afuera y la cola entre las patas. Todos habían recorrido un largo camino.
En el último carretón, una anciana muy digna y limpia se erguía en el asiento. Brillaba como una estrella recién lavada en medio de aquella sucia compañía, y vestía un traje recatado de color verde, parecido al de las Trabajadoras. Tenía el pelo recogido en un rodete y llevaba medias y zapatos. Sin duda era una mujer de cierta importancia dentro de la tribu. Un hombre joven caminaba junto a ella, hablándole, pero Marianne no podía verle el rostro, oculto bajo un blando sombrero de fieltro de alas anchas, muy inclinado sobre la frente. Muchos de los Bárbaros usaban esos sombreros. En la larga procesión había unos sesenta, entre hombres, mujeres y niños. Rara vez intercambiaban una palabra, aun los niños, y se movían en silencio, casi exhaustos.
Marianne tenía una cama limpia y dormía bien. Mientras miraba el paso de esos supervivientes cruelmente desposeídos, se alegró de vivir en el orden tranquilo de los Profesores; algo que antes nunca la había alegrado. Los temibles extraños mostraban ahora sus verdaderos rostros, enfermos, tristes y consumidos. Dos o tres Soldados hubieran bastado para derribarlos a tiros mientras marchaban, y la joven pensó que ninguno de los Bárbaros hubiese tenido ánimos de sacar un arma para defenderse. Todos caerían como apreciando amargamente la oportunidad de descansar. Les perdonó los saqueos, pues tenían demasiado poco. En ese momento apareció el hombre del asno con el niño corriendo junto a él, atado a la cadena. Del hombre y del asno colgaban varias cestas con plantas y el niño llevaba una brazada de cosas verdes.
El hombre miró alrededor con desconfianza, como si adivinara que había espías ocultos en el seto. Marianne se acurrucó entre las hojas y también él pasó de largo, taconeando al borrico, que trotó de mala gana para alcanzar a los otros. El niño gimoteaba tratando de no quedarse atrás. Marianne no sabía adónde iban pero esperaba que no fuera a su aldea. Se había alejado mucho de la torre blanca.
Cuando por fin llegó, tan tarde que habían cerrado el portón y tuvo que explicar a los guardias por qué había estado fuera, se enteró de algo que había ocurrido y olvidó por completo a los Bárbaros. En un ataque de locura senil, la vieja niñera había asesinado al padre de Marianne con un hacha, y luego se había envenenado con un producto que utilizaba para limpiar los bronces. El Coronel de los Soldados, tío materno de Marianne, se la llevó a vivir con él a las barracas. Ella conservó durante algún tiempo los libros de su padre, pero un día descubrió que le entristecía leerlos y los quemó. Llevó el reloj a un lugar pantanoso y lo tiró allí. Desapareció bajo la tierra esponjosa emitiendo todavía un débil tic-tac. Encontró unas tijeras y se cortó la larga cabellera rubia hasta que pareció un muchacho enloquecido. No comprendía por qué se había cortado el pelo. La hacía muy fea, y ella examinaba esa fealdad en los espejos con un violento placer. Cuando buscó otra vez las tijeras, convencida de que podía destruir alguna otra cosa en ella misma, no las pudo encontrar, ni tampoco pudo encontrar ningún cuchillo.
—Este lugar es una tumba —le dijo al tío.
—No hay suficiente disciplina —dijo él—. Esa vieja era una inadaptada. Tendrían que haberla sometido a tratamiento.
Así hablaban los Soldados.
—Nos quería cuando estábamos vivos —continuó Marianne, sin darse cuenta de lo que decía. Aterrada, se corrigió—: Quiero decir, cuando yo era joven.
—Era una desequilibrada —dijo el tío, dando un puñetazo contra la mesa—. Tendrían que haberle hecho algunas pruebas y operarla luego.
Clavó en Marianne una mirada astuta, calculadora, como si sospechara de ella. Decidió que la joven tenía que hacer algo, salir de su caparazón.
—Aprende a conducir —le dijo—. De ese modo podrás acompañar a las caravanas que visitan otras comunidades y verás un poco la vida.
Estaba tan decidido a que Marianne se disciplinara que la joven aprendió a conducir. Fue muy fácil. Marianne consiguió sobrevivir y los Trabajadores recogieron el heno. Promediaba el verano; al atardecer la brisa era suave y perfumada. Justo antes del solsticio de verano los Bárbaros atacaron una vez más, al caer la tarde, cuando se encendían las lámparas y la aldea se sentaba a cenar. Sonó la alarma y el tío se levantó de la mesa de un salto, y recogió la cartuchera con el revólver.
—Echa llave a las puertas.
Pero Marianne corrió y cruzó el umbral cuando la puerta estaba todavía abierta, y atravesó los cuartos hasta llegar a un dormitorio abandonado. Vio la escena de diez años atrás, los Bárbaros pintados, la tribu que había visto en lo que era ahora un bosque de horror legendario. Pero el crepúsculo lo oscurecía todo, aunque alcanzó a vislumbrar a quienes robaban en silencio y con orden, mientras el combate proseguía. Sin embargo, en la tremenda confusión de la oscuridad, era muy poco más lo que podía ver. Luego encendieron unos arcos voltaicos y una luz blanca e histérica iluminó la batalla haciendo visible la confusión. Pero no era posible aún recurrir a las ametralladoras. Unos caballos sin jinete se revolvían como olas que rompían en las calles. Marianne vio que un hombre vestido de oscuro salía corriendo de la torre en la que vivían los Profesores, y se lanzaba bajo los cascos de un caballo.
Una borrosa figura envuelta en pieles se materializó de pronto en el caos. La luna naciente destelló en unas ristras de collares. La figura corrió por el callejón junto a las barracas; Marianne supuso que estaba desarmado y trataba de huir. Un Soldado lo siguió y lo atacó por la espalda. Cayeron juntos y lucharon. Una vez más ella era la espectadora. Los observó como entonces, y pensó que estaba viendo otra muerte, porque los Soldados practicaban judo y karate y éste dio un golpe tajante sobre el cuello del Bárbaro, lo dejó tendido en el polvo, y regresó enseguida a la escena del combate. Sin embargo, a los pocos minutos el Bárbaro se levantó lentamente, sacudiéndose.
El callejón junto a las barracas estaba oscuro y desierto. No cabía duda de que el golpe había afectado al Bárbaro. Se incorporó débilmente sobre manos y rodillas, volvió a caer y durante unos minutos se quedó quieto. Luego comenzó a arrastrarse. Al final del callejón se alzaba el cobertizo donde se guardaban los camiones blindados, además de unos pocos caballos de tiro. El Bárbaro se arrodilló en el suelo, arrebujándose en sus pieles; luego, apoyando una mano en el muro se puso de pie y echó a correr con paso vacilante. Desapareció en el cobertizo; alguien había dejado la puerta abierta por descuido.
—Esta vez hemos cazado a cinco de esos bastardos —dijo el tío con satisfacción.
Una vez que se hubo lavado la sangre, se sentaron a terminar la cena iniciada hacía tres horas.
—Nosotros sólo tuvimos dos heridos. Sin embargo, mira ese tonto Profesor de Psicología; muerto a coces. Se lo merece por inadaptado. Ahora ya les conocemos las mañas. Yo despaché a dos con mis propias manos. Era el mismo grupo que mató a tu hermano, Marianne. Los reconocí por la pintura. Cuando amanezca, enviaremos una patrulla a buscar el campamento. Los aplastaremos. Los eliminaremos.
Al extender la mano para tomar el pan, rozó sin querer la mano de Marianne y ésta se estremeció. Se sentía perversa y que se volvía contra su propia gente al pensar en el miserable campamento, donde niños agusanados y mujeres con plumas en el pelo esperaban a los hombres que nunca regresarían. Lavados y desnudos, cinco cadáveres acuchillados aguardaban la tumba anónima; un sexto hombre, casi muerto, se escondía en el cobertizo. Marianne sentía una profunda curiosidad por ese hombre. Parte de esa curiosidad nacía de la tentación de confraternizar con el enemigo, ya que se sentía tan poco atada a sus supuestos amigos; en parte era el simple deseo de ver de cerca el rostro extraño; y quizás había también algo de compasión.
Cuando la familia dormía tomó de la cocina una barra de pan y un poco de queso, y se escurrió en la noche. Habían asegurado la puerta del cobertizo, quizá después de una inspección de rutina, pero Marianne suponía que el Bárbaro estaba todavía allí, pues si lo hubiesen descubierto el tío lo habría mencionado. Sabía dónde se guardaban las llaves. Un caballo se movió en la olorosa cuadra. El heno crujió. Un dedo de luz lunar se apoyó en el costado barnizado de un camión. Marianne escuchó pero no oyó respirar a nadie. Habló hacia la oscuridad.
—Te traje un poco de comida.
Nada se movió.
—No temas —dijo ella—. No voy a entregarte.
Entró en el cobertizo. Tal como había supuesto, el Bárbaro le tapó la boca con la mano y le retorció los brazos hacia atrás. Ella sintió que todos aquellos anillos se le clavaban en la cara y le mordió con fuerza los dedos. El Bárbaro apretó todavía más y le acercó la boca a una oreja.
—Sácame de aquí y no te haré daño, pero si gritas, te estrangularé.
La mano derecha de él descendió de la boca a la garganta; ella tosió y escupió.
—Es bastante innecesario estrangularme —susurró enfadada—. ¿Estás lastimado?
—Me desmayé —respondió él, como si el hecho lo hubiera sorprendido y ultrajado. Juntaba las palabras unas con otras y tenía la voz áspera de los hombres acostumbrados a hablar al aire libre, pero ella comprendió perfectamente lo que él decía. Le dio el pan y el queso que había traído y él se puso a comer. La joven no podía verlo.
—¿Me violarás y me coserás un gato dentro del vientre? —preguntó, recordando las advertencias de la niñera.
—No se consiguen gatos —puntualizó él con la voz más sensata que Marianne pudiese esperar. Luego calló durante un rato tan largo que ella le dijo lo que tenía en la mente, como si eso justificara y explicara su propia inesperada presencia, allí, junto a él.
—Mi padre murió.
—El mío también. ¿Cuándo murió el tuyo?
—El mes pasado.
—El mío murió en esta época, hace diez años. Fue asesinado.
—El mío también.
—Es igual dondequiera que mires, colmillos y garras rojos de sangre. ¿Quieres venir conmigo?
—Sí —contestó ella en seguida. Si se hubiese detenido a pensarlo, nunca lo hubiera dicho.
—¿Puedes conducir estas cosas?
—Oh, sí.
—Entonces podrías estrellar un camión contra el portón, ¿no? Eso sería emocionante.
—Supongo que sí —dijo ella, porque nada más que la costumbre la ataba a la aldea, y no había nada que quisiera llevarse, nada de lo que había marcado con sus iniciales parecía pertenecerle. Había querido rescatar al Bárbaro y se encontraba ahora aceptando que él la rescatara. Un movimiento indicó la presencia del Bárbaro; Marianne sintió que la mano de él la embadurnaba con algo grasoso, un poco de pintura de guerra.
—Te he puesto mi marca —dijo él—. Ahora eres mi rehén.
—¡De ninguna manera! —exclamó ella—. Yo…
—Abre las puertas. Vamos.
A la luz de la luna vio, sorprendida, al ángel de la muerte. No estaba preparada para ese espectro; mientras hablaba con él, había olvidado qué aspecto tendría. Se lanzó fuera del camión y se precipitó a las sombras del cobertizo, buscando un lugar para esconderse, pero él no tardó en alcanzarla; la sujetó con un brazo, la levantó, y la llevó de vuelta a la cabina. Marianne pataleaba y arañaba, pero ni siquiera entonces intentó gritar y despertar a la aldea.
—No vale cambiar de opinión, querida —dijo él—. Ya está hecho.
El hombre reía y parecía muy excitado, como contento de que Marianne no se mostrara demasiado complaciente, pues entonces las cosas hubieran sido aburridas y fáciles. Tal vez el peligro era necesario para el Bárbaro. Le plantó la manos sobre el volante.
—Conduce —le indicó.
La luz de la luna inundaba el cobertizo y le aclaraba las extrañas pinturas de la cara, excepto el negro alrededor de los ojos; y la luz de la luna le transformaba también el color de la sangre que tenía en la cara, de rojo a negro. La aldea dormida yacía bajo la luna; los Soldados de rostros vidriados estaban junto al portón; las caras de cristal eran menos naturales aún que las pintadas, y ni la mitad de misteriosas. Marianne no quería a nadie de aquel lugar; en cambio, más allá se extendían los confines de lo desconocido y la ineluctable desolación. Vaciló un momento y el extraño volvió a apretarle el cuello. Marianne lo empujó a un lado y encendió el motor.
El Bárbaro soltó una carcajada feliz.
Avanzaron unos cien metros antes de que Marianne oyera los timbres de alarma que sonaban por encima del ruido del motor. En el momento en que se estrellaban contra el portón de madera, las primeras balas de los centinelas rebotaron en la cabina. Dejaron atrás la batahola y rugieron a lo largo del camino que tomaban siempre los Soldados.
—Líbrate de ellos —ordenó él, asomándose a la ventanilla—. Nos persiguen en motocicleta.
Ella giró con brusquedad y entró en un campo de trigo verde. El Bárbaro cayó dentro de la cabina. La herida de la cara se le había abierto de nuevo, y se enjugó la sangre con la muñeca.
—De todos modos, me duele destruir el buen pan —dijo ella.
Él se volvió hacia el trigal y luego la miró.
—Veo que eres una intelectual —comentó oscuramente.
—Nunca hubiera imaginado que conocías esa palabra —dijo ella, destrozando un seto.
—Tengo una asquerosa buena educación —le dijo él—. Me llamo Joya.
—Quién lo hubiera imaginado.
—Soy el más inteligente de todos los salvajes —le dijo—. Pero de ninguna manera el más bueno.
—¿Serás bueno conmigo?
—Lo dudo mucho.
Llegaron al límite de las tierras cultivadas, atravesaron la cerca, y se oyeron las alarmas.
—Conozco un camino a través de las ruinas —dijo ella—. Aunque dicen que hay fantasmas en las ruinas.
Marianne suponía que el hombre tenía que ser supersticioso, pero todo cuanto dijo fue: —Tómalo.
Entonces entraron en la zona árida y los focos del camión blindado mostraron unos pocos esqueletos a los lados del camino. Él miró por la ventanilla. —Más rápido.
—No puedo ir más rápido. ¿Nos sigue alguien?
Él abrió la portezuela y colgado de ella salió al exterior; Marianne se estaba acostumbrando a esa presencia extraordinaria, veteada de luna.
—No veo nada. Más rápido, como sea, más rápido.
—No puedo.
El Bárbaro aulló de furia y la golpeó. Entonces la enfurecida fue Marianne, pero también descubrió que aún podía dar mayor velocidad al vehículo y siguió adelante. A ambos lados del camino, iluminadas por los faros del camión, las ruinas emergían y desaparecían en la oscuridad. Era imposible saber si los Soldados continuaban persiguiéndolos o se habían quedado atrás. La luna se movía de un lado a otro en el cielo, y todo en el entorno se inclinaba, cambiaba de sitio. Ella esperaba que se estrellarían en cualquier momento. Entraron en el bosque. A la derecha del camino, Joya vio un roble de tronco grueso cubierto por hojas de hiedra.
—Estréllate contra él. Vamos.
Marianne lanzó el camión contra el árbol, convencida de que pocos segundos después ambos habrían muerto. Pero él abrió la portezuela, la tomó por los hombros, la levantó del asiento y saltó. El camión sin conductor se estrelló contra el árbol con el más estrepitoso estampido que Marianne hubiese oído jamás, y estalló en llamas. El Bárbaro y la joven cayeron suavemente en un charco pantanoso.
Él la soltó y contempló el fuego, contento al principio y luego impasible. El calor de las llamas les bañaba las caras. Cuando el árbol verde se encendió, las bocanadas de humo acre llevadas por el viento hicieron lagrimear a Marianne.
—Te descubrirán —dijo la joven—. Les has enviado una gran señal para que sepan dónde estás. ¿Por qué diablos lo has hecho?
Joya la miró con curiosidad. La pintura roja de los pómulos volvía a hacerse visible al resplandor de las llamas. Pareció que iba a hablar, pero se encogió de hombros.
La arrastró fuera del barro y se internó con ella en el bosque hasta el corazón de un áspero matorral de helechos, desde el que podían ver la carretera. Muy pronto rugieron las motocicletas de un pelotón de Soldados, y Joya tapó firmemente con la mano la boca de Marianne, quien de todas formas se hubiese quedado en silencio; la luz de la luna destellaba tan extrañamente en las viseras de cristal y los brillantes miembros de cuero de los Soldados, que éstos se le aparecían como inteligentes objetos mecánicos incapaces de oírla aunque gritase. Los Soldados buscaron huesos y cenizas entre los restos incandescentes del camión blindado y examinaron cuidadosamente el camino, a la luz de las linternas, pero no encontraron nada. Seguramente pensaron que el fuego había consumido al conductor junto con el vehículo, porque se reunieron, hablaron y se marcharon por donde habían venido. Ésa fue la última vez que Marianne vio a los Soldados.
La joven ignoraba qué explicación se habían dado de lo ocurrido; si lo considerarían o no el acto de un hombre desquiciado por la violencia de la jornada; sin duda, a la mañana siguiente cuando encontraran su cama vacía, el tío murmuraría diciendo que la joven nunca se había resignado a la muerte del padre, que carecía de disciplina y que desearía no haberle enseñado a conducir. Entonces se dio cuenta, con sorpresa, de que Joya le había preparado un suicidio oficial. El Bárbaro aflojó la presión de la mano sobre la boca de Marianne. Le había lastimado la mandíbula. Joya sonreía con una mueca y Marianne vio el brillo de los dientes.
—Te dije que era inteligente —le dijo el Bárbaro. Después, como vencido por el cansancio, se acostó en la hierba junto a ella y se quedó dormido.
El frío no tardó en aumentar y la luna se hundió en el horizonte. Ningún sonido quebraba el oscuro y profundo silencio de la noche. Marianne le quitó a Joya una de las pieles que lo cubrían y se arropó con ella; era el cuero de un zorro rojo, y debajo el Bárbaro llevaba una rústica chaqueta de cuero con el pelo hacia adentro. La chaqueta olía a rancio porque el cuero estaba mal curtido. Joya murmuró algo en sueños, se acercó, y apoyó la cabeza sobre el regazo de ella. Marianne tocó las ristras de collares que el Bárbaro llevaba, y consideró la idea de estrangularlo. El cuerpo del hombre era muy tibio y pesado; parecía confiar totalmente en Marianne, que soltó los collares porque nadie había confiado en ella desde la muerte de su padre. Habían escondido cuchillos y tijeras, y le hablaban con voces suaves, conciliadoras. Al cabo de un rato Marianne se puso a llorar por su padre. No pudo dejar de llorar hasta poco antes de rayar el alba.