CAPÍTULO XXXII
— ¡Eh, Sean! ¿Quieres jugar al béisbol? —gritó Josh Brooks, mientras se acercaba a la zona de aparcamiento de la lechería.
Sean Donovan se detuvo y levantó, ansioso, la mirada. La animación desapareció de su rostro.
— No, creo que no —respondió.
— ¿Por qué? —preguntó Josh—. ¿Estás enfermo o qué te pasa? Ya no quieres nunca jugar conmigo como antes. No estarás enfadado conmigo, ¿verdad?
Sean titubeó.
— No… Es sólo que no me apetece.
Mike Donovan, que había salido del despacho para ir a la planta de procesamiento, se detuvo un momento para escuchar.
— A mí me parece una buena idea, chicos. ¿Os importa si un dinosaurio como yo se une a vosotros?
— ¡Claro, que no, Mr. Donovan! Conseguiré otro guante.
Josh, esbozando una amplia sonrisa, salió corriendo.
Regresó al cabo de un momento con un viejo y raído guante.
Donovan miró a Sean.
— Yo os lanzaré primero a vosotros, y luego vosotros me lanzáis a mí, ¿eh?
— Muy bien —respondió, inseguro, Sean, y Josh le arrojó el guante.
Sean se quedó mirándolo, y luego, torpemente, se puso el guante en la mano derecha. Mike entornó los ojos. Su hijo había jugado dos años como tercera base en el «Little League All-Stars».
— Muy bien… ¿Preparados?
Mike lanzó la pelota a Josh y observó cómo el muchacho más mayor y menos atlético efectuaba una aceptable recogida.
— ¡Muy bien, Josh! ¡Has mejorado desde el verano pasado!
— Gracias, Mr. Donovan.
— Y ahora, Sean —indicó Mike.
Lanzó una fácil pelota a su hijo. Sean titubeó, alargó la mano como si fuese a atrapar la pelota con la izquierda, y luego, demorándose, se quitó el guante. La pelota pasó zumbando y se estrelló contra la cerca de tela metálica, en la parte trasera de la zona de aparcamiento.
— Eh, Sean, ¿qué te pasa?
Josh se había quedado mirando a su amigo.
— Era muy fácil de atrapar.
— No importa —dijo Mike con la mayor normalidad que pudo, sintiendo como si el corazón le latiese en la garganta—. Hasta Brooks Robinson tiene que hacer calentamiento. Te lanzaré una bola alta. Te irá bien para entrenarte.
Retorciéndose, lanzó alta la pelota, forzando a Sean a retroceder con rapidez, y mirar atentamente bajo el ala de su gorra de los «Dodgers». Tras una nueva vacilación, el muchacho levantó la mano…
Y erró en atraparla por casi medio metro. Donovan cerró los ojos, angustiado, con los pensamientos atropellándose en su cabeza.
¡Por favor, Dios mío, permíteme matar a esa perra de Diana antes de morir! ¿Se habrá dado cuenta alguien más? Si lo ven, ¿qué harán? Hay que llevárselo, protegerle. Pero la reunión para fijar el «día V» es esta noche; no podemos irnos. ¿Qué voy a hacer. Qué debería hacer?
— ¡Eh, Mr. Donovan…!
Mike abrió los ojos, forzando una sonrisa que parecía más un rictus.
— ¿Dónde está Sean?
— Le ha dolido mucho fallar esa pelota y ha echado a correr. Creo que estaba llorando… ¿Qué le pasa, Mr. Donovan?
Mike hizo un esfuerzo por sobreponerse.
— ¡Oh, nada, Josh! Me acaba de decir que lo está pasando muy mal con sus deberes de Historia en la escuela. Probablemente se habrá ido a estudiar.
— Claro… —admitió Josh, visiblemente turbado—. Eso debe de ser…
— En efecto —se apresuró a responder Donovan—. Cualquiera puede tener un mal día.
Diana levantó la mirada al encenderse la luz en la puerta.
— Adelante —dijo.
Cuando el fornido hombre atravesó el umbral, Diana le sonrió fríamente.
— ¡Ah, padre Andrew! Gracias por venir. Deseaba decirte que acabo de leer tu Biblia.
— ¿Y…?
— La he encontrado muy intrigante. Incluso me he sorprendido tratando de darme una respuesta emocional en algunos de sus pasajes más poéticos.
— ¡Es maravilloso! Me alegra mucho oírlo.
— También he estado considerando qué sucedería si fuesen introducidas en mi planeta esas religiones de amor y de paz que tienen en la Tierra, y que tantos problemas de adhesión parecen plantear a los humanos. Si tales enseñanzas pueden afectarme y persuadirme a mí, ¿qué sucedería si mis menos…? ¿Cuál es la expresión idiomática apropiada? ¿Si mis menos… duros… parientes… fuesen expuestos a las mismas?
El padre Andrew sonrió cálidamente.
— Eso cambiaría el curso de la Historia de vuestro planeta y de vuestro pueblo.
— Sí. Es posible. Me habéis impresionado mucho, padre Andrew, tanto tú como tu Dios. Hay algo muy atractivo en tus palabras. Causan gran impacto en los oídos de aquellos que se hallan… turbados…
— Yo sólo soy el portavoz, Diana. Únicamente trato de oír lo que el Señor desea que diga y lo transmito.
— Eres demasiado humilde. Nuestras discusiones de los últimos días han sido en extremo instructivas para mí. Me han dado nueva fuerza y determinación. Debo darte las gracias por ello.
El padre Andrew esbozó una amplia sonrisa.
— He de admitir que se trata de un elogio inesperado, al proceder de alguien como tú tan segura de sí misma.
— ¿Segura de mí misma? Eso habría pensado yo también hace sólo unos días. Pero ahora me has ayudado a ver que tengo muchos puntos vulnerables. Nunca me he permitido antes expresar o sentir cosas así. Ni siquiera sabía que existiesen…
Con ostensible deliberación, sacó la pistola y disparó a quemarropa contra el corazón del sacerdote. Mientras lo veía derrumbarse en el suelo, con sus ojos muy abiertos mostrando la conmoción que le había causado su propia traición, Diana acabó su frase:
— Y no voy a permitir que sigan existiendo…
Arrojando la Biblia junto al cadáver del sacerdote, la dejó que ardiera por completo. Los ojos muertos del padre Andrew la siguieron mirando con mudo asombro.
— La vulnerabilidad, mi querido sacerdote, es una debilidad explotable. Mi fuerza ha residido siempre en la capacidad de hacer lo que es preciso realizar, sin preocuparme las consecuencias para mí o para los demás.
Se inclinó sobre la tecla del intercomunicador.
— ¿Jake?
— Sí, Diana.
— Manda inmediatamente a mis instalaciones un equipo de limpieza.
— Sí, Diana.
Un pequeño ruido procedente de la otra habitación la hizo volverse. Elizabeth estaba en el umbral, con los ojos muy abiertos.
El consejo de la resistencia estaba sentado en torno a la mesa, Ham Tyler se hallaba ante ellos, escribiendo en una desgastada pizarra. El polvo de la tiza formaba una sutil neblina blanca en la luz de la mañana, que se filtraba por las persianas venecianas.
— Así, mientras el grupo de Los Angeles se encarga de Edwards, el del Distrito de Columbia lo hará de Andrews; el de Portsmouth tomará Pease, y los compañeros de San Luis se ocuparán de Scott. Y así sucesivamente. Esta coordinación de esfuerzos dejará tan asombrados a los Visitantes, que tardarán unas cuantas horas en establecer un planteamiento unificado de acción; mas para entonces, la toxina estará ya en el aire y será demasiado tarde. ¿Lo habéis comprendido bien? —preguntó—. ¿El plan, el momento, la fecha? No podemos cometer fallos, compañeros.
Todos indicaron que lo habían comprendido.
— Está bien —prosiguió Tyler—. Que tengáis toda la suerte del mundo. Y mucho cuidado…
Al ver que ninguno se movía, añadió:
— Eso es todo. Se tocará diana a las tres y media de la madrugada. No comáis demasiado.
Todos se levantaron y empezaron a dar vueltas por allí, formando grupos más reducidos.
Caleb Taylor levantó la mirada cuando su hijo apareció en la puerta con un montón de uniformes Visitantes.
— ¡Siete, papi!
El anciano sonrió.
— Se suponía que debías conseguir diez. Y llegas tarde. Te has perdido las instrucciones especiales que Tyler nos ha dado. ¿Dónde has estado? ¿Con los amigos?
— No —respondió Elias duramente—. No, papi, pensé que esta vez lo hacía bien y llegaba a punto.
Dejó caer los uniformes en la mesa y salió, con los hombros rígidos.
Su padre hizo una mueca de disgusto.
— Vamos, Caleb —le dijo Juliet, poniendo una mano en el brazo del anciano—. Elias sólo comercia con los Visitantes. Ya no trafica con drogas, y no las vendería, a menos que fuese necesario para nuestra causa. ¡Ha cambiado, Caleb! ¿Es que no puedes verlo?
Caleb se negó a mirarla.
— No es más que un piojoso traficante de drogas…
Indignada, Juliet agarró a Caleb por el brazo, le hizo volverse y lo miró con dureza.
— ¡Escúchame, Caleb Taylor! ¡Elias es uno de los mejores hombres que tenemos! Yo no le habría hablado así a sólo unas cuantas horas de la incursión. No lo habría hecho, ¿me oyes? ¡Maldita sea, Caleb!, ¿qué debe hacer para que te preocupes por él? ¿Morir igual que Ben?
Taylor se la quedó mirando, conmovido, airado, a la defensiva. Pero al ver que Juliet valientemente mantenía su mirada, su rostro se demudó.
— ¿Acaso he hecho eso? ¿Castigar a Elias porque está vivo, y Ben muerto?
— Algo parecido —replicó Juliet en voz baja—. Ya sé que no era ésa tu intención. Por tanto, creo que será mejor que hagáis las paces antes de la incursión. No me gustaría tener nada de esto en mi conciencia si…
Respiró hondo y bajó los ojos. Luego los levantó de nuevo hacia él.
— Si algo sucediese el «día V», Dios no lo quiera…
Caleb asintió.
— Gracias, Juliet —susurró al fin.
Luego salió del cuarto para ir en busca de Elias.
Donovan había abandonado ya la sala de conferencias, con la angustia pintada en sus ojos, corría, más que andaba, en busca de Sean. Finalmente, encontró al muchacho en el cuarto contiguo a la sala de conferencias, con un libro de Historia en las manos.
Mike se quedó en el umbral.
— ¿Sean?
Su hijo se levantó, desconcertado y con los ojos muy abiertos.
— ¡Oh, hola, papá…! ¿Qué ocurre?
— He venido a buscarte, hijo. Vamos a hacer un viaje.
Una expresión de desconcierto, que Donovan no pudo leer, se dibujó en el rostro de Sean.
— ¿Adónde, papá?
— A ver a tu abuela.
Cogió el camión de Harmy, tras tomar la precaución de ponerse un uniforme blanco del servicio de alimentación, unas gafas oscuras, y una gorra blanca, bien calada. Donovan trató de iniciar una conversación mientras conducía, pero las respuestas de Sean fueron básicamente monosílabos, por lo cual su padre desistió.
A dos manzanas de distancia de la casa de Eleanor, Donovan detuvo el vehículo junto a la acera.
— ¿Te parece bien seguir a pie desde aquí, Sean? Correría peligro si me acercara más.
Acarició la vieja y raída gorra de los «Dodgers».
— Claro que sí, papá.
El chico titubeó durante unos segundos.
— ¿Por qué me alejas de ti, papá?
— No puedo decírtelo, hijo. Es un secreto. Pero sólo será durante un tiempo, para que estés más protegido, por así decirlo, de lo que pudiera pasarte. Comunica a tu abuela que he dicho que te cuide. Sé que lo hará…
— Muy bien, papá.
Sean mostraba una muda súplica en los ojos cuando volvió a mirar a su padre.
— Te quiero, hijo, recuérdalo…
Donovan se inclinó para abrazar fuertemente al chico y le besó en la mejilla.
— Sé bueno con tu abuela.
— Así lo haré. Adiós, papá.
Robert Maxwell llamó a la puerta de la habitación de su hija.
— ¿Nenita? Soy papá. Necesito hablar contigo.
Al cabo de un momento escuchó un lacónico:
— Muy bien. Entra…
Penetró en el cuarto, con las pupilas dilatadas a causa de la casi total oscuridad. Maldiciendo por lo bajo, se dirigió a las persianas y las levantó. La luz del sol inundó la habitación, iluminando el cabello lacio y los ojos enrojecidos de Robin.
Se puso de lado para evitar la luz, quedándose inmóvil de nuevo.
Maxwell anduvo por la habitación para, al fin, sentarse en la cama al lado de su hija.
— Robin, tienes que animarte. Faltan sólo unas horas para el «día V», y has de arreglarlo todo y prepararte para vigilar a los niños. No podemos prescindir de nadie.
La chica no respondió; permanecía curvada en la cama, en posición fetal. Su padre alargó una mano para sacudirle los hombros.
— ¡Qué aspecto más terrible…! Tienes el pelo sucio. ¿Cuándo te duchaste por última vez? ¿O comiste algo decente en vez de sólo picotear la comida? ¿O salido a dar un paseo con tus hermanas? Ahora, en realidad eres su madre… Te necesitan. ¿Vas a dejarlas así? ¿Qué diría tu madre si pudiese verte?
Su voz sonó apagada.
— Déjame sola.
— ¡Maldita sea, no puedo…! Te necesito muchísimo, Robin. Sé por todo lo que has pasado, pero a mí me ha ocurrido lo mismo… Y a todos nosotros. ¿Vas a permitir que el resto de tu vida se te escape entre los dedos por ser demasiado cobarde para recoger todas las piezas?
Tras una ligera convulsión, permaneció inmóvil de nuevo.
— No trates de echarme, Robin. Ya es tiempo de que crezcas, lo quieras o no. Eres la primogénita y te hemos echado a perder. Francamente, en muchos aspectos Polly es una chiquilla más agradable, porque aprendimos unas cuantas lecciones contigo y no cometimos los mismos errores con ella.
Respiró hondo.
— Pero pronto tendrá trece años. ¿Quieres que sufra por desarrollarse sola, sin su madre y con una hermana que sólo se preocupa de ella?
— He estado cumpliendo con mis obligaciones.
— ¡Maldita sea…! Te has estado arrastrando cada día como una especie de zombi, sin sonreír, sin hablar. Deprimes a cuantos te ven.
Escuchó un ahogado sollozo, pero siguió implacable.
— Y tu trabajo escolar… Antes no querías estudiar porque todo cuanto te preocupaba era parlotear por teléfono con tus amigas y perseguir a los chicos. Y ahora no estudias porque la vida te ha tratado mal… ¿Qué excusa emplearás dentro de diez años? ¿O de veinte? A menos que intentes recuperar el tiempo perdido, vas a tener una vida tan vacía, que incluso pensarás en el suicidio. ¿Es eso lo que quieres?
Ahora la chica lloraba inconsolablemente.
— Te he dejado mucho tiempo sola. Pero ahora has de superarlo sin mi ayuda. Y me refiero a hoy…
— ¡Yo no soy madre! ¡No puedo ser tan fuerte!
— Y yo no soy un combatiente, o por lo menos no lo era cuando empezó todo esto. Pero ahora manejo un «M-16» a oscuras y acierto en un blanco a trescientos metros. Puedo preparar explosivos de plástico y arrojar una granada. He aprendido, Robin, porque deseaba vivir. Y tú también vas a tener que aprender todas esas cosas…
Le acarició el cabello .
— Hoy he dicho unas cuantas cosas honestas, cariño. Cosas que sólo se las diría a un adulto. Creo que eres lo suficientemente fuerte como para hacer todo eso, si consigues dominarte de nuevo. Nos necesitamos terriblemente, corazón.
Durante largo rato pensó que quizás había llegado demasiado lejos, o que ella se encontraba tan hundida, que resultaba inalcanzable. Pero entonces Robin se acercó más a él.
— Lo siento, papá. Te he descuidado…
Él la apretó contra sí con fuerza.
— No, cariñito, no ha sido así. Nadie puede echarte la culpa de nada. Simplemente, ha llegado el momento de despertarse y oler el café.
— Lo intentaré, papá.
— Sé que lo harás, tesoro.
Maxwell se levantó y luego escuchó la voz de Robin detrás de él.
— ¿Papá? Esa responsabilidad a la que te refieres se extiende también a mi propia hija, así como Polly y Katie… ¿No es así?
— Robin, tal vez no veamos más a Elizabeth.
— Lo sé. Pero si regresa con nosotros, no me impedirás que la vea, ¿verdad?
Maxwell inspiró con fuerza, y se echó a reír amargamente.
«Debes empezar por curarte tú, doctor Maxwell», musitó para sí.
Eligiendo las palabras con mucho cuidado, dijo:
— Robin, no puedo negar que he sentido lo peor contra los Visitantes. Pero Elizabeth es mi nieta…
Movió la cabeza.
— Todo cuanto puedo decirte es que, naturalmente, no trataré de impedir que la veas. Tampoco puedo prometer que le abra mi casa… No se pueden olvidar muchos meses de rabia y de amargura sólo con buenas intenciones. Pero intentaré recordar que es sólo una chiquilla y que no es responsable. Haré todo cuanto pueda por aceptarla…
Se volvió y miró a su hija, cuyo rostro se veía iluminado por primera vez después de muchos meses.
— Ambos lo intentaremos, papá. Tal vez no pueda ser en realidad su madre, pues, según William, no educan a sus hijos como nosotros. Crecen demasiado aprisa. Pero si regresa, trataré de comprenderla y ayudarla, de ser su amiga…
— Es una especie de germen. Pero no sé de qué clase —dijo Sean, con la boca llena de pastelillos de mantequilla y cacahuete.
— ¿Y qué planean hacer con ese germen, cariño? —le preguntó Eleanor.
— Emplearán una serie de reactores para esparcirlo por el aire.
Steven se inclinó hacia delante.
— ¿Y dónde van a conseguir todos esos reactores?
— En la Base de la Fuerza Aérea en Andrews. Los robarán…
— Un vulgar ladrón… ¿Cómo podría Michael deshonrarnos aún más? —preguntó Eleanor.
El rostro de Sean se ensombreció.
— No hables de papá de esa manera, abuela. Quiero a mi papá. Simplemente, está confuso. Diana afirma que está enfermo por dentro y que lo pondría mejor si yo la ayudase. Me mostró mentalmente retratos de papá, y en algunos de ellos estaba enfermo, y luego me enseñó cómo le curaría.
Steven miró a la anciana.
— No le contradiga, Eleanor —susurró—. La conversión puede ser contraproducente, en especial cuando se trata de combatir unos lazos emocionales tan fuertes.
Se dirigió de nuevo a Sean, que se limpiaba la boca después de tomar la leche.
— Esa noticia es valiosísima, Sean… ¿Sabes cuántos reactores planean robar?
— Me parece que un montón… Tienen amigos en otras ciudades. Atacarán todos al mismo tiempo.
— ¿Y cuándo planean hacer eso, cariño? —preguntó esta vez Eleanor.
— ¿Puedo tomar un trozo de pastel?
Esto cogió de improviso a Steven y Eleanor, que se habían acercado mucho a él.
— No es educado cambiar de tema, querido —le reprendió Eleanor.
— Pues yo aún estoy hambriento. ¡Han pasado dos horas desde el almuerzo…!
— Claro que tendrás tu trozo de pastel, cariño. La abuela te cortará uno en cuanto respondas a mi pregunta.
— Atacarán mañana al amanecer. Me gusta mucho el de chocolate, por favor.
— ¿Estás seguro, Sean? —inquirió Steven.
— Del todo… Tuvieron una reunión muy importante; yo estaba sentado en el cuarto contiguo y les escuché. Y tengo un oído muy fino…
— ¡Vaya, qué chico más listo…!
Eleanor se apresuró a cortar el pastel y dijo a Sean que se lo comiese en el suelo.
Steven se quedó mirando a Eleanor, con una sonrisa especulativa bailoteándole en los labios.
— Esta información puede ser de lo más valiosa. Sólo tengo un problema: ¿a quién debo informar primero, a Diana o a Pamela?
Eleanor le dirigió una sonrisa de complicidad.
— ¿Cuál de las dos te mostrará más gratitud?
— Eso es lo que estoy tratando de decidir.
La mujer le dirigió una remilgada mirada.
— No olvidarás a tus viejos amigos cuando seas Comandante Supremo, ¿verdad que no, Steven?
Él siguió mirando especulativamente.
— No a aquellos que dominen su ambición.
Tocó el ejemplar de El príncipe, de Maquiavelo, que estaba en el mostrador con una señal puesta.
— Un libro para saber cómo prosperar mediante la intriga política, ¿no es así, Eleanor?
— Sí, pero eso no significa…
— Será mejor que no. Tuve que prescindir del chico Bernstein. Se convirtió en un riesgo de seguridad. Un riesgo causado por la ambición…
Los turbios ojos de Eleanor se volvieron cada vez más intranquilos.
— ¿Qué le has hecho?
Steven sonrió.
— Te aseguro, mi querida señora, que es mucho mejor que no lo sepas…
Diana estaba de pie, fuera de la sala de conferencias, llamando a la puerta.
— ¿Pamela? Soy Diana. Me gustaría hablar contigo.
— Ahora estoy muy atareada, Diana. ¿No puedes esperar?
— Me temo que no. Quiero hablarte de los ataques que los rebeldes planean para mañana por la mañana.
La puerta se abrió y entró Diana, rozando el umbral con su larga falda. Pamela estaba sentada a la mesa, y su ayudante en el pórtico de observación, contemplando la luna menguante.
— ¿Qué has averiguado acerca de esos ataques, Diana? Esto es una información secreta.
Diana inclinó la cabeza con altanería.
— Tengo derecho a saber lo de esos ataques, Pamela, ya que fui la que proporcionó la fuente gracias a la cual nos enteramos de los mismos.
El rostro de Pamela era una máscara gélida e impasible.
— Tienes derecho a la información que corresponda a nuestra misión científica, y nada más…
— He venido andando hasta aquí por la cubierta de aterrizaje. No se están enviando fuerzas aéreas o cazas. ¿Es posible que no te tomes en serio el informe del muchacho?
— No sería muy reglamentario organizar movimientos de tropas a causa de los chismorreos de un niño humano.
— Yo misma le convertí. Su información es fiable.
— Ya te he dicho que no confío en tus procesos de conversión. Sin embargo, enviaré a alguien para echar un vistazo, si es que eso te tranquiliza.
— ¿Cuándo? Los ataques empezarán antes de ocho horas…
Pamela miró de reojo a su ayudante, y una tolerante sonrisa se dibujó en sus perfectos rasgos.
— Tus tipos científicos se crispan con demasiada facilidad.
Diana le devolvió dulcemente la sonrisa:
— Y tus tipos militares son demasiado previsibles. Pero yo no lo soy…
Sacando una pistola de los pliegues de su falda, disparó al hombro a la desprevenida Pamela y luego, volviéndose, descargó contra el ayudante, antes de que éste pudiese servirse de la suya. Cayó en cubierta, mortalmente herido. Diana dio la vuelta a la mesa y se quedó mirando a Pamela, quien trataba de arrastrarse hasta la pistola que su ayudante había dejado caer.
— Has confiado en la astucia, Pamela. En la intriga. Has intentado enfrentarnos a todos. Por mi parte, prefiero un enfoque más directo. No te preocupes, Comandante. Haré el mejor uso posible de mi habilidad científica para mandar tu flota. En primer lugar, la salvaré del ataque rebelde mañana por la mañana, con lo cual me ganaré la eterna gratitud y aprobación del Líder. Luego eliminaré la única oposición que existe a su plan, y todo, en el plazo de unas pocas horas.
Sonrió calurosamente.
— Adiós, Pamela. Piensa en este temprano retiro.
Alzó la pistola, apuntó con cuidado y oprimió el botón de disparo.
— ¡Qué fiesta tan bonita, Juliet! —comentó Robert Maxwell, observando cómo los miembros de la resistencia se servían en el bar de la lechería. Reían y hablaban, aunque la tensión era palpable en la estancia.
— El vaso de cerveza para cada uno ha sido una especie de prima extra. Ninguno de nosotros lo esperaba.
Juliet rió.
— Me pareció que sería mejor celebrarlo aquí, en vez de que los compañeros fuesen por ahí en busca de… manjares exquisitos de última hora. Y la cerveza quizás ayude a algunos, por lo menos a dormir unas cuantas horas.
— ¿Cuándo será el toque de queda?
— Casi a las diez. Habrá que anunciarlo dentro de un par de minutos.
Miró a la mesa a la que estaban sentados Robin, Polly, Josh y Katie.
— Robin parece muy diferente esta noche. ¡Qué muchacha tan linda…! ¿Le has dicho algo para sacarla de su ensimismamiento?
— Sí, hoy he hablado con ella. Y me parece que me ha escuchado.
— ¡Estupendo…! Mañana la necesitaremos…
Se unió a ellos Donovan, con una bandeja de patatas fritas y ensalada de col y su cerveza bailoteando, en precario equilibrio, en un extremo.
— Si se te cae, no tendrás otra —le previno Juliet.
Donovan lanzó una rápida mirada a Robert, el cual observaba a Elias, que instalaba un tocadiscos y altavoces. Donovan se inclinó para susurrar:
— ¿He comprometido mi honor acostándome con la jefa, y no se me va a permitir el privilegio de una cerveza extra? ¿Tan buena eres, doctora?
La mujer le devolvió una sonrisa de complicidad, pero no le respondió.
— ¡Atención todos! —gritó Elias, recalcando sus palabras con ademanes—. Me gustaría, pronunciar unas cuantas palabras.
No cesó el murmullo de las conversaciones. Tras un segundo, Caleb Taylor saltó a la pequeña plataforma del orador y se puso al lado de su hijo.
— ¡Eh, compañeros! Mi hijo quiere hablaros, y lo mejor que podéis hacer es escucharle…
La retumbante voz de Caleb consiguió al fin el deseado silencio.
Elias brindó a su padre una cálida sonrisa y asintió con la cabeza.
— Gracias, papi.
Luego se volvió hacia el grupo.
— Juliet está a punto de deciros que os vayáis a la cama dentro de un par de minutos, pero antes de que lo haga me gustaría deciros unas cuantas cosas y ofreceros una canción que simbolice lo que siento. Esta noche debemos mucho a nuestra dama especial —continuó, y todos miraron a Juliet, sonriendo—, pues si no fuera por ella, ninguno de nosotros estaría aquí. Ella nos unió, y gracias a ella nos hemos convertido en una fuerza combatiente que mañana acabará con lo que hemos empezado, para poder regresar a casa…
Todos aplaudieron y lanzaron gritos de júbilo, con los ojos fijos en Juliet, quien les dirigió una amable sonrisa.
— Y por ello, amigos míos, hermanos y hermanas, esta noche me gustaría dedicar mi canción favorita de mi artista favorita a… Diana…
Se oyó un murmullo de sorpresa. Luego Elias, con gran solemnidad, bajó el brazo del tocadiscos. Al cabo de un segundo, todos se echaron a reír, comprobando lo acertado de la elección, pues se trataba del Beat It[4], de Michael Jackson.
La risa se fue propagando y aumentando de tono, hasta acabar con todas las tensiones. Donovan se inclinó y susurró al oído de Juliet:
— Tú lo sabías, ¿verdad?
— Sí —admitió ella—. Fui yo la que dio la idea de que todos pensasen que se trataba de mí…
La noche transcurrió entre risas y estruendosas piezas musicales.