CAPÍTULO VI

William, el Visitante, miró a través de la sección criogénica y vio una familiar cabeza rubia que se encontraba a medio camino del recinto. Sonrió, expresión que ahora le surgía inconscientemente. Los tacones de sus botas resonaron en la pasarela al bajar de prisa las escaleras, y luego sobre el pavimento. Al parecer, Harmy le había visto acercarse y ya le esperaba, con la ya familiar bandeja en las manos. William movió tímidamente la cabeza.

— Hola…

— Hola… ¿Cómo van las cosas?

— Bien, muy bien —le sonrió—. Quiero darte de nuevo las gracias. Sin ti, me habría quedado con el «acabo»…, probablemente para siempre…

La mujer rió por lo bajo.

— Para siempre, Willy. Pero, oye… Sólo llevas una semana aquí y tu inglés es mejor que el mío. Realmente aprendes muy de prisa…

William asintió.

— Se nos dice que practiquemos en todo momento. ¿Cómo te encentras hoy?

— Muy bien, igual. Igual de vieja. ¿Cómo te van las cosas con aquel tipo? El otro día no pareció alegrarse mucho de verte.

William se encogió de hombros…, otro ademán que había adoptado de los humanos.

— Caleb Taylor es muy buen trabajador. Sabe la tira sobre equipos de refinería. Pero no creo que le guste que estemos aquí.

— Claro… ¿Te ha amenazado o algo así?

William se encogió nuevamente de hombros. Harmy se desanimó.

— Eso es malo. Yo sé lo que es trabajar con personas que no te tragan. Una vez tuve un jefe que…

Una explosión sacudió el aire, y el suelo se estremeció bajo sus pies. Chilló una sirena. Instintivamente, William se interpuso entre la humana y la explosión, pero estaban demasiado lejos como para resultar lastimados. Tras un rápido vistazo, William comprobó que el estampido provenía de su zona de trabajo…

Echó a correr, haciendo a un lado sin distinción tanto a los asustados obreros como a los Visitantes. Gritos y chillidos desafiaban el alarido de la sirena de alarma. Había estado trabajando con Caleb Taylor y Gus Jennings, y éstos no se encontraban entre la multitud…

— ¡Caleb! —gritó.

Nubes blancas de helado vapor y gases superenfriados salían por la compuerta cuando William alcanzó las escaleras que daban a la pasarela. Una forma ensombreció la apertura: Gus Jennings… El fornido trabajador salió tambaleándose, moviendo la boca como si fuera a gritar, pero los aullidos del gas ahogaban cualquier otro sonido, incluso la alarma. Jennings estaba cubierto de blanca escarcha, que le subía por el brazo más allá de las muñecas. Cuando William comenzó a trepar por las escaleras, el humano se tambaleó, golpeándose la mano contra una de las tuberías de acero.

Tanto William como Jennings miraron incrédulos cómo, tras el impacto, la carne saltaba en pedazos cual si fuese de cristal. Jennings mostraba ahora un ensangrentado muñón. William estaba ya lo suficientemente cerca para oír sus gritos.

En el momento en que alcanzaba a Jennings, y preguntaba por Caleb, el hombre se derrumbó. Bill Graham, otro trabajador, le agarró.

— ¡Caleb está aún allí!

Dejó a Jennings encima de la pasarela y les gritó a los hombres que se encontraban en el suelo:

— ¡Por amor de Dios, traigan una ambulancia! —Graham se volvió hacia William—. El nitrógeno líquido ha estallado en el compartimiento interior. No hay forma alguna de que nadie pase por ahí y llegue hasta él…

William pasó al lado de Jennings, encaminándose hacia la compuerta y a los ondulantes gases helados. Detrás de él pudo oír el grito Graham:

— ¡William! ¡Detente! ¡Por el amor de Dios!

William titubeó un instante, llenándose los pulmones de aire. Luego se lanzó adentro.

Graham le vio alejarse, indeciso entre detener a los técnicos Visitantes y atender a Jennings. Se volvió cuando una mano le agarró por los hombros.

— ¿Qué pasa aquí?

Era Steven. Graham hizo un ademán de impotencia.

— William se ha metido ahí para ayudar a Caleb.

¿Qué?

Steven lanzó una mirada hacia las heladas oscuridades de la compuerta, y sus rasgos se endurecieron.

Graham se quitó la chaqueta y se la echó a Jennings, que se hallaba aún inconsciente, aunque ahora gemía.

— Allí la temperatura es de casi trescientos grados bajo cero… Ambos están perdidos… Ningún ser humano podría…

Graham se calló, confundido al mirar a los ojos del oficial Visitante. Estaban tranquilos y fríos: unos témpanos de hielo en su, por lo demás, agradable semblante.

Los gritos reverberaban a su alrededor, y tanto Graham como Steven se volvieron para ver qué sucedía. William salía en aquel momento por la compuerta, transportando a Caleb Taylor. El anciano parecía apenas consciente, con su oscura piel y cabello escarchados de blanco. Se retorcía incontroladamente a causa de los estremecimientos.

Bill Graham se adelantó con rapidez y, junto con William, tendió a Caleb en la pasarela. Los técnicos Visitantes parecían ilesos, excepto en la cara y manos, que estaban cubiertos con grandes y deformes ampollas de color blancuzco. Grietas oscuras parecían tapizar la piel alrededor de las zonas descubiertas. Graham lanzó un rápido vistazo a Jennings, y luego a Caleb. Ambos se encontraban recubiertos de escarcha, con la piel endurecida por la congelación, pero ninguno mostraba aquellas horribles ampollas.

William, percatándose de que Graham le miraba, se dio la vuelta y bajó la cabeza. Steven se inclinó hacia él, impidiendo que Bill viese al técnico.

— ¡Ya llega la ambulancia!

El grito fue seguido casi inmediatamente por una sirena, y luego por un chirriar de frenos debajo de la pasarela. Graham miró hacia los camilleros.

— ¡Necesitamos tres camillas! —chilló.

— Será mejor que te sientes, William —le dijo—. La ambulancia ha llegado. ¿Te duele mucho?

El técnico Visitante no alzó la cabeza. Su voz sonó más extraña que de costumbre, un tono alto y, al mismo tiempo, apagado, acompañado de la usual reverberación.

— No, me encuentro bien.

— Le llevaré a la lanzadera —indicó Steven—. Nuestros médicos se harán cargo de esto.

— Pero, ¿no cree…?

Graham captó la mirada del oficial Visitante y enmudeció. Tal vez se tratase de una oleada del helado vapor que surgía de la compuerta que había tras él, pero lo cierto fue que se estremeció repentina y violentamente.

El doctor Benjamín Taylor estaba sentado ante un microscopio, avizorando, absorto, por el ocular. Ruth Barnes se sentaba al otro extremo del laboratorio, etiquetando portaobjetos de especímenes. La puerta se abrió con fuerza y apareció el doctor Metz.

— ¿Dónde están esos cultivos, Ruth? ¡No puedo hacer nada sin ellos!

Ben se quedó mirando a aquella mujer de mediana edad y vio que el dolor, rápidamente ocultado, oscurecía sus ojos a causa del tono brusco de Metz.

— Aún no los han traído de patología, doctor.

Taylor vio cómo Metz fruncía aún más las cejas, y se apresuró a hablar en defensa de Ruth Barnes.

— Van todo lo aprisa que pueden, doctor Metz.

La mujer asintió.

— He oído que dos de los técnicos superiores no se han presentado hoy al trabajo. Ni siquiera han llamado…

Ruth, que no había faltado un solo día al laboratorio desde que Ben la conoció, cuando él era aún estudiante de Medicina, pareció escandalizada.

Metz se mordió los labios.

— ¡Qué raro…! ¿Quiénes son?

— Morrow y Prentis.

— Pues, por sus antecedentes laborales, nunca hubiera esperado de ellos una actitud tan desdeñosa…

Metz movió la cabeza.

— Tal vez exista una buena ra…

El teléfono del laboratorio interrumpió a Ben. Éste lo descolgó.

— Aquí el doctor Taylor.

Reconoció la voz de Parrish, pero no recordó haberla oído nunca tan forzada y ansiosa.

— Ben, acude a urgencias… Acaban de traer a tu padre.

Cuando los tres llegaron a la sala de urgencias, Caleb se hallaba apenas consciente. Ben tomó la mano de su padre, conmovido al ver cuán mortalmente frío se encontraba, mientras escuchaba al ayudante de la ambulancia, que resumía el accidente sucedido en «Richland»:

— Al parecer, lo rescató uno de los técnicos Visitantes —respondí el sanitario—. Tuvo una condenada suerte. Esos gases superenfriado se mantienen a temperaturas de centenares de grados bajo cero. No sé cómo diablos consiguió ese tipo entrar y moverse por allí: debería haberse convertido en un polo al cabo de unos segundos, al pasar a través de chorros de nitrógeno líquido.

Ruth se inclinó, observando con atención la chaqueta de Caleb. Copos blancos estaban adheridos a la misma. ¿Algunos residuos de productos químicos?, se preguntó, mientras arañaba uno con cautela. Siguiendo un impulso, tomó un portaobjetos estéril y unas pinzas y metió un par de los copos mayores en el recipiente. Los examinaría más tarde, bajo el microscopio.

Tienen aspecto de piel —pensó, apartándose de la serie de monitores y de médicos que rodeaban a Caleb Taylor—. Pero no del todo…

Recordó la declaración de los sanitarios, respecto a que había sido uno de los Visitantes quien había rescatado a Caleb.

¿Piel de Visitante? —pensó excitada—. Rudolph querrá enterarse de esto…

Se volvió para comunicarle sus sospechas, pero ya no se encontraba en la sala. Siguiendo una corazonada, decidió analizar y examinar las muestras, antes de contarle nada a Rudolph. No tenía el menor sentido excitar a todos, a menos de estar segura de que había…

Caleb gimió, y luego habló:

— ¿Ben?

— Estoy aquí, papá. Te pondrás bien…

En silencio, Ruth se volvió y salió de puntillas de la sala, deslizándose en el bolsillo la cajita de muestras.

Abraham Bernstein deambulaba con lentitud por la calle, con el sol de la tarde caldeando sus hombros bajo su viejo y raído suéter. Su acompañante era Raby Engels, que vivía al otro lado de la calle. Se trataba de una viuda, y cada día los dos andaban los tres kilómetros que les separaban del centro comercial de la vecindad, y regreso. Raramente compraban nada, puesto que los cheques de la Seguridad Social apenas bastaban para sus necesidades más perentorias. Pero era un bonito paseo.

Abraham miró hacia arriba, en el momento en que un vehículo del equipo de Visitantes cruzaba por encima de sus cabezas.

— Cada día son más —comentó.

Ruby asintió.

— Te acostumbras tanto a ellos, que al final ya no los ves por las calles. Es algo parecido a cuando mi marido y yo nos trasladamos aquí desde Alemania. Nunca había visto a un negro, y no podía dejar de mirarles. Al cabo de un par de meses, algunas de las mujeres con las que iba al mercado eran negras, y el asunto ya no me preocupaba lo más mínimo.

Abraham meneó la cabeza.

— Pero no es lo mismo… Esas personas son de un mundo distinto, un mundo que ni tú ni yo, por lo menos, viviremos probablemente para ver. No son humanos…

Miró a los dos Visitantes que se encontraban tranquilamente en la esquina de la calle.

— Y esos uniformes… Y cada día hay más. No me gustan los uniformes…

Ruby le tomó una mano y le dio un pequeño apretón.

— Abraham. Han pasado casi cuarenta años…

Sus dedos oprimieron la parte interior del antebrazo, donde sabía que se encontraba el antiguo tatuaje con números.

— Esto, y todo lo que representa, pertenecía al pasado. Tienes que liberarte de ello…

Bernstein se encogió de hombros.

— Tal vez tengas razón, Ruth. Pero, de todos modos…, no me gustan los uniformes. Y hay más cada día.

Con un suspiro, Ruby cambió de tema.

— ¿Qué hace tu nieto?

— Conforme, Mrs. Engels. Pero ha elegido un mal tema… Daniel… Daniel…

Maquinalmente, Abraham dio una patada a una chapa de gaseosa que había en el hormigón.

— Ha perdido su empleo en el supermercado. Cuando las cosas comenzaron a fallar, creyó que le echaban la culpa a él y se despidió antes de que pudiesen decirle nada. Ya he perdido la cuenta de todos los empleos que ha dejado.

— Abraham… —Ruby no miró a su compañero—. ¿Es posible que Daniel fuese… culpable? —En vez de la acalorada negativa que esperaba, Abraham suspiró otra vez.

— No lo sé, Ruby. Es de mi propia carne y sangre y, naturalmente, no creo que se dedique a robar. Su padre y yo hemos hecho todo lo posible para enseñarle qué es lo justo en este mundo. Pero…, nunca ha acabado de centrarse…

Inmediatamente, la mujer le tocó los encorvados hombros.

— No seas tan duro con él, Abraham… Sólo tiene dieciocho años.

— Pero ya lleva así muchos años… No fue muy bueno en la escuela…, apenas tiene amigos, no puede conservar un empleo, ni le gusta ninguna tarea…

— ¿Pero no me dijiste que se ha comprometido con ese grupo & «Amigos de los Visitantes»?

Resultaba obvio que aquello asustaba aún más a Abraham.

— Sí.

— Pues bien, tal vez esto sea exactamente lo que necesita. Aún no ha dado con una buena colocación. Aguarda. Tal vez ésta lo sea.

Abraham Bernstein no pareció muy tranquilizado. Otro vehículo de patrulla zumbó por encima de sus cabezas, mientras las sombras ocultaban el sol durante un segundo.

Michael Donovan se hallaba acomodado en un sillón de pasajeros en la lanzadera Visitante, mirando hacia las calles y las personas que habían debajo. Vio a un hombre de edad y a una mujer, que luego desaparecieron. A continuación contempló una grande e imponente casa con un bello jardín cuidadosamente arreglado. La casa de Eleanor. Otra nave Visitante aparecía posada en el césped delantero.

Su piloto, un oficial Visitante que se llamaba Martin, miró también hacia la lanzadera.

— Abajo está el vehículo de Steven.

Ajustó los controles sin levantar la mirada.

— He oído decir que el supervisor visita esto con mucha frecuencia.

Donovan sonrió, irónico.

— Pues sí que es encantadora…

No estaba seguro de si Martin sabía que Mrs. Dupres era su madre. Quizá… Martin, según la informal lectura por parte de Donovan de sus insignias, parecía tener una elevada graduación. Si los Visitantes se parecían en verdad a los humanos, también habría chismes entre ellos.

Se entretuvo mirando cómo el piloto manejaba los controles. La nave parecía muy sencilla de manejar. Una barra con una abrazadera controlaba la dirección, y una palanca con ranuras, regulaba la velocidad. La marca más cercana al piloto era la más lenta, la de velocidad de crucero. Donovan se preguntó ociosamente cuál sería la velocidad máxima de aquellos cacharros…

Algo brillante detrás del asiento del piloto llamó su atención, y se inclinó para recoger una especie de pequeña herramienta. Tenía unos diez centímetros de longitud y unos dos centímetros de anchura, y estaba fabricada con alguna sustancia cristalina, rodeada por lo que parecía ser una argolla de metal dorado. Unas pequeñas muescas se extendían por sus estrechos lados. Donovan tuvo la repentina impresión de que era una llave, aunque no habría podido decir por qué.

Se enderezó, y estaba a punto de decirle al piloto lo que había encontrado. Pero, en vez de hacerlo, se metió el objeto en el bolsillo.

Sean —pensó—. No tengo nada para él… Y esto puede llamar su Mención…

— ¿Dónde vive tu hijo? —le preguntó Martin.

— En un pequeño pueblo, en las afueras de Los Angeles —respondió Donovan.

— ¿Y allí es también tu hogar?

Mike hizo una mueca de dureza, pero se percató de que la pregunta de Martin formaba sólo parte de una educada conversación.

— Ya no —repuso, tratando de no mostrarse demasiado áspero—. Mi mujer y yo estamos divorciados. Mi hijo vive con su madre.

— Y entonces, ¿dónde está tu casa, Mike? —siguió preguntando Martin.

Donovan miró por la ventanilla, cuyo cristal, a petición suya, no había opacado Martin.

— La verdad es que no tengo una base fija. Sigo las cosas en las que trabajo, por decirlo de alguna manera. Ahora vivo en el centro de Los Angeles con una… amiga…

— Comprendo. Ya tengo tus coordenadas preparadas. ¿Dónde preferirías que aterrizásemos? ¿En casa de tu hijo?

— No, alquilaré un coche. Me llevaré a Sean a hacer camping durante un par de días, y necesitaré un vehículo.

Miró hacia afuera.

— Allí hay un montón de coches aparcados —señaló—. ¿Podrías dejarme ahí?

— Naturalmente…

Donovan observó de cerca cómo el piloto manejaba la nave para aterrizar.

Comparado con un avión, estas cosas resultan la mar de fáciles, pensó.

Tomaron tierra sin apenas una sacudida.

— Muchas gracias, Martin. Te agradezco mucho el paseo.

Donovan se apresuró a recoger su equipo. Martin le ayudó a sacarlo, mirando con curiosidad el saco de dormir y su cubierta de nailon.

— También yo estoy contento de haberte traído, Mike. Tenía ganas de conocerte.

Se dieron la mano. Donovan estaba ya acostumbrado a la frialdad de la carne de los Visitantes. Era algo que apenas registraba ya su cerebro.

Observó cómo el vehículo se elevaba silenciosamente, antes de darse la vuelta y encontrarse con el propietario de la sección de alquiler de coches, que se hallaba a su lado con la boca abierta.

Es natural —se recordó Donovan—. La mayoría de las personas no han visto aún una nave tan de cerca. Apuesto cualquier cosa a que no tiene muchos clientes que se bajen aquí de una de esas naves espaciales alienígenas…

Minutos después, Donovan hizo girar el pequeño deportivo amarillo hacia una avenida sombreada por árboles. Incluso antes de volver el volante, escuchó unos excitados gritos.

— ¡Papá! ¡Eh! ¡Papá! ¡Papá!

Donovan sonrió, al tiempo que hacía un saludo.

— ¡Hola, Sean!

Dos muchachos le aguardaban y Mike reconoció a Josh Brooks, el mejor amigo de Sean.

— ¡Hola, Josh!

Se acercó al bordillo y aparcó. Apenas había abierto la puerta cuando Sean cayó en sus brazos. Donovan abrazó a su hijo, percatándose, sólo cuando lo tuvo entre sus brazos, de lo mucho que le había echado de menos. Siguió abrazando a Sean con fuerza, y supo, por el apretón del chico, que éste se hallaba igual de contento de verle.

Tras un largo instante, se enderezó sonriendo, y dio unos golpecitos a la gorra «Dodger» del niño:

— Vaya, tesoro… ¿Quién eres hoy? ¿Femando Valenzuela o Steve Garvey?

Sean se atiesó con orgullo.

— Sólo Sean Donovan…

Luego, acordándose, asió a su padre del brazo y le arrastró hacia el césped.

— Ven a ver lo que tiene Josh…

Sin apenas una pausa, preguntó:

— Eh… ¿Sabes cuántos Visitantes hacen falta para cambiar una bombilla?

— No… ¿Cuántos?

— Ninguno. Les gustan las luces apagadas.

Donovan hizo una mueca y luego se echó a reír.

— Bien… ¿Cómo va eso, Josh?

— Hola, Mr. Donovan.

Josh tenía unos trece años, era un año mayor que Sean; y le pasaba media cabeza. A menudo les tomaban por hermanos, puesto que ambos tenían el pelo negro y eran pecosos. Sean señaló un modelo de lanzadera de los Visitantes.

— ¿Ves, papá? —preguntó Sean, excitado—. ¡Compruébala! El vehículo de patrulla…, y las figuras en acción.

Tomó dos de ellas con atuendo rojo y gorra.

— Aquí están el Comandante Supremo y Diana…

Mike meneó la cabeza, sonriendo a su pesar.

— ¿Y no pedirán derechos de imagen?

Sean volvió a meter las figuras en los asientos del piloto del vehículo de patrulla.

— ¡Y tiene una Nave Madre en casa!

Josh pareció algo engreído.

Sean alzó la mirada.

— ¿Podríamos comprarlos, papá? Mamá dice que no tenemos dinero…

Donovan trató de impedir que su rostro se endureciese. No había escatimado en los gastos del niño, ni en la pensión para la comida, y nunca le había pagado con un solo día de retraso. Y cada vez que sabía que Sean deseaba algo extra, había siempre enviado el dinero necesario.

¡Maldita Marge! —pensó—. Podías habérmelo dicho… Le hubiera traído un aparato…

Forzó una sonrisa.

— Está bien, hablaré con ella al respecto. Pero, entretanto… —Sacó de su bolsillo el cristalito y el llavero dorado—. Esto es para ti…

Sean tomó el instrumento y le dio vueltas, dubitativo.

— ¿Qué es, papá?

Mike se encogió de hombros.

— Una cosita que me encontré en un vehículo de patrulla.

Detrás de él pudo escuchar abrirse y cerrarse la puerta delantera, y por el rabillo del ojo percibió que Marjorie se hallaba en los escalones, observándoles. No tuvo que volverse para imaginar su expresión: siempre era la misma.

Los ojos de Sean se abrieron de par en par.

— ¿Un auténtico vehículo de patrulla?

— Sí.

— ¿Quieres decir que pertenece a los mismísimos Visitantes?

Donovan no pudo por menos de darse pisto.

— Eso es…

— ¡Eh! ¡Mira esto!

Sean levantó con reverencia la herramienta. Josh se inclinó hacia delante con avidez.

— ¡Uau! ¡Déjame verlo, Sean!

El niño le apartó la mano.

— Un momento, Josh…

Donovan oyó la voz de Marjorie detrás de ellos, rígida, furiosa.

Niños, ya tenéis la pizza preparada… Entrad…

Sean se levantó.

— ¿Vienes, papá? Aún tengo algunas cosas que guardar y…

— En un segundo, cariño. Id vosotros delante…

Donovan siguió a los chicos, que corrían hacia Marjorie. Ésta tenía muy buen aspecto, pensó, al comprobar que había adelgazado algunos kilos. Tenía el rubio cabello algo más largo que la última vez que la había visto, ondeando suavemente sobre sus mandíbulas y cuello.

Sean alzó ante ella la llave Visitante.

— Mira, mamá… Procede de un vehículo pa…

La voz de la mujer le cortó como un carámbano que le cayese encima.

— Se os está enfriando la comida, chicos.

La animación de Sean se apagó. Se volvió y subió penosamente los escalones, volviéndose una vez para mirar a su padre. Mike le guiñó y le hizo un ademán alentador.

Marjorie le cerró el paso, e incluso, desde la acera, Donovan sintió la rigidez de su cuerpo. Estaba encolerizado por la forma en que había tratado a Sean. Todo cuanto había hecho era traer a su hijo un pequeño regalo; aquello debió de sentar al chico como una puñalada. Intentó dominar su voz. No podían estar haciéndose trizas de aquella manera: resultaba un infierno para Sean.

— Hola —le saludó.

La mujer no respondió, permaneciendo allí de pie, con los brazos cruzados encima de los pechos. Donovan recordó vívidamente haber tocado aquellos pechos, pero reprimió salvajemente sus recuerdos.

Se acabó. Ya pasó.

Dio un suspiro.

— ¿Qué es lo que va mal ahora?

Ella hizo un ademán de impotencia, mientras la voz se le quebraba:

— Oh, nada. Sólo me quejo de la competencia que me hace alguien que vuela por ahí en naves espaciales…

Donovan se sintió igualmente impotente.

— Margie, ¿qué se supone que debo hacer? ¿Dejar de lado mi trabajo?

A ella le brillaron las lágrimas en los ojos.

— ¿Y qué se supone que he de hacer yo? ¿Ponerme unas alas y echarme a volar hasta la tierra de nunca jamás? ¿Cómo, si no, competir? ¿Con pizza? ¡Por el amor de Dios!

Mike estaba exasperado. El viejo, tan viejo problema: ¿conseguirían alguna vez superarlo?

— ¿Y por qué competir, Margie?

Le había hecho esta misma pregunta muchas veces. Se percató de que se sentía culpable de nuevo, y su ira se desató.

— ¡Es una locura! ¿Por qué has de tener ese complejo de inferioridad cuando yo hago algo que tiene éxito? ¿Por qué no realizas cualquier cosa por ti misma? Algo de lo que puedas sentirte orgullosa, en algún sitio en el que nadie haya oído hablar nunca de mí. ¿Qué me dices de tus planes del college? Ya sabes que te prestaré el dinero. ¡Diablos, te lo daré! ¿Qué me dices de…?

La mujer alzó la mano, interrumpiéndole. Al hablar, pareció tan desanimada como el propio Mike.

— Por favor… No empieces. ¿De acuerdo?

Donovan se la quedó mirando, con las palabras amontonándose en su garganta. Se percató de que no había nada que decir, y esto resultaba lo más penoso de todo.

Juliet Parrish guió su «Volkswagen» descapotable blanco, hasta detenerlo delante de la casa de piedra arenisca de Ruth Barnes. Por encima de sus cabezas, ambas mujeres oyeron el leve zumbido de un vehículo de patrulla. Juliet puso el freno de mano con un violento tirón.

— ¡Estás bromeando! ¿De verdad tienes una muestra de piel de Viente? ¿Cómo?

Ruth le sonrió cordialmente.

— Cuando trajeron al padre de Ben, vi algunas partículas blancuzcas pegadas a su camisa y a su chaqueta. Simplemente, me limité a recogerlas.

— ¿Has tenido oportunidad de observarlas?

— Sólo un momento; luego apareció el doctor Metz con algunos cultivos que deseaba montar inmediatamente en portaobjetos. Hoy he tenido un montón de trabajo extra, ya que dos personas no se han pre. sentado en el laboratorio.

¿Y bien…?

— No tiene el aspecto de piel, Juliet. En realidad, no es piel humana. No parece estar compuesta de células; es completamente lisa. Demasiado lisa…

— ¡Maldita sea!

Juliet dio un leve puñetazo al volante.

— ¡Si lo hubiera sabido antes, habría echado un vistazo! Ahora tendré que esperar hasta mañana…

Se quedó mirando a Ruth y sonrió.

— El doctor Metz estará encantado contigo por esto, ya lo verás…

La expresión de Ruth se petrificó.

— Será mejor que me vaya. Y gracias por llevarme, Juliet…

Juliet sacó la mano y cogió el brazo de la otra.

— Ruth…, ¿qué va mal? Es algo que he dicho, ¿verdad?

Ruth movió la cabeza y apartó el rostro. Juliet recordó sus palabras, y un súbito destello de comprensión salió a la superficie. ¿Por qué no se había percatado antes?

— Ruth. Se trata del doctor Metz. Realmente…, le amas, ¿no es así?

Ruth se mordió el labio y consiguió esbozar una pálida sonrisa.

— ¿Lo sabe él? —preguntó Juliet.

La ayudante de laboratorio negó con la cabeza.

— No, querida. Para él no soy más que otra pieza del equipo…

Juliet le dio unos golpecitos en el codo y luego le acarició cariñosamente la mano.

— Pues bien, comenzaremos mañana por la mañana: vamos a trabajarle. Lograremos que se dé cuenta de que el «Nobel» no es el único premio que ha conseguido.

Ruth sonrió amablemente.

Hace un montón de años, las cosas me parecían así de sencillas, Juliet, pensó. De todos modos, las palabras de la mujer más joven despertaron en Ruth un agridulce optimismo. Dio unos golpecitos en las mejillas de Juliet, recordando cuándo su propia piel había sido tan lisa, tan suave.

— Eres un encanto, Julie. Gracias. Gracias por todo.

Ruth salió del coche, hizo un rápido ademán de despedida, y oyó cómo el «VW» aceleraba y se alejaba. Mientras buscaba sus llaves, subió lentamente los escalones de la casa, pensando en lo largo que había resaltado aquel día. De repente, deseó haberse acordado de decirle a Juliet dónde se encontraba escondida la muestra de piel…

La puerta se abrió al empujarla. Ruth Barnes penetró en la casa, volviéndose para cerrar la puerta tras ella. Al darse la vuelta, su rostro se enfrentó con el del hombre que había estado escondido de pie detrás de la puerta.

Ruth apenas tardó un instante en darse cuenta de que el hombre llevaba uniforme de Visitante y gorra, antes de que sus horrorizados ojos se dirigiesen al arma que llevaba en la mano. No se parecía a ninguna pistola que hubiese visto antes, pero sabía, por la forma en que la seguía, que no podía tratarse de otra cosa.

Todo el aire parecía haber abandonado sus pulmones. Era algo parecido a aquellas horrendas pesadillas de la niñez, cuando uno trata de gritar y no puede hacerlo. Ruth jadeó, al ver que aquel dedo se movía.

Se oyó un sonido agudo, acompañado de una luz azul. Durante un momento, Ruth pensó que había errado el tiro, puesto que no sintió el menor dolor. Luego se percató de que se estaba cayendo, cayendo, retorciéndose a mitad de camino del suelo, sin poder dominar el cuerpo…

Luego se produjo una explosión de negrura, sembrada de tonos rojos, y luego la nada.

No llegó a sentir el impacto de su cuerpo contra el suelo.