CAPÍTULO XXVI
Brian esperó mientras los técnicos del laboratorio enjugaban el gel en suspensión del rostro del niño. El muchacho parpadeó, tosió y luego empezó a temblar violentamente. Uno de los técnicos le puso una manta, mientras el otro le administraba una inyección.
Al cabo de unos minutos cesaron los temblores del chiquillo y sus ojos se abrieron por completo. Tosió de nuevo y Brian le dio unas palmaditas en la espalda.
— ¿Estás bien?
El muchacho asintió débilmente, mirando a su alrededor.
— ¿Cómo te llamas? —le preguntó Brian.
El susurro del muchacho fue ronco y trabajoso:
— Sean.
Tosió de nuevo:
— Sean Donovan.
Brian parpadeó, y luego, una lenta sonrisa se extendió por su rostro.
— Steven… Maldito bastardo… —susurró para sí—. En realidad, es un buen regalo para Diana…
Diana observó cómo Juliet Parrish se retorcía y jadeaba en la transparente cámara cilíndrica de conversión. Cables y electrodos monitorizaban y dirigían las fantasías que los técnicos estaban implantando en aquella mente humana. Las manos de Juliet estaban atadas a los costados, para que no pudiese mordérselas. Diana lanzó una rápida ojeada a los monitores.
— Estupendo, estupendo —comentó en voz baja—. Tal vez haya llegado el instante de lograrlo. Creí que necesitaría otra noche, pero en este momento…
Inclinándose, habló por un micrófono:
— ¿Juliet? Juliet, escúchame. Soy Diana. Deseo ayudarte, Juliet. Permíteme ayudarte desde aquí. Dame la mano, Juliet.
— No…
Diana observó cómo las fantasías se hacían cada vez más y más reales. El técnico que se hallaba a su lado, hizo un ademán de advertencia.
— No creo que su corazón resista mucho más.
— Sigue adelante —le dijo, inexorable, Diana—. Suéltale los brazos…
Diana prosiguió:
— ¿Juliet? Juliet, escúchame. Permíteme ayudarte. Alarga los brazos hacia mí y conseguiré sacarte de aquí. Ya no tendrás que huir más Tiéndeme la mano… ¡Juliet!
— Nnnn… —aulló Julie, retorciéndose—. Va a atraparme… ¡Socorro! ¡Oh, Dios mío, por favor! ¡Socorro! Diana…, ¡Diana! ¡Socorro!
— Alarga los brazos hacia mí… ¡Dame la mano, Juliet!
Lentamente, la mano izquierda de la mujer empezó a levantarse.
— ¡Aquí está, Diana! ¡Sácame de aquí!
— ¡Eso es! Hemos conseguido obtener un movimiento del hemisferio derecho del cerebro… ¡Sacadla de ahí!
Apresuradamente, los técnicos libraron a la mujer de su envoltura vítrea.
— ¿Significa eso que ha acabado? —le preguntó el técnico que estaba al lado de Diana.
— No… —respondió la segunda al mando, sopesando las palabras—, pero supone un logro importante…
El intercomunicador de la pared comenzó a hablar:
— Diana, aquí la sección de seguridad del atracadero. Nos informan de que Mike Donovan ha sido capturado y que lo van a subir a bordo.
— ¡Donovan!
Diana apenas pudo contener su alegría.
— ¡Dos en un solo día! ¡Que lo traigan inmediatamente…!
Luego dijo a los técnicos:
— Esto será una valiosa ayuda. Para sembrar la desconfianza en sus anteriores compañeros he usado a Donovan como protagonista en el proceso de conversión, tranformándole en una de las figuras amenazadoras en las secuencias de violación y violencia. Podría ser en extremo interesante observar sus reacciones frente a él. Me dará algo con que calibrar sus progresos.
Momentos después, la puerta del laboratorio se abrió y penetraron dos soldados de asalto que escoltaron a Mike Donovan hasta la habitación.
— ¡Qué alegría verle de nuevo, Mr. Donovan! —exclamó Diana.
Luego hizo una seña a su ayudante.
— Me alegro que pueda unirse a nosotros para hacer una visita, Mr. Donovan —prosiguió Diana—. Juliet estará muy contenta de verle… quizá…
Hizo una indicación a los dos soldados de asalto para que le pusiesen más cerca de Juliet, a la que uno de los técnicos sacaba de la cámara de conversión. Diana dio un paso hacia él, volviéndose a medias para ver la cara de Juliet.
— Juliet —le dijo—, saluda a…
Mostrando una inesperada y violenta fuerza, Donovan hizo de repente a un lado a los dos soldados de asalto y como salida de la nada apareció en su mano una pistola Visitante. El zumbido pulsátil de la carga reverberó en torno al laboratorio. Diana dio un salto, esquivando por muy poco el disparo y arrastrando al suelo con ella a Juliet. Oyó un estampido y vio a su ayudante derrumbarse sobre el escritorio, con el torso totalmente chamuscado.
En aquel momento se armó un verdadero pandemonio cuando los soldados de asalto dispararon contra Donovan, quien se agachó y les atrapó en un fuego cruzado. Uno de los técnicos asió un fusil, lanzando una descarga contra Donovan, que se derrumbó en el suelo. El técnico, demudado, bajó el fusil, mientras Diana se ponía en pie.
Se acercó a la figura caída y la tanteó con un pie. No hubo respuesta.
— Está muerto —manifestó—. ¡Maldita sea…!
— ¿Mike?
Por primera vez, Juliet mostró una reacción.
— ¿Mike?
Se arrastró a gatas hacia la caída figura.
— ¡No! ¡Mike! ¡No!
— ¡Sacadla de aquí —ordenó Diana, enojada— y traed un equipo para que ordene todo esto!
Observó a los técnicos que se llevaban a rastras a la sollozante mujer en dirección a la puerta.
— Tal vez no hayamos llegado tan lejos como creía —comentó, a nadie en particular.
Una hora después, mientras Diana trabajaba en su oficina-laboratorio personal, la señal de la puerta empezó a destellar.
— ¿Identificación? —preguntó Diana.
— Pamela —replicó la señal.
Maldiciendo por lo bajo, Diana abrió la puerta y dio paso a su oficial superior. Apenas pudo simular una sonrisa como respuesta a la que aparecía en el rostro de Pamela. La apariencia externa de la Comandanta Suprema era la de una mujer hermosa y fuerte, de unos treinta y cinco años.
— Hace un momento he estado hablando con Jake, de Seguridad Interna —explicó Pamela—. No sabía que tuviésemos problemas a bordo de nuestras naves.
— ¿Problemas internos de seguridad?
Diana dejó a un lado su instrumento de escritura.
— No tengo noticia de ninguno. Mantengo una rígida disciplina y la vigilancia de costumbre.
— ¿Sí?
Las cejas arqueadas de Pamela se alzaron aún más.
¡Oh, querida! Esto es demasiado desagradable. Tal vez sería mejor que lo discutiéramos, Diana…
La Visitante de cabello oscuro se puso lentamente en pie.
— Si te refieres a lo sucedido esta mañana…
— Jake me ha contado lo del intento de asesinato…
— Sí, en realidad hubiera impuesto un castigo a los soldados qUe demostraron ser tan negligentes, pero ya están muertos —explicó Diana en tono de profunda lamentación—. Pero un intento de asesinato por parte de los combatientes de la resistencia humana apenas cabe calificarlo de problema de seguridad interna.
— Estoy completamente de acuerdo. Sin embargo, se han producido otros hechos que merecen ser tomados en consideración. Me preocupa que, a la luz de este incidente… haya otros intentos… Y eso no puede permitirse…
— Por supuesto que no —replicó envarada, Diana—. Pero te aseguro que tengo el control total de esta nave, y que soy perfectamente capaz de mantenerlo.
— ¿Estás segura? —replicó Pamela, con un matiz acerado en el aterciopelado tono de su voz—. Creo que será mejor que vengas conmigo, Diana…
— ¿Adónde?
— Al depósito de cadáveres. He de mostrarte algo que creo encontrarás muy… esclarecedor…
Cuando Diana y Pamela abrieron la puerta del depósito de cadáveres, Steven alzó la mirada para saludarlas, de pie, al lado de Martin. Entre los oficiales yacía una figura cubierta.
Fue Pamela la que habló:
— Martin, lo mejor será que muestres a Diana lo que has descubierto.
— Sí, Comandante Suprema —replicó Martin.
Con una rápida mirada de disculpa a Diana, levantó el cobertor, revelando el cadáver de Mike Donovan. Introdujo la mano en la boca del cadáver y sacó una larga lengua reptiliana.
— La identificación final está aún pendiente —explicó.
Diana abrió los ojos de par en par y se le estiró el cabello en la cresta, escondida bajo el cuero cabelludo y peluca humanos, parcialmente elevados.
— ¡Uno de mi propio pueblo!
Encolerizada, empezó a maldecir como un carretero, mientras su auténtica lengua chascaba al articular los siseos sibilantes de su idioma materno. La piel de las comisuras de su boca se abrió y mostró aberturas, dejándole las mandíbulas desencajadas, a la vez que los colmillos vestigiales le castañeteaban salvajemente. Abalanzándose sobre el cadáver, comenzó a rajarle la cara con las uñas, exponiendo las escamas reptilianas y la cresta debajo de la piel.
Un fuerte golpe asestado por la Comandante Suprema en la cabeza la hizo tambalearse.
— ¡Domínate, Diana! —exclamó Pamela—. ¡Es una orden! ¡Cúbrete inmediatamente la cara!
Estremecida de furia y ocultándose parcialmente la desgarrada cara con las manos, Diana salió de la habitación.
Más tarde, aquel mismo día, los cuatro oficiales Visitantes mantuvieron una reunión directiva. El rostro de Diana había sido reparado, y una helada calma había sustituido a la desatada furia que había mostrado hacía un rato.
— La Quinta Columna… —empezó a decir Steven con voz calmada—. He recibido también informes de otras naves, pero ésta es la primera acción que se ha producido a bordo de uno de ellos. Se está extendiendo a través de la flota. Todas las naves informan de incidentes.
— En mi nave no —replicó Diana entre dientes—. No hay Quinta Columna a bordo de mi nave.
Martin tomó la palabra:
— Si se me permite, me gustaría sugerir que llevemos a los prisioneros importantes a los Cuarteles generales de Seguridad de la Tierra, hasta que estemos convencidos de la seguridad de la nave. Creo que sería lo más conveniente.
— Tiene razón —intervino Steven—. Mientras esta nave esté contaminada por la Quinta Columna, seremos vulnerables. Tenemos a Juliet Parrish, uno de los dirigentes más importantes de la resistencia. No podemos permitirnos el lujo de perderla.
— Estoy de acuerdo —asintió Pamela.
— Sí —convino Diana—. Haré cumplir inmediatamente la sugerencia de Martin. Deseo que se la traslade esta noche.
— Muy bien —respondió Steven, haciendo una seña a Martin con la mirada.
Los dos oficiales salieron, dejando a Diana y a Pamela en la mesa de conferencias.
Pamela jugueteó con una tablilla de informes.
— He dado órdenes de que se aumente la seguridad. Lo pondré en mi informe.
— Ésta es mi nave…
Diana levantó la mirada.
— Soy yo la que da las órdenes en mi nave.
— Diana…
Pamela adoptó un aire paciente, lo cual motivó que el otro oficial Visitante se sintiese rabioso.
— Tu nave es sólo una más de mi escuadrón. Te has olvidado de mi rango.
Diana dio unos golpecitos en la mesa y luego sonrió:
— Tal vez yo no tenga tu rango, Pamela, pero represento los intereses especiales del Líder. Y eso, en muchos casos, está por encima del rango.
Pamela adoptó una suave expresión de pesar.
— Yo no confiaría tanto en tus relaciones con el Líder, Diana. Las comunicaciones, según sabes, pueden ser bastante difíciles. En realidad, corrían rumores de que pensaba en una nueva consorte cuando salí. No me entrevisté con ella, pero, según todos los informes, es maravillosa. Y algo mayor que tú…, más mudada, con mejor pauta…
— ¡No te creo!
— Diana, entregar sexo a cambio de favores es algo tan antiguo como la ambición, pero la mayoría de la gente llega a descubrir que el sexo es un cimiento demasiado frágil para soportar el peso de una ambición, tan extendida como la vuestra. Cuando uno goza del favor, mucha gente se percata de lo rápidamente que se queda uno insatisfecho con cada logro.
Diana levantó el mentón.
— No sabía que carecieses de ambición, Pamela.
— Eso se debe a que mi ambición siempre ha corrido pareja con mis auténticas habilidades.
Sonrió de nuevo.
— Deberías dedicar un momento a considerar, querida, que tu… amante… te ha mandado a quintillones de kilómetros lejos del hogar. Difícilmente cabe considerarlo de otra forma que como una indicación de que no soporta verte…
Sonriendo amablemente ante el desconsuelo de Diana, Pamela salió de la estancia.
Mike Donovan llamó con fuerza en la puerta de una de las habitaciones del antiguo saloon.
— Entra —dijo Ruby Engels.
Donovan lo hizo y se encontró con que aquella mujer de edad se estaba aplicando el maquillaje de limpieza. Ham Tyler estaba sentado a su lado.
— Estamos dispuestos para salir —dijo Donovan—. Ya he preparado las armas. Confío en que funcionen las municiones «Teflon».
— Si los tuyos son tan buenos tiradores como dices, funcionarán a la perfección —replicó Ham, observando cómo Ruby se ponía una buena cantidad de colorete en las mejillas.
— No tienes por qué hacerlo, Ruby —le dijo Mike—. Estás corriendo un terrible riesgo por nosotros, y no creas que no lo sé.
Ruby se lo quedó mirando durante un momento.
— Si tienes otra idea acerca de cómo conseguir que Juliet regrese, dímela y me quedaré en casa haciendo punto.
La mirada de Mike aguantó la de la mujer durante largos segundos, pero luego se desvió.
— Ruby…
— Es una auténtica actriz, Gooder. Algo que no acabas de comprender del todo —explicó Tyler—. Yo solía emplear a esta dama en Polonia. Bajo todo ese maquillaje se esconde puro acero.
Hurgó en una bolsa a sus pies.
— Tengo un par de regalos para ti, Ruby. Toma…
Le tendió una cachiporra, un punzón en una vaina de cuero y un walkie-talkie. Sacando el punzón, la miró interrogativamente con sus pálidos ojos.
— ¿Ya sabes dónde apuntar a esos caimanes?
Ruby asintió.
— Creo que sí.
Se tocó la garganta, los ojos y un lado de la cabeza, exactamente debajo del oído.
— Eso es —respondió Ham aprobadoramente—, y si no llevan esa condenada armadura, exactamente entre los omóplatos es el lugar ideal si disparas por la espalda.
— Como digas —repuso Ruby.
— Y cuando te haga la señal —dio unos golpecitos en el walkie-talkie—, desconectas la electricidad. Nada perturba a una fuerza combatiente con mayor rapidez que el que se vaya la luz. Estaremos aguardando, y avanzaremos en el mismo instante en que lleves a cabo tu acción. Luego has de salir a toda velocidad, ¿de acuerdo?
— Exacto —afirmó Ruby.
— Toda esta operación depende por completo de lo que tú hagas, querida.
— ¡Al fin de protagonista! —sonrió Ruby—. Mi papel no era tan bueno cuando hice de niñera en Romeo y Julieta.
Donovan le tendió la mano.
— Apresúrate, Ruby. Si esto funciona, Juliet sabrá lo que has arriesgado por su seguridad; yo mismo se lo diré. Tienes más agallas que cualquiera de nosotros, dama mía…
— ¡Shpilkes!
Agitó un dedo debajo de su nariz con sus mejores modales de mamá yiddish.
— Ya me he enterado, Donovan, de que te has presentado voluntario para que te capturen en el momento de atentar contra la vida de Diana. Hacemos lo que tenemos que hacer, esto es todo…
— Está bien…
Titubeó y luego, torpemente, la abrazó, procurando no estropearle maquillaje.
— Ten cuidado, ¿de acuerdo?
— Sé cuidar de mí misma —replicó Ruby—. Lo que tienes que procurar es que todos los de la fuerza de asalto cumplan con su papel…
El cuartel general de los Visitantes estaba iluminado como un barrio comercial en plenas compras de Navidad. Ham Tyler miró a través de la cerca electrificada hacia la distante mansión, en donde ondeaba en un mástil de la parte delantera una enorme bandera Visitante, y luego hacia la pista de aterrizaje que estaba al lado, lo cual le recordó Francia durante la guerra. Soldados de asalto con armadura hacían guardia en un enorme pórtico. Varios oficiales pululaban por allí, obviamente apresurados, lanzando miradas de vez en cuando a la gran nave que pendía sobre sus cabezas.
Ham bajó sus prismáticos y habló a los otros.
— Están esperando el vehículo de patrulla. Trae prisioneros importantes y aparecerá de un momento a otro, lo cual se deduce de su forma de comportarse. Tendremos que estirar un poco las piernas…
Lentamente, la fuerza de ataque reunió sus armas, mientras Tyler vigilaba la cerca electrificada. Puso en funcionamiento el walkie-talkie.
— ¿Ruby?
— Estoy aquí —les llegó la apagada respuesta.
— ¿Qué me dices de la electricidad de la cerca?
— Estoy en las instalaciones eléctricas del sótano. Puedo desconectarlas durante un minuto, pero no más. Tienen un monitor en el punto de comprobación, delante de la puerta, y si la guardia lo observa mientras la corriente está desenchufada, estamos listos…
— Muy bien.
Haciendo una indicación a Elias, le tendió unas pesadas tenazas, reservándose otras para sí.
Conectó de nuevo el walkie-talkie:
— Estamos preparados. Ya…
Con toda rapidez, los dos hombres abrieron un agujero en la cerca. En cuanto cortaron el último cable, Ham conectó otra vez el walkie-talkie.
— Da la corriente, Ruby.
Caleb, Elias, Sancho, Maggie, Donovan, Chris y los demás se agruparon para escuchar las últimas instrucciones de Tyler.
— Muy bien. Uno a uno, a través del agujero, menos tú, Gooder. ¿Ya tienes preparada la camioneta?
Donovan asintió.
— Cuando se apaguen las luces irrumpiré por las puertas.
— Eso es. Haz volar la furgoneta; no tenemos mucho tiempo.
Se volvió hacia los demás.
— ¿He de recordaros que si tocáis el cable al pasar por el agujero, os convertiréis en patatas fritas?
Se levantó un murmullo general de asentimiento.
— Está bien —continuó Tyler—. Estupendo; dirigios allí, esparcíos y, cuando dispare el primer tiro, tomadlo como la señal para eliminar a todos los lagartos que podáis hasta que se apaguen las luces. Luego agarrad a uno de los prisioneros y reuniros al borde de la pista de aterrizaje más cercana a la puerta. ¿Alguna pregunta?
No las hubo. Con cautela, la fuerza de asalto se arrastró debajo de la cerca, esparciéndose en la noche. Tyler fue el último en pasar.
Minutos después se agazapó entre las sombras, a unos setenta metros de distancia del gran voladizo de hormigón en la parte delantera del cuartel general. Aunque algunos coches estaban aparcados en los bordes, la parte central se hallaba vacía, formando una pista de aterrizaje para el avión Visitante.
Escudriñó con cautela la oscuridad que le rodeaba, pero no captó ningún movimiento que les traicionase. O la gente de Donovan era tan buena como afirmaban, o se habían perdido en la oscuridad. No había forma de estar seguro.
De pronto se oyó un grito procedente de los guardias Visitantes delante del cuartel general, y las hileras de tropas de asalto se apresuraron a ocupar sus lugares. Por encima, una mancha de luz brilló en la parte inferior de la Nave Madre, para luego, rápidamente, eclipsarse cuando el comparativamente pequeño vehículo de patrulla se deslizó por la rampa de lanzamiento, evolucionando hacia tierra sin el menor esfuerzo.
Muy bien, ya estamos dispuestos —pensó Ham, observando en plan de pruebas a través del estrellado punto de mira de su «M-16».
Segundos después, el vehículo de patrulla se dirigió silencioso hacia tierra, reflejando apagadamente el chorro de luces de la mansión. La portilla se abrió y salieron por ella Diana y Steven, seguidos por algunos de los prisioneros humanos con vidriosa expresión, escoltados por los soldados de asalto. Entre los primeros se encontraba Juliet Parrish. Martin iba a su lado. Mientras Tyler observaba, la rubia tropezó, y el oficial Visitante avanzó con rapidez para asirla por el brazo.
Ésta es la señal —pensó Ham, apuntando cuidadosamente.
Cuando apretó el gatillo, Martin se inclinó, aferrándose la pierna y arrastrando a Juliet consigo.
Sonó una andanada de disparos. Algunos guardias Visitantes empezaron a caer, y otros respondieron al fuego disparando a la oscuridad. Ham buscó rápidamente a Diana, pero no la vio.
¡Maldita perra escamosa, qué vida se pega…!
Pero siguió disparando. Cuando parecía que los guardias Visitantes se reagrupaban de nuevo, oprimió el botón del walkie-talkie.
— Muy bien, Ruby… ¡Ya puedes volar la instalación eléctrica!
Escuchó la débil explosión desde la sala de mandos del sótano, y las luces se apagaron. Tyler oyó el estallido de la puerta principal en el instante en que Donovan penetraba a través de la misma con el camión, para dirigirse al punto de cita.
Aislados disparos se oyeron a través de la noche en el momento en que Ham echó a correr por la pista de aterrizaje, deteniéndose en su camino para asir del brazo a un anciano de mirada vidriosa. (Sólo después, cuando Tyler miró en realidad al hombre, se percató de que había rescatado al alcalde de Los Ángeles.) Llevando a su tambaleante presa al lado, se encaminó hacia el camión, identificando su situación sólo por el sonido, pues seguramente Donovan no deseaba brindar a los Visitantes un blanco visual y, por ello, no había encendido los faros.
Al llegar al vehículo, deslizó su carga en la trasera del camión, viendo la rubia cabeza de Juliet Parrish, precipitándose a continuación en la cabina, al lado de Mike. El aire se llenó de la pulsación de las armas Visitantes. Donovan rodeó el camión, aceleró y salió a toda velocidad. Maggie y Elias, que aún colgaban de los raíles laterales, fueron rápidamente arrastrados a bordo por sus amigos rebeldes.
Tyler hizo una mueca de dolor cuando el camión rebotó al atravesar la puerta de guardia por el costado donde él se encontraba.
— ¿La hemos liberado? —gritó Donovan por encima del ruido del motor.
— Todo ha resultado tan suave como la seda, Gooder. Tu gente lo ha hecho muy bien.
Mirando por encima del periodista, Tyler captó el alivio que expresaba el rostro de Donovan, que resultó palpable incluso entre aquel apagado tono verde de las luces del salpicadero.
— ¿No te parece que deberías encender los faros? —le preguntó tímidamente.
— ¡Oh, sí…!
Donovan se apresuró a encender los faros del camión, mientras el pesado vehículo rociaba a lo largo de una carretera secundaria.
Ham sonrió.
— Ya que has conseguido adiestrar a ese montón de personas, reconocerás que todavía quedan algunos cabos sueltos, ¿no te parece?
— Mientras viva y respire, el Sobornador será un estudiante de la naturaleza humana. ¿Cuándo te decidirás a hacerte un psicoanálisis?
— Has de saber que cualquier agente que se haya dedicado a este negocio veinticinco años, debe ser un tipo muy observador. Si no lo eres, sobre todo de las personas, puede decirse que estás muerto.
— No acabo de situarte, Ham. A veces estás a punto de convertirte en un ser humano, pero luego sales de pronto con esa mierda racista, reaccionaria, de fanático, en suma, en mayores proporciones de lo que nunca haya visto, y me despistas de nuevo. ¿A qué se debe?
— Supongo que se trata, simplemente, de talento natural.
Ham percibió la rigidez de su propia voz, y Donovan tampoco la pasó por alto.
— ¿A qué le estás dando vueltas en la cabeza?
— Me preocupa Ruby.
— ¿Por qué? Si las cosas salen de acuerdo con lo planeado, no la relacionarán nunca con todo este follón. A fin de cuentas, trabajaba en el turno de noche para dejar limpio este lugar para los jefazos. Tenía pleno derecho a encontrarse allí.
— Lo sé, pero aún así me preocupa. Todo lo demás ha salido tan bien, pues no ha habido ni una sola baja, que no descansaré hasta saber que Ruby está también a salvo.
— Sí, ya sé a qué te refieres.
Ruby Engels avanzó con cautela a través del oscuro sótano, iluminándose con una linterna que había escondido en el cubo de la limpieza, junto con los explosivos plásticos y los detonadores. Ahora el cubo estaba vacío. Lo llevaba en la otra mano, pues no podía permitirse dejar ninguna prueba que permitiese identificar al saboteador.
Estaba ya al pie de los escalones del sótano, cuando la puerta se abrió con violencia y se encontró atrapada en el rayo de luz de una potente linterna de mano. Daniel Bernstein apareció en la parte superior de la escalera. Ruby pegó un salto, dejando caer el cubo y la linterna.
— ¡Vaya, muchacho, qué susto me has dado!
— ¿Qué estás haciendo aquí?
Ruby cojeó penosamente hacia las escaleras.
— Estaba limpiando en el vestíbulo principal, cuando se apagaron las luces. Me perdí, y antes de saber qué pasaba, me caí por esas escaleras. Casi me he roto el tobillo.
— Estás mintiendo —replicó Daniel, empezando a bajar por las escaleras—. Vi una luz de linterna por ahí. ¿Dónde la has escondido?
Ruby sintió pegajosos los sobacos mientras se esforzaba en no mirar hacia la linterna, a la que había dado una patada y escondido debajo de un recipiente de limpieza.
— No sé de qué hablas, muchacho… ¿Puedes echarme una mano para subir por esas escaleras? Ha sido una suerte que no me haya roto la pierna, ésa es la pura verdad…
— ¿No te conozco?
El joven arrojó el brillante haz de su potente linterna sobre el rostro de la mujer.
— Me pareces familiar…
Ruby cacareó con el toque justo de indecente familiaridad.
— ¿Conocerme? Cariño, sólo desearía que me hubieses conocido hace treinta años. No te he visto nunca. Me acordaría de un chico tan guapo como tú…
— No…
A la luz de la linterna, sus ojos se estrecharon.
— Yo sí te conozco…
Alargó la mano y la agarró por los hombros, sacudiéndola con fuerza.
— ¿Quién eres?
Mientras extendía la mano, agarró y ladeó la deshilachada peluca color platino que Ruby llevaba. Daniel afianzó entonces la mano y le arrancó la peluca, dejando al descubierto el recio cabello blanco de Ruby.
— ¡Ya sé! —graznó—. Ruby Engels, que vivía al otro lado de la calle… La vieja loca chismosa que se escapó y se unió a la resistencia, por lo menos eso dicen las habladurías…
Ruby se agarró a aquel pretexto.
— Sí. Me conoces…
— Y eres tú la que ha colocado la carga que ha hecho volar las cajas de la electricidad, ¿verdad? Cuando te entregue, me convertiré de nuevo en héroe.
— Muy bien, serás un héroe, y lanzarás todavía más deshonra sobre el nombre de tu abuelo. Déjame marchar, Daniel. Por él, incluso por ti mismo.
El joven titubeó, y Ruby creyó que veía la sombra de un dolor revolotear por su rostro al mencionar el nombre de Abraham Bernstein.
— No —replicó.
— Daniel —se acercó más a él, manteniendo una voz suave y engatusadora—. Te conozco de toda la vida. ¿Te acuerdas cuando venías a mi casa en aquellos tiempos en que cocía lebkuchen, y observabas a través de la puerta empantallada cómo los sacaba del horno? Solía decorarlos para ti como si fuesen pequeñas caras, Danny. ¿Recuerdas aquellas caras tan divertidas en los pastelillos de miel?
El rostro de Daniel reflejó su lucha interna.
— Entonces eras un buen muchacho, Danny. ¿Cómo has podido cambiar tanto? ¿Vas a traicionar a alguien que fue amiga de tu abuelo, que fue tan amable contigo? No lo creo.
Lentamente, pasó delante de él, mirándole hasta que le fue posible. Poniendo la mano en la barandilla, alzó el pie y comenzó a subir la escalera.
Un paso…, dos…
— ¡Alto! —su voz sonó insegura, y luego ganó en fuerza y convicción—. ¡Deténte! ¡Te lo advierto!
Tres pasos… ¡Oh, Dios mío, permite que me vaya, que pueda ver de nuevo a mis amigos! Permíteme contemplar el final de esto… ¿Habrán liberado a Juliet? Cuatro pasos…, cinco… ¡Por favor, Dios mío…! Seis pasos…
El disparo le dio en la espalda. Ruby jadeó, escuchando el latido del arma y, durante un interminable segundo, no pudo comprender por qué su mano ya no se aferraba a la barandilla, y por qué caía, caía…
Estoy cayendo…
Un lívido fuego se extendió por su espalda, mientras su cuerpo se retorcía. Luego comenzó a caer, inanimada, por la escalera.
No, por favor… Socorro…
Ruby cayó al suelo de cemento y se quedó allí tendida, aturdida, tratando de respirar pero incapaz de hacerlo. El dolor era demasiado intenso, demasiado profundo. Se estaba tragando al mundo y pronto se la tragaría también a ella. Era así de simple. Sentía que se precipitaba por ella, golpeándola con una fuerza tan elemental, que nada de lo que había sido Ruby Engels podía resistirse en su camino.
En un acto reflejo, trató de jadear, pero el dolor llegó antes que lo hiciese el aire, impidiéndolo, llevándosela con él, en una oscuridad donde no había lugar para nada, excepto para el dolor.
Cuando Daniel se inclinó sobre ella para llamar a sus amigos, ya había muerto.