CAPITULO X
Mike Donovan estaba tendido de bruces sobre la falda de una colina, dirigiendo el teleobjetivo de su cámara réflex de 35 mm hacia lo que había allá abajo: la Base Davis de la Fuerza Aérea, el Cuartel General del Mando Estratégico del Aire para California del Sur. Consiguió varias instantáneas de los centinelas Visitantes, que patrullaban por las entradas y perímetros de la base. De repente, un chorro de polvo se alzó a la distancia, y Donovan enfocó una larga limusina negra que se aproximaba.
Cuando el coche estuvo más cerca, vio que iban en él varios militares de alta graduación y que —entornó los ojos para distinguir— era conducido por un capitán.
Giró otra vez la cámara, enfocando de nuevo la base y se percató de algo interesante: los soldados de choque Visitantes, desparramados, avanzaron con rapidez por el interior del edificio y, de repente, aparecieron varios policías militares de uniforme que tomaban posiciones e la puerta de entrada. Donovan observó de nuevo la limusina, frunciendo, impotente, el ceño. La puerta estaba demasiado lejos de los del coche como para que pudiesen ver lo que sucedía.
El «Lincoln» se detuvo ante la puerta y salió el teniente coronel, haciendo ademanes dirigidos al interior del coche. Mike volvió a mirar con atención al hombre de edad que se hallaba dentro. Era un general.
Siguió observando y se sintió mal. Los centinelas quedaron desvalidos cuando los soldados Visitantes abandonaron el edificio, con sus pesadas armas preparadas. Ordenaron salir a todos los del coche y cuando el teniente coronel hizo un movimiento para sacar su arma, dispararon contra él sin vacilar lo más mínimo. El general, el coronel y el capitán fueron alejados de allí bajo vigilancia, mientras los PM, al mando de un soldado Visitante, recogían el cadáver del teniente coronel y se lo llevaban.
Donovan grabó todo el incidente en película, preguntándose, como lo había hecho muchas veces durante las dos semanas anteriores, si alguien vería todo cuanto iba recogiendo acerca de la ocupación de los Visitantes. Cambió la película, guardándose la ya impresionada en la seguridad de su chaqueta. Sus bolsillos estaban casi repletos con los carretes de película de vídeo: debía conseguir copias de las cintas y revelar pronto los carretes, pero no estaba muy seguro de cómo lo lograría. Se pasó la mano por su barba de una semana… Aún no era lo suficientemente larga como para desfigurarle las facciones.
Deseó que la barba le creciese más de prisa, o no haberse esforzado tanto, durante la primera semana, en afeitarse cada día. No había sido fácil. Había tenido que dormir en pensiones de mala muerte, en cines con sesión nocturna, una noche en un hogar para la juventud. Se dejó rodar de espaldas, permitiendo que el sol jugase con sus ahora sutiles rasgos, agradeciendo su calor. Llevaba sólo quince dólares consigo la noche de su correría en la Nave Madre, y el dinero se le había acabado en seguida. Durante los dos últimos días se había alimentado en las misiones y del auxilio social, y eso cuando había conseguido comer. Sospechaba que su raciocinio estaba un poco difuso a causa del hambre.
Cuatro días antes había ganado diez dólares trabajando para una mujer que vivía cerca de Eleanor. Arrugó la nariz. La única tarea que había podido ofrecerle era la de limpiar los establos situados en el patio trasero. La había aceptado, pero ahora debía lavar pronto sus prendas. De todos modos, siempre encontraría alguna lavandería con máquinas que funcionaban a base de monedas; por otra parte, sólo disponía de la ropa que llevaba puesta… Se imaginó desnudo, sentado en un banco de madera, observando cómo su ropa daba vueltas, y no pudo contener la risa. Pero aquella risa tenía un tono desesperado.
Se preguntó, tontamente, si Tony Leonetti habría conseguido escapar. No había visto a ninguna persona conocida, pero tendría que intentar establecer algún contacto. No podría permanecer así durante mucho tiempo.
Se rascó el mentón y luego sintió algo que le picaba en el muslo. Ya sabía lo que eran las picaduras de pulgas; lo supo cuando fue capturado e internado una corta temporada en Laos, pero apenas se había percatado de ellas entonces: las pulgas no eran nada comparadas con la disentería, los piojos y la tortura. Sin embargo, ahora aquellas cabronas le estaban enloqueciendo.
Debía correr el riesgo de telefonear a Tony. No había escuchado últimamente ningún informe que no fuese de Kristine —no creía que ninguna red de televisión emitiese informativos—, pero la situación era terrible, y cada día empeoraba más. Soldados Visitantes se hallaban estacionados en casi todas las esquinas de las calles. Otros pasaban el tiempo, junto con los «Amigos de los Visitantes», pegando carteles de propaganda en los que se mostraba a los Visitantes abrazando a ancianos o llevando bebés en los hombros. Los precios habían subido astronómicamente, y el toque de queda estaba aún en vigor. Donovan había entreoído en las pensiones ciertas habladurías respecto a que las fuerzas policiales actuaban sólo según órdenes escritas del alcalde, y a éste hacía ya más de una semana que no se le veía. Donovan se preguntó qué mano habría usado el alcalde para escribir aquellas órdenes, en las que se ordenaba a la Policía cooperar de cualquier forma con los soldados Visitantes…
Débilmente, se puso en pie, guardando la cámara en una arrugada bolsa de plástico, de compras. La cámara representaba su única esperanza de conseguir ayuda: había penetrado en la casa de Eleanor una noche, mientras ella y Arthur se encontraban hablando en la sala de estar con Steven. Había conseguido la cámara allí la noche en que la planta «Richland» había comenzado a fabricar los productos químicos «sustentadores de la vida» de los Visitantes. La cámara y algunos rollos de película —ahora ya usados— fueron todo cuanto tuvo la oportunidad de llevarse.
Arthur, al oír un ruido en la parte trasera, se presentó en el momento en que Mike poma una pierna en el alféizar del cuarto de huéspedes y estaba ya saliendo. El marido de Eleanor se había quedado en el umbral, con su mirada fija en la de Donovan, durante unos segundos que parecieron interminables. Luego, Donovan se forzó a moverse, esperando que de un momento a otro se produjese el grito que haría acudir a Steven y a los otros Visitantes. Pero el hombre no dio la alarma.
Con un suspiro, Donovan comenzó la larga caminata de regreso a la autopista principal. Si tenía suerte —y debía admitir que, pulgas aparte, hasta ahora había tenido una suerte increíble, puesto que se hallaba libre y sano—, podría regresar a Los Angeles haciendo autoestop avanzada la tarde. Luego intentaría conseguir unos cuantos dólares y quizá por la noche se arriesgaría a llamar a Tony…
Haciendo planes para pasar otra noche como fugitivo —planes que se habían convertido en su segunda naturaleza desde que andaba errante— Mike Donovan continuó su camino.
Apretando los labios, Juliet Parrish dobló una blusa y la tiró en la maleta abierta depositada sobre la cama. Dennis estaba sentado al otro lado de la habitación, lejos de ella, rehuyendo su mirada.
— ¿Te quedarás con tus compañeros en Manhattan?
La mujer tragó saliva, manteniendo firme la voz, con un esfuerzo que la hería.
— No, no puedo contar con ellos. Ahora es necesario un permiso especial para los viajes a larga distancia, y nadie en el mundo de la ciencia puede conseguir una cosa así. Será más prudente no pedirlo.
Cogió mecánicamente el cepillo del pelo y lo metió en la maleta.
— Además, tal vez sea mejor que no sepas adonde voy. Ya recoger el resto de mis cosas… No sé… cuando me sea posible.
La mujer respiró hondo y expelió el aire por la boca con lentitud, pero sin permitir que Dennis notase sus esfuerzos.
Dennis cogió una bolsa de tabletas «Hershey» —a Juliet le gustaba mucho el chocolate, era una de las primeras cosas que había descubierto cuando ella se había trasladado allí— y se la tendió.
— Toma, llévate esto… Yo no me lo comeré y, según dicen, es muy difícil encontrar cosas en las tiendas.
Casi a ciegas, tomó la bolsa de plástico, procurando no tocar los dedos del hombre. Él se trasladó hasta la cama, aunque siguió sin mirarla a los ojos.
— Creo que te pasas…
La mujer negó con la cabeza, mientras doblaba una falda.
— No, no quiero que pierdas más cosas por mi culpa.
— Pero, Juliet, no lo sabemos con seguridad.
La mujer se inmovilizó, conteniendo los sollozos y mirando directamente los morenos y bien parecidos rasgos del hombre.
— No, esto es lo realmente malo del asunto. ¡Son siempre tan condenadamente corteses!
Dejó caer la falda en la maleta sin mirarla siquiera.
— Pero lo sabemos, ¿no es así? Lo sabemos…
Él no respondió y, al cabo de un momento, Juliet se dio cuenta de que aguardaba la contestación de Dennis. Meneó la cabeza y se acercó para sacar su chaqueta del armario. Sin tratar de cambiar de tema, le informó de lo que había sucedido aquella mañana.
— Se trata de otra bioquímica… Phyllis, ¿te acuerdas de ella? Pues bien, hoy tampoco se ha presentado. Y nadie ha vuelto a saber más de ella. Igual que Ruth y los otros. En la Facultad de Medicina, las clases se han suspendido hasta la «resolución de la crisis actual». Ya que debo irme, lo mejor será que lo haga ahora.
— Tal vez Phyllis también se haya marchado —replicó Dennis, sin levantar la mirada.
Juliet observó su inclinada cabeza, resistiendo las ansias de tocar una vez más aquel sedoso cabello…
Se sentía absurdamente protectora hacia él, a causa de su ceguera.
— Dennis… ¿No has pensado que tal vez ella, y Ruth, hayan sido eliminadas?
Dennis se sintió incómodo, pero siguió porfiando.
— ¡Puede que sólo sean rumores, Julie!
Ella logró cerrar la maleta.
— ¿No te lo crees? ¿Debo quedarme?
Los segundos se arrastraron y luego escuchó su voz, tan baja, que hubo de esforzarse para entender sus palabras.
— Creo… que deberías hacer… cualquier cosa que te haga feliz…
Su voz se extinguió.
— No, Den —replicó, levantando la maleta—. A veces no puedes realizar las cosas que te harían feliz. A veces…
Se mordió los labios.
— A veces tienes que hacer cosas que te hacen desgraciada, pero que debes hacer.
Se volvió y, al hacerlo, la maleta le golpeó en las piernas, enfundadas en unos tejanos.
— Hasta pronto, Dennis —musitó.
Y salió.
Daniel Bernstein limpiaba con orgullo su arma Visitante y luego, tras tomarse una copa de borgoña, inspeccionó los resultados. La botella, medio llena, se encontraba a su lado en la alfombra. Alzó la mirada con interés cuando su padre conectó el televisor y la voz de Kristine Walsh llenó el cuarto.
— …y hoy se han producido unos incidentes menos violentos. Parece que en todas partes la gente empieza a presentarse ante las autoridades, si sospechan que alguien está involucrado en la conspiración. Esas tempranas advertencias pueden salvar innumerables vidas, y el Comandante Supremo encarece…
— ¡Maldita sea!
Encolerizado, Stanley apagó el aparato.
— Estoy cansado de su rostro y de oír sólo una versión de lo que sucede…
Daniel no entendía por qué su padre estaba tan alterado. Con cuidado, enfundó el arma y se sirvió un poco más de vino.
— La verdad es la verdad, ¿no crees?
— Entonces, ¿por qué no permiten contarla a los demás?
Stanley se quedó mirando, con cierta incredulidad, el nivel del vino en la botella.
— ¿No te parece que ya tienes bastante, Daniel?
Daniel observó la botella, como si esperase que respondiera por él.
— No —dijo al fin.
— Pues yo creo que sí.
Con gesto rápido, su padre alargó la mano y apartó de Daniel la botella y la copa. Su hijo lo miró hoscamente.
— Pero, Stanley, aún quedan los periódicos —intervino conciliadora Lynn Bernstein.
Bernstein padre miró con disgusto a su mujer.
— Sí. Es exactamente lo que ella dice, a veces palabra por palabra. Y no sólo eso… Es todo… Mira esas facturas… —Agarró un montón de facturas con las que Lynn estaba trabajando—. ¡Está subiendo el precio de todo! No podemos hacer una llamada telefónica a larga distancia sin un permiso, y cuando lo consigues, no puedes poner la conferencia…
Empezó a pasear de un lado a otro enfurruñado, ignorando a Daniel, que le observaba con interés.
— Y ya no estamos seguros ni siquiera en nuestro bloque de casas… Papá me contó que la hija de Maxwell, Polly, recibió una paliza en la escuela cuando su proyecto ganó el premio en ciencias. Eso es una locura… Y anoche, cuando pasó la furgoneta de los borrachos, éstos, aullando, le destrozaron una ventana con un ladrillo. Papá me contó que Kathleen había dicho que estaba mortalmente asustada. ¡Qué locura…! Eso es lo que es…
— Pero, Stanley, ya sabes que Robert es… —interrumpió la frase en son de disculpa.
— ¿Un científico? ¿Es eso lo que ibas a decir? Y bien, ¿qué pasa si lo es? Hemos vivido enfrente de ellos durante diez años, y seguro que nunca has conocido a un tipo tan estupendo. Es ridícula la idea de que Bob esté implicado en una conspiración… Todo este asunto es cosa de locos…
Stanley detuvo su paseo y respiró hondo.
— Siempre has dicho que esto pasaría.
Lynn se le quedó mirando con el ceño fruncido, observándole por encima de sus gafas de leer.
— Sí —suspiró Stanley—. Pues será mejor apresurar la cosa y pasar por ella antes de que nos hundamos. Quiero que todo vuelva a ser como siempre.
Lynn lanzó una ojeada a su alrededor.
— ¿Dónde está Daniel?
Bernstein hizo una mueca.
— No estará buscando un empleo, eso seguro…
Su mujer bajó la voz.
— Stanley, habrás de tener más cuidado con lo que dices delante de él.
— ¡Qué! ¿En mi propia casa?
— Pero él vive también aquí. Y ya sabes que colabora plenamente con… ellos…
Stanley hizo un ademán impaciente, aunque conciliador.
— Muy bien, muy bien… Lo sé. Pero no debería tener derecho a…
Lynn observó cómo brillaba su anillo de bodas. Su voz resultó suave al interrumpirle:
— He oído cosas…
— Rumores, querrás decir.
— Cosas, Stanley… Que un miembro de su grupo había…
Dio vueltas al anillo.
— ¿Qué había hecho? ¿Informar, quieres decir?
La mujer asintió.
— Sobre sus propios padres. Y luego desaparecieron.
Bernstein se frotó con fuerza el cuello, y luego se dejó caer en un sillón al lado de ella.
— Está bien, Lynn. No acabo de creer que Daniel…
Ella se estremeció.
— Yo tampoco lo creo, pero…
— ¿Te refieres a que tal vez nos haya denunciado…?
Trató de hablar con desenvoltura, pero incluso a sus propios oídos las palabras sonaron poco convincentes.
— No somos científicos, y no es probable que diga algo que…
Frunció el ceño, intentando recordar exactamente lo que había dicho. De pronto, se le secó la boca.
— Te has mostrado muy crítico. Acerca de ella…, de Kristine Walsh. Y de ellos. De los periódicos. Y también de él.
— Conforme, pero no creo que tenga que beber tanto. Parece como si cada vez que miro por ahí, el licor desaparezca más de prisa de lo que lo compro… Y con esos precios…
— Pero eso no es todo lo que has dicho.
— Lo único que he dicho es que ya estoy cansado de oír…
— Lo que has contado de una versión de las noticias. La de ellos…
— Sí, quería decir… que sólo escuchábamos una opinión. No, me refería a que…
Su voz se apagó y sus ojos erraron por aquella confortable estancia, como si fuese un lugar desconocido para él.
— ¿Crees que se habrá puesto en contacto con ellos?
Ambos se quedaron mirando el teléfono. En la casa había tres extensiones —una en el cuarto de Abraham, en la puerta de al lado, que hubieran oído si la hubiese usado—, pero las otras dos se encontraban en la cocina y en su dormitorio. En el otro lado de la casa. Bernstein trató de pensar, de calmarse. Cuando se hallaba en pleno esfuerzo, Daniel regresó a la sala de estar.
Lynn habló, en un patético intento de volver a la normalidad.
— Denny, querido, ¿dónde has estado?
Daniel se sentó en el sofá con el periódico, sin levantar la vista.
— En el cuarto de baño.
Stanley se volvió a su mujer y movió los labios exageradamente pronunciando apenas las palabras.
— ¿Crees que miente?
La mujer miró durante un segundo a Daniel, luego a su marido y al final se encogió de hombros.
Bernstein se retrepó en el sillón, procurando alejar de sí el miedo.
Es algo terrible. ¿Qué voy a hacer? ¿Qué me está sucediendo…?
Robin Maxwell caminaba despacio por la calle, con los brazos repletos de libros. Por lo general, sólo hacía sus deberes en casa para impedir que sus padres la reprendiesen, pero por la forma en que las cosas se estaban desarrollando, hasta sus libros de texto eran más amistosos con ella que la escuela y el barrio.
El único muchacho que conocía, y que no la trataba como si ella tuviese la peste o algo parecido, era Daniel. La boquita de Robin se estrechó: estaba furiosa con Daniel Bernstein. Éste había mencionado, delante de Brian, que el padre de Robin era antropólogo. Hacía ya varias semanas que no veía a Brian.
Robin se echó hacia atrás su negro pelo, y sus ojos color índigo aparecían agitados.
¡Maldita seas, Daniel Bernstein…! Aquel pelotillero debía de haber pensado que si alejaba a Brian de ella, Robin no podría volverse hacia otra persona que no fuese él. Pues bien, le haría reflexionar sobre todo aquel asunto, para estar seguro…
De no haber sido por la ausencia de Brian, Robin se habría sentido peor respecto a la situación en la escuela: pero incluso el dolor de ver cómo los chicos que había conocido de toda la vida la trataban como basura, no era nada ante el pesar que sentía cuando se acordaba de Brian. Sueños sobre aquel guapo Visitante atormentaban sus noches, y le rondaban por la cabeza todo el día. Cada vez que miraba hacia la gran Nave Madre suspendida en el cielo —y no se podía ir a ningún sitio desde donde no se le viese—, Robin pensaba en él.
Robin se hallaba tan profundamente absorta en sus visiones, Que apenas parecía estar en su casa. La voz de su padre la hacía salir de su soñar despierta, en el que Brian estaba en todas partes, rodeándola con sus brazos, sonriéndole: «¡Robin, vayamos al coche!»
Alzó la mirada y vio la rubia de la familia cargada con ropas, material de acampada y objetos de valor. Su padre arrastraba en aquel momento un gran fardo para colocarlo en la baca del vehículo.
— ¿Qué? —exclamó Robin, ausente—, ¿Dónde vamos, papá?
— A la cabaña del monte, cariño.
Maxwell dio el último estirón a los nudos y luego se buscó las llaves en la chaqueta. Robin miró más allá de él, al agujero cubierto con cartones que había sido su mirador.
— ¿Para pasar el fin de semana? —preguntó Robin, sabiendo que la respuesta sería negativa.
— Tal vez, cariño. Pero, probablemente, nos quedaremos allí durante algún tiempo. Tu mamá y yo te hemos hecho la maleta. Ya puedes subir, a menos que quieras darte un rápido baño.
— No —respondió Robin, sintiéndose ligeramente conmovida por dentro.
Si nos vamos, no volveré a verle más. Me moriré.
Dio unos cuantos pasos hacia el coche, pero luego, de repente, balbució:
— Pero yo no quiero ir a las montañas. ¡Por favor, papá! Aborrezco aquella cabaña. Es tan aburrida…
Los labios de su padre se convirtieron en una delgada línea, y Robin dio involuntariamente un paso atrás. Pero la voz de Robert careció de inflexiones:
— Entra en el coche, Robin.
Su madre abrió la portezuela del vehículo y lo desaparcó; sus verdes ojos mostraban una expresión amable, pero resuelta.
— Por favor, Robin, trata de comprenderlo. Están sucediendo muchas cosas. Un científico que trabajaba con tu padre ha sido detenido esta mañana, acusado de conspiración.
Polly sacó la cabeza por la ventanilla.
— ¡Creo que deberíamos quedarnos y luchar, papá! ¡No has hecho nada malo!
Kathleen se mordió los labios en silenciosa angustia, mirando hacia su hogar, pero luego alzó el mentón.
— No es tan sencillo, Polly.
— ¡Pero papá no es ningún conspirador! —gimió Robin—. Son esos otros…
Robert la fulminó con la mirada.
— Ellos tampoco lo son, Robin. Entra en el coche.
— ¡Pero todos mis amigos están aquí!
— Sí…
La voz de Polly reflejó sarcasmo.
— Especialmente, el que lleva uniforme rojo…
Robin se volvió hacia su hermana.
— ¡Cállate, Polly!
Luego se dirigió de nuevo a su padre:
Por favor, papá. Me podría quedar con Karen y su…
— Robin…
La muchacha no había visto nunca a su padre así.
— Ahora mismo…
Robin apretó impotente los puños contra sus libros de texto, mientras daba la vuelta al coche y abría con fuerza la portezuela. Subió al vehículo, ignorando tanto a Polly —que le sacó la lengua— como a su hermana mayor, y a Katie, que deseaba «sentarse en el regazo de su hermanita».
Robert giró la llave de encendido y puso la marcha atrás. Su tensión quedó reflejada en el rechinar de los neumáticos mientras aceleraba el motor. Kathleen reconoció a una figura que les observaba desde el otro lado de la calle, inclinado sobre un rastrillo, y saludó tristemente. El hombre le devolvió el saludo. Robert miró hacia su mujer.
— ¿Quién es?
— Sancho Gómez. Se presentó hará unos dos meses buscando trabajos de jardinería, y le contraté dos horas a la semana, los viernes. Trabaja para un par de familias en esta misma calle… Ha realizado una buena labor con las rosas… Robert frunció el ceño.
— Ahora me entero de que nuestras rosas necesitan cuidados.
— Fue cosa… de ellos…
Kathleen se apartó distraídamente el cabello.
— Sancho me contó hace un par de semanas que ya no podría quedarse más…, que sus otros clientes, entre ellos Eleanor Dupres, le habían dicho que si seguía trabajando para nosotros, ya no podría realizarlo para nadie más… ¿Y qué podía hacer? Ese tipo tiene mujer e hijos…
Maxwell asintió, envarado. Condujo en silencio durante unos veinte minutos, hasta llegar a las afueras de Los Angeles y ascendió por una pequeña loma. De repente, Polly señaló:
— ¡Mira, papá! Un control de carreteras…
Kathleen emitió un leve sonido, mientras miraba hacia la carretera, donde un vehículo de la patrulla de Visitantes había aterrizado en la autopista, bloqueando todos los carriles menos uno. Se veía una cola de automovilistas, parachoque contra parachoque. Dos coches blancos y negros de la Policía se hallaban a un lado de la carretera, con sus luces destellando, rojo-azul-rojo-azul-rojo… Un Visitante con casco de las tropas de choque estaba de pie ante el morro del vehículo de patrulla, con el cañón de su fusil levantado. Su casco se movió de un lado hacia otro mientras observaba a los agentes del Departamento de Policía de Los Angeles verificar los coches, de dos en dos.
Los dedos de Maxwell se envararon en el volante, y no se atrevió a mirar a su familia, temeroso de que viesen el miedo que reflejaban sus ojos. Sin decir una palabra, hizo girar la rubia, fuera de la calzada, puso el intermitente y luego, mientras los coches que llegaban iban finando, giró salvajemente el volante, efectuando un cambio de sentido.
No pueden haber bloqueado todas las carreteras —se dijo, para contrarrestar su creciente pánico—. Nos quedan las secundarias…
Diez minutos después se detuvieron al lado de la carretera, contemplando, consternados, otro control de carreteras ante ellos.
— ¡Otro! —exclamó rígidamente Kathleen.
— Papá, ¿por qué no te limitas a pasar? —le preguntó Robin—. No hemos hecho nada…
Polly dirigió a su hermana una fulminante mirada.
— Robin, verdaderamente eres una estúpida… ¿Es de nacimiento, o se debe al estudio?
Robin se quedó alicaída, mirando a su hermana; luego se encendió de ira.
— Dios mío, Polly, ¿cómo puedes ser tan rematadamente…?
— Cállate… —ordenó Robert, sin alzar la voz—. Tengo que pensar…
— ¿Por qué quieren que nos quedemos en la ciudad, mamá? —inquirió Polly.
— Porque así les será más fácil encontrarnos —contestó Kathleen.
— ¿Y para qué quieren encontrarnos…, a gente como nosotros?
— No lo sabemos, Polly…
Kathleen dirigió a Robert una rápida y temerosa mirada.
Unos gritos rompieron el silencio, y observaron cómo un hombre saltaba desde la parte posterior de uno de los coches parados ante la barrera, y echaba a correr frenéticamente por la carretera, delante de ellos. Horrorizados, vieron cómo el soldado Visitante apuntaba hacia la espalda del hombre y luego disparaba. Una pulsación sónica llenó el aire con un breve destello eléctrico de color azul, y luego se hizo perceptible el olor a ozono. El hombre dio unos pasos vacilantes y, a continuación, se derrumbó contra la portezuela del coche de Robert, con el angustiado rostro oprimiéndose durante un momento contra el cristal; luego cayó inerte en la carretera, dejando un rastro de saliva y de mocos en la ventanilla.
Los Maxwell quedaron paralizados, incapaces de moverse o pensar, mientras el soldado de choque Visitante y los dos policías corrían hacia el hombre caído. El Visitante llegó ti primero. Sin mirar siquiera a los aterrorizados Maxwell, empujó brutalmente el rostro del hombre contra la calzada. El primer policía apareció con las esposas. Oyeron al hombre gimotear mientras le esposaban los brazos por detrás, torciéndole la espalda, allí donde una quemadura negra delataba el impacto del arma alienígena.
Mareado, Maxwell reconoció aquella negrura grasienta de la ropa y la carne achicharradas, y comprendió, con terrible certidumbre, lo que le había sucedido a Arch Quinton. El otro agente de Policía se acercó y se quedó mirando al hombre herido con inexpresividad en el rostro; pero en sus ojos brillaba algo, que podía ser piedad.
— ¿Otro científico? —preguntó.
— No —respondió el agente de las esposas—. Estaba tratando de ayudar a alguien para saltarse el control de carreteras. Y eso, según mis instrucciones, les equipara a ellos. ¡De pie, bastardo!
Arrastró brutalmente al ahora gimoteante hombre.
— Tómatelo con calma, Bob —le reprendió el primer agente—. Estoy herido.
— Es culpa suya, Randy. Quería infringir las nuevas leyes, y debe apechugar con las consecuencias.
Randy echó un rápido vistazo al soldado Visitante, que se había puesto en marcha hacia el coche patrulla, asegurándose así de que el alienígena no podría oírle.
— ¡Vamos, Bob! ¡Esto es diferente!
— En absoluto…
El hombre fulminó con la mirada a su compañero.
— Un malhechor es siempre un malhechor, no lo olvides. No existe la menor diferencia, excepto los tipos que dan las órdenes.
Sin volverse otra vez para mirar, arrastró a aquel hombre, apenas consciente, sacándolo de allí. El agente llamado Randy se lo quedó mirando, para dirigir luego la vista hacia los Maxwell, obviamente turbado.
— ¿Y ustedes, van a seguir por la carretera? —preguntó, indicando las barreras.
— Hum… No… —respondió Robert, pensando aprisa, con un remedo de sonrisa en el rostro—. Imagínese que… mi mujercita ha olvidado la lista de la compra… ¿Puede creérselo? Tendremos que volver a buscarla.
Con el corazón amenazando salírsele del pecho, puso marcha atrás.
El agente se lo quedó mirando durante un segundo, y luego asintió tristemente.
— Sí, muy bien… Con los precios actuales, no se puede comprar sin una lista, desde luego…
Miró de nuevo al control de carreteras y después a los Maxwell.
— Será mejor que tengan cuidado…
Robert hizo retroceder el coche y luego le dio la vuelta, emprendiendo el regreso a la ciudad. Kathleen emitió una ahogada e histérica risa.
— ¡Mujercita! ¡Oh, Dios mío, Bob, qué…!
— ¡No empieces, Kathy! ¡Todos estamos haciendo lo mismo…!
Maxwell tragó saliva.
— ¿Dónde vamos a ir? ¿Quién nos ayudará? —gimoteó Robin.
Maxwell sintió unas ganas enormes de darle un azote o una bofetada, pero se contuvo.
No es culpa suya… Todo esto está más allá de su experiencia, y también de la nuestra —pensó.
— No lo sé, cariño —le contestó con tanta dulzura como le fue posible.
De repente, Kathleen se enderezó a su lado.
— Pues yo sí… Volvamos a casa, Robert.
Éste la miró con cierta curiosidad, pero obedeció, poniendo el intermitente y situando otra vez el coche en posición para tomar la salida de la carretera que llevaba hacia la casa que, hasta aquella mañana, había sido su hogar.