CAPÍTULO XV
La luz del día era ya sólo un distante resplandor por detrás de Robert Maxwell, cuando éste alzaba la caja de agentes químicos embotellados y luego inclinaba la cabeza debajo de una hundida viga. Moviéndose cautelosamente en la penumbra, siguió su camino a lo largo del antiguo túnel de la cloaca. El suelo estaba seco, pero arrugó la nariz ante algunos de los olores que el polvo levantaba a causa de las pisadas. Robin, que iba detrás de él, olisqueó audiblemente.
— Cómo hiede aquí, papá.
— ¿Qué esperabas, cariño? Es una red de cloacas abandonada.
— ¿Por qué no podemos llegar a ese edificio desde la superficie? —lloriqueó Robin—. Llevamos una semana. Estoy segura de que ya no nos buscan…
— No estés tan segura —replicó Maxwell—. Según los informes de campamento de las montañas, Sancho fue capturado en su camino regreso a la ciudad… ¡Pobre hombre! Si hubiera algo que pudiese hacer por él…
Se agachó para evitar una telaraña, observando al frente un distante resplandor.
— Ya llegamos al final, cariño.
— Estupendo…
A Robin no parecía convencerla aquello en absoluto. Maxwell frunció el ceño, luchando por no perder los nervios. La semana que permaneció en el campamento de la montaña había resultado infernal a causa de los interminables lloriqueos y quejas de su hija mayor. Varias veces, Maxwell se había alejado para no pegarle.
¿Por qué las adolescentes serán tan condenadamente egoístas? —se preguntó—. ¿Se trata sólo de mi hija o todas son así? Dios sabe que Polly tiene muchas más agallas que las que Robin haya jamás mostrado y eso que sólo tiene doce años…
Inmediatamente se sintió avergonzado de sus pensamientos. Polly había sido siempre la favorita de sus tres hijas, y Maxwell se sentía culpable cada vez que reconocía ese hecho. Había sido en parte aquella culpabilidad la que le impulsó a llevar a Robin consigo aquella mañana, además del convencimiento de que si no la distraía, intentaría algo descabellado. Robin nunca había tenido la virtud de prever las consecuencias de sus acciones, un defecto que enloquecía particularmente a Maxwell, puesto que era también uno de sus máximos defectos.
Los Maxwell emergieron del túnel y empezaron a abrirse camino por la alcantarilla sembrada de piedras, para acercarse a la puerta principal del cuartel general. Una centinela les observó complacida, aunque su mano siguió reposando en la culata de su pistola del «38» reglamentaria de la Policía, que llevaba en la cintura.
— Robert Maxwell. Ésta es mi hija, Robin. Del campamento de la montaña.
— ¡Hola, doctor Maxwell! Ya nos dijeron que venía. ¿Cuál es la contraseña, por favor?
Robert sonrió.
— Me gustaría saber quién se ocupa de esas cosas. «Yabba el Cazador Comevisitantes…»
La mujer se echó a reír.
— Sí, también a mí me gustaría saberlo. Debe de pertenecer a la generación de Robin. Me tienen que informar de este extremo.
Robin miró fríamente hacia delante. La guardiana se la quedó mirando y alzó una ceja interrogativa en dirección a Maxwell, quien se encogió, impotente, de hombros.
— Bueno, ahora que me encuentro aquí, me gustaría hablar con quien esté al mando. Averiguar qué puedo hacer para ayudar…
— ¿Sabe algo de carpintería?
— Todo lo más que he conseguido ha sido destrozarme el dedo gordo —replicó Maxwell.
— Vaya a ver a Juliet Parrish, está en el piso de arriba. Baja, rubia. Anda apoyándose en un bastón.
— Pues hasta luego…
Haciendo una indicación a Robin, Maxwell se encaminó hacia las escaleras.
En lo alto de las mismas, vio a una mujer que se alejaba de él, apoyándose en un bastón.
— ¿Juliet Parrish? —la llamó Maxwell, titubeante.
La mujer se volvió ante el sonido de aquella voz.
— ¿Miss Parrish? —repitió, dejando la caja de cartón con productos químicos que llevaba—. Robert Maxwell, antropólogo. Mi hija, Robin.
La joven se volvió para sonreír a Robin. Maxwell quedó sorprendió ante su juventud; parecía más o menos de la misma edad que sus ayudantas graduadas, es decir, veintitrés o veinticuatro años. Sin maquillaje, rubia, con el cabello cayéndole por encima de los hombros, una camisa abotonada y un suéter pardo. Sólo sus ojos azules, ensombrecidos a causa del cansancio, traicionaban una edad que nada tenía que ver con los años.
— Me alegro mucho de que se encuentre con nosotros, Mr. Maxwell —le dijo con una sonrisa.
— Robert, por favor… Mr. Maxwell es mi padre —repuso Maxwell, mirando a su alrededor—. Me han dicho que es usted la que organiza aquí las coséis.
Ella se echó a reír.
— Eso le dijeron, ¿eh? Pues ya ve con cuánta facilidad se engañan. Pero lo intento. Vamos, permítame que le enseñe todo esto…
La siguieron a través del polvoriento y arruinado interior de la vieja planta de reciclado de agua. Maxwell vio la «V» roja, símbolo dibujado con aerosol en varias paredes con la pintura descascarillada. Los sonidos de martillos y sierras trabajando llegaron a oídos de Maxwell. Varias personas tapaban agujeros en las paredes y en los suelos. Juliet habló fuerte para imponerse al ruido:
— Intentamos que este lugar esté lo mejor posible para traer a nuestra gente y equipo desde el campamento de la montaña. Queremos hacer habitable este lugar…
Se apartó ante una lluvia de yeso que caía por encima de sus cabezas. Una bombilla desnuda colgaba de un agujero en el techo.
— O, por lo menos, seguro…
Robert suspiró.
— No creo que ningún lugar sea ya seguro.
— Tiene razón —convino ella.
Una mujer, de cabello despeinado, asomó la cabeza por una de las habitaciones:
— ¡Eh, Juliet! ¿Dónde está la válvula de cierre de la entrada del agua?
Juliet hizo ademán de abrir las manos, con aspecto un tanto cansado:
— No lo sé, Louise. Prueba por ahí…
Señaló al otro lado del vestíbulo y se volvió hacia los Maxwell.
— Los servicios, se lo digo de pasada, están en la parte de allá del vestíbulo… Son un tanto pintorescos…
Sonrió tímidamente, apartándose, con una mano sucia, un mechón de pelo que le tapaba los ojos.
Robin hizo una mueca.
— Estoy segura…
Pasaron ante un cuarto en el que había un microordenador y un equipo de radio. Al pasar, Juliet hizo un ademán hacia todo aquello.
— Ésta es nuestra modesta BBC. La cocina está allí. Intentamos tomarnos de vez en cuando un tentempié y tener una hora para comer. Ten cuidado, Robin…
La muchacha se había acercado al hueco del ascensor.
— Esos agujeros…
— Sí —replicó Robin—, ya los veo…
Su voz expresó que también se había percatado de la suciedad, de las telarañas y de las cucarachas. Juliet se quedó mirando a Robert.
— No cabe la menor duda de que no se encuentra precisamente encantada de estar aquí.
Robert asintió.
— Sí. No es el «Galería», ¿verdad? La he traído porque pensé que, realmente, se iba a volver loca en el campamento de las montañas.
— Pobrecita…
Juliet miró la espalda de Robin mientras la chica, titubeante, observaba la cocina.
— Hay muchas más de su edad rondando por aquí.
Robert había metido la cabeza en el laboratorio.
— Veo que está ordenando todo… En el campamento de la montaña había algún equipo. Quedé impresionado. ¡Un microscopio electrónico! ¿Cómo se las apañan para conseguir cosas así?
Juliet sonrió y se encogió de hombros.
— Pues…, hemos pagado todo lo que tenemos. De una forma o de otra.
Alzó la mirada hacia Maxwell.
— No podemos dejar mucho tiempo allí los aparatos más sofisticados y difíciles de transportar. Debemos conseguir traerlos aquí. Siempre temo que sobrevuelen el campamento y se den cuenta de repente que no se trata en realidad de instalaciones para gente rica. —Le sonrió—. Todo esto me recuerda que venía usted con esos productos químicos. ¿Le importaría traerlos?
— Naturalmente que no —repuso Maxwell—. Ahora mismo voy por ellos.
Con la caja de productos químicos en los brazos, Maxwell siguió a Juliet al laboratorio.
— Déjelos aquí, por favor.
Señaló hacia una deteriorada mesa de laboratorio junto a un fregadero. Otras dos personas se atareaban en la habitación. Uno de ellos, un joven negro, alzó la mirada hacia Juliet.
— Juliet…, ¿dónde me dijiste que instalase este mechero Bunsen?
— Allí, Elias.
Designó un rincón de la mesa.
— ¿Has encontrado alguna bombona de gas?
— No ha habido problema.
Señaló con el mentón una bombona que se veía en una esquina, otro joven, blanco, de rizado cabello castaño y gafas, también levantó la mirada.
— Eh, jefa. ¿Dónde ponemos el esterilizador?
— Allí, debajo de los armarios.
Se volvió hacia Maxwell.
— Doctor Maxwell, me gustaría que conociese a Elias y a Brad. El doctor Maxwell es antropólogo.
Asintieron complacidos. Maxwell echó un vistazo al laboratorio, contemplando, con una tímida y placentera sonrisa, que era, con mucho, la sala más limpia que había visto en el complejo. Juliet Parrish, al parecer, había concedido al respecto todas las prioridades.
Louise, con su cabello festoneado de telarañas, entró en el cuarto.
— Juliet, no encuentro la válvula de cierre del agua…
Juliet hizo un ademán a Maxwell, como diciéndole: «¿Qué puedo hacer?»
— Ahora lo miraré, Louise.
Fuera del laboratorio, Juliet divisó a Robin Maxwell, de pie en un rincón, levantando la mirada hacia una rendija por donde entraba el sol en una de las entabladas ventanas. Algo en la expresión de la chica le recordó a Julie la de Algemon poco antes de la hora de comer. Se mordió los labios. Deliberadamente evitó pensar en el college, en el doctor Metz, o en Ruth…, o en Ben…, o en Denny. Juliet trató de aliviarse la tirantez que sentía en la garganta, mientras buscaba una llave inglesa para encaminarse al almacén, donde había algunas tuberías. Con toda seguridad, tanto la cañería del agua caliente como la válvula de cierre deberían encontrarse allí.
Juliet comenzó a apretar la válvula de cierre con la llave inglesa. De pronto, la tubería que corría por encima de su cabeza comenzó a verter agua sucia, mientras la presión hacía estallar la vieja válvula. Juliet jadeó entre aquella agua sucia: necesitaría tomar otro baño cuando terminase con aquello, y sus suministros de agua corriente eran tan limitados… Frustrada, volvió a colocar la llave inglesa en la tuerca, apretándola con rápidos y furiosos tirones, pero el agua la hacía resbaladiza, y la herramienta perdió su agarre y se soltó, dándole un golpe tan fuerte en los nudillos, que hizo a Juliet ver las estrellas.
Mientras su respiración se convertía en sollozos de furia, Juliet intentó de nuevo, sólo para que aquella maldita cosa le siguiese arañando la piel de los llagados nudillos. Juliet gritó de dolor y tiró la herramienta, asiéndose la lastimada mano.
— Juliet, cariño…, ¿estás bien?
Se trataba de Ruby Engels. La anciana asomó por el umbral, y luego, al ver las lágrimas de ira de Juliet, se acercó, cerrando la puerta detrás de ella.
— Estoy bien, Ruby —respondió Juliet. Hizo un ademán hacia la goteante cañería y meneó la cabeza.
— Claro que estás bien, Juliet —siguió Ruby, colocándole los brazos a su alrededor—. Pero no debes seguir forcejeando, con esa cadera aún lastimada… Buscaré a alguien que nos ayude.
Juliet se abrazó a ella, derrumbándose por completo ante aquella voz que traslucía simpatía.
— ¡Oh, Ruby! ¡No puedo hacer frente a esto! Casi siempre que hay algo que hacer, no aparece nadie que quiera o pueda llevarlo a cabo… ¡Mírame!
Se apartó del rostro el negro cabello.
— Tendré que darme otro baño…
Se estiró el borde de su mojado suéter.
— ¡Se supone que soy una científica, Ruby! Una doctora, algún día tal vez una investigadora bioquímica… ¡Pero no una fontanera! O… una especie de jefa de la guerrilla.
Sorbió y se limpió la nariz con la empapada manga.
— Todos creéis que puedo hacer frente a todo, pero…
— Sí…
Ruby la abrazó de nuevo, dándole golpecitos en la espalda.
— Lo sé. Estás tan asustada y tan desanimada como todos los demás.
Juliet hipó ligeramente mientras cesaban sus sollozos.
— Más…
Ruby le acarició cariñosamente el húmedo cabello.
— En estos tiempos, hay que buscar las almas de los hombres…, y de las mujeres también… Pues te diré por qué todos te miramos. Porque tienes un talante natural para la tarea, y lo vemos así, aunque no lo consigas… Eres una líder innata.
— Pues yo no me siento de ese modo —replicó Juliet, alzando la cabeza.
— No tienes que hacerlo. Limítate a confiar en tus instintos y en tu despejada mente. Cree en ti misma como hacen los demás.
Juliet respiró hondo aunque vacilante….
— ¿Y si no puedo acabar de confiar en mí misma?
Ruby se encogió de hombros, asumiendo sus modales de «mamá jiddish».
— Pues entonces, fíngelo. No notaremos la diferencia…
Juliet se echó a reír, su primera risa genuina desde la muerte de Ben. Ruby le devolvió la sonrisa.
Más tarde, aquella misma noche, Juliet escuchó la voz triunfal de Elias que gritaba su nombre:
— ¡Juliet! ¡Eh, Juliet! ¡Entrega especial! ¡El espécimen previsto!
La mujer salió cojeando de la pequeña habitación que empleaba como despacho-dormitorio, apoyándose en el bastón. Elias entraba por el vestíbulo, acompañados por sus amigos los «Angeles». Los miembros de la pandilla callejera transportaban algo alargado, voluminoso y rojo: al cabo de un segundo, Juliet se percató de que su carga era un soldado Visitante, con un cubo de la basura encima de la cabeza. Brad y Roben Maxwell se unieron a ellos.
Las piernas con botas dieron una patada al alienígena cuando le pusieron de pie. Con un «¡Arriba…!», Elias le quitó el cubo de la basura.
— ¡Cuidado con su arma! —gritó Juliet.
Rápidamente, Brad agarró la pistola del alienígena y la tiró al suelo El Visitante se tambaleó, alzó una mano hacia su recio cabello castaño, volviéndose a inspeccionar el variado abanico de armas que le apuntaban. Juliet jadeó al reconocerle… Se trataba de Mike Donovan, el cámara…
— ¡Maldita sea, estúpidos!
Entumecido, apartó los dedos del lugar en que la basura se le había vertido; luego, al ver la mancha roja en su mano, su boca se retorció sardónicamente.
— ¿Alguien tiene una venda?
— No habla como ellos —comentó Robert Maxwell, con el bate de béisbol aún preparado.
— No es uno de ellos —explicó Juliet—. Pero puede tratarse de un simpatizante. ¿Dónde lo encontraste, Elias?
— En un callejón, a un par de manzanas de aquí. Erraba por allí, al parecer en solitario, por lo que yo y los «Angeles» decidimos que sería un perfecto espécimen para tu laboratorio. Difícilmente se les ve si no es por parejas.
Al parecer, las palabras de Juliet habían penetrado en la mente de Donovan, que se dio la vuelta hacia ella, con tanta rapidez, que se tambaleó nuevamente.
— ¿Simpatizante? ¿De dónde habéis sacado esa estúpida idea?
Juliet se dirigió más al grupo que directamente a él.
— Conoce a Kristine Walsh. Debemos tener cuidado con él. Podría tratarse de un espía.
Se volvió hacia el atontado Donovan, que se recuperó al cabo de un momento.
— No debo quedarme para soportar todo esto… ¿Quién está aquí al mando? Brad se encogió de hombros, aunque sin bajar el cañón de su arma dejar libertad de movimientos a Donovan.
— Supongo que ya te imaginarás que es ella…
Apuntó con su mentón a Juliet, quien vestida con un chándal de un rojo oscuro, con el cabello aún enmarañado tras su batalla con la cañería, parecía más joven que de costumbre.
— ¿Quién? ¿Ella?
Donovan ladró una breve e incrédula risa.
— ¿Esa chiquilla?
Maxwell sonrió e hizo una mueca a Juliet.
— Una chiquilla muy lista, diría yo…
Ella le devolvió la sonrisa con otra más bien apagada, antes de dirigirse al indignado Donovan.
— ¿Quiere la venda ahora, Mr. Donovan? ¿O prefiere seguir sangrando?
Limpiándose restos de café molido de los manchados hombros del uniforme Visitante, Donovan la siguió al laboratorio. La mujer le indicó un taburete mientras se lavaba las manos; luego, cuando se sentó allí, se acercó, cojeando, con un desinfectante en la mano. Donovan la miró incrédulo.
— ¿Tiene que andar con un bastón?
— Sí —respondió la mujer, apartándole el pelo con rápidos y eficaces dedos e inspeccionando la herida.
— ¿Ha resultado también herida?
— Sí —Humedeció con desinfectante una torunda de algodón.
— ¿Dónde consiguió ese uniforme?
— Los vendían…
La mujer le apretó la herida.
— ¡Ay! ¡Lo ha hecho adrede!
— Claro que no… —replicó fríamente Juliet, frotándole otra vez—. Estése quieto.
— ¿Es usted doctora?
— Más o menos… —respondió ella, dándole otro apretón, y sujetando a Donovan la cabeza con una mano, cuando éste se movió, siseando.
— ¡Qué confortante…! ¡Ay! ¿No tiene un poco de novocaína?
— Sí, pero debo ahorrarla. Si no se está quieto… —le dijo Juliet, inspeccionando el chichón y frotándolo de nuevo—. ¿Cómo consiguió el uniforme?
— En la Nave Madre. Mi socio… ¡Ay, maldita sea! Tony y yo íbamos a dirigirnos allí para inspeccionar, pero nos dejaron sin sentido con una de sus armas. Cuando me desperté, dos de los Visitantes me ayudaron a escapar. Uno de ellos era un tipo al que ya conocía, llamado Martin, y la otra, una mujer, Barbara. Me dieron el uniforme y me explicaron que me iban a sacar con una lanzadera. Subí a bordo y, cuando llegué aquí, robé un camión y lo estrellé contra una barrera. Las cosas se pusieron feas durante algún tiempo, pero conseguí burlar los controles en las afueras de la ciudad. Empecé a errar por ahí, buscando un cuartel general que, según había oído, se encontraba en el centro de la ciudad…
— ¿Con ese uniforme? Ha sido una locura, Mr. Donovan. Elias y los «Angeles» le podían haber matado de haberse encontrado en otro estado de ánimo…
Le frotó de nuevo el corte, pensativa.
— Esa explicación acerca de su huida me hace pensar en que todo sea un montaje.
— No lo creo así… ¡Maldita sea…! ¿Dónde quiere ir a parar?
— ¿Y por qué no lo cree?
— Porque… parecían condenadamente sinceros, hablándome acerca de una especie de quinta columna organizada dentro de los Visitantes… Explicaron que no eran muchos, pero que no todos estaban de acuerdo con los planes de sus dirigentes respecto a nosotros… ¡Ay!
Se apartó.
— ¡Ya es suficiente! ¡Maldita sea, me está torturando igual que Diana tortura a nuestra gente en la Nave Madre…!
— ¿De veras? —preguntó Juliet sin mostrar demasiada sorpresa.
— Sí. Al parecer, esa zorra les da patadas.
Sintió que le punzaban en la cabeza.
— Eso de deslizarse en la Nave Madre no debe de ser fácil —observó Juliet—. ¿Por qué lo intentó?
— Estoy sumamente motivado…
La miró con furia.
— ¿Por qué lo hizo?
Sus preguntas eran amables, pero inexorables.
Con una apagada maldición, se volvió hacia ella.
— Porque mi hijo Sean está a bordo de la Nave Madre, junto con mi ex mujer y mi socio, y Dios sabe lo que les va a suceder… Lo mismo que a la demás gente de San Pedro. Se llevaron a todos los habitantes de esa ciudad y los transportaron a la Nave Madre de Los Angeles…
— ¿Y debo creer todo eso? —le preguntó Juliet en voz baja, mirándole con fijeza—. A fin de cuentas, parece usted tan terriblemente sincero…
— ¡Es la verdad!
Con una breve y amarga risa, Mike Donovan alzó las manos.
— Me voy…
Se volvió para hacerlo, pero en el mismo momento en que salía por la puerta del laboratorio, Brad movió su fusil, y el aire se llenó con un chasquido de navajas y un ruido de cadenas. Mike Donovan titubeó y se cubrió con las manos en actitud defensiva. Juliet salió también y se situó a su lado.
— Yo no lo haría, Mr. Donovan… Andamos bastante escasos de vendas…
Hizo una breve pausa, y luego, mientras Mike se enderezaba con lentitud, continuó:
— Debe comprender nuestro punto de vista, Mr. Donovan. Usted fue de los primeros en subir a bordo de su nave, y trabajó íntimamente con ellos durante algún tiempo; hace unas noches se vio con Kristine Walsh…
Donovan se volvió, completamente sorprendido. La mujer asintió.
— Y ahora aparece por aquí, escapado de algún sitio, cuando hasta ahora no ha podido huir nadie…, y llevando ese…
— ¡Maldita sea! ¡Ya sé lo que llevo puesto! ¿Cómo se enteró de lo de Kristine?
— Porque me encontraba allí. Afuera. Vigilando.
— Buena eres tú para acusarme de espía…
La mujer asintió.
— Sí, lo vi todo.
— Entonces, ¿por qué demonios no gritaste para avisarme?
— No estaba del todo segura de si se trataba de una trampa, ni de qué lado estaba realmente usted.
Mike se la quedó mirando, con sus ojos verdes ahora muy serios.
— Me encuentro del lado bueno, muchacha. Puedes creerme.
Se produjo una larga pausa, y luego, finalmente, Juliet asintió:
— Está bien. ¿Por qué no nos cuenta lo que sabe?
El grupo se reunió en la zona de conferencias, y Donovan se colocó frente a aquellos rostros en los que se reflejaba aún la sospecha.
— ¿Vio alguno de vosotros la emisión interrumpida la noche en que los Visitantes declararon la ley marcial?
Se produjo un murmullo general de asentimiento.
— Pues bien, supongo que, indirectamente, soy el responsable de esa acción… aunque sospecho que, de todos modos, llegado el momento, también la hubiesen llevado a cabo. Aquella noche conseguí subir a bordo de la Nave Madre. Filmé a Diana y a Steven, uno de sus lugartenientes, comiéndose enteros animales tan grandes como un conejillo de indias. No son humanoides. Son reptiles de alguna clase, provistos de unas magníficas máscaras para ocultar sus rasgos alienígenas. Hasta anoche, creía que todos eran igual de feos también por dentro… diabólicos, tal y como se aparecían a mis ojos en su exterior. Pero aquella noche, dos de ellos, Martin y Barbara, arriesgaron sus vidas para que Pudiera salir de la Nave Madre y regresara aquí… Por eso, ahora creo que no todos son iguales… Éste es, en resumen, el núcleo de la cuestión.
Unos murmullos excitados —en los que se mezclaban a partes iguales la creencia y el escepticismo— se difundieron en cuanto Donovan acabó de hablar. Elias hizo oscilar una excitada mano.
— ¿Reptiles? ¿Estás seguro, tío? ¿Qué aspecto tienen?
Donovan hizo una mueca.
— No soy un artista, muchacho…
— ¡Pero Roger sí lo es!
Una negra hizo adelantarse a un hombre de cabello oscuro.
— ¡Vamos, Rog!
Trajeron un trozo de tiza de alguna parte. En respuesta a la descripción de Donovan, Roger comenzó a dibujar en el muro de cemento. Mike le contempló admirado, con un escalofrío de reconocimiento a medida que tomaban forma los rasgos de reptil que ya había entrevisto dos veces (la segunda vez, poco antes de su captura en «Richland»). Mientras Roger dibujaba, Donovan continuó facilitando un de tallado resumen de la conducta de los Visitantes.
— ¿Algo así? —preguntó Roger, mientras daba un paso atrás.
— Sí…
Donovan asintió, con admiración.
— Tendría que ver mi cinta para comprobar cada uno de los detalles, pero se parecen bastante.
— ¿Y dónde tiene esa cinta, Mr. Donovan? —preguntó Juliet—. La emplearemos para nuestros estudios. Aunque precisaríamos, en realidad, de un herpetólogo. ¿Conoce alguien a uno?
— ¿Herpetólogo?
Elias hizo rodar sus ojos con fingido horror.
— No me digas que estás enferma, mamaíta…
En medio de las risas generales, Robert Maxwell admitió que tenía ciertos conocimientos de paleontología y algunos también de biología animal.
— Pero…, ¿unos reptiles que vuelan en navíos espaciales? —preguntó Brad—. ¡Qué locura! Los lagartos son estúpidos… Yo solía tener un camaleón como animalito doméstico, y, en comparación, me hacían pensar que un gato era un auténtico genio…
— ¡Los gatos son listos! —se enfadó Louise, que había adoptado un gatito extraviado, a los pocos días de trasladarse al viejo edificio.
— En realidad, no es una locura, Brad —le explicó Maxwell—. Podía haber sucedido incluso aquí en la Tierra.
— ¿Qué? —se extrañó Donovan.
— Hasta hace unos sesenta y cinco millones de años, al final del período cretácico, los reptiles gobernaron el planeta. Habían estado evolucionando y cambiando durante millones de años…, muchísimo antes de que hubiese aparecido el hombre. ¿Quién sabe en qué habrían evolucionado finalmente? Pero, entonces, según muestran las evidencias geológicas, un meteoro —en realidad uno muy grande— chocó contra la Tierra, probablemente en algún lugar del océano. Su impacto introdujo una confusión en el medio ambiente, destrozando sin duda la cadena alimentaria. En primer lugar, elevando la temperatura y luego originando tanto polvo que todo el planeta quedó oscurecido durante un par de años. En definitiva, nadie sabe si esto elevó la temperatura, a través del efecto invernadero, o la hizo bajar, al bloquear los rayos del sol. Pero, de cualquier forma, el impacto probablemente contribuyó a eliminar a la mayor parte de la población de reptiles, permitiendo a los mamíferos, es decir, a nosotros, conseguir la primacía.
— ¡Espere un momento, doctor!
Elias meneó la cabeza.
— ¿Cómo diablos sabe todo eso, si ocurrió hace tanto tiempo?
— Iridio —explicó Juliet.
— Eso es, el iridio. Se trata de una sustancia muy común en los asteroides y, comparativamente, muy rara aquí, en la Tierra. Las capas de sedimentos en torno a la Tierra muestran más cantidad de iridio en los suelos de los estratos pertenecientes a hace sesenta y cinco millones de años. El impacto del asteroide ha sido, pues, aceptado como un suceso auténtico; lo que aún se sigue discutiendo es cómo afectó a la ecología de aquella época…
Elias pareció muy impresionado, a pesar de sí mismo.
— Así que está diciendo que tal vez ese meteoro caldeó el lugar y esos reptiles ya no pudieron apañárselas…
— Aquí, en la Tierra, los reptiles son de sangre fría, Elias —contestó Juliet—. Su metabolismo interno no puede acomodarse para hacer frente a grandes variaciones de temperatura, como lo hace el metabolismo de los mamíferos.
— ¡Eh!
Elias chascó los dedos.
— Pues lo que debemos hacer es emplear miles de barbacoas a la vez y, ¡pum!, esos reptiles se convertirían en patatas fritas…
Todos se echaron a reír. Maxwell movió la cabeza, sonriente.
— Me temo que no sea tan sencillo. ¡Ojalá lo fuera! El calor extremo, probablemente los alejaría; pero el único problema es que, con su tecnología, deberíamos mantener el planeta tan caliente que, tal vez, también nosotros nos freiríamos. Además, el generar calor con tanta rapidez nos llevaría a una especie de holocausto nuclear.
— Entonces, olvídelo —repuso Brad—. Matar a toda la raza humana para lograr desembarazarnos de los Visitantes está fuera de toda cuestión.
— ¿Y qué pasa con el frío? —preguntó Louise—. Aquí, en la Tierra, los reptiles no pueden resistir el frío.
— Esos chupones probablemente podrían hacerlo —explicó Caleb Taylor—. El que me rescató a mí resistió más de doscientos grados bajo cero.
— Esas pieles falsas deben de actuar como aislantes —concedió Donovan—. Además, el uniforme me ha hecho sudar. El tejido es superábante. Tal vez eso explique cómo pudo hacerlo.
Pensó durante un momento.
— Mantienen la Nave Madre tan débilmente iluminada… Una luz muy brillante, ¿llegaría a cegarlos?
Juliet asintió.
— Eso podría resultar una sugerencia muy práctica, la más práctica se nos ha facilitado hasta ahora. Pese a todo, no sería más que una estrategia parcial; necesitaremos soluciones más efectivas y duradera que ésa…
Todo el mundo murmuró su asentimiento. Juliet apoyó el mentó en su mano, pensativa.
— Esos alimentos que ha descrito Mr. Donovan parecen consecuentes en relación con la bioquímica de los reptiles, tal y como la conocemos. Me pregunto si existiría un procedimiento para envenenar, de alguna forma, su fuente principal de alimentación. Si localizásemos dónde la guardan…
— Sí —convino Robert Maxwell—. Pero deberíamos desarrollar Un veneno que no matase al animal huésped. Los reptiles prefieren animales vivos o recién muertos…
— ¿Y qué hay de esa forma de esparcir veneno que he descrito? —preguntó Donovan—. Creía que las serpientes mordían, pero esos tipos no tienen colmillos para inyectar el veneno.
— Es muy corriente en la Tierra que los reptiles escupan su veneno —replicó Maxwell—. Además, es probable que se trate de un vestigio conservado de tiempos más primitivos.
— Es casi mortal —respondió Mike, pensando en cómo Tony había quedado cegado—. ¿Se podría conseguir un antídoto?
Juliet se encogió de hombros.
— Es posible. Los procedimientos para crear antídotos están estándarizados, pero necesitamos cierta cantidad de veneno.
— Estupendo —replicó, sardónico, Robert—. Tendremos que añadir eso a la lista de la compra. ¡Deberemos conseguir a uno de esos tipos para que Juliet lo examine!
— Sí… —suspiró Juliet—. Si querer fuese poder…
Intercambió una rápida mirada con Ruby, que se enderezó con una súbita decisión.
— ¿Sabes lo que deberíamos hacer? Perfilar bien nuestro plan total de resistencia.
— Buena idea —convino Robert.
— Veamos…
Comenzó a numerar los puntos con los dedos.
— En primer lugar, determinar la actividad de los Visitantes a través de todos los medios que podamos. Eso significa métodos directos y una resistencia pasiva, como, por ejemplo, enlentecer el trabajo de las fábricas y cosas así… En cuanto a los métodos más directos, no pueden tener una cantidad ilimitada de vehículos. Esas cosas suelen estar sin vigilancia en las esquinas de las calles…, algunas veces durante horas. Tendremos que aprender a averiarlas de alguna forma.
Un murmullo general de asentimiento llenó la habitación.
— En segundo lugar, hemos de averiguar cuáles son sus objetivos ocultos —continuó Juliet.
— ¿Ocultos? —preguntó Brad.
— Eso es —intervino Donovan—. Hasta ahora nos han mentido acerca de casi todo. Están vertiendo en la atmósfera los supuestamente imprescindibles productos químicos, por lo menos así lo hacen aquí, en Los Angeles.
— Y han lavado el cerebro de muchísimas personas con ese proceso de conversión —siguió Juliet—. Necesitamos averiguar más acerca de ello. Y más aún, respecto a lo que ya han conseguido en tal sentido.
Donovan agitó la mano, solicitando atención.
— Cuando estuve allí prisionero, Diana les dijo que me llevasen a lo que denominó «Area final», sea eso lo que fuere… El Visitante me ayudó a salir, Martin, preguntó a Diana por qué no me convertía… Me pareció una especie de desafío. En primer lugar, Diana le dijo que convertirme llevaría demasiado tiempo…
Se mostró un poco vergonzoso.
— Parece ser un falso lugar común el que soy tozudo y cabezota…
— ¡Oh, no puedo llegar a imaginármelo! —respondió Juliet, con un guiño.
Las risas levantaron ecos en toda la habitación.
— Sí… Bueno, de todos modos, después de que Martin le hubiese arrojado el guante, Diana cambió de opinión y le dijo que me encerrase, y así fue cómo, más tarde, pudo sacarme de allí. Por tanto, el éxito de su proceso de conversión depende del individuo de que se trate. Martin me explicó que si Diana necesitaba información, la podía conseguir a través de medios más corrientes…, como la tortura. Habían atado a un infeliz en una silla, y se estaban preparando para emplear en él algo parecido a un soplete en miniatura…
Murmullos de horror llenaron la estancia. Donovan se encogió de hombros.
— Supongo que el mensaje es el siguiente: no caigas en sus manos, si te es posible evitarlo. No se andan con chiquitas. Debemos considerar también la posibilidad de entrar en contacto con otros Visitantes que sean como Martin, opuestos al plan de su líder, sea cual sea éste, aquí en el Planeta.
— Sí —convino Robert Maxwell—. Y, en tercer lugar, deberíamos analizarlos físicamente. Lo cual nos lleva de nuevo al hecho de que necesitamos un espécimen.
— También deberíamos divulgar la verdad acerca de su naturaleza de reptiles —indicó Juliet—. A la mayoría de la gente le horroriza las serpientes y los lagartos…; por injusto que esto sea con nuestras criaturas de la Tierra, ello probablemente actuará a favor nuestro. Y para eso necesitaríamos la cinta de Mr. Donovan.
— Conforme —convino Mike.
Ruby Engels habló por primera vez:
— También deberíamos hacer circular el rumor de que se han llevado a personas de ciudades enteras y de que las están torturando. La mayoría de la gente aún sigue creyendo que si no son científicos, no tienen nada que temer…
— Sí —repuso Elias, con el dolor reflejado en el rostro—, ante un pensamiento así es fácil echarse atrás. ¡Conseguiremos que todos nuestros compañeros conozcan la verdad!
— Y, en último lugar —prosiguió Juliet—, y esto es lo más importante de todo, debemos entrar en contacto con otros grupos, en otras ciudades…, en todo el mundo.
— Eso es —afirmó Donovan—. Seguro que los hay… Hay que eludir los medios ordinarios de comunicación. Sabemos que llevan en los bolsillos unos detectores…
— Exacto… Y una vez consigamos un procedimiento para hablar entre nosotros, conseguiremos organizar unos planes coordinados para desembarazarnos de ellos. Es nuestra única posibilidad de vencer…
Todo el mundo asintió, y los murmullos de conformidad llenaron de nuevo la sala.
— Y ahora —siguió Juliet—, elaboremos una lista de objetivos locales. Mañana mismo comenzaremos a realizar, abiertamente, nuestros primeros movimientos.