Todavía no nos pide mayonesa
Todavía no nos pide mayonesa
L GATO NEGRO de casa de mi madre, como es de peluche, tiene de bueno que no hay que complacerlo a la hora de la comida. Fina mi hermana no le tiene que dar acedías y jamón serrano como le exige su gato Albero, o como yo tengo que buscar todas las delicadezas que Remo impone. Ante las que siempre acabamos claudicando. Porque tanto maúlla para conseguir su comida preferida, que Isabel dice:
—Anda, anda, pártele un poco de lomo de pescado a Remito, porque este gato es capaz de pedir la hoja de reclamaciones e ir a protestar a la Oficina de Defensa del Consumidor si no come bien…
Remo empezó comiendo solamente jamón de York cuando llegó a casa y ahora toma hasta caviar. O al menos sucedáneo de caviar. Y mojama también le he dado alguna vez. Y lomos de merluza. O de acedías, como a su primo Albero. Y gambas. Y bacalao. Le encanta el bacalao, oler cualquier cacharro de la cocina donde Isabel haya puesto el bacalao en salazón para desalarlo, beberse el agua salobre como si fuera un néctar de dioses gatunos o la más deliciosa bullabesa de pescado.
En cambio a Remo no le gustan manjares por los que los hombres hasta matan y declaran guerras. Por ejemplo, el jamón serrano que le pirra a su primo Albero, el atigrado de color canelita de Fina mi hermana. Aunque el jamón sea de cinco jotas, cebado en montanera, Remo no lo quiere. Como tampoco se digna tomar pescado en conserva, esas sardinas que unimos siempre a la idea del gato. Ni aunque sea el mejor bonito del Cantábrico ni la más deliciosa melva canutera del Estrecho, no le gustan. No por el pescado en sí, sino por el aceite. Aunque el aceite forma parte de la civilización romana, a este gato romano no le gusta el aceite del olivo de la diosa Minerva. Será que no quiere grasas de ningún tipo para conservar, coqueto, la línea y enamorar gatas en celo.
Estaba por decir que sí que es melindroso y exquisito este gato.
Pero no. Es sencillamente gato.
Tiene, como gato que es, el sentido del gusto menos desarrollado que los hombres. Dicen que estos caballeros tienen un veinticinco por ciento menos de papilas gustativas que nosotros y, al revés que los perros, no son golosos. Los caramelos para gatos con los que Remo se relame cuando se los damos como premio serían una delicia para los diabéticos: son de pescado o de queso, no de azúcar. Entiende qué quiere decir la palabra «caramelo». Le decimos:
—¡Caramelito, Remo!
Y allá que va flechado al mueble en cuyo cajón sabe que lo guardamos, intentando abrirlo con sus patas.
Únicamente por esto de que no sea goloso ni chuchón más que de caramelos de queso nos libramos de que nos pida azúcar para echar a su té con leche en el desayuno. Este gato gastrónomo posee no obstante un sentido a medio camino entre el gusto y el olfato, ese órgano en el paladar que no tiene el hombre. Por eso pone cara de catador de vinos de Burdeos cuando olisquea algo que va a comer: los olores le entran por la boca y le ascienden por dos orificios situados detrás de los dientes delanteros y que conducen a una diminuta cámara donde se concentran y se absorben, lo que significa que los olores pueden, literalmente, saborearlos. Estoy viendo que un día Remo me sale hablando como las contraetiquetas cursilonas y rebuscadas de algunos vinos: «Esta lata de atún y pollo que me has dado tiene un fuerte sabor a granja y marea vacía que deja en el paladar un recuerdo almendrado de limones salvajes del Caribe y frutas del bosque de la huerta de la abuela, con una gran huella retronasal a ratones colorados».
Remo es un gato instalado de la sociedad del bienestar. No le pasa como a Mil Rayas, que era un hambriento gato de posguerra, un gato de cartillas de racionamiento. Mil Rayas se alimentaba con las sobras de la casa. Su comedero estaba en el cubo de basuras de la cocina, donde metía la cabeza a ver qué encontraba. Remo, como todos sus congéneres, tiene calles especiales dedicadas en esas ciudades del consumo que son los hipermercados. En la televisión aparecen anuncios de comidas para gatos. En las revistas vienen gatas elegantes o gatos chulos, retratados a todo color, con cara de contentos y satisfechos: anuncian comidas secas o delicias de latas de alimentos elaborados para ellos.
Hablan muy bien de la sensibilidad de una sociedad estas industrias alimentarias para gatos. Esos estantes llenos de comida para gatos, de arena para los cajones sanitarios de los gatos, de camas para gatos, rascadores para gatos y juguetes para gatos dan la razón a Bernard Shaw: «El hombre es civilizado en la medida en que comprende a un gato». Y que se gasta un dineral intentando comprenderlo. Y se la dan a Brigitte Bardot: «Por supuesto que se puede querer más a un gato que a un hombre. De hecho, el hombre es el animal más horrible de la creación».
Los gatos han dejado de pertenecer al Tercer Mundo de los cubos de basura y han accedido a la sociedad de consumo. Mil Rayas, si comía pescado, eran las raspas, pellejos y cabeza del que nos tomábamos nosotros. En el mejor de los casos, mi madre le compraba en el mercado un puñadito de jureles, el pescado más barato; o, todo lo más, de boquerones. Ahora esos pescados son exquisiteces de los restaurantes. En un restaurante especializado en pescado, el metre me lo ofreció el otro día:
—Le voy a poner unos jureles fritos, riquísimos. Eso era lo que antes se decía un pescado de gato, pero ahora son una exquisitez, porque apenas se encuentran.
Los gatos están instalados en su propia sociedad del bienestar y ya no quieren ni el pescado de gatos. Lo desprecian. Nosotros nos tenemos que comer el pescado de gato. Ellos se relamen con sus latas de comida húmeda, ¡qué universo de refinamiento culinario, sin necesidad de placa de vitrocerámica ni de microondas! Los bocaditos de pollo y ternera, la mousse de salmón y trucha, la terrina de hígado y cordero… Un estante de comida de gatos en un supermercado es bastante parecido a la enumeración de menús de los restaurantes de la Guía Michelín.
Lo que me extraña bastante es que si dicen que a los gatos lo que más les gusta es cazar ratones, ¿cómo a nadie le ha dado por fabricarles comida de lata con sabor a ratones?
Estos gatos consentidos comen todos de cinco tenedores. Aunque les venga mal para la línea. Eva la Veterinaria nos advirtió de los peligros de las latas cuando le comentamos que le encantaban aquellas primeras de «Gatitos, Gatitos» que le compramos y que se comía relamiéndose:
—La comida húmeda de lata es muy grasa y les hace trabajar mucho su higadito…
Remo debe de tener un hígado a prueba de bombas. ¡Claro, como no se va de copas, y como no bebe güisqui con soda ni tónica con ginebra, ni siquiera cerveza, pues tiene un hígado a estrenar! Y contra lo que dicen los manuales gatescos, pasa sin el menor esfuerzo de la nieve al trigo, del pienso seco a las comidas de lata. O a sus huevas de merluza o de bacalao, frescas, que es su verdadero manjar de dioses egipcios. Un día que Isabel las estaba haciendo a la plancha, notamos que el gato no se apartaba del fogón de la cocina, hasta que en un descuido le echó mano a una hueva y, caliente y todo como estaba, se la comió con ansia en un rincón. Huevas precisamente a la plancha. Como nos tiene dominados, le compramos más huevas, e Isabel se las hizo cocidas, recordando yo cómo mi madre le hacía los jureles a Mil Rayas. No crean que le hizo mucho caso a las huevas cocidas. Se las tomó, sí, pero como haciéndonos un favor de mera educación gatuna, por no dejar plantada la comida a la señora que lo invitaba. Las siguientes huevas y las otras, y hasta las que se ha tomado ayer, se las hicimos de nuevo a la plancha y mostraba ante ellas una rara complacencia de lomo arqueado y rabo completamente tieso y levantado, presentando armas.
De momento no nos ha exigido mayonesa para las huevas, aunque todo se andará.
Mas como omnívoro que es, no crean que tras estas fiestas patronales de las huevas a la plancha, o del pulpo, que también le encanta, crudo y bien troceado, hace luego ascos a la comida seca de su dieta habitual.
Aunque sea comida seca baja en calorías, porque como buen gato de la sociedad posindustrial del bienestar también debe tomar sus precauciones de báscula. No hay nada más feo que un gato gordo y barrigón, que un obeso gato. Por mucho que coma, Remo conserva la línea. ¿No la va a conservar, si no para en todo el día de hacer ejercicio de saltos y carreras? Le pasa como a todos los gatos, que llevan esa ventaja sobre los hombres, que se acerca bastante al ideal de belleza gatuna. Lo he observado en los anuncios de productos de belleza, de vestidos, de modas para las señoras. Vienen en la publicidad unas modelos estilizadas y delgadas, hermosísimas, que no tienen nada que ver con las señoras gordas que vemos en la parada del autobús o de tiendas. A los hombres que aparecen en la publicidad les pasa igual. Anuncian la colonia, el jabón de afeitar, los pantalones vaqueros con unos muchachos con el estómago pegado a la espalda, atléticos, guapetones. No tienen nada que ver con el oficinista barrigudo que compra esos productos. En cambio los gatos igualan quevedescamente con la belleza de su vida el pensamiento de la imagen de sus productos alimenticios. Remo es bastante parecido a los gatos que vienen retratados en los envases de pienso seco. Todas las gatas son bastante parecidas a las gatas «top models», a las gatas como de «Marie Claire» o de «Cosmopolitan» que vienen en las etiquetas de las latas de deliciosa comida húmeda.
El sibaritismo de la comida no se corresponde con la bebida. De momento no nos ha exigido vino en las comidas, ni es un ordinario gato americano que coma con cocacola. Le basta y le sobra con el agua. Que ha de ser limpia y fresca. En cuanto hay una mota de comida seca que ha caído en el bebedero y se ha esponjado en su líquido, no bebe ni gota. Dicen que los caballos sólo beben el agua que esté muy limpia, transparente. Los gatos les ganan. Son más exigentes todavía para el agua que los caballos. De milagro no nos pide agua mineral. Sin gas. Porque una vez metió su hocico en un vaso donde Isabel tomaba agua con gas, ¡y pegó un salto enorme al sentir las cosquillas de las burbujas en sus narices!
Como un aragonés con la bota o un castellano con el porrón, a este gato andaluz de la Bética romana le encanta beber a morro en el grifo del fregadero de la cocina. De un salto se encarama allí y olisquea el grifo con su naricilla. Señal cabalística de sus preferencias, que sabemos significa que quiere que le abramos el grifo a caño libre. Aun cuando tenga agua de sobra en su bebedero, le encanta lamer con su lengua áspera el agua que sale, fresca, del grifo, aun en pleno invierno. Le resulta divertido hacer cabriolas y equilibrios para conseguir el agua del grifo, encaramado entre los dos senos del fregadero de la cocina, más que tomarla tranquila y monótonamente de los dos senos de su rojo bebedero.
Y le pega tales lametones y lengüetazos al caño libre del grifo, que con la fuerza que trae el chorro del agua, se salpica todo y se pone la cabeza completamente mojada. Con un movimiento enérgico, se sacude el agua.
No lo han descubierto aún los estudiosos de los gatos, pero suponemos que se trata de la ducha de este gato tan limpio, que no sólo le gusta que lo bañemos, sino que se ducha por su cuenta con el pretexto de beber a morro en el grifo.
Porque cuando ya está bien bebido y bien remojado, después de sacudirse con un fuerte desplazamiento de cabeza, se baja del fregadero y se pone a secarse a conciencia, solemne y parsimoniosamente.
Con la absorbente toalla de baño de su lengua.