El Evangelio según los gatos

El Evangelio según los gatos

UNCA HE PODIDO comprender que hubiera un tiempo en el que estos deliciosos personajes fueran tenidos por demonios. Con razón Remo es tan librepensador y agnóstico, porque sabe que la Iglesia Católica tuvo mucho que ver con la satanización del gato. Aunque aún quedan curas de pueblo con sotana y con gato, la Iglesia siempre prefirió al perro. Todos conocen al perro de San Roque, que no tiene rabo, o a los perros que lamían las llagas de San Lázaro, pero no hay gato alguno que acompañe la iconografía de ningún santo, de ningún apóstol y mucho menos de Jesucristo. ¿Es que en Palestina, en vida de Cristo, no había gatos?

Quizá deba ser San Jerónimo el Patrón de los gatos porque, según la tradición inglesa, es el único que aparece con un gato en su escritorio. Así lo pinta Antonello da Messina en «San Jerónimo en su estudio», que pone en el gabinete del santo a un gato casero y orondo que vive su vida entre los libros de Jerónimo y del que habla el poema anónimo inglés:

St. Jerome in his study kept a great big cat,

it’s always in his pictures, with its feet upon the mat.

Did he give it milk to drink, in a little dish?

When it came to Friday’s, did he give it fish?

I lost my little cat, I’d be sad without it;

I should ask St. Jerome what to do about it.

I should ask St. Jerome, just because of that,

for he’s the only I know who kept a kitty cat.

Poema que yo, como devoto del gatuno San Jerónimo, me he permitido traducir de esta forma:

San Jerónimo en su estudio tenía un gato gordo

que está siempre en los cuadros, pintado bien orondo.

¿Le daba el santo leche a aquel lindo gatito,

la leche calentita de un pequeño platito?

¿Le daba el santo al gato los viernes de abstinencia

el pescado que manda la Santa Madre Iglesia?

Si yo perdiera el gato estaría muy triste,

mas no diría a voces: «Gatito, ¿dónde fuiste?».

Porque el santo Jerónimo me echaría una mano

para encontrar al gato, a mi gato romano,

ya que a este santo bueno, le rezo todo el rato,

pues es de todo el Cielo el único con gato.

Hay que conformarse con el anglosajón San Jerónimo porque he buscado tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento y no he encontrado rastro alguno del gato. Quizá una sola mención, de lo más negativa: la amenaza profética de que los gatos «caerían como lluvia sobre las cabezas de los babilonios».

La mala prensa que tiene el gato porque no ha gozado de agentes de relaciones públicas que le dedicaran un libro, como Remo ahora, empieza en las Sagradas Escrituras. Noé entró en el Arca los animales según la orden de Dios: «Entonces Jehovah dijo a Noé: “Entra en el arca Tú, y toda tu familia, porque he visto que Tú eres justo delante de Mí en esta Generación. De todo animal limpio toma contigo siete parejas, el macho y su hembra; pero de los animales que no son limpios sólo una pareja, el macho y su hembra. De las aves del cielo toma también siete parejas, macho y hembra, para preservar la especie sobre la faz de la tierra. Porque después de siete días yo haré llover sobre la tierra durante cuarenta días y cuarenta noches, y arrasaré de la faz de la tierra todo ser viviente que he hecho”» (Génesis, 7: 1-4).

Mucho me temo que Noé, hombre de su tiempo, consideraba al gato como animal no limpio, como ser impuro… ¡con lo aseado que es el gato! Seguro que los perros, y los caballos, y los elefantes, y las vacas, le pusieron a Noé el arca hecha un horror pestilente con sus excrementos; porque, además, considerándolos animales puros, hasta llevaría siete colleras de cada uno, las siete colleras venga a hacer sus necesidades por allí en medio… En cambio el pobre gato y la pobre gata que Noé entró en el arca lo primero que hicieron al llegar fue buscar la arena que los catorce caballos y yeguas habían traído en sus cascos al entrar, y con ella hicieron un montón en un rincón para hacer sus cositas sin ensuciar nada…

Hay incluso una hermosa leyenda sobre el gato en el Arca de Noé, Esta leyenda cuenta que Noé, en el Arca, observó que los ratones se habían reproducido a un ritmo vertiginoso, poniendo con ello en peligro la duración de las provisiones embarcadas para, nunca mejor dicho, aguantar el chaparrón. Invocó entonces la ayuda del Señor, quien le indicó que debía acariciar tres veces la cabeza del león. Cuando Noé acariciaba al león, el rey de la selva estornudó, y de sus fosas nasales surgió una pareja de gatos que de inmediato se pusieron manos a la obra, acabando con todos los ratones del Arca y estableciendo de inmediato el equilibrio ecológico en la embarcación.

Si Dios es perfecto, como creemos, suma de todas las perfecciones, lo más probable es que le dijera esto a Noé, sabedor de que iba a crear los ratones allí mismo, quizá para subsanar un lamentable olvido en el momento de la Creación. Porque ¿cómo es posible que a Dios no le puedan gustar los gatos y que le dijera a Noé que eran animales impuros? Si Dios es la representación del Bien y de la Perfección, junto al Triángulo tenía que ser representado con un gato dormilón a sus pies. Dios no puede ser de esos seres perversos que odian a los gatos. El Bosco, Hieronymus Bosch, acertó a verlo perfectamente. Cuando en «El Paraíso» de su tríptico de «El Jardín de las Delicias» pinta a Dios en el momento de la Creación de Adán y Eva, junto a los animales recién salidos del divino horno pone un gato marroncito y rabilargo, feliz porque lleva un ratón en la boca. A Dios le gustaban tanto los gatos que no les prohibió fruta alguna del árbol del bien y del mal de los ratones y las ratas. Ese gato de El Bosco va muy señorón y feliz con su ratón en la boca, pasando por debajo del árbol de la fruta prohibida. Arriba están las manzanas que al poco tiempo habrían de suponer la perdición de nuestros primeros padres.

Y Durero, en «Adán y Eva», también pinta el Paraíso como en verdad tuvo que ser: con un dulce y pacífico gato, que es la antítesis de la serpiente dichosa que nos causó esta maldición de tener que trabajar incluso escribiendo libros sobre los gatos. Durero pinta un gato perfecto, que, al contrario que el hombre, no conoce el mal, y que se lleva divinamente tanto con el ratón como con el perro.

Como en el cuadro de El Bosco o en el óleo de Durero, Dios debe de tener en su paraíso pandillas de gatos buenos para acariciarlos y, si se portan bien, darles de comer el pez que el arcángel San Rafael lleva en la mano, precursor de los anuncios de Whiskas y de Royal Canin. Si los antiguos egipcios creían que los gatos eran dioses, yo no llego a tanto, pero sí afirmo que a Dios le tienen que encantar los gatos, ya que Dios es tan buena persona como los gatos.

Porque todo gato es muy buena persona.

Lo que probablemente le pasa a Dios en materia gatuna es como suele decirse de los errores de los presidentes y de los jefes de gobierno: que la culpa no es de Él, sino de quienes le rodean. Dios se rodeó muy mal de profetas y evangelistas a los que no gustaban los gatos, que probablemente les daban patadas por las calles de la tierra de promisión y por las esquinas de Jerusalén, y por eso no hicieron ni mención de ellos. Porque, vamos a ver: aunque el Nuevo Testamento sea Verdad revelada, ¿quién se lo cree a pie juntillas, en la literalidad de su relato? ¿Cómo va a ser posible que Jesucristo hiciera el milagro de la multiplicación de los panes y los peces y al olor del pescado no acudiera un solo gato? ¿Cómo va a ser posible que Pedro, en su barca de pescador, no llevara un solo gato para comerse los ratones? ¿Cómo iba a ser posible que no hubiese gatos en la carpintería de San José?

Los monoteístas musulmanes lo tienen más claro, y en sus creencias ponen naturalmente un gato al lado del profeta Mahoma. Los que llaman Alá a Dios aseguran que Mahoma, su profeta, tuvo a lo largo de su vida muchos gatos, pero ninguno como su favorita, la gata Muezza. Cuenta la leyenda musulmana que en una ocasión en que la gata dormía sobre la manga de la túnica del profeta, Mahoma prefirió sacrificar su traje, cortándole una manga, antes que despertar a su adorada gata, adormecida en sus brazos. Los musulmanes sí que tenían unos profetas como Dios y Alá mandan…

La pintura ha tenido que venir, como un artístico evangelio apócrifo, a remediar estos errores imperdonables de las Sagradas Escrituras cristianas, redactadas por profetas que odiaban a los gatos y por evangelistas que preferían a los perros. Me creo más lo que muestran algunos cuadros que lo que cuentan los Evangelios. En la Ultima Cena seguro que tenía que haber un gato merodeando la mesa, a ver lo que caía. Ninguno de los evangelistas lo consideró digno de mención, al contrario que Jaume Huguet, que naturalmente pinta al «Gato cazando durante la Última Cena», como tampoco falta un gato en «La Última Cena» que Cosimo Roselli pinta en la Capilla Sixtina.

Cuando el Ángel anunció a María el misterio de la Encarnación, la Madre de Dios seguro que tenía un gato en su casa, jugando además con la lana de la madeja con la que hilaba. Los evangelistas, que eran perrunos y no gatunos, lo ignoraron. Menos mal que Federico Barocci pintó un gato blanco y gris en su «Anunciación» o que Lorenzo Lotto, en la suya, representó al gato de la Virgen sobresaltado por la llegada del Ángel.

Si portentosa la Anunciación fue, no menos el hecho de que el ángel del divino aviso saliera indemne, sin que se lo comiera el gato de casa de María, el que no dejaba un ratón vivo entre las virutas de la carpintería de José, como prueba el gato pintado en «La Visitación» de Teodoro van Loon.

La Biblia gatuna está en la pintura, no en las escrituras. Charles Le Brun pinta un gato en «El sueño del Niño Jesús», confirmando nuestra tesis del gato de la carpintería de José. Como Leonardo, Murillo o Rembrandt no se olvidan del gato en la iconografía hogareña de la Sagrada Familia. El gato está junto a Jesucristo, a ver lo que cae en el banquete, en «Las bodas de Canaa» de Giuseppe Mazzuoli, o en «La comida en casa de Leví» de Veronés.

Hay que recurrir a la heterodoxia de evangelios apócrifos, falsos de toda falsedad, para encontrar la Verdad que nos imaginamos. En el portal de Belén, junto a la mula y el buey, tenía que haber gatos, y gatos se encontrarían San José y la Virgen en la huida a Egipto, de donde quizá trajeran uno para librar de ratones el taller del santo carpintero.

Si en la Palestina de Cristo estaban los romanos del Imperio de César, a la fuerza tenía que haber gatos, aunque no lo digan los Evangelios. Si andando el tiempo los caballeros cristianos que participaron en las Cruzadas trajeron a Europa desde Tierra Santa gatos de Palestina, a Jesucristo se le tenían que acercar los gatos. Por eso hay que imaginarlo rodeado de gatos, como en este hermoso pasaje de lo que pudo haber sido y no fue por culpa del olvido de los evangelistas:

«Jesús entró en un pueblo y vio a un gatito que no tenía dueño, y tenía hambre y Le gemía. Él lo levantó, lo puso dentro de Su túnica, dejándolo reposar en Su pecho.

»Y mientras pasaba por el pueblo dio de comer y de beber al gato, que comió y bebió y Le mostró su agradecimiento. Y Él lo dio a una de Sus discípulas, a una viuda llamada Lorenza, que cuidó de él.

»Y algunos de entre la gente decían: “Este hombre se ocupa de todos los animales. ¿Son Sus hermanos y hermanas, para que les ame tanto?”. Y Él les dijo: “En verdad, estos son vuestros hermanos de la gran familia de Dios; vuestros hermanos y hermanas, que tienen el mismo aliento de vida del Eterno.

»Y quienquiera que se preocupe por uno de los más pequeños de ellos, y le dé de comer y beber cuando pase necesidades, Me está haciendo esto a Mí; y quien intencionadamente permite que uno de ellos sufra necesidades y no lo protege cuando es maltratado, está permitiendo este mal como si Me lo hicieran a Mí; pues tal como hayáis hecho en esta vida, así se hará con vosotros en la vida venidera”».

Así debió de ser, así debió ser.

Jesucristo heredó el amor por los gatos del mismísimo Dios padre que los creó tan perfectos y tan divertidos.