¡Este gato ha despintado!
¡Este gato ha despintado!
EMO RECONOCE SU territorio y sus propiedades. Entre esas propiedades, nosotros y todas las personas cercanas a la familia.
A Antonio el Portero, su descubridor y rescatador, le tiene respeto infinito y veneración casi temerosa. Cuando a media mañana sube a traer la correspondencia del día, Remo le sale a esperar a la puerta, le tiene cogida la hora, y se deja coger en sus brazos. Cuando lo cogen otros en sus brazos, se tira al suelo inmediatamente, rehusando caricias. Pero a Antonio el Portero parece que le paga la larga deuda de su acomodo dejándose acariciar. Cuando el gato se le remueve entre sus brazos, como queriendo salir corriendo, le hace una grave admonición:
—¡Que como no te estés quieto te echo otra vez a la calle!
Y allá que se queda, mirándolo a la cara, muy serio.
Con una infinita mirada de agradecimiento.
No por haberle encontrado esta casa, como el portero cree, sino por haberle ayudado a encontrar la casa que era suya y había perdido entre reencarnación y reencarnación. Antonio le tiene cogido el punto G al gato. Lo acaricia bajo la barbilla, mentón abajo, donde no puede llegar con sus manos en las complicadas contorsiones que hace para lavarse. Cuando le rasca bajo la barbilla es como si lo hipnotizara o le diese en el lugar exacto para inmovilizarlo. Acariciándolo así, se le queda quieto, quieto, quieto, tiempo y tiempo en sus brazos.
Dicen que todos los gatos se llevan a sus territorios cuanto les pertenece, pero hallo en Remo una rara habilidad para portar las cosas en la boca, entre sus dientes. Advertí que desde muy pequeño cogía con la boca los juguetes más queridos y se los llevaba a su cama, dejándolos allí como en guarda y custodia. Con paso apresurado iba de un extremo a otro de la casa, llevando en la boca sus preferencias. Le decía a Isabel:
—Yo creo que este gato tiene aficiones de perro…
Segurísimo que las tiene. Ningún gato, como Remo, viene detrás de nosotros, como un perrito, cuando nos desplazamos por la casa. Como una pegatina. Y saliendo mucho después que nosotros, pasillo adelante llega siempre primero a la meta. Nadie se da cuenta de cómo pasa entre nuestras piernas sin rozarnos, en su loca carrera, que suena sobre las moquetas como galope de caballo sobre la ceniza de la pista de un hipódromo.
A Remo, señor de la noche como todos los gatos, no le gusta que nos acostemos pronto. Y cuando me ve ponerme el pijama, inmediatamente trae en la boca su juguete preferido, el ratón de peluche. Él sabe que yo sé para qué me lo trae: para que se lo tire, jugando. Y así hago. Tomo el ratón de peluche y se lo arrojo lo más lejos que puedo, fuera del cuarto de dormir, hacia el pasillo, a ver si así consigo ponerme la blusa del pijama. Pero antes de que tenga puesta una manga, allí que está Remo de vuelta, con el ratón en la boca, como un perrito. Ha ido corriendo en tropel, lo ha cogido, se ha venido de vuelta y ahora lo pone sobre la cama, como para decirme que es temprano para acostarse, que él quiere más juego. Y otra vez que se lo tiro, y otra vez que va galopando, hasta atraparlo y traérmelo de nuevo en la boca, exactamente igual que un perro cazador entrega a su amo la pieza cobrada. No se cansa de jugar al perro conmigo por las noches. Cuando entre lanzamiento y lanzamiento de ratón de felpa he conseguido terminar de ponerme el pijama y meterme en la cama, aún sigue trayéndolo en la boca una y otra vez.
Pero aunque sea un gato con aficiones de perro, es mucho más limpio que un perro. Los gatos ganan a cada instante el Premio al Animal más Limpio. Son como anuncios de detergentes de sí mismos, resisten toda prueba del algodón, que no engaña sobre su limpieza. Los excrementos de perros en las aceras son un problema municipal de limpieza en todas las ciudades, mientras que nadie dice absolutamente nada de las micciones de gatos. Cuando por la meada de un gato los ayuntamientos sacan bandos sobre los perros, ordenanzas de tenencia de perros, reglamentaciones para paseo de perros. Los perros son un problema municipal, colectivo, mientras los gatos son una solución individual, una delicia de uso personal.
Con exactitud de reloj, cuando Remo está con nosotros o anda atareado en las labores propias de su especie, de repente deja cuanto está haciendo y se dirige muy derecho a su cajón de arena. Al instante oímos su tarea de zapador de los granos de arena, zas, zas, haciendo un agujero para hacer sus cosas o bregando con sus manos para, después de haberlas hecho, taparlas a conciencia, en una orografía de montoncitos. Lo hemos llevado en su transportín de viaje, y a veces ha estado hasta seis horas en el coche y no ha ensuciado nada. Se ha aguantado el pobre las ganas, y hasta llegar al destino y tener su bandeja portátil o volver a casa y disponer de su cajón rojo de siempre no ha ensuciado nada el pobre.
Y el meticuloso aseo personal. El gato está todo el día lavoteándose con su larga lengua, lamiéndose a conciencia. Se pasa la lengua por el lomo, por las patas, las usa como cepillo de baño, como esponja, como manopla. Mil Rayas también lo hacía, y mi tía María repetía el saber popular:
—Este gato se está lavando, vamos a tener visita…
Si fuera cierto que el gato se lava cuando vamos a recibir visita, nuestra casa estaría todo el día como una feria, repleta de gente. Porque Remo está escamondándose continuamente. Hasta se pasa la lengua una y otra vez entre los dedos, por las uñas. Le digo a Isabel:
—Ya está este gato haciéndose la manicura. Si fuera gata, hasta te pediría el bote de laca…
Remo, cazador al fin y al cabo, está siempre cuidando para tenerlas a punto sus armas más poderosas: las garras. No contento con que se las cortemos, o que se las limpie, constantemente engancha sus zarpas sobre sofás y tapicerías para eliminar las capas más superficiales y estropeadas de sus uñas.
Le compramos un rascador, como nos recomendó Eva la veterinaria. Una tabla forrada de cuerdas de esparto, preparada para que Remo se afile allí sus uñas.
Pero nos dice que el rascador, mejor que lo usemos nosotros. Que él no encuentra mejor rascador que la tapicería de un sillón Luis XV del salón. Hemos llegado a pensar que es ciertamente un Rascador Luis XV. Quizá por el principio físico de la llamada Ley de Reposición del Mobiliario: «El deseo por parte de un gato de arañar sádicamente un mueble dado es directamente proporcional a su costo material y su valor artístico».
Y no sólo cuida sus zarpas anteriores para arañar los muebles o cazar colchas y cortinas. También se mordisquea las patas traseras, cuyas uñas son las que más se desgasta al tomar impulso para los saltos.
El rascador, por tanto, no lo necesita en absoluto. Lo que sí parece que necesita a veces es una bicicleta. Pero no una bicicleta cualquiera, sino una de carreras. Una bicicleta del Tour de Francia. Cuando apresa algo como suyo, el ratón de felpa que le trajo Antonio entre sus muchos regalos o la manga del chaleco de punto que me pongo para trabajar, lo toma con sus manos y se lo lleva hacia la panza. Y allí, sus patas traseras se ponen afanosamente a golpearlo rítmicamente, como si pedalease en una bicicleta estática de gimnasio, con igual ahínco. Es graciosísimo verlo pedalear contra su ratón de felpa, contra mi manga, contra todo cuanto coge:
—¡Mira, ya está Remo haciendo la bicicleta!
Le faltan dos ruedas y unos pedales bajo sus patitas para parecer talmente que está bajando a tumba abierta el Tourmalet o el Aubisque.
Es un gato bastante Lance Armstrong.
Que, como marca la tabla, se defiende panza arriba con resistencia numantina. No debe de haberme concedido muchos derechos de propiedad, porque no he logrado, con la de horas que le llevo echadas a su persona y a su cuidado, lo que dicen es el signo de máxima entrega de un gato: que te deje acariciarle la panza sin que te pegue el mordisco o sin que con sus patas traseras, pías, pías, pías, te hagan la bicicleta.
Sí nos concede, en cambio, otros raros privilegios, como el del baño. Será que lo acostumbramos desde muy pequeño, pero se deja bañar. Se deja enjabonar con champú infantil, para que no le escuezan los ojos, y enjuagar y lavotear. Comenzamos metiéndolo en una tina pequeña y cuando ya no cabía allí, lo pasamos a la bañera. Se le llena de agua caliente y al comienzo, cuando ve que corren los grifos, no está muy conforme. A veces araña cuando se le va a introducir en su baño. Pero, una vez dentro, está encantado con el agua caliente. Juega con la ducha-teléfono. Se deja remojar el culete y las patas, que le echemos agua sobre la cabeza. Se sienta sobre el agua y se deja hacer, con todos sus pelos pegados al cuerpo y el rabo otra vez extremadamente delgado, como cuando lo recogimos.
Aseguran que bañar a un gato es una de las artes marciales.
Aseguran que ni el más experto luchador de kárate se escapa de tus manos como un gato enjabonado y mojado. Algunas veces Remo ha intentado alguna huida desde el agua del baño, jabonoso y resbaladizo como palo de cucaña. Pero es tan comodón que su instinto de lucha acuática sucumbe ante el placer del agua calentita.
Nuestra mayor sorpresa fue en el primer baño. Por cómo aquel gato desmentía al refranero. No huía del agua, sería que no se trataba de un gato anteriormente escaldado. Y por cómo con el remojón cambiaba de color y de pelo. Íbamos a secarlo en una enorme toalla de playa cuando Isabel advirtió, sorprendida:
—¡Que este gato ha despintado con el agua y se le han borrado las rayas! Que este gato ha desteñido…
Es sólo un instante, cuando acaba de salir del baño y lo rodeamos con la toalla.
Sale del agua como si fuera un largo gato de los que pinta Giacometti, no un gato clásico. Es como si con el agua pasara del Museo de Arte Clásico a las salas del Museo de Arte Contemporáneo. De ser el gato de «Las Hilanderas» de Velázquez o el gato del «Retrato de Manuel de Zúñiga» de Goya, a ser como un gato picassiano, un gato de Paul Klee.
Con el agua y con los mojados pelos pegados al cuerpo, deja de ser atigrado para convertirse en una masa pardusca y húmeda, de incierto color. Como un gato de raza Cornish Rex. Hasta que lo secamos. Entonces vuelven a aparecerle las listas simétricas, en su pelo atigrado, tan suave y como leopardo de abrigo de señora, que Isabel le pasa la mano y exclama:
—No, no ha despintado, pero a este gato se le ha puesto el pelo de peletería…
De peletería cara, cara, cara. Se le pone el pelo avisonado, suavísimo.
Pero él cree que no suficientemente limpio, por mucho que lo hayamos escamondado. Ni suficientemente seco, por mucho que lo hayamos frotado con la toalla de playa. No se considera bañado del todo hasta que no ha terminado la larga faena que comienza al salir del aclarado, lavado y centrifugado con los frotamientos de la toalla. Tras pasar por nuestro túnel de lavado, nos enmienda la plana. Claro, le pasa como cuando llevamos el coche a lavar: que nunca quedamos contentos, porque siempre le dejan alguna mancha sobre la puerta o en el parabrisas.
Por eso Remo saca su larga lengua porosa, muy plácidamente, y se seca por su cuenta todo el cuerpo, lamiéndose a conciencia.
No nos lo quiere decir, pero sabemos que detesta ser un gato mimado y lavado, que huela a champú infantil.
Es un gato que quiere ser gato.
Y que quiere oler a gato.
Cuando su pelo ha quedado tan sedoso que Isabel le pasa la mano por el lomo y exclama:
—¡Este gato es de peletería!
Y le comenta al interesado:
—Tú no me vas a entender, porque no lees las revistas de moda. Pero que sepas, Remo, que estás tan suave que pareces un gato de visón, un gato vestido por Nelsy Chelala o por Elena Benarroch…