Mil Rayas

Mil Rayas

IEMPRE SON CONFUSOS y felices los recuerdos de la primera infancia. Maestros del colegio donde empezamos a aprender las letras que luego fueron nuestro oficio, amigos de aquellos juegos en los que dos y dos todavía no eran cuatro con la tabla de sumar responsabilidades escolares, parientes lejanos o paisajes cercanos. De aquellos años felices recuerdo amaneceres ante tazones de leche migada con pan duro de la noche anterior, el arroz de los domingos, el sonido de los tranvías que pasaban ante los abiertos balcones de la casa en las noches del verano. Aquel mar de la playa de las vacaciones, por el que navegaban faluchos de velas latinas que a la tarde traían al muelle el copo de plata que descargaban en el resbaladero.

Y Mil Rayas.

Mil Rayas fue el gato de mi niñez.

No dejé de ser niño cuando los compañeros picardeados del colegio de monjas me dijeron que los Reyes Magos eran los padres y que el Ratón Pérez no existía y era nuestra madre la que nos dejaba un regalo debajo de la almohada cuando se nos caía un diente de leche.

Dejé de ser niño el día que Mil Rayas se fue de casa. Cuándo y cómo ocurrió es algo que nunca he llegado a poner en pie, en la confusión del recuerdo de la felicidad infantil perdida.

Como tampoco recuerdo cuándo llegó Mil Rayas a la casa. Sí, y perfectamente, cómo era: atigrado, silencioso, como neumático y flotante en sus garras, en las que escondía sus uñas para jugar conmigo, cuando por las noches se venía a dormir en mi cama. Yo dormía de niño con un perro y un gato. El gato era Mil Rayas. El perro era una bolsa de agua caliente para mis pies ateridos en aquellos años de tanta lluvia, tanta humedad, tanta miseria, tanto frío en mi verdadera patria de la infancia.

—Ven, que te voy a poner el perro…

Mi madre le decía el perro a aquella bolsa de caucho que llenaba de agua caliente en la cocina, de un caldero que había puesto a hervir en el fogón de carbón. Con el mismo cazo de servir el cocido iba sacando el agua e iba llenando aquella bolsa de goma rojiza que guardaba entre polvos de talco cuando llegaban las calores del verano, para que no se apulgarara. Y secándolo con una toalla del agua que había rebosado del tapón de rosca, me dejaba el fingido perro calentito entre los pies, vestidos para la noche con los patines de lana que ella me había hecho con sus largas agujas de punto.

Mil Rayas ya estaba allí, sobre la colcha, a los pies de la cama. No se dormía sin juguetear conmigo, ante la admiración de mi tía María, que fue la que me enseñó a amar a los animales y a las libertades. Mi tía María, siempre tan inconformista y rebelde como el gato, era la principal valedora de Mil Rayas. Le decía a mi madre:

—Mira si el gato es bueno que hasta esconde las uñas para juguetear con el niño…

A Mil Rayas le puso este nombre mi padre. Por las mil rayas negras que tenía sobre el lomo, simétricas como una mancha de tinta echada en un papel doblado mágicamente para adivinar la suerte.

En realidad, más que aquellos dibujos atigrados, lo de Mil Rayas era un homenaje al oficio de mi padre. Mi padre era sastre. Y en aquellos largos veranos se llevaban mucho los trajes de mil rayas. Luego he sabido el origen de esta tela veraniega en los trajes de caballero. Fue a raíz de 1898. Cuando España perdió sus últimas colonias de Cuba, Puerto Rico y Filipinas también se quedó sin aquella tela de rayadillo en el uniforme tropical de sus tropas expedicionarias. Los últimos de Filipinas o de Santiago de Cuba vestían una guerrera y un pantalón de dril de mil rayas. En el Fuerte del Morro de San Juan de Puerto Rico pude acordarme de mi gato Mil Rayas y de aquel taller de sastrería de mi infancia, cuando contemplé en un museo histórico de uniformes militares de la colonia un maniquí vestido con el rayadillo de un artillero español de finales del XIX.

Cuando España perdió las colonias, los almacenes de los fabricantes catalanes de tejidos estaban llenos de piezas de rayadillo. Millas y millas de tela de mil rayas, con las que hubiera podido llegarse otra vez hasta las perdidas colonias, hasta Puerto Rico o La Habana. Fue entonces cuando para salir de estos excedentes de telas coloniales y tropicales a alguien se le ocurrió poner de moda para los caballeros las chaquetas de aquel tejido, los trajes de mil rayas, como civilizando los uniformes militares.

He llegado a pensar que todos aquellos excedentes de piezas de mil rayas fresquitas y tropicales de las fábricas catalanas llegaron al taller de sastrería de mi padre. La entrada del verano era en casa la llegada de los aprendices de la tienda con piezas y piezas de algodón de mil rayas. Como aquella tela encogía al ser lavada, antes de cortarla, mi padre la mojaba. La pila del inmenso lebrillo del lavadero siempre estaba llena de metros y metros de tela de mil rayas puesta a remojar. Y luego, cuando ya se habían empapochado bien, puestas a secar en los alambres de la azotea, que era el territorio preferido de Mil Rayas. Aún está maullando Mil Rayas pidiendo una cabeza de sardina de las que acaba de asar mi madre, bajo el sol cegador del verano que seca las piezas de la tela chorreante, colgada en los alambres, con un fondo de sonidos de tranvías que vienen desde la calle, y Mil Rayas paseando entre sus colombroñas piezas de tela.

Probablemente Mil Rayas era la reencarnación de un soldado colonial de Caballería muerto en una carga de los mambises, cuando su sangre manchó aquel rayadillo glorioso y dominador.

Por eso probablemente Mil Rayas era tan feliz.

Mil Rayas sabía que más se perdió en Cuba.

Y que más se había de encontrar jugando conmigo.

Con sus uñitas retraídas, el pobre, para no arañarme.