De gato ilegal a gato con papeles

De gato ilegal a gato con papeles

QUELLA PRIMERA MAÑANA con gato en casa, cuando iba camino de la terraza cubierta del lavadero donde habíamos dejado a Remo para ver cómo estaba después de su primera pernoctación de cinco estrellas gran lujo gatuno, recordé despertares infantiles del 6 de enero, cuando iba ver qué me habían dejado los Reyes Magos en los zapatos puestos junto al balcón.

Remo ya estaba despierto. Era lógico. Los gatos duermen de día y cazan toda la noche, hasta el amanecer. Lo había aprendido, en curso de urgencia, leyendo antes de dormirme el «Libro de los Gatitos», donde decía que estos personajes prefieren dormir de día, muchas y largas horas, para estar luego bien despiertos por la noche, en su instintiva vocación de dedicarse a la caza nocturna… de calcetines que sacan de los cajones, de hojas de plantas de interior del salón que mordisquean y de frascos de especias que tiran y rompen desde las baldas de la cocina donde estaban únicamente para que llegaran ellos.

Remo, glotón, empezando a desquitarse de la historia de privaciones callejeras de todos sus antepasados, se había comido toda la comida seca que le habíamos dejado puesta. Isabel me dijo:

—Sale a ti. ¿Mira que si a este gato también le gusta como a ti levantarse por la noche para ir a la cocina a buscar chocolate, dulces o lo que encuentre? No estoy dispuesta a gastarme en el gato las mismas fortunas que te cobra luego tu dentista por comer tantos dulces…

No, no sale a mí en los dulces.

Remo no va a tener el menor problema de diabetes en su vejez, porque no es chuchón y además las golosinas que le encantan, sus caramelos preferidos, son de queso o de pescado. Ya aquella mañana descubrimos que a Remo no le gustan en absoluto los dulces, cuando le dimos un trozo de bizcocho del desayuno y lo despreció olímpicamente, después de olisquearlo. Eso sí, curiosidad sí tiene por todo lo que vea que estamos tomando o vamos a tomar. Desde aquel primer día de su estancia como huésped ilustre al que hemos entregado las llaves de oro de la casa, no hay plato en la mesa, taza de té o cerveza en el salón o bombón de chocolate en la salita de estar que no se acerque a olisquear en cuanto lo ve. Tras su primera interesadísima y después displicente inspección olfativa, comprobamos entonces que el más apetecible trozo de jamón o el más refinado bombón suizo no merecen los honores de sus dientecillos desgarradores. En tales casos se va, se mete en mi escritorio y busca sobre la mesa alguna perdida gomilla de guardar disquetes de ordenador. Las gomillas le encantan. Las devora. Son como su caviar. Una exquisitez.

Y como Remo se había comido todo su pienso seco, le llenamos de croquetitas su rojo cuenco, para disponernos más nosotros que él a su primera visita al veterinario.

No nos costó ningún trabajo, ¡oh, sorpresa!, meterlo en su transportín. Me acordé de unas palabras de los titiriteros ambulantes, al modo del «más difícil todavía» circense, que solía decir mi madre para expresar su alegría cuando había conseguido algo que inicialmente presentaba dificultad y había logrado completar con maña más que con fuerza: «¡Ya está el gato en la talega y la cabra en el último palo!».

Ya estaba el gato en la talega de su maravilloso transportín así como de Viajero Frecuente, de gato con Tarjeta Platino, de gato de Sala VIP, de gato de Gran Clase o por lo menos de gato de Business Class.

Lo bajamos en el ascensor y no protestó, como tampoco exteriorizó la menor muestra de desagrado ni inquietud dentro del coche cuando lo subimos a él, por descontado que en el asiento trasero, que es donde deben viajar los niños-gatos según las normas de tráfico de los vehículos de transporte felino. Isabel como siempre se puso a conducir y yo, detrás, iba al cuidado de la jaula y de Remo. Tan tranquilo y aparentemente contento iba en la breve prisión de su transportín que, dándome pena, le abrí la rejilla, lo saqué y lo tomé entre mis manos, poniéndolo a mirar por la ventanilla. Nos detuvimos ante un semáforo junto a una arboleda donde piaban los pájaros. Al oírlo, Remo se irguió y se puso a mirarlos con ojos golositos.

Sus genes no le traicionaban en absoluto. Aunque había sentado cómoda plaza de mimado gato de piso, sus ancestros callejeros le mantenían los genes de cazador del bosque y de la noche perfectamente en su sitio.

Mas volví pronto a meterlo en su jaula, no fuera que empezase a hacer de las suyas, a cumplir con sus obligaciones. Por ejemplo, a abalanzarse contra la cabeza de la conductora para jugar con la horquilla de carey de su pelo.

Así llegamos hasta la clínica del veterinario, transportín en mano.

Igual que Roma resultó ser Remo, el veterinario resultó ser una veterinaria: Eva. Nada más entrar en aquel divertido ambulatorio gatuno con las paredes decoradas con cartelones de aparatos digestivos gatunos y de tablas de crecimiento gatuno, aparte de enormes retratos de guapísimas y coquetísimas Gatas Miss Mundo y de macizos y atléticos Gatos Míster Universo, advertimos que a Eva le encantaban los gatos tanto como a nosotros, pero con conocimiento de causa y con su título de licenciada en Veterinaria colgado en la pared de su despacho como de pediatra de Remo.

Le contamos la historia del gato abandonado y recogido y nuestro deseo de que le diera todas las atenciones, todas las vacunas, todas las medicinas que necesitara. Tomó Eva a Remo entre sus brazos como a un niño lactante. Lo manejaba con mucha mayor destreza que nosotros. Y empezó a decirle los mismos arrumacos que los pediatras a sus pequeños pacientes:

—¿Qué te pasa a ti, tan chico y tan delgadito? ¿Te han abandonado a ti en la calle o es que te han quitado de tu mamá y te has perdido? Ven aquí, que te vamos a ver…

Remo, evidentemente, la comprendía. Sobre la aséptica mesa gatuna de operaciones donde lo había puesto en la parte de clínica del gatesco ambulatorio, Remo miraba atentísimo a la veterinaria, sin rechistar, sin pestañear, dejándose hacer cuando le abría la boca para mirarle los clientes; cuando le apretaba las zarpas para extenderle y examinarle las uñas; cuando le levantaba la cola para mostrarnos por dónde tenían en su momento que bajar esos testículos que echamos de menos cuando nos creímos que era Roma y hembra. Tomó Eva una lupa y le miró las interioridades peludillas y blanquecinas, como de cueva del Pleistoceno hasta con pinturas rupestres, de aquellas enormes orejitas.

—Tranquilo, Remo, que no te voy a hacer nada, te vamos a desparasitar.

Le tomó una muestra de no sé qué parte del cuerpecillo hético en cuyo lomo se le señalaba el costillar, la puso en un portaobjetos, la miró por el microscopio y, resuelta, le dio una pastilla. Luego supe que dar una pastilla a un gato es hazaña más trabajosa y requiere esfuerzos más ímprobos que conquistar el Everest, rescatar los restos del «Titanic» o ganar el Nobel de Física. Pero Eva lo hizo con tal resolución que Remo se tragó aquella pastilla sin decir este maullido es mío. Continuaba paralizado sobre el aluminio aséptico y frío de la mesa de operaciones, consintiendo que, aunque gato, Eva le hiciera cuantas perrerías tuviese por conveniente. Como fue pincharle luego las dosis de las vacunas, cuyas inyecciones recibió como un caballero, apenas con maullidito que casi no le salía del cuerpo. Por lo que al final se comió, goloso, el primer caramelito de premio que recibió en su vida:

—¡Toma, que te lo has merecido, Remo!

Le preguntamos qué era aquello. Nos explicó lo de los caramelos gatunos:

—A estos caballeretes les encantan, y como se acostumbren a que se les den cuando hacen algo bien, se consigue enseñarles muchas cosas. Ah, antes de que se me olvide: la comida. De comida, no conviene que le den ustedes mucha de lata, porque les hace trabajar demasiado su hígado y además se ponen muy gordos, los gatos tienden a la obesidad.

Lo volvió a meter en su transportín con habilidad admirable y pasamos a la mesa de su despacho, donde tecleó ante la pantalla del ordenador los datos de la historia clínica del personajazo. Aprendimos en un momento muchísimo. Por el proceso de su dentición, de sus dientecillos de leche, Remo apenas tendría dos meses. Era de raza europea común, con pelaje atigrado del que llaman romano. No tenía la menor enfermedad, más que un cierto grado de desnutrición y menor peso del que le correspondía a sus días de vida. Eva lo había desparasitado y vacunado. Nos indicó un plan de comidas, nos dijo que le buscáramos un rascador para que no nos estropease los muebles de la casa; que le cortáramos las uñas de vez en cuando; que, si se dejaba, lo bañáramos. Que pusiéramos el cajón de arena lejos de la comida, porque Remo era muy limpio y muy delicado como buen gato. Nos hizo un didáctico resumen verbal del «Libro de los Gatitos».

Eva estaba decididamente de parte de Remo. Los gatos tienen esa suerte. Aún no se tiene noticia de un solo veterinario que haya quitado a un solo gato del tabaco, del café, del azúcar y del alcohol, y miren en cambio los médicos con los hombres. Aún no se tiene noticia de un solo veterinario que le haya reprendido al gato porque hace una vida excesivamente sedentaria, ni le ha indicado que le conviene andar por lo menos una hora todos los días y otra media hora por lo menos de ejercicio en la bicicleta estática. En el peor de los casos, los veterinarios suprimen a los gatos sus delicias de gurmés de las latas de comida para condenarlos al control de calorías de la comida seca, tan espantosa como todas las dietas de adelgazamiento.

Y al callejero gato sin papeles, hijo de padres desconocidos, gato cunero y expósito, gato como inmigrante ilegal, gato latino que llegó a casa en su condición de espalda mojada, el Servicio de Inmigración y Naturalización de Eva lo documentó perfectamente y al instante.

Mucho antes de aparecer en este libro, el nombre de Remo ya estaba en los papeles.

En sus papeles legales.

Eva le extendió un documento oficial con el formato de pasaporte. Era, en efecto, su pasaporte gatuno, pero también su tarjeta de la Seguridad Social, su carné de conducir, su tarjeta Visa Oro, su partida de nacimiento, su fe de soltería, su certificado de antecedentes penales, toda la burocracia de carnés y papeles que nos gastamos los humanos, en una sola y cómoda pieza.

Su Carné de Gato.

Remo era ya un gato con carné. De un plumazo de Eva sobre las hojas de aquel cuadernillo oficial, con el escudo de la nación, Remo era un gato oficial del Reino de España. Así rezan sus papeles oficiales, que tienen el número 0353086: «Reino de España. Cartilla Sanitaria para Perros y Gatos. Especie: Felina. Nombre: Remo. Raza: Gato común europeo. Capa: Atigrado. Sexo: Macho. Pelo: Corto».

Allí están, Remo, como tú sabes mejor que nadie, selladas y firmadas por Eva, todas tus vacunaciones y desparasitaciones, y las señas y código postal de la casa de la que te has adueñado. Ese cuadernito oficial del Reino de España es el pasaporte que deberás enseñar en la frontera de los gatos viajeros para que te dejen salir del país cuando te hayas hecho rico con este libro y decidas darte la gran vida corriendo mundo.

También pone allí en tu pasaporte, Remo, tu fecha de nacimiento. Mejor dicho: la fecha aproximada que calculó Eva como la de tu nacimiento, según el crecimiento de tus dientes.

Comprenderás, Remo, que intencionadamente no ponga aquí esa fecha.

Alguna vez me lo agradecerás.

De esta forma, el día de mañana, cuando hayas salido ya en muchos otros libros y papeles y seas un venerable, patriarcal y famoso gato sénior e ilustre, un señor mayor, a quien los gatos más jóvenes que empiezan en el oficio quizá hasta llamen respetuosamente Maestro, podrás permitirte la suprema coquetería masculina de quitarte años.