El gato Fernández

El gato Fernández

ADA MARCA MÁS la infancia de un niño que la pérdida de su gato. Es como una adelantada idea de la cercanía de la muerte. Terrible. Después de todo, tuve suerte con el fin último para el que fue creado Mil Rayas. Mucho más desgarrador fue lo de Josemi con su gato Fernández. Desde que Josemi me contó la historia de cómo desapareció su gato Fernández comprendo más ese deje de tristeza que he encontrado a veces en su mirada de hombre.

Esto de contarnos historias de nuestros gatos respectivos es costumbre de los militantes de Gatos sin Fronteras. Cuando nos encontramos con otro amante de estos dictadores libérrimos que nos confiesa sus secretas predilecciones, nos ponemos a hablar de nuestros gatos como lo que son en realidad: alguien de la familia.

A veces hasta sacamos de la cartera su fotografía.

Como Josemi me supo gatófilo, me abrió las tristezas de su corazón y sus recuerdos. Y me contó la tragedia de Fernández.

Fernández era un gato de la más ilustre estirpe: Felis Viator. Dicho en latín suena más como de Linneo, o al menos a registro riguroso y exigente de pedigrí de pureza de sangre y prueba de hidalguía gatológíca. Felis Viator suena mucho mejor que gato callejero, que tal era Fernández.

Fernández apareció por su cuenta en casa de Josemi. Una casona de Galicia con escudo blasonado en la piedra de su fachada. El padre de Josemi tenía en el garaje la preciada prenda de un coche descapotable extranjero, cuando tener un auto de importación era lujo inalcanzable. Una mañana, cuando el padre de Josemi iba a emprender un viaje y abrió el maletero del deslumbrante descapotable para poner el equipaje, se encontró con que dentro, acurrucados en una manta de lana inglesa que allí había, estaban dos gatos callejeros que nadie supo nunca cómo habían llegado hasta allí. Amante de los gatos, el padre de Josemi aplazó por unas horas el inicio del viaje hasta que los dos gatos quedaron perfectamente instalados en la casa. Y bautizados.

Aquellos dos señores gatunos que a tan buena posada se habían acogido empezaron a ser inmediatamente Hernández y Fernández, como los dos detectives de los álbumes de Tintín. Hergé dibujó a dos gemelos que actuaban al unísono, vestían idéntica ropa y hablaban de la misma forma, completando incluso el uno las frases del otro. Así eran Hernández y Fernández, dos señores gatos blancos y negros, a los que sólo les faltaba el sombrero de hongo, pareja en la que podían distinguir a Fernández por una mancha singularísima que en la boca traía.

A Josemi le hicieron los dos gatitos la misma ilusión que Mil Rayas a mí, y toda la familia los protegía. Alguna extraña enfermedad que de cuna trajera acabó pronto, ay, con la vida de Hernández, en aquellos tiempos en que no había clínicas veterinarias donde llevar a los gatos a deshoras y de urgencia. Pero a Josemi le quedaba Fernández, gato señorial en la casa blasonada, que empezó a darse la gran vida. Desde el primer momento, Fernández no solamente tuvo su cuna propia en aquella casa de tan altas cunas, sino hasta su propio baño. La madre de Josemi tomaba todos los días al gato, muy resuelta, y le decía:

—Ven, que vamos a bañar a Fernández, porque hay que acostumbrarlos a que se bañen todos los días.

Baño, naturalmente; nunca ducha, qué horror. La casa de Josemi es de esas casas donde la ducha es considerada una ordinariez burguesa y hasta ahí podíamos llegar. Nada, nada. Baño. Baño de sales y albornoz, baño humeante de toalleros calientes, en tina llenada por una criada a la hora y la temperatura justas.

Así bañaban a Fernández todos los días. Lo tenían a cuerpo de rey, en aquella casa tan monárquica. De comer, nada de sobras de pescado, como se estilaba en la época, sino latas de foie-gras. La madre de Josemi lo decía:

—El brillo que les sale a los gatos con el foie no les sale con el pescado…

La madre de Josemi sabía mucho de gatos. Antes había tenido a Damasquino, un gato persa, solemne como un obispo de Constantinopla, que paseaba por la casa como en procesión, llevando al cuello el pectoral de un cascabel de plata prendido con una cinta de seda con los colores de la bandera de España.

Y tanto cuidaban, atendían y mimaban a Fernández, compañero de juegos y de travesuras de Josemi, que la cocinera le tomó envidia y manía. La cocinera se llamaba Santa y realmente lo era como cocinera estupenda. Pero el diablo más satánico como vecina de un gato en la cocina. Santa no sólo no dejaba entrar a Fernández en la cocina bajo ningún concepto sino que, cuando no estaban los señores, le daba unas palizas de muerte al pobre Fernández, con el sacudidor de la lana de los colchones o a escobazos.

Josemi se dio cuenta inmediatamente de los malos tratos, al ver cómo Fernández salía de estampía en cuanto aparecía la cocinera. Fernández le tenía auténtico pánico gatesco a Santa. Se lo decía a su madre:

—Mamá, Santa le pega a Fernández, y yo no quiero que a Fernández lo traten mal…

—Anda ya, Josemi, ésas son figuraciones tuyas. Santa es una santa, ¿cómo le va a pegar a Fernández?

—Que sí, mamá, que le pega, que Fernández es muy mansito y nada más que ve a Santa, sale corriendo…

Se confirmaron los malos presagios de Josemi. Comprobaron que, en efecto, la cocinera daba unas crueles palizas al gato. Pero era tan buena cocinera… Y costaba en aquella época tanto trabajo encontrar una buena cocinera…

Se planteó el gravísimo dilema como problema de familia: había que optar entre la cocinera y el gato.

Ganó la cocinera.

Con gran pesar de Josemi y de sus padres.

La solución para la perdida batalla del gato fue buscarle una casa donde lo cuidaran bien. A Fernández le buscaron una buena casa: la de una persona amante de los gatos conocida de la familia, que se llevó, gustosa, a Fernández. Fernández bajó de escalafón social, pero no de atenciones de Josemi, que en las tardes de vacación escolar acudía puntualmente a visitar a Fernández como una obra de caridad no con el gato, sino con su tristeza de haberlo perdido. Los nuevos dueños de Fernández le celebraban lo listo que el gato era, lo bien educado que venía, su inteligencia en cazas y ratones.

Hasta que una tarde llegó Josemi a ver a Fernández y Fernández ya no estaba. Lloró. Lo consolaron diciéndole:

—A Fernández se lo han llevado los del circo, Josemi.

Josemi pensó: «Claro, como es un gato tan listo, y hace esas cosas tan divertidas cuando juega conmigo, como da esos saltos y se sube a esos sitios tan altos para coger lo que le haya puesto, se lo han llevado los del circo para que haga esas cosas ante el público…».

El niño Josemi pidió a su madre que lo llevara al circo, para ver a Fernández. Allá que fueron una tarde. Ilusionado en su silla de pista, a Josemi no le interesaron los payasos cuando salieron tocando el saxofón y dándose sonoras bofetadas, ni la equilibrista contorsionándose sobre el alambre del redoble del tambor, ni los caballos que galopaban en círculo por la pista. A Josemi se le encendieron los ojos de ilusión cuando anunciaron que iban a salir los perros futbolistas. Eran unos perros espantosos, horrendos, vestidos ridículamente con unas camisetas de listas, como fingiendo dos equipos en liza, que anunciaron como que jugaban al fútbol, pero que en realidad pinchaban globos a mordiscos sin ninguna gracia. «Ahora después de los perros saldrá Fernández con los gatos saltimbanquis, como saltaba conmigo en el desván», pensó Josemi.

Pero salieron los elefantes, y pusieron las jaulas y salieron los leones con su domador y con su acompañante medio desnuda.

Y Fernández no salió nunca.

—Mamá, ¿pero a Fernández no lo habían traído al circo porque era el gato más inteligente?

—Será que no lo han sacado hoy, ya saldrá otro día.

Tal rabieta cogió Josemi, que tuvieron que llevarlo otro día más al circo, a ver a su gato Fernández de artista de la pista.

Salieron de nuevo los odiosos perros futbolistas con sus globos y sus ridículas camisetas, y salieron los payasos del saxofón, y salió la equilibrista del redoble de tambor, y salieron los dos elefantes tontorrones y grandotes, y salieron los leones dentro de sus jaulas, con su domador con su medio desnuda acompañante y su uniforme como de húsar en ruina.

Y tampoco salió Fernández.

Fue a la noche cuando Santa, la cocinera, que de santa no tenía absolutamente nada, le dijo cruelmente a Josemi:

—Niño, Josemi, es una tontería que vayas más al circo a ver al gato, porque el gato no va a salir nunca. Al gato se lo llevaron los del circo, desde luego, pero era para echárselo de comida a los leones…

Josemi no ha vuelto nunca a ir al circo.

Odia el circo.

Y odia desde aquella noche con toda su alma a los leones.

Y eso que Josemi es monárquico y dicen del león que es el rey de la selva…