Las siete vidas de Mil Rayas
Las siete vidas de Mil Rayas
NA VIEJA DAMA inglesa, rica y viuda, que cuida a su gata mimada en su casa de Londres entre butacas de cretona y muebles Victorianos es una maltratadora de animales comparada con los vecinos de la ciudad de Bubastis en el antiguo Egipto.
En el antiguo Egipto, a los gatos se les consideraba lo que en verdad son: dioses. Dioses destronados de su Olimpo o de su Cielo por un ejército infernal de ángeles malos en forma de perros o de ratones, mas dioses al fin y al cabo. Elevándolos a la condición de dioses, los egipcios asimilaron al gato a la magia divina de la Luna y del Sol.
Ya quisiéramos los europeos actuales parecemos a los antiguos egipcios, cuando en el Oriente Próximo no había otro problema que buscar el contento de Bastet, la gatuna diosa de la protección, la diosa de la belleza y del placer. La Diosa-Gata, con cuerpo de mujer y cabeza de gato.
A Bastet, símbolo del amor y de la procreación, de la fertilidad, protectora de las mujeres embarazadas, divinidad amiga de los hombres y los niños, se la veneraba en Bubastis y en Saqqara le levantaron un templo, el Bubasteion. Era la diosa a la que se ofrecían los sagrados gatos, alimentados con pan remojado en leche y pescados del Nilo. Bastet era como la Venus del Gato que nunca pintó Velázquez, que como buen señorito andaluz que era, siempre andaba en sus cuadros entre escopetas regias y perros de Corte, sobre un fondo de paisaje que seguro que era un cortijo.
Bastet era también la personificación de la Luna. El astro mágico de las noches de los gatos. Los egipcios la consideraban como la diosa lunar, que representaba el calor que fecunda.
En aquel Egipto donde los turistas americanos aún no realizaban cruceros por el río Nilo ni se retrataban junto a las pirámides o enviaban a Oklahoma tarjetas postales con su fotografía, el gato era el animal sagrado. Gatos sagrados y venerados, como vacas en la India del Imperio, como caballos en Jerez o en Texas. Eran exhibidos en una cesta para recibir el homenaje de la población y luego sus cuerpos eran embalsamados y momificados. No quiero ni pensar lo que dicen los historiadores, que los gatos eran sacrificados en honor de Bastet. Prefiero imaginar que los gatos, venerables sacerdotes del culto de la diosa, morían de viejos, venerables y respetados, antes de ser depositados en los primeros cementerios de gatos del mundo, que no son los ingleses, sino las necrópolis gatunas de Beni Hassan, de Saqqara, de Bubastis.
Las gatas de la diosa Bastet eran consideradas por los egipcios como el ideal de la belleza, Venus con pirámides nacida entre las espumas del río Nilo. El rasgado de los ojos que usaban las egipcias era una imitación de los ojos almendrados de la Diosa-Gata Bastet, cosa que pudimos comprobar con Elizabeth Taylor, que no fue verdadera gata sobre el tejado de cinc caliente hasta que Joseph L. Mankiewicz le dio el papel de Cleopatra, la reina que parecía una gata y que tenía por cierto una gata que se llamaba Charmaine, por la que sentía auténtica adoración.
Como los antiguos señores del campo de Andalucía a sus caballos, los egipcios les guardaban luto a sus gatos cuando morían: todos los miembros de la familia se rasuraban las cejas como señal de aflicción y dolor, tonsura a la que ni los británicos, con su culto al gato, han llegado en nuestros días. Sin tener que escribir un libro sobre su gato, Herodoto nos dejó la sorpresa de ver a todo el antiguo Egipto faraónico venerando a los suyos: «Cuando en una casa egipcia se declara un incendio, sus habitantes se preocupan muy poco del fuego y mucho de sus gatos. Los protegen, los vigilan y, si alguno, fuera de sí, logra escapar y precipitarse a las llamas, la aflicción abate a los egipcios. Cuando un gato muere de muerte natural, todos los habitantes de la casa se rasuran las cejas. Colocan al gato embalsamado en un compartimento secreto y lo transportan a la ciudad de Bubastis».
El rey Tolomeo XII, padre de Cleopatra (de la de verdad, no de Liz Taylor), fue incapaz de impedir la muerte por linchamiento de un romano despistado que por descuido había matado a un gato. Las leyes penales para los asesinos de gatos sagrados eran tan estrictas que ni el propio Faraón podía indultarlos.
Era tal el respeto que los egipcios tenían a sus gatos que Cambises II, rey de los persas, pudo tomar la ciudad de Pelusa escudando a su ejército con gatos. Los asaltantes no sé qué habilidad usaron, que apresaron cuantos gatos pudieron, con lo difícil que es atrapar un gato si él no quiere entregarse. Los colocaron en primera línea de combate. La estratagema provocó la rendición de las huestes egipcias, que rehusaron lanzar sus armas contra el invasor ante el temor de matar a alguno de los sagrados gatos. Antes que los escudos humanos de las guerras contemporáneas, en el antiguo Egipto inventaron los escudos gatunos, pues ante el temor de lastimar a los gatos, los egipcios no atacaron al conquistador persa.
Conquistador persa que por cierto tenía nombre de raza de gata de vieja dama inglesa, rica y viuda, que cuida a su gata mimada en una casa de Londres con butacas de cretona, muebles Victorianos y fotografías de heroicos antepasados de la guerra de los bóers.
Deificados, los antiguos egipcios pensaban que los gatos después de siete reencarnaciones volvían a tomar carne mortal en un ser humano; de ahí el universal refrán de «siete vidas tiene el gato».
Y las tienen en verdad. Puedo asegurarlo sin haber estado ni en el antiguo Egipto ni en el actual, ni ganas que tengo de estar allí, con la calor que hace en Egipto y con la cantidad de moscas y de cosas malas que tiene que haber en el actual Egipto.
Sé que el gato tiene siete vidas, mitología egipcia aparte, porque Mil Rayas las tuvo. A lo largo de mi vida vi muchas veces preciosos gatos romanos, atigrados, con sus simétricas rayas pardas y negras, sus panzas como de lunares negros de la bata de una bailaora flamenca, y al admirarme de su belleza tuve siempre la completa seguridad de que eran reencarnaciones del Mil Rayas de mi infancia. La última vez se me había dado la oportunidad de verlo reencarnado en Zúrich, donde mi hijo Fernando ha sentado plaza de suizo. Fernando, que sigue siendo mi primer Gato verdadero, me sabe fiel observante de la egipcia religión del culto al gato, y cuando estrenó casa en la montaña zuriquesa de Höng me llamó para comunicarme su descubrimiento:
—Sí, la casa es muy bonita, pero además, se ha presentado aquí un gato, de los que a ti te gustan. Es un gato visitante. Vive en la casa de al lado, pero como sabe que a mí también me gustan los gatos, viene cada noche de visita. Se pone en la ventana de la cocina y toca en los cristales y maúlla para que me dé cuenta de que ha llegado. Entra en la casa y a veces hasta echa aquí un sueñecito. Como no sabía qué ponerle de comer para agradecerle la visita, le di una yema de huevo, ¡y le encanta! Ahora ya le he comprado comida seca en el supermercado, y se pasa aquí a veces el día entero, porque le dejo abiertas las puertas del jardín para que entre…
Gato tan simpático, aunque suizo, no podía ser más que latino. Romano y atigrado por más señas. Porque en Suiza tienen la cara borrosa y desagradable de tanto frío y tanta Banca hasta los gatos. Los gatos de Suiza son tan ariscos como el silencio de las herméticas caras largas de los ciudadanos helvéticos que van en los tranvías, donde nadie hace un gesto ni pronuncia una palabra, con la mirada perdida, con la alegría por encontrar. Los suizos deben de ser probablemente gatos calvinistas, no como nuestros gatos romanos, católicos y apostólicos que conocieron la Contrarreforma de la alegría frente a la aburridísima seriedad del luteranismo.
El Gato Visitante de casa de Fernando era lo menos suizo que encontré en Zúrich. Por descontado que no maullaba en alemán, como los otros gatos, o en alemán suizo, como los gatos con menores saldos en sus cuentas corrientes del Credit Suisse o de la UBS.
El Gato Visitante, cuyo verdadero nombre es Koto, amable, sinvergonzón, rebelde e independiente como buen gato, era exactamente igual que Mil Rayas. Nada arisco. Pude comprobarlo a fondo en mi inmediata visita a Fernando, a cuya casa, a la caída de la tarde (allí, aproximadamente, a las dos y media o las tres), llegó el Gato Visitante egoísta y puntual, buscando sus yemas de huevo y su comida seca.
El Gato Visitante de mi hijo Fernando en Zúrich ha sido la penúltima de las reencarnaciones de Mil Rayas en sus siete vidas.