El gato de piso
El gato de piso
UIZÁ POR SU propia condición posindustrial y globalizada, Remo es un gato de piso. Y por lo que veo en la serenidad con que ahora está tumbado al lado de la alfombrilla del ratón mientras escribo, parece que está encantado con su condición de gato de piso. Para el gato de piso no hay veranos ni inviernos, entre la calefacción y el aire acondicionado. Si en invierno se tumba acurrucado y calentito junto a una fuente de calor y en verano extendido, con la panza sobre el suelo fresquito, casi un metro de gato estirado y perezoso de cabeza a punta del rabo, es para cumplir mínimamente o mininamente con las exigencias de almanaque de sus congéneres de campo o de casa con jardín. El gato de piso es gato de piso todo el año.
El gato se acaba de despertar de su somnolencia y me está mirando, como diciéndome:
—Sí, soy un gato de piso, ¡y a mucha honra! ¿Qué, pasa algo, hay algún problema?
Ninguno, Remo, ninguno, tranquilo, no me vayas a sacar las uñas, que no soy una butaca…
Todo lo contrario. Haces verdad la observación de la escritora gatófila canadiense Lucy Maud Montgomery: «Una casa no es un hogar sin la dicha inefable de un gato con la cola enrollada alrededor de las patas».
Tú, por tanto, Remo, evidencias que la nuestra (la tuya, vamos) es una casa civilizada y feliz, ya que te has dignado estar aquí en lugar de andar callejeando por ahí como era inicialmente tu destino. Los gatos suelen elegir los pisos donde les gusta quedarse. Así ocurrió con el gato de Sigmund Freud. Cuando visité la casa de Freud en Viena, eché de menos por allí un gato. La de Freud es calle de gatos, casa de gatos, escalera de gatos, piso de gato. En aquel gabinete se echaba en falta un gato. Hasta que por fin lo hallé, leyendo a Juan Rof Carballo en una antología de artículos preparada por Catalina Luca de Tena: «Freud habla a Lou de su gato. Había entrado por la ventana, inesperadamente. Aunque apenas se interesaba por los animales, éste le preocupa, puesto que inicia un peligroso paseo entre las preciadas antigüedades que Freud colecciona y que, por el momento, están en el suelo. Anhelante sigue sus evoluciones hasta que el gato, sin derribar ninguna, termina por enroscarse en un sofá. Busca entonces Freud para él un tazón de leche. La escena se repite y Freud se encariña con su gato. Pero éste le mira con solemne indiferencia desde sus bellísimas pupilas verdes. Freud concluye que es un gato narcisista, un gato que sólo se quiere a sí mismo. Tiempo después el gato enferma de pulmonía, y Freud, que hace todo para salvarle, queda desolado cuando muere».
Ahora lo comprendo. La tristeza que encontré en la casa de Freud no era por la ausencia del inventor del psicoanálisis.
Era todavía la tristeza de la muerte del gato de Freud.
Entre aquellas paredes, Freud se había quedado sin gato que psicoanalizar y esa tristeza siempre deja huellas.
Los gatos son urbanos por caseros y caseros por urbanos. Hasta los gatos de campo, los gatos de cortijo, tratan de hacer vida de ciudad. Vida de casa. Vida de piso. Para el gato, el piso es una inmensa y cómoda metáfora perfecta de la selva y del campo. No hay mejores matorrales para curiosear entre ellos que las cortinas; ni mejores troncos de árboles para afilarse las uñas que la tapicería de las butacas; la más segura caza es el aguardo del pienso seco en el comedero. En el piso, además, entran moscas, mariposas, mosquitos, arañas, que son perfectas metáforas de los pájaros para la caza virtual.
Los gatos de piso han descubierto las excelencias del mundo de lo virtual sin necesidad de Internet, de los videojuegos ni de los simuladores de vuelos o carreras. El pasillo puede ser el largo camino de la guarida del ratón. La madeja de lana puede ser la rata asquerosa. El piso aguza la imaginación del mágico y fantástico gato, le hace crear aventuras. Mi gato parece que siempre está escribiendo novelas de misterio y aventura en sus correrías por el piso. En eso se diferencia el gato de piso del gato de campo, del gato cateto de los pueblos, siempre sentado a la puerta de la casa, como esperando ver pasar el cadáver de su enemigo el ratón, pero sin tomarse gran cuidado en darle muerte, y no como este gato de piso, para quien todo lo que hay en la casa es susceptible de caza, sea portarretratos, cordón de la cortina, piel de encuadernación de libro o jarrón de porcelana.
El gato se ha acostumbrado a esta arquitectura antifelina de los edificios de viviendas. A Remo el campo no le gusta nada. Sabe que como se está en casa de uno no se está en ninguna parte y cuando le abrimos la puerta del piso, ni se digna bajar las escaleras. Y cuando sale a las terrazas, aunque lindan con otras a las que puede pasar perfectamente, no tiene el menor interés en descubrirlas. Sabe que las macetas cuya hierba puede mordisquear aquí para purgarse de la ingesta de sus propios pelos son mucho más gratas y seguras que las del vecino, que a saber cómo son.
El gato es el animal perfecto para el piso. Mi maestro don Manuel Halcón hizo el elogio del perro de piso frente al perro de campo, porque tenía un perro de piso, el Corito, un bodeguero jerezano que trajo de Lebrija, y que era como el gato Remo de su discípulo: cazador de ratas. Escribe Halcón: «Algunas castas de perro piden piso y alfombras de nudo. En general, todo perro de piso es feliz en dos ocasiones: cuando sale del piso y cuando vuelve a él. Es feliz cuando sale, por la expansión y por la libertad, y feliz cuando vuelve, por la comodidad enroscada al pie de una butaca donde vive pensando en la próxima salida». Don Manuel Halcón tenía todos los días que sacar a pasear a Corito para que hiciera sus cosas en la calle, mientras Remo se enfada si lo saco a pasear porque, siendo gato de piso, se cree que lo llevo a la veterinaria o a lo que le da más horror: de vacaciones a la playa.
A Remo no le gusta el campo ni le gusta la playa. Varias veces lo hemos llevado a la playa y entonces es cuando se nos ha rebelado e intentado escapar. Más que nada, despistado con tanto espacio abierto y sin alfombras ni sillones. Como es urbano y de piso, no está acostumbrado a esas incomodidades de la inmensidad del espacio. En una primera salida, este Don Quijote se nos creyó un Supergato y la emprendió con Milagritos, una pobre perra coja que había en el restaurante de la playa donde íbamos a comer y a la que enseñó, iluso, sus garras y sus fauces refunfuñonas, tras lo cual la perra dio sólo un ladrido y un amago, un simple amago de lanzarse sobre el gato, a lo que Remo salió huyendo despavorido, subiéndose por el tronco de una palmera para salvarse. El modo como quedó asido a la palmera a mitad del tronco, cuando ya no podía subir más, era como un homenaje a todos los creadores de gatos de los dibujos animados.
Remo estaba asido al tronco de la palmera exactamente como salen en los dibujos animados el Gato Fritz, o Tom, el gato de Tom y Jerry, tan casero como él. ¡La cantidad de gatos en ascensión pavorosa asidos al tronco de una palmera que tienen que haber visto Hanna y Barbera, o Baskhi y Crumb para dibujarlos con tal verismo!
Remo, agarrado a la palmera, le estaba dando un homenaje como de festival de cine a Don Gato y su Pandilla, a Benito, Demóstenes y Cucho eludiendo al oficial Matute. Un homenaje a Jim Davis por haber creado a Garfield. Un homenaje a Silvestre, siempre queriendo poder comerse a Piolín.
Remo le daba un homenaje a Félix el Gato, «el único, único Gato…».
Porque no había por allí moscas piconas ni lo exigía el guión, que, si no, Remo hasta se habría puesto a hablar como sus colegas que se fueron a Hollywood a hacer carrera, que se hicieron famosos en los dibujos animados y ahora deben de estar viviendo su dorada vejez en algún rincón de la casa que se hicieron en Beverly Hills, sin que nadie se haya acordado de ellos para concederles un Oscar al conjunto de su obra.
En otro viaje a la playa estábamos en una casita en medio del monte, en la que Remo era feliz cazando arañas, ciempiés y lombrices, hasta que una noche advertimos que el gato no andaba por allí. Una ventana abierta de par en par nos indicó por dónde se había escapado. Era ya noche cerrada, y sin luna, y en cercanía de perros espantosos que tenían en casas cercanas los alemanes que allí viven todo el año, y que nos habían advertido de lo que entendían peligrosa vecindad para Remo. Como el gato no conocía aquellos andurriales, y temíamos que se nos perdiera, o que muriese en las fauces de un perro si le daba por repetir su osada chulería con Milagritos, la perra coja, nos echamos al monte a buscarlo. ¿Han oído la comparación que hacen los teólogos acerca de la dificultad de buscar a un gato negro en la oscuridad de un túnel? Pues era igual, con la única diferencia de que el gato era atigrado y no negro. Tomamos el frasco de vidrio de su comida seca y lo hicimos sonar a modo de campanilla y entre eso y los gritos que lanzaba Isabel llamándolo en la oscuridad, de golpe vimos como una duda con rabo entre las sombras de los pinos y de la noche:
—¡Me parece que está ahí!
Y los dos llamándolo por aquellas negras espesuras:
—¡Remo, Remooo, Remoooo!
E Isabel, engatusando al gato:
—¡Ven, gatito lindo, que yo ya me voy! —le repetía, con la frase con la que cuando se la dice en casa acude con toda celeridad, se halle donde se halle.
La frase casera fue santo remedio gatuno.
Al instante, aquella movediza sombra con rabo se acercó, pero como un meteoro. Vio que éramos nosotros y no sé si como señal de alegría o buscando más aventuras, continuó corriendo, corre que te corre, salta que te salta, ahora monte abajo. Hasta que por fin, con mucho trabajo de hacerle sonar las croquetitas en su frasco y de prometerle su palabra mágica y gastronómica («¡Latita, Remo, latita de comida!»), el caso es que el gato vino por fin a mis brazos.
Estaba jadeante y satisfecho.
Menuda angustia nos quitó de encima: Remo no se había perdido por los montes. Había renunciado a ser gato montuno, el gato montes del pasodoble torero, liberto gato cimarrón, y volvía con nosotros.
Y menudo peso le quitó de encima a Isabel. Mientras lo acariciábamos tras su regreso, Isabel me confesó:
—¿Sabes qué era lo peor? No el que el gato se hubiera perdido, sino pensar: «Cualquiera se lo dice a Laura cuando volvamos a casa y le tengamos que confesar que el gato se nos ha perdido por los montes…».
Laura podía seguir teniendo a su adorado Remo y piropearlo cuando va por el pasillo:
—¡Qué andares de gato más bonito! Remo, hoy estás con el guapo subido…
Por lo que he leído acerca de los gatos, me queda la duda de esta huida de Remo por los montes. No creo que se fuera de casa. Se fue de… ¡aquella casa que no era la suya!, que estaba cerca de la playa, entre el monte y los pinares, tan lejos de su comodidad de butacón y cojines.
Tan lejos de su confortable piso de gato de piso.
Gato de piso ha habido que se ha recorrido trescientos, quinientos kilómetros para volver solo y sin perderse a su casa, cuando lo han llevado lejos. Todo gatófilo de Estados Unidos conoce la historia de Sugar, el gato de los Woods, una familia que, como suelen los norteamericanos cada dos por tres, se trasladó a vivir y trabajar a otra ciudad y, para no llevarse al gato, le buscaron acomodo con otra familia de aquella ciudad que abandonaban. Pero como los Woods no le habían consultado la decisión, a Sugar le pareció fatal y no le gustó nada la casa nueva. Por lo que, dotado de su maravilloso instinto de orientación y de un sentido de la fidelidad que ya lo quisieran los perros, corrió y corrió hasta encontrar a sus antiguos amos, que era con quienes estaba contento y feliz. Sin que nadie le dijera dónde estaba, Sugar encontró la casa nueva de los Woods, a 1500 millas de la vieja.
Comprendo perfectamente al andariego Sugar, que llegaría el pobre con las almohadillas de sus pies destrozadas, como le ocurrió a un gato extremeño que corrió semejante aventura en un largo recorrido de lealtad, volviéndose desde Cataluña hasta su casa, porque comprendió que en Cataluña no se le había perdido nada.
A esos gatos les ocurrirá como a nosotros cuando llegamos de veraneo a un hotel que no nos gusta nada y donde resulta que ya tenemos pagados quince días de vacaciones, quince días que tenemos que pasar aquí, qué horror. A Remo, probablemente, le pasó eso. Pensó que no sabía cuántos días tenía aún que pasar en aquella casa extraña e incómoda cercana a la playa, en medio del monte, con tantos bichos tan distintos a su ratón de peluche y a sus pelotas con cascabeles, y se acordaría, como ET, de su casa.
De su piso.
Y salió no huyendo hacia el monte, sino corriendo de vuelta a casa.
Camino de su añorado piso.
Estos gatos de piso son tan conservadores que parece que son ellos quienes están pagando la hipoteca todos los meses.