Capítulo 17

Tarde, muy tarde. Iba a llegar con mucho retraso. Entró casi a la carrera en el edificio y saludó con la cabeza a Sonia, la chica que ocupaba su lugar. No tenía intención de entretenerse ni podía saludarla como era debido, pero la mujer la llamó.

—Señorita Karen, buenos días. Tengo un mensaje del señor Nualart.

—Buenos días, Sonia. ¿Para mí?

—Sí, me ha pedido que vaya a su despacho y coja el proyecto de la estantería. Y que después se reúna con él en la sala de reuniones.

—¿Algo más?

—No, nada más.

—Gracias, Sonia.

Karen le dedicó una sonrisa de agradecimiento y corrió hasta el ascensor. Mientras esperaba que llegara para recogerla, no dejaba de golpear, nerviosa, con el pie sobre el suelo. El sonido se escuchaba con eco en la gran recepción vacía a esas horas. Aún no habían abierto al público, pero ella llegaba tarde.

Si le preguntaba por el retraso, ¿qué coño iba a decirle? Algo como: «He estado toda la noche contigo, pero me da miedo decirte que sé que eres tú porque no quiero perderte a ti ni a mi empleo». No, claro que no podía decirle eso.

El ascensor abrió las puertas y se lanzó dentro. Pulsó repetidas veces el botón de la planta superior, como si así fuese a ir más rápido. Al salir del ascensor trató de acelerar la marcha, pero la falda que llevaba, hasta media pierna, y estrecha, le dificultaba el caminar, y los tacones tampoco ayudaban.

—Buenos días, señorita Karen. ¿Tiene lo que necesito?

Por un momento se detuvo, como un juguete al que se le acababan las pilas, tomó aire y trato de parecer normal.

—Buenos días, señor Nualart. Ahora mismo me dirigía a buscarlo.

—Parece agotada. Creo que debería descansar más.

Iba a decir algo, pero pensó que lo mejor era cerrar la boca y encaminarse al despacho de su jefe a buscar lo que le había pedido. Al llegar abrió la puerta y entró. Allí estaba, mirando distraída lo poco que había dentro. Tal vez porque no le había dado tiempo a decorarla o poner algo personal, o quizá tan solo es que le gustaba así. Los japoneses tenían fama de gustarles los espacios despejados, ¿verdad?

En realidad, no se imaginaba a la madre de Nualart con una vitrina llena de figuritas de porcelana. Sonrió ante la ocurrencia. De repente vio lo que estaba buscando en la estantería superior.

El dosier estaba en uno de los últimos estantes, así que presta subió una de las rodillas seguida de la otra a la estantería de más abajo que estaba vacía. Cogió lo que buscaba satisfecha, lo había conseguido. Ahora bajaría y… y… y no podía bajar. Era incapaz de maniobrar con las piernas. La falda, estrecha y que llegaba más abajo de sus rodillas, se cerraba en torno a ellas, y por la postura no podía moverse. No tenía forma de maniobrar, así que estaba atrapada. ¿O debería intentar tomar impulso hacia atrás y bajar de un salto? ¿Podría hacerlo? Pensaba que sí. Si usaba las manos para empujar con fuerza hacia atrás, ¿cómo llegaría al suelo? Con toda probabilidad acabaría con el trasero magullado y, tal vez, con un esguince en uno de los tobillos, o en los dos.

Suspiró pensando en la mejor opción. ¿Qué haría? ¿Arriesgarse a bajar o quedarse allí para siempre o hasta que la tierra se la tragara? Estaba pensando en cómo deshacer ese lío cuando la puerta se abrió.

Dejó soltar el aire, no necesitaba darse la vuelta para saber quién era. El carisma de ese hombre anunciaba su llegada. En los últimos días parecía que solo era capaz de ir de lío en lío y en todos aparecía él para rescatarla. No le gustaba, había peleado mucho y muy duro para terminar pareciendo una damisela en apuros.

—¿Necesita ayuda, señorita Karen?

La voz del hombre resonó por el despacho hasta golpear en su cuerpo. Su piel se erizó al recordar el calor que desprendían cuando estaban juntos. Todo iba a ser más complicado de lo que había pensado. No la había tocado, todavía, y estaba nerviosa. El nudo en su estómago se apretaba y aceleraba su respiración. Tomó aire para tranquilizarse y parecer… normal.

—¿Yo? ¿Ayuda? —Maldijo por haber sido sorprendida in fraganti—. No, ¿por qué lo pregunta, señor Nualart?

—Porque lo parece. Pero como no es así, ya que tiene lo que le mandé a buscar en la mano, acérquemelo. Tengo prisa.

—¿Ahora?

—Ya. Lo necesitamos para trabajar.

Por más que le fastidiara reconocerlo, tenía que ceder. No podía bajarse. No podía. Punto. Tenía que pedirle ayuda otra vez. ¡Maldita fuera su suerte!

—¿Señor Nualart?

—¿Sí, señorita Karen?

—No puedo bajarme —afirmó en voz tan baja que apenas fue un susurro.

—¿Disculpe? No la he oído —dijo, acercándose a ella con sigilo.

Sabía que no le agradaba la situación. Había agachado la cabeza, encorvado los hombros y hablaba con la inseguridad propia de ella. Seguro que por su bonita cabeza se paseaba la idea de que iba a perder el trabajo. ¡Cómo lo estaba disfrutando!

—He dicho —comenzó con un tono más alto— que estoy en apuros. La falda me impide moverme y no puedo bajarme. ¿Le importaría ayudarme?

—Lo suponía —murmuró. Y sus palabras acariciaron su cuello. El cuerpo de Karen se puso del revés. ¿Por qué demonios tenía ese efecto en ella? Cada vez le resultaba más complicado tenerlo cerca, y este no dejaba de complicarle las cosas. Le ponía muy difícil no verlo como hombre cuando sus malditos susurros erizaban el vello de su cuerpo, y más aún cuando aparecía siempre que parecía necesitarlo para un rescate inesperado.

Las manos de Nualart se aferraron a la cintura de la mujer y la elevaron como si no pesara más que una pluma. Al dejarla en el suelo, trastabilló. Sus piernas estaban débiles por la postura y cayó hacia atrás quedando apoyada sobre el pecho de Nualart.

Se quedó inmóvil al darse cuenta de lo cerca que estaban. Sintió cómo el pecho masculino se tensaba, notó cómo su trasero quedaba justo a la altura de su miembro. No quería pensar en ello, pero no pudo evitar visualizar la imagen de él en esa misma posición, sin ropa, listo para penetrarla, horas antes.

El gemido que brotó de su boca entreabierta la pilló por sorpresa, pero más sorprendente fue el hecho de que las manos de su jefe no la soltaran, sino que la agarraron con más fuerza y la acercaron más, eliminando la escasa distancia que separaba sus cuerpos.

—Parece que siempre acabo salvándote, Karen —la tuteó de forma inesperada. Y el rubor bañó su rostro. Le había encantado que le hablara sin esa formalidad que lo caracterizaba.

¿Qué podía decir? Nada, no podía decir nada porque no le salían las palabras, y si abría la boca, estaba segura, iba a salir una llamarada. ¿Cómo podía ese hombre hacerla arder con tan solo su presencia y unas pocas palabras?

—Karen… Cada vez me lo pone más difícil. —Volvió a usar el tono formal.

—¿El qué? —musitó con la respiración a mil y sin tener claro de dónde había sacado el valor para decir algo.

—El mantenerme en mi lugar. Estoy a punto de destruir mi muro, así que, por favor, refuerza el tuyo.

Esas palabras le hicieron tragar con fuerza toda la saliva que se había acumulado en su boca y los recuerdos de la noche que habían pasado, el recuerdo del calor de su piel, de su tacto, del placer compartido, la hicieron perderse y olvidarse de que allí era la empleada y él su jefe.

—¿Y si no quiero, señor Nualart? —soltó para su propia sorpresa. De nuevo, se reprendió; debía ser cuidadosa o su plan de mantener su identidad a salvo no iba a durar mucho.

El silencio se cernió sobre ellos, espeso. Tanto que podía verse como una leve capa de humo. Karen esperaba con el corazón a mil, estaba segura de que Nualart era capaz de notar cómo de agitado estaba todo su cuerpo.

—No sabe lo que está diciendo, señorita Karen. No debería tentar al diablo.

De nuevo las palabras alteraron sus sentidos. El calor entre ellos crecía tan deprisa que no eran capaces de apagar un foco cuando otro aparecía para prender una zona nueva. Juntos eran un incendio incontrolable. Y el calor la impedía pensar con claridad, le impedía mantener a raya a la mujer que era bajo la seguridad de la máscara.

—Creo, señor Nualart, que ya lo he hecho.

La respuesta de Karen lo dejó fuera de juego. Había pensado que iba a asustarse, a dar un paso atrás alentado por su inseguridad; sin embargo ahí estaba, provocándolo, y la excitación se agitó en su pecho. La deseaba, y no debía. No podía dejarle ver que no podía quitársela de la cabeza ni siquiera tras pasar una de las noches más intensas de su vida. Tenía que alejarse a toda prisa, antes de que fuera tarde, ¿o ya lo era?

—Y… ¿está lista para el diablo? —la tentó. No tenía claro por qué hacía lo contrario de lo que pensaba—. Piénselo, no conteste aún. Si dice que sí no va a haber marcha atrás, señorita Karen.

—No podré saber si estoy lista o no sin antes experimentarlo, ¿no cree?

—Está bien, señorita Karen. No está resultando como pensé. Debería pararme los pies, ahora no sé si voy a ser capaz de seguir controlándome. Si no puedo parar, ¿qué ocurrirá después? ¿Está dispuesta a arriesgarlo todo?

De nuevo el silencio cayó sobre ambos. Karen temía que si decía algo equivocado todo cambiara. Pensaba a toda velocidad, a pesar de su estado, en cómo las cosas podían cambiar si tenía algo con su jefe y luego todo se iba al garete, pero ¿acaso importaba? ¿Qué era lo que iba a perder? Nada que no pudiera conseguir en otra empresa. Pero no era eso lo que la asustaba, lo que le daba miedo era perder esa parte de ella que siempre guardaba y que no compartía con nadie, pero que temía que con él saliera de su escondite. Que dársela fuera parte del juego y luego no poder recuperarla. Y lo que más miedo le daba era sentirse sola y vacía. Triste, de nuevo. Como cuando su madre la alejó y nunca entendió el verdadero motivo. Aunque ¿no se trataba de eso la vida? ¿De arriesgar? ¿De sufrir, reír, llorar, sentir? Aunque quedaran cicatrices profundas, y aunque no volviera a ser la misma, tenía que reconocer que no podía evitar querer estar cerca de él. Y también que algo había cambiado en ella tras ese tiempo que habían pasado juntos como Akuma y la mujer desconocida. Ahora se sentía más segura de sí misma y tenía más claro quién era. Y había descubierto que no solo los demás la juzgaban por su apariencia, sino que ella misma también lo hacía.

Tentada estaba de confesarle quién era, ¿qué podía perder? Tenían un contrato firmado; además, no podían desvelar quienes eran por lo que todo quedaría entre ellos. Lo único que no la ayudaba a decidirse era si era o no el momento adecuado y de si él tenía alguna idea de que era la mujer tras la máscara y la ponía a prueba.

Sin decir nada se giró y quedó frente a él. Estaban tan cerca que sus alientos se confundían. Nualart la miraba con sus rasgados ojos abiertos de par en par y ella le devolvió una mirada segura. Se había decidido, arriesgaría, y si perdía ya vería cómo volver a ganar en la siguiente partida.

—Puede que más tarde me arrepienta, puede que pierda el juego, puede que no esté lista para conocer al diablo que dice ser, pero, de todas formas, me voy a arriesgar porque me acabo de dar cuenta de que ya no puedo, ni quiero, mantenerme lejos de usted.

—No sabe lo que dice, señorita Karen. Debería tenerme miedo, mantener las distancias, no soy bueno para usted.

—Eso déjeme decidirlo a mí.

—¿No tiene a alguien a quien le deba fidelidad?

—No hay nadie a quien vaya a serle infiel —susurró.

Cerró los ojos un momento. ¿Estaba asustado? Trató de detener lo que iba a suceder, deseó dar marcha atrás hasta ese momento en el que la encontraba en el ascensor y le pedía ir a por el proyecto, ese en el que él esperaba con calma en la sala de juntas y no iba a buscarla a su despacho. Pero no era posible. Abrió los ojos dispuesto a apartarse de ella cuando la mujer enredó los brazos en su cuello y le besó.

Dejó que su boca, caliente y hambrienta, se estrellara contra la de él, que no dudó en hacerla suya y ganar la primera batalla, porque a la primera oportunidad, coló su lengua en el interior de ella y la saboreó sin dejar nada olvidado. Sabía tan bien que por un momento se sintió sin fuerzas. Por un momento, cuando la lengua de ella rozó la suya, con timidez y pasión a la vez, temió que tal vez, por fin, hubiera encontrado a alguien capaz de hacer que el diablo acabara con el rabo entre las piernas, concretamente entre las de ella. Para siempre.