CAPÍTULO ONCE

Aquella noche, Saira se fue a la cama con una sonrisa en los labios. Aun así, no lograba olvidar la mirada de Isabel cuando se marchó de su habitación dando un portazo. Antes de apagar la luz estuvo leyendo un rato un libro que rescataba cuando tenía muchas cosas en la cabeza: Orgullo y prejuicio, una de las novelas que más la habían impactado.

Sonreía mientras recordaba algunas de las escenas más emocionantes de esa historia de amor. Suspiró antes de dejar el libro en la mesilla. El señor Darcy era un personaje que le gustaba, así como Elisabeth. En alguna ocasión había soñado que se parecía a ella y que tenía la misma fuerza para enfrentarse al mundo. Sin embargo, la realidad era bien distinta, pues cada día suponía un gran reto. Tenía que esforzarse mucho por hacerlo bien y no defraudar a nadie.

Antes de cerrar los ojos, sintió un pinchazo en el muslo al darse la vuelta en la cama: la herida le dolía con el roce de las sábanas. A su mente volvió la imagen de Isabel, loca de rabia y diciendo que, si no se hubiera entrometido, todo habría salido bien con Sebas. Presionó fuertemente con un dedo, hurgando en el corte. El dolor se intensificó y las palabras de Isabel cayeron en un pozo negro, como su angustia.

Pronto su respiración se calmó y soñó con Mariam. Hacía tiempo que su hermana no aparecía en sus sueños. Mariam estaba en la cocina de Kabul echando unos leños a la estufa para calentar agua con la que preparar chai. Se reían y hablaban como si el tiempo no hubiera pasado. Era un día de verano espléndido, sin nubes en el cielo. Saira no había crecido y Ramin no había aparecido en sus vidas. Mariam llevaba un vestido blanco holgado y su melena negra le caía hasta media espalda. Bahar estaba en el patio de atrás dando de comer a las gallinas y el abuelo había salido al mercado. De repente, la luz de la cocina fue apagándose, como si estuviera anocheciendo. A través de la ventana, Saira vio aparecer a Ramin y cómo con él llegaba la oscuridad a aquella casa.

Oyó graznar a un cuervo posado en la rama raquítica del tronco de un árbol seco. Se volvió hacia Mariam para que huyera con ella hacia la base militar donde se encontraba Laura, pero, por más que le gritara a su hermana, esta parecía no oírla. La zarandeó para que la mirara a la cara, pero su pelo le cubría por entero el rostro. Trataba de apartarle el cabello, sin conseguirlo, y su boca y su garganta estaban cada vez más secas de tanto gritar. La melena de Mariam se fue tornando del color de la sangre hasta manchar la camisa blanca de Saira. Pero lo peor fue que la imagen de su hermana comenzó a desdibujarse y Pablo apareció en aquella cocina que era cada vez más pequeña. Ramin, con las tijeras de Saira en una mano, se acercaba a Pablo por la espalda. Saira contuvo la respiración porque Ramin apenas hacía ruido y Pablo no era consciente del peligro que se cernía sobre él. Y Saira gritaba el nombre de Pablo sin parar, pero, como en el caso de su hermana, no pudo hacer nada cuando Ramin le clavó las tijeras en la espalda. Encogió la cabeza de manera instintiva cuando Pablo cayó de rodillas al suelo. Lo último que escuchó de sus labios fue:

—Tendrías que habérmelo dicho. Yo te habría ayudado... —Su voz se quebró como una copa de fino cristal.

Saira se despertó bañada en sudor y con un grito alojado en su garganta. Abrió la ventana para que entrara el relente de la noche. Poco a poco, la humedad fue bañando su cuerpo sudoroso, y se cubrió con una camiseta de manga larga para no enfriarse. Se sentó en una silla para ver cómo amanecía. Hacía tanto tiempo que no contemplaba un amanecer, que no le importó quedarse despierta media noche. Volvería a leer Orgullo y prejuicio.

A las siete de la mañana se fue a la ducha. Laura y Juanjo ya se habían levantado y se los oía reír en la cocina. La casa olía a café recién hecho y a pan tostado. Cuando llegó al piso de abajo, Juanjo abrazaba a Laura y ella tenía la cabeza recostada sobre el hombro de su marido. Hacía unos días que Laura ya no utilizaba un pañuelo para cubrirse la cabeza. El cabello había comenzado a crecer y deseaba volver otra vez a la rutina.

—Buenos días —saludó Saira sentándose a la mesa—. ¿Hay algo que celebrar?

—Sí, en unos días tendremos noticias de la agencia de adopciones. Es el último trámite que nos queda.

Laura y Juanjo llevaban siete años casados, pero vivían juntos desde que ambos tenían veinticinco años, prácticamente desde que se conocieron. Después de tres años intentando tener hijos y hacerse todo tipo de pruebas, descubrieron que Juanjo tenía una baja producción de espermatozoides. Aquel contratiempo no los desanimó a la hora de querer ser padres, y al final decidieron acudir a una agencia de adopción. Tras años de lucha y muchas decepciones, estaban muy cerca de ver cumplidos sus sueños.

—¡A ver si son buenas noticias! —Saira había cogido una tostada, que untó con mantequilla y mermelada de fresa.

—Ya nos toca, ¿verdad? —comentó Juanjo sirviéndose una taza de café—. Vamos a tener nuestro propio hijo.

Saira evitó mirar a Laura a los ojos. Se la veía feliz y radiante, pero el comentario de Juanjo era cierto; ella no podía considerarse hija suya. Sintió celos por ese niño que le quitaría el cariño de Laura y de Juanjo. Tras darle tres mordiscos a su tostada, levantó la mirada del plato y se encontró con la mano de Laura apoyada sobre la suya.

—Vamos a necesitarte para cuidar de ese niño. Nada va a cambiar en esta casa.

—Lo sé —mintió con una sonrisa en los labios, pero sentía un nudo en la garganta.

—Es más, sabes que te dejaremos ponerle el nombre —comentó Laura, y apretó la mano de Saira con suavidad—. ¿Qué dices? Serás como una hermana mayor...

Como Mariam lo fue con ella, pensó. Pero ¿sabría estar a la altura? Todo el mundo confiaba en que sería así, salvo ella. Después de lo ocurrido la tarde anterior, dudaba que fuera la mejor hermana que pudiera tener ese niño. Había defraudado a su mejor amiga y durante un mes había dejado que se metiera en la boca del lobo.

—¿Me estás diciendo que no podré ponerle a nuestro hijo el nombre de mi tío abuelo, Saturnino, en el caso de que sea un niño? —le espetó Juanjo frunciendo el ceño, como si estuviera molesto.

—¿Tú qué opinas, lo dejamos por imposible? —le preguntó Laura a Saira soltando una carcajada. Y a Juanjo—: ¿Acaso quieres que nuestro hijo sea el rarito de la clase desde el primer día? Nosotras queremos algo más normalito, como por ejemplo...

Laura le hizo un gesto a Saira para que continuara ella.

—Bruno, Samuel o Lucas. Y si es una niña —se mordió los labios—, si es una niña me gustaría que se llamara Mariam, aunque si no os apetece podríais llamarla Elvira o Yolanda, como tu hermana...

—Mariam sería el nombre apropiado para nuestra hija, ¿verdad, Laura? —La mano de Juanjo se posó sobre el hombro de Saira.

Laura asintió.

—Yo, al menos, confío en el criterio de Saira —afirmó.

Tras el desayuno, Juanjo comenzó a apresurar a Saira, como todas las mañanas. Faltaban veinte minutos para la primera clase del día. Saira cogió su mochila, se puso brillo en los labios después de lavarse los dientes y le dio a Laura un beso de despedida.

—Recuerda que hoy he quedado para comer con Pablo —dijo en la puerta de la calle—. Voy a estudiar a su casa y luego me traerá de vuelta.

Laura, apoyada en el marco de la puerta y con los brazos cruzados, siguió los pasos de Saira hasta que llegó al coche. Ya no era una niña y poco a poco necesitaba su propio espacio. A pesar de que Saira le había dicho infinidad de veces que no le interesaban los chicos, salvo Fabián, Pablo parecía distinto de los chavales que había conocido.

—¿Cómo van los exámenes? —le preguntó Juanjo en el coche de camino al colegio—. Los profesores me han comentado que Isabel ha bajado bastante este trimestre. ¿Os ocurre algo? Hace tiempo que no pasamos por su casa.

—Sí, no es nada grave. —Saira chasqueó los labios—. Isabel se ha enfadado un poco con Fabián y conmigo por tonterías.

—Espero que sean solo eso, tonterías. Si pasara algo, me lo contarías, ¿verdad? Estáis en una época un poco difícil.

Juanjo no podía evitar hacer de profesor fuera del colegio. En casa podía ser muy bromista, pero adoraba su trabajo y se tomaba muy en serio su papel como director.

—Claro. De momento no ha pasado nada que no podamos solucionar —afirmó mirando la carretera.

Fabián esperaba a Saira en la puerta del colegio. A su alrededor, algunos compañeros de clase hablaban sobre la noticia del día. Todo el mundo sabía que Sebas Lozano era un maltratador y que necesitaba ayuda. Twitter podía ser un arma de doble filo que Fabián sabía utilizar en su beneficio cuando quería.

Antes de entrar en clase, Isabel pasó como alma que lleva el diablo por delante de Saira y de Fabián sin dignarse mirarlos a la cara. Saira sintió una opresión en el pecho y, no obstante, corrió hacia ella.

—Isabel, espera, quiero hablar contigo.

—Ya es un poco tarde para eso. —Continuó caminando sin ni siquiera mirarla.

—¿Y cuándo querías que te lo dijera? Este mes no has tenido ni un solo minuto para hablar conmigo. ¿Cuántas veces te he llamado por teléfono y siempre has estado ocupada? —trató de justificarse.

—Has sido tú, ¿verdad? —Se volvió hacia Saira. Apretaba los dientes y los puños con rabia y su mirada era capaz de incendiar lo que se le pusiera por delante—. ¡Tú eres QueenTwi y has dicho que Sebas es un maltratador! Mi padre ha leído todos esos mensajes y está pensando en tomar medidas contra él... ¿Por qué lo has hecho? Me has jodido a base de bien. Sebas me ha dicho que todo lo que me dijo no era cierto... y que le dé tiempo. Me quiere.

—No, no te quiere, Isabel. Y tampoco he sido yo quien ha escrito ese mensaje, pero me alegro de que haya servido para desenmascararlo.

—No te creo. Te faltó tiempo para ponerlo en Twitter. Jamás pensé que me hicieras esto.

—Yo no he hecho nada, Isabel, aunque, si yo fuera QueenTwi, habría hecho lo mismo, y más sabiendo que Berta contaría lo de tus fotos.

Isabel giró sobre sus talones para alejarse de Saira.

—Eres una mentirosa —repuso Isabel con acritud.

—Siento todo lo que ha pasado entre nosotras.

—Tú siempre tan correcta, tan perfecta, la que no da problemas a nadie. Pues ¿sabes lo que te digo? Olvídame.

Saira se quedó mirándola. Si Isabel supiera que no era tan perfecta como pensaba y que guardaba un secreto que cada vez la avergonzaba más, quizás la tachara de fraude. No, Saira no era quien decía ser.

Fabián llegó cuando Isabel se encaminaba a los baños. Saira contenía el aliento para no llorar.

—En unos días se le pasará, ya verás.

Saira resopló y, aunque no las tuviera todas consigo, dejó que Fabián tirara de ella hasta el aula. La mañana transcurrió lenta. Ese día solo tenían cuatro horas de clase, pero no hacía más que mirar el reloj. La última clase fue horrible: en varias ocasiones, Isabel le contestó de malas maneras al profesor con la intención de que la expulsara al pasillo, y antes de que sonara el timbre la chica aseguró que no haría el examen previsto para el día siguiente. Sin embargo, el profesor no la expulsó y esperó a que acabara la clase para entregarle una nota.

—Mañana la quiero firmada por sus padres. Por los dos. ¿Lo ha comprendido, señorita Bellido?

Isabel salió de clase a la carrera, echa una furia, y se metió en el baño dando un portazo. Aunque Saira había quedado con Pablo para comer, prefirió seguir a su amiga. Abrió la puerta con cuidado. Isabel estaba encerrada en un compartimento. La oyó llorar y después tirar de la cadena. La llamó, pero no recibió respuesta alguna. Tras un segundo intento, Isabel le pidió por favor que la dejara en paz de una vez.

—¿Quieres hablar conmigo?

—No necesito nada de ti.

La puerta del baño se abrió de nuevo. En el umbral se encontraba Sebas, con el gesto descompuesto. La cerró de una patada y se abalanzó sobre Saira arrastrándola contra la pared.

—¿Qué haces aquí? Tú no deberías estar aquí. —Saira dejó la mochila en el suelo y buscó el móvil en el bolsillo de su pantalón.

Sebas le dio una patada en la mano cuando Saira hizo amago de sacarlo. Ella ahogó un grito. Los dedos le ardían y el dolor la dejó boqueando. El chico la agarró de las muñecas para que no pudiera defenderse y le abrió las piernas para que no pudiera moverse.

—Hola, zorra, al fin estamos a solas tú y yo. Qué ganas te tenía.

Sebas olía a alcohol y a tabaco. Además, le costaba mantener los ojos abiertos y arrastraba las palabras.

—Suéltame —dijo sin pestañear—. Me das asco.

—Eso es porque no me has probado. No voy a soltarte. Dime que no deseabas estar así conmigo.

—O eres imbécil o un masoca. Hace más de un mes que debería haberte quedado claro que no me interesabas. Yo nunca habría salido contigo ni loca, pero ahora mucho menos. Eres un cobarde asqueroso.

Sebas aspiró el perfume de Saira y empezó a darle pequeños mordiscos en el cuello.

—Eso, tú sigue hablándome así, no sabes lo que me pone que me digas que no.

Saira se encogió de hombros para impedir que Sebas siguiera mordisqueándola.

—Si dejar babas y pegar es todo lo que sabes hacer, no entiendo qué ven en ti las chicas.

—Lo mejor lo tengo reservado para ti. ¿No te ha hablado Isabel de lo caballeroso que soy? Ella no es como tú, no la soporto.

—¡Suéltame ya! —gritó Saira—. Isabel es lo mejor que has encontrado en tu vida.

Sebas reprimió un grito, pero no se cortó y le dio un puñetazo en el estómago. Saira boqueó de nuevo y las rodillas le fallaron.

—No me hables de ella. Y no grites. Te prometo que seré bueno contigo...

La puerta del baño donde estaba Isabel se abrió, desconcertando a Sebas, que dio un respingo cuando se encontró con quien menos esperaba. Isabel atizó a Sebas en toda la cara con una carpeta de tapas rígidas que llevaba en una mano. Él perdió por un instante la noción del tiempo, pero enseguida se recompuso y esbozó una mueca que pretendía ser una sonrisa.

—¿Te unes a la fiesta?

—¿No has oído a mi amiga? ¡Suéltala de una vez, cabrón! —gritó golpeándole de nuevo con la carpeta.

El segundo golpe fue más directo que el primero y dio de lleno en la nariz de la que tanto presumía Sebas. Este soltó a Saira y ella aprovechó para pegarle un rodillazo en la entrepierna que lo dejó fuera de juego, al tiempo que Isabel y ella salían del baño. Ya en el pasillo, lo oyeron gemir y decir:

—Me las pagaréis...

—Está bien, pero que sea con un cheque en blanco. Nosotras ya pondremos la cantidad —repuso Isabel. Miró a su amiga de reojo, pero Saira trataba de recuperar el aliento—. Lo siento, Saira. —Se derrumbó en un banco—. Me he comportado como una niña pequeña y estúpida. Me daba rabia que tuvieras razón. Por una vez que alguien se fijaba en mí...

—Por una vez me habría gustado estar equivocada.

—Cuando he oído que te ponía la mano encima me ha entrado una cosa en el estómago que... No he podido resistir pegarle un carpetazo —gimió Isabel—. Me alegro de que mi padre sea abogado, porque se le van a caer los calzoncillos al suelo.

Saira quiso reír, pero todavía sentía el puñetazo que le había propinado Sebas y el dolor de su mano era intenso. Isabel volvía a recuperar el humor.

—¿Eso quiere decir...?

—Eso quiere decir que soy una imbécil y que me gustaría que me perdonaras —respondió.

Se abrazaron durante un buen rato. ¡Cuánto la había echado de menos Isabel!

—Siempre hemos dicho que ningún tío rompería nuestra amistad y, a la primera de cambio, me olvido hasta de quién soy —murmuró—. He dejado que un tío nos joda. Prométeme que la próxima vez...

—No habrá próxima vez —la interrumpió Saira—. Antes prefiero darte un carpetazo que dejar que te enrolles con una alimaña como Sebas.

—Y lo mismo haré contigo si sales con un tipejo como Sebas.

—Tranquila, no estoy por la labor.

Isabel miró a Saira sin comprender por qué le decía aquello. Aunque llevaban un tiempo separadas, sabía que su amistad con Pablo era algo más que eso, o por lo menos eso le decían las miradas entre ellos el día que se conocieron. ¿No se había dado cuenta ella? Quizás necesitaba un empujoncito...

—¿Seguro?

Pero, antes de que Saira contestara, vieron a Pablo acercándose por el pasillo acompañado de Fabián. Por lo visto, este estaba poniéndolo al día sobre el tema de Sebas. Pablo se arrodilló ante Saira cuando advirtió que no se encontraba bien. Estaba pálida, temblaba y abría y cerraba la mano para desentumecerla. Supuso que no tenía nada roto porque, aunque estaban un poco hinchados, podía mover los dedos con facilidad. Isabel abrazaba a Saira y le frotaba los brazos como si tuviera frío. Y aunque Saira no quería llorar delante de sus amigos, era lo que más le apetecía.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Pablo al fin—. Deja que te vea la mano.

—Creo que solo necesita un poco de hielo —respondió Saira.

—Iré a buscarlo a la cafetería —se ofreció Isabel.

Pero Saira apenas podía hablar, así que fue Isabel quien relató lo que había pasado en el baño de chicas. Pablo escuchaba procurando no mostrar su enfado; pero, cuando Isabel terminó, se incorporó sin decir palabra en busca de Sebas. Sin embargo, antes de que abriera la puerta, Saira se colocó delante de él y negó con la cabeza para que se marchara y no empeorara la situación.

—El padre de Isabel va a encargarse de él. No merece la pena que te busques un lío por su culpa.

—¿Quieres que se vaya de rositas?

—No. Lo mejor que podemos hacer es ir a buscar a Juanjo para que llame a la policía.

Isabel y Fabián se marcharon en busca de Juanjo y los dejaron a solas.

Pablo le dio un golpe a la pared y soltó un grito. A continuación, la agarró de una mano y la atrajo hacia sí para abrazarla. Aspiró su perfume delicado y cerró los ojos. ¿Qué habría pasado de no haber estado Isabel con ella?, se dijo Pablo. Entonces Saira se permitió llorar lo que no había llorado hasta ese momento. Entre sus brazos advirtió que el corazón de Pablo se calmaba poco a poco, y ella volvió a respirar con tranquilidad.

Cuando Juanjo, acompañado de Isabel y de Fabián, llegó al lavabo de chicas, Sebas estaba tirado en el suelo, inconsciente, y su camisa estaba empapada en sangre. Dedujo que Isabel debía de haberle roto la nariz. Juanjo le tomó el pulso y percibió que su ritmo cardiaco era muy lento.

Pablo y Saira también se acercaron al baño e Isabel le entregó a su amiga una bolsa de plástico con unos cubitos en el interior.

—¿Sabéis qué ha tomado, además de alcohol? —preguntó Juanjo.

Tanto Isabel como Saira negaron con la cabeza. Esta apretaba la bolsa con fuerza.

—Enseguida vendrá la policía para tomaros declaración sobre lo ocurrido. ¿Queréis ponerle una denuncia?

—Sí —contestó Saira.

—Yo también, pero prefiero que esté mi padre delante. Actuará como nuestro abogado —afirmó, refiriéndose también a su compañera.

Saira se volvió hacia Isabel. Eso significaba que tendría que mostrar el vídeo y las fotos que Sebas le había hecho. Pero parecía que estaba dispuesta a ello, después de lo ocurrido en el baño.

—¿Estás segura? —le preguntó Saira.

—Completamente. A Sebas se le va a caer el pelo.

Sobre las dos de la tarde salieron del instituto. El padre de Isabel había llegado con una mujer bastante más joven que él, que tomó notas de todo lo que explicaron las chicas. Además de la policía, también se presentó una ambulancia. El estado de Sebas parecía grave. El médico les contó después que se había tomado una caja de Trankimazin de medio miligramo; encontraron la caja en el bolsillo del pantalón del chico. Tuvieron que hacerle un lavado de estómago de urgencia en el hospital.

También le echaron un vistazo a la mano de Saira. Le pusieron una venda compresiva y descartaron que tuviera algo roto. Tenía los dedos morados y un poco hinchados, nada que no se curara en unos días.

Cuando el padre de Isabel tuvo todos los datos necesarios, se despidió de su hija entregándole dos billetes de cincuenta euros para que se relajara comprándose alguna prenda mona. Isabel los rechazó con un gesto de la mano. Lo que necesitaba no era olvidar lo que había ocurrido, sino que su padre la apoyara. Quería sentir por una vez que este no solo se encargaba de pagarle los caprichos, sino que era algo más que eso. Sin embargo, su padre no lo entendió de la misma manera. Parecían estar en ondas diferentes: el uno en Marte y la otra en la Tierra. El hombre se marchó ofendido porque Isabel no aceptaba su dinero, aunque debió de pasársele enseguida cuando su secretaria le comentó algo al oído, porque ambos soltaron una carcajada impertinente, que le dolió hasta a Saira. La cara de Isabel lo decía todo: para su padre, aquello parecía ser simplemente un caso más.

Pablo los invitó a comer a su casa, pero tanto Isabel como Fabián rechazaron la oferta.

—Preferimos ponernos al día —comentó Fabián empujando a Saira para que se metiera de una vez en el coche de Pablo—. Isabel tiene que contarme algunas cosas.

—Como queráis, pero me gustaría que vinieseis.

—Otro día, quizás —respondió Isabel.

Esta vez, Pablo traía el Seat Toledo que compartía con su primo. Antes de poner música le preguntó a Saira si le apetecía escuchar algo en concreto.

—Sí, ¿tienes algo de Alicia Keys?

—Tengo un concierto grabado. Creo que está en la guantera.

Durante buena parte del camino estuvieron escuchando música. Pablo la miraba de vez en cuando, pero no se decidía a hablar. Antes de entrar en Valencia, Pablo comentó:

—Tengo una sorpresa en casa para ti.

—¿Para mí? ¿Y eso? —se sorprendió Saira.

—Bueno, en realidad es una tontería, pero creo que te gustará.

—¿De qué se trata?

—Me he pasado toda la mañana cocinando un plato típico de tu país. Espero que te guste. He seguido una receta que encontré en Internet.

—Seguro que sí... Mamnunam.

—¿Eso significa «gracias»?

—Sí. ¿Lo has hecho tú solo o has tenido ayuda?

Pablo dudó unos instantes antes de contestar, pero al final reconoció que su tía lo había ayudado un poco.

—De todas maneras, te lo agradezco. Es un gesto precioso por tu parte.

Pablo encontró aparcamiento enseguida. Estaba un poco nervioso y se le cayeron las llaves al suelo cuando fue a abrir la puerta de su casa. El edificio no tenía portero y el portal y la escalera no resultaron ser tan elegantes como los del edificio de la Alameda de sus tíos, aunque a Saira no le importó. Subieron hasta el último piso por las escaleras. Desde la entrada se olía la cúrcuma que Pablo había utilizado para el guiso de pollo.

Pablo le enseñó el pequeño estudio en el que su tío vivía antes de casarse con Cristina. Era un piso pequeño y acogedor. Tenía dos habitaciones; una de ellas, la más pequeña, la utilizaba como despacho y biblioteca. Además, contaba con una cocina americana y un baño con ducha. Desde el comedor-cocina se accedía a una terraza llena de macetas con flores y con dos hamacas, que era un poco más grande que la casa. El tío de Pablo había decorado el piso alternando piezas antiguas con otras de diseño. En una pared había un armario chino lacado en rojo junto a una chaise longue de Le Corbusier. Saira admiró los detalles de las habitaciones, desde unas acuarelas de Miquel Barceló hasta un centro de flores que había en la barra de la cocina. Nunca había imaginado que Pablo vivía en un sitio tan cuidado.

—Tu tío tiene muy buen gusto —comentó pasando la mano por el mueble del baño, también lacado en rojo.

—En realidad, esta reforma fue idea mía, aunque me ayudó mi tía. Casi todos los muebles que ves los compré con el dinero que me dejó mi padre al morir.

—No sabía que te gustaba la decoración.

—Sabes muy pocas cosas de mí. Mi padre era anticuario y a menudo lo acompañaba en sus viajes de trabajo. He ido con él en muchas ocasiones y he visitado casi todos los grandes museos europeos.

Saira se encontraba tan a gusto que esperaba que Pablo siguiera hablando de esas cosas que ella no conocía.

—He pensado que podríamos comer en la terraza. He puesto el toldo y a estas horas el sol ya no pica tanto.

Pablo había preparado una mesa con una vela en el centro y un mantel rojo de hilo. A ambos lados de la mesa había un plato de porcelana blanca con los bordes de color burdeos, una servilleta encima, del mismo color que el mantel, dos copas y unos cubiertos.

—Me siento como una princesa —afirmó Saira.

—Es lo que te mereces.

Se miraron a los ojos, pero Saira apartó la vista cuando sintió que se ruborizaba. Pablo tuvo el impulso de acariciarle la mejilla, pero no se atrevió por miedo a ser rechazado.

—Deja que te ayude a poner los platos.

—No, hoy eres mi invitada. Por favor, deja que sea yo quien te sirva.

Saira se encogió de hombros. En su país era impensable que un hombre sirviera a una mujer. Cada cual ocupaba su sitio y resultaba muy difícil luchar contra esas normas. Pero, como no estaban en Kabul, Saira dejó que fuera Pablo quien se ocupara de aquella tarea. Antes de comer, Saira aspiró el aroma de las especias; desde muy pequeña se sentía atraída por ellas.

Pablo esperó a que fuera la chica quien se decidiera a probar el plato.

—¿Te gusta?

—Está bueno —contestó Saira—. Se parece al que hacía mi madre.

—Eso es todo un halago.

Pablo se relajó. La primera prueba estaba superada. A Saira le gustaba la comida que le había preparado y eso suponía un gran reto. Cuando acabaron, Pablo trajo de la cocina un bizcocho de chocolate, dos platos pequeños y dos boles para servir helado. Sacó de dos variedades, de chocolate y de vainilla con nueces de macadamia. Saira probó los dos sabores junto al bizcocho.

—¿Sabes que hasta los ocho años no probé el chocolate? Y quizás nunca lo hubiera hecho de no ser por Mariam.

Pablo advirtió que siempre que hablaba de su hermana su mirada se teñía de tristeza y se le quebraba la voz. No quiso preguntarle nada sobre ella; esperaría a que fuera Saira quien se decidiera a hacerlo.

—Yo soy adicto al chocolate negro, y, cuanto más amargo, mejor. Todas las noches me como unas cuantas onzas antes de dormir. Me gusta comerlo junto a un buen libro.

—¿Cómo puedes mantenerte tú solo si no trabajas? —Saira saboreaba lentamente cada cucharada de helado.

—Mi padre me dejó bastante dinero y de vez en cuando ayudo a mi tío. Este verano me iré con él a Kenia. Además, mi tía siempre me pasa algo todos los meses, ya sabes, para gasolina, los gastos del piso y la ropa.

—¿Y no tienes conflictos con tu primo?

—No. Sergio es casi un hermano mayor para mí. Me saca cinco años y le quedan pocas asignaturas para terminar la carrera de Medicina. De pequeños ambos queríamos ser médicos.

—Qué casualidad que estudiéis lo mismo.

—En realidad es culpa de mi tío. Si no estudiábamos Medicina nos desheredaba.

Saira no supo calibrar aquel comentario; no sabía si estaba hablando en serio o bromeaba.

—Ja, ja, ja —rió Pablo—, es una broma. Supongo que es cuestión de genes o de vete a saber qué, pero tanto Sergio como yo hemos querido ayudar a la gente desde que tenemos uso de razón.

—Sois un poco idealistas, ¿no?

—No viene mal en este mundo tan terrenal.

Pablo hacía verdaderos esfuerzos por no parecer un imbécil delante de Saira. Se obligaba a apartar la mirada de vez en cuando para no molestarla. Sin embargo, lo que le apetecía era no dejar de mirarla, estudiar cada gesto, cada mueca. Le habría gustado levantarse y abrazarla, y descubrir el tacto de su pelo, que suponía que sería como la seda. Se perdería en ella, en sus besos, y el mundo podría acabarse que a él no le importaría.

Tras una sobremesa plagada de bromas, Saira se ofreció a preparar el café y Pablo se dispuso a fregar los platos.

La cocina era pequeña y, aunque cada uno ocupaba un espacio, terminaron tropezando. Pablo la miró con intensidad y se acercó a ella para fundirse en un cálido beso. Saira se quedó bloqueada. Le gustó sentir los labios de él, pero de repente le entró miedo. Comenzó a temblar y a faltarle la respiración. Recordó a Mariam; la vida era muy injusta por permitirle a ella disfrutar de lo que Pablo le estaba brindando.

El chico se separó al notar que algo no iba bien. Saira no correspondía a su abrazo.

—Siento si te he molestado, pero no puedo ocultártelo más tiempo. Me gustas mucho... No quiero ser solo tu amigo.

Saira cerró los ojos y negó con la cabeza. El amor no era fácil. En ese momento, Saira fue consciente de que no era la persona que le convenía a Pablo. Le causaba pavor pensar qué diría Pablo cuando supiera su pequeño «secreto». ¿Cómo respondería él? Y sintió la necesidad de calmar esa ansiedad con algo punzante, un cuchillo, unas tijeras o una espina de las rosas del centro de flores que había en la barra de la cocina. Prefería terminar en ese momento que estar jugando al gato y al ratón, con el «ahora sí, ahora no», como hacían algunas de sus compañeras de clase. Al menos le debía eso a Pablo.

—Por favor, Pablo. Creo que te equivocas conmigo. No soy la persona que te conviene.

—Deja que sea yo quien decida eso —respondió Pablo.

Saira bajó los hombros y dejó que su mirada vagara sin rumbo por la cocina.

—No, Pablo, lo sé. Al final tú también te cansarás y te irás, como se fue Mariam...

—¿De qué voy a cansarme? ¿De quererte? —Pablo trató de que Saira lo mirara a los ojos. Necesitaba ver en ellos que no sentía nada por él—. ¿De estar a tu lado cuando me necesites? Si piensas eso de mí estás muy equivocada.

Cada palabra que pronunciaba Pablo era peor que un latigazo, pues deseaba decirle que sí, que confiaba en él para que la ayudara, y sin embargo había algo que la ataba al dolor, a rechazarlo.

—No, Pablo, no me equivoco. —Dos lágrimas resbalaron por sus mejillas—. Siempre pasa lo mismo. Mariam, el abuelo... me prometieron que estarían conmigo. Y además... Mariam...

Pablo se encogió de hombros.

—Tú no eres Mariam...

—No, y no es justo que fuera ella quien muriera —lo interrumpió Saira con un grito seco.

—¿Y qué tiene que ver Mariam con esto? —se preguntó Pablo moviendo los brazos.

—Todo, ojalá ella estuviera aquí.

—Tampoco sería justo que fueras tú quien ocupara su lugar. —La voz de Pablo se suavizó después de que Saira diera unos pasos hacia atrás—. Cuando te des cuenta de lo especial que eres, podrás hacer magia con tu vida. A mí ya me has hecho feliz.

Saira alzó la mirada. Las lágrimas cubrían sus ojos y veía a Pablo como si estuviera detrás de un velo. ¿No sería acaso parte de un sueño? Era lo mismo que le había dicho Laura en Kabul. Hacer magia. ¿Cómo se hacía? ¿Había algún conjuro que pudiera aplicar a su vida? ¿Algo así como: «Abracadabra, que tus preocupaciones se conviertan en ilusiones»? Eso ocurría en los cuentos, no en la vida real.

—¿Es que no lo entiendes? —se justificó Saira—. Yo no sé hacer nada de eso que dices.

—Lo que entiendo es que tú tienes elección, cosa que ni Mariam ni tu madre tuvieron. Eran ellas las que no podían elegir, no tú. ¿Vas a quedarte en el pasado y sentir pena una y otra vez por algo de lo que tú no tienes la culpa? Tú puedes cambiar tu vida.

Saira salió de la cocina. Sentía que le faltaba la fuerza necesaria para rechazar a Pablo. Fue a la terraza y caminó hasta el muro que la separaba del vacío. Se agarró al borde para no dejarse caer al suelo, para no derrumbarse.

—Yo quería cambiar el mundo —dijo Saira cuando notó a Pablo a sus espaldas.

—Para cambiar el mundo primero tienes que cambiar tú. Dime, ¿de qué tienes miedo?

«De no ser lo que esperas, del amor, miedo a que te vayas y me abandones», quiso decirle, pero solo alcanzó a susurrar:

—Tengo miedo de ti.

—Saira, mírame —repuso Pablo. Estaba tan cerca de ella que podía escuchar su respiración agitada. Saira se dio la vuelta con temor—. Toma mi mano... cógela sin miedo, sabes que nunca te haría daño.

Ella dudó. Pensó que se iría al suelo en cualquier momento.

—Llévame a casa. —Y no dio opción a que Pablo replicara.

El chico contuvo la respiración y abrió los ojos desmesuradamente, pues era la respuesta que menos esperaba.

—Como quieras —dijo llevándose las manos a los bolsillos y dejando que Saira pasara por delante de él sin poder hacer lo que más deseaba: abrazarla.

De camino al coche, Pablo repasó mentalmente una y otra vez lo que había sucedido en la cocina. No entendía nada. ¿Había interpretado mal los gestos de Saira? Creía que ella también deseaba un beso. Condujo en silencio y, al igual que ella, contuvo las lágrimas. Puso un disco recopilatorio con varios artistas. Cinco canciones después sonó I want to hold your hand en la versión de la película Across the universe.

Oh yeah, I’ll tell you something

I think you’ll understand

When I’ll say that something

I wanna hold your hand

I wanna hold your hand

I wanna hold your hand

Oh please, say to me

You’ll let me be your man

And please, say to me

You’ll let me hold your hand

Now let me hold your hand

I wanna hold your hand

And when I touch you I feel happy inside

It’s such a feeling that my love

I can’t hide, I can’t hide, I can’t hide... [25]

Y ella tampoco debería ocultarlo, se dijo cuando escuchó ese fragmento de la canción. Solo tenía que alargar una mano para entrelazar sus dedos con los de Pablo, dejarse llevar por una vez... Pero no podía olvidar que parte de lo que ocurrió la noche en que perdió a Mariam fue culpa suya. Tendría que haber aceptado su destino y haberse casado con Ahmad, como había pactado Ramin. Ahora, por mucho que quisiera, no podía cerrar los ojos al pasado como si nada hubiese ocurrido. Quería una nueva vida, pero no a cambio de la de su hermana. Además, ya había defraudado a la persona que más había querido, y seguro que con Pablo sucedería lo mismo si seguía a su lado.

Esta vez Saira no miró la aguja que marcaba el límite de velocidad, pues sabía que Pablo estaba retrasando el momento de la despedida, y en cierta manera ella también lo deseaba. Esperaba que ocurriera algo que la hiciera cambiar de opinión, pero no sabía qué.

—¿Sabes? No tienes por qué romper con el pasado. Yo no quiero olvidar lo que me ha ocurrido, porque gracias a eso soy quien soy.

—Para ti es muy fácil —contestó Saira.

—En eso te equivocas. Tampoco es fácil para mí... en realidad, para nadie. No sé por qué, pero tengo la sensación de que te gusta bailar sola los compases que te va marcando la vida. Y pasas de puntillas, como con miedo a levantar la voz y decir: «¡Eh, estoy aquí, soy Saira!».

—Es la mejor manera de vivir.

—¿Y piensas que así nadie va a herirte? Entonces te deseo mucha suerte.

Saira quería darle la razón, sabía que en el fondo era cierto lo que Pablo le había dicho. Estaba dejando pasar el tren que siempre había querido coger. La campana anunciaba el último aviso y, por más que lo intentara, no conseguía subirse al vagón.

—¿Y qué tiene de malo no necesitar a nadie?

—Eso no es posible.

—¿Es que no entiendes que no quiero defraudar a nadie?

La última curva antes de llegar a la casa de Saira fue la más dolorosa. Pablo detuvo el coche; no quería rendirse tan pronto. ¿Qué le estaba ocultando y por qué no era del todo sincera con él?

—Deja que esté a tu lado, que te quiera... sé que ahora no lo ves claro, pero no tengas miedo, por favor. Voy a estar junto a ti cuando abras los ojos.

—De verdad, tu vida sería más sencilla sin mí.

—Bueno, a mí me gustan los retos. —Pablo esbozó una media sonrisa—. Mi vida tampoco ha sido sencilla.

—Dame tiempo.

—¿Eso es un no para que te deje ir?

—No lo sé. —Saira dejó caer los hombros.

—Ya sabes dónde estoy... —replicó Pablo.

Saira abrió la puerta y, en el último momento, se dio la vuelta. Quiso acariciar su mejilla y volver a probar sus labios, pero ya no era posible. Pablo advirtió un brillo en su mirada y albergó la esperanza de que hubiera cambiado de idea.

—Pablo... lo siento.

—Yo también siento que esto no salga como esperaba —contestó cerrando los ojos—. Saira, mi mano sigue abierta, no lo olvides cuando entres por esa puerta, y tampoco mañana. ¿Me harás ese favor?

Saira asintió sin querer mirar atrás. Cerraría esa puerta con llave y no volvería a abrirla. ¿Cómo había sido tan imbécil de pensar que Pablo solo quería ser su amigo? Pensaba que podía controlar sus emociones y no dejarse atrapar por la trampa del amor. Ella no creía en eso... o sí. Su corazón le dictaba algo muy distinto de lo que su mente le ordenaba.

Al llegar a casa, vio a Laura en la cocina preparándose una infusión en el microondas. Saira la saludó desde la puerta. Había estado unos minutos llorando en el jardín antes de entrar. No quiso subir a su habitación inmediatamente, pues no deseaba asustar a Laura. Ya había tenido suficientes emociones con Sebas ese día como para contarle que había rechazado a Pablo y que no estaba segura de lo que quería.

—Has regresado antes de lo que esperaba.

—Sí, Pablo tenía cosas que hacer —comentó Saira con un hilo de voz.

Laura se acercó a ella.

—¿Te encuentras bien? ¿Qué ha pasado con Pablo?

Saira no quería hablar; no estaba con ánimos para explicarle lo que había pasado esa tarde. Quizás Laura trataría de convencerla de que se había equivocado y de que debería darle otra oportunidad.

—Laura, ahora no me apetece hablar. ¿Lo dejamos para otra ocasión?

La mujer no quiso insistir. Sabía que Saira tenía momentos en los que, por más que quisiera, no soltaba prenda. La dejaría tranquila un rato y más tarde le preguntaría qué había ocurrido.

Lo primero que hizo Saira cuando entró en su habitación fue tumbarse en la cama. Ni siquiera encendió el ordenador para mirar sus mensajes ni para conectarse al Messenger. Apretó los dedos magullados para no pensar en Pablo. Era cierto que un dolor tapaba otro mayor.

Hacía apenas diez minutos que había llegado a casa cuando escuchó el Waka Waka de Shakira, el tono que utilizaba para cuando llamaba Isabel. Dejó que sonara varias veces hasta que, de tanto insistir, apagó el móvil. Tenía la impresión de que si respondía le contaría cómo le había ido la tarde con Pablo. ¿Y qué iba a decirle? No había nada que contar, solo que había dado carpetazo a «algo» que podría haber sido.

No quería pensar más en el asunto. Había tomado una decisión y quería mantenerse firme. Además, al día siguiente tenía el último examen de matemáticas. No quería bajar del sobresaliente. Durante dos horas estuvo repasando ejercicios y buscando información en Internet. Cuando le surgía alguna duda, investigaba hasta dar con la solución al problema. Las matemáticas resultaban fáciles, las ecuaciones solo eran fórmulas. ¡Si eso mismo pudiera trasladarse al amor, no le daría tantas vueltas a la cabeza!

Después de un rato mirando la pantalla decidió conectarse al Messenger. Tuvo un escalofrío cuando vio el estado de Pablo: «I miss you».[26]

—Yo también —contestó.

Y, como si algo en su interior explotara, cogió unas tijeras y apretó muy cerca del corte que tenía en el muslo. Como tantas otras veces, no miró cuando sintió que un poco de vida se le escapaba por la herida.

Laura entró en la habitación en ese momento. Saira estaba de espaldas y parecía que no la había oído. La mancha roja que cercaba la silla de la chica la alertó.

—Saira... ¡Oh, Dios mío! Pero ¿qué te ocurre, Saira?

Era tanto el dolor, que no lo soportó más; las tijeras ya no la aliviaban. Tomó aire antes de contestar:

—Laura, lo siento, te he defraudado...

—No, cariño, estoy muy orgullosa de ti. —Laura sacó un pañuelo limpio de su bolsillo para presionar la herida.

—Necesito ayuda —dijo con dificultad.

En aquel instante, la magia se produjo. Suspiró con alivio. Esas eran las dos palabras que se resistía a pronunciar.

—Estoy aquí. Coge mi mano. Vamos a superar esto como lo hicimos la otra vez.

25. «Oh, sí, voy a decirte algo / Creo que lo entenderás / Cuando te lo diga / Quiero coger tu mano / Quiero coger tu mano / Quiero coger tu mano / Oh, por favor, dime / Que me dejarás ser tu hombre / Y, por favor, dime / Que me dejarás coger tu mano / Déjame coger tu mano / Quiero coger tu mano / Cuando te toco, me siento tan feliz / Es una sensación tal que no puedo ocultar mi amor / No puedo ocultarlo, no puedo ocultarlo...»

26. «Te echo de menos.»