CAPÍTULO SIETE
Bahar acunaba a Mariam en su regazo. La noche había llegado antes de lo esperado y la oscuridad reinaba en la cocina. Ni el amor de Bahar por su hija ni el fuego de la estufa calentaban lo suficiente para traer de nuevo a Mariam a la vida. Al parecer, todo había acabado; el vacío se hacía más y más grande. Y entonces sintió vértigo y unas terribles ganas de gritar y de pedirle explicaciones al Altísimo. Sin embargo, ¿solucionaría eso la situación? No, se dijo, la sombra ya se había instalado en su vida.
En las últimas horas, Bahar la abrazó, le cantó las nanas que su hija ya nunca escucharía, besó los párpados y las manos que tanto amor habían dado y volvió a abrazarla. La acompañaría en el viaje sin retorno al otro mundo, porque en este Mariam había viajado más sola de lo que hubiera querido. En esos momentos que pasó junto a su hija, le dijo todo lo que no le había dicho hasta entonces. Y Mariam dormía el sueño eterno, quizás deseando que su hermana tuviera la oportunidad que ella no había tenido.
Un gallo anunció la llegada de la mañana. Saira se había pasado casi toda la velada oyendo cantar nanas a su madre. De nuevo, no le habría importado estar en el lugar de Mariam para que Bahar la sentara en su regazo y le susurrara al oído cosas tan hermosas como las letras de aquellas canciones. Bahar jamás le había cantado y echaba de menos la complicidad que a veces tenían su madre y su hermana. Se imaginó que era a ella a quien le decía aquellas palabras, y quiso permanecer despierta porque la melodía tenía una cadencia demasiado bella como para dormirse. Además, debía prepararse para la llegada de Ahmad, aunque, cuando el cansancio la vencía, se quedaba dormida. Entonces se despertaba sobresaltada cuando oía un lamento y volvía a escuchar la nana, como si Bahar estuviera en la habitación. Saira jamás olvidó aquella noche por varias razones: por la sensación de escuchar poesía y por todo lo que perdió.
Tras la primera llamada a la oración, a Saira le extrañó el silencio que reinaba en la casa, pero temía bajar a la cocina por si se encontraba con Ramin. Desde hacía varias horas no se escuchaba ningún ruido, salvo algún gemido ahogado de su madre. Era extraño que Ramin permaneciera callado y que todo pareciera estar en orden. Por otro lado, Saira tenía muy claro que no saldría hasta que Ramin desayunara y Ahmad fuera a buscarla.
Antes de que Bahar subiera a la habitación, Saira decidió ponerse el vestido que Zahra le había regalado meses atrás. Deseaba estar presentable para Ahmad y no avergonzar más a su hermana y a su madre. Desde luego, era mucho más bonito el que Ramin le había regalado para la boda, pero eran tantos los malos recuerdos que tenía de aquel día que no quería revivirlos. Finalmente había aceptado que ese sería el último día que pasaría en el único hogar que había conocido, pues Ahmad se la llevaría en cuanto llegara a casa.
El sol brillaba con intensidad en aquella mañana fría. El cielo era del mismo color que los ojos de Saira, quien permanecía sentada en una silla observando el despertar de la ciudad. Por la ventana vio a un señor mayor tirando de un burro, a una mujer cargando con dos garrafas de agua y a unos niños corriendo calle abajo, que gritaban y perseguían con palos a un perro pequeño. La vida seguía su curso a pesar de lo triste que se sintiera ella.
Cuando Bahar entró en la habitación arrastrando los pies, Saira se volvió hacia ella y enseguida percibió el rastro del dolor en su rostro. Tenía los ojos enrojecidos y los labios agrietados, aunque lo que más le llamó la atención fue unas manchas de sangre en su túnica.
—Nos vamos —dijo Bahar al tiempo que Saira se levantaba para comprobar que su madre se encontraba bien.
—¿Qué ha pasado? ¿Estás herida? ¿Quieres agua? —dijo atropelladamente.
—No, no estoy herida. —Su herida no podía considerarse como tal, pues en esos momentos se encontraba más muerta que viva.
Desde que nació Saira, Bahar consideraba que estaba más muerta que viva y no hacía gran cosa para volver otra vez a la vida. Y si regresaba en esos momentos era porque Saira necesitaba salvarse. Tenía que escapar de la prisión que habían construido para ellas; no podía perder a sus dos hijas en un día.
—¿Adónde vamos?
Saira quiso ayudar a su madre a desvestirse, pero Bahar rehusó su ayuda con el gesto de una mano y le dio la espalda para tomar aire. Las paredes del cuarto oprimían su corazón.
—Nos vamos a ver a Laura, pero tienes que darte mucha prisa.
—¿Ya me voy a España?
—Esperemos que todavía sea posible —murmuró limpiándole unas legañas a la niña.
—Yo quiero ir. Laura me ha dicho que vendremos a visitaros una vez al año. —Se acercó al armario para sacar una maleta que había sido de su abuelo, pero pesaba tanto que estuvo a punto de tirarla al suelo—. Tengo que hacer la maleta.
—¿Quieres darte prisa? Llévate solo lo imprescindible. —Y le entregó una bolsa de tela para que hiciera el equipaje.
Saira cogió la bolsa con incredulidad. ¿Cómo iba a meter todos los recuerdos, toda una vida en algo tan pequeño? Tenía una muñeca que le regaló Ikram cuando era más pequeña y de la que conservaba buenos recuerdos, unos cuantos vestidos y algunos libros que había leído junto a su abuelo, y a los que guardaba especial cariño. Disponía de muy poco tiempo para decidir qué era importante y qué no.
—Voy a llamar a Mariam para que me ayude —decidió tras pasar unos segundos pensando qué se llevaría a España.
—Déjala, no la llames. Anoche le dije que te marchabas a estudiar fuera de Kabul. No sabes lo contenta que se puso —le explicó con una sonrisa triste—. Esta tarde le dirás todo lo que quieras. Me ha prometido que vendrá a la base militar a despedirse de ti. Ahora no puede atenderte.
—¿Qué le pasa? ¿Está enferma? ¿Le ha hecho algo Ramin?
Bahar se quedó quieta unos segundos. El corazón le dio un vuelco, pero enseguida se recompuso y le dio un capón a Saira.
—¿Quieres dejar de preguntar y darte prisa? No le pasa nada. Está cansada y ahora duerme.
—¿Qué ha pasado con Ramin? —Saira iba de un lado a otro sin saber qué hacer. Miraba en una parte del armario y después lo hacía en la otra, pero no encontraba nada que guardar en la bolsa—. ¿Por qué no ha venido Ahmad?
—Saira, nos vamos ya —le dijo Bahar. Entonces la cogió de una mano y tiró de ella hasta la puerta—. Esta tarde Mariam te llevará algunas cosas más, pero tenemos que marcharnos ahora mismo.
—No puedo marcharme sin llevarme la pulsera del abuelo. La tengo guardada dentro de la almohada.
—Coge lo que tengas que coger y vámonos ya.
Bahar se acercó a la ventana cuando advirtió unas voces en la calle. La vecina estaba abriendo la puerta del jardín y llevaba un plato envuelto con una servilleta de flores. Bahar se mordió los labios y se secó el sudor de las manos en la túnica.
—No hagas ruido —le pidió a Saira.
—¿Qué...?
—Chist... —Bahar se acercó hasta su hija para taparle la boca con una mano.
Oyeron tres golpes en la puerta de la casa, y segundos después la vecina llamó a Bahar por su nombre.
—Bahar, sé que estás en casa —gritó la vecina—. Te he traído unos pistachos y una pechuga de pollo para Mariam. Voy a entrar.
Bahar chasqueó los dientes antes de responder.
—Zulema, espera, ya bajo. —Se asomó a la ventana y gritó para que la mujer la escuchara—. Me estoy arreglando, no te había oído. —Se volvió hacia Saira y le murmuró en la oreja—: Pase lo que pase, no entres en la cocina. Y si oyes algún grito, vete corriendo a la base, busca a Laura y no mires atrás.
—No sé dónde está la base. ¿Por qué no puedo ir en coche?
—Saira, no es momento para tonterías. —Debía conservar la calma; aunque su tono fuera grave y frío, no quería asustar a Saira—. Sabes perfectamente dónde está, hemos ido muchas veces. Es muy importante que me hagas caso.
—¿Y qué le digo a Laura? —preguntó con miedo.
—Dile que ya estás preparada para irte.
—¿Y luego vendréis Mariam y tú a despediros de mí?
—Claro que sí. Simplemente no quiero que se te haga tarde.
Bahar terminó de arreglarse mientras bajaba las escaleras y cogió los documentos de Saira para que pudiera salir del país. Zulema estaba en la puerta, esperando, y tamborileaba con los dedos en el plato que llevaba. Había dado una vuelta alrededor de la casa y se había asomado a las ventanas para cotillear. Aquella mañana, Bahar las había cerrado, para fastidio suyo. Antes de hacerla pasar al recibidor, Bahar cerró todas las puertas, incluida la de la cocina.
—Mariam me comentó ayer que estaba esperando su primer hijo —soltó Zulema en cuanto Bahar abrió la puerta—. Mashallah.[20]
Zulema le entregó el plato a Bahar para poder ponerse cómoda. Se sacó el burka y lo dejó colgado encima de una silla. Después se sentó y posó sus manos sobre el regazo. Parecía no tener prisa.
—Muchas gracias, Zulema. —Bahar se obligó a sonreír. Sabía que su aspecto no era espléndido, pero ese gesto podía acallar más de un rumor—. Es un detalle que te hayas acordado de Mariam. Luego le digo que le has traído una pechuga y unos pistachos. Ahora está descansando.
Zulema miró a ambos lados, como si temiera que Ramin saliera de un momento a otro de alguna de las puertas que estaban cerradas, se levantó y se acercó a Bahar para susurrarle:
—Anoche oí golpes. ¿Cómo se lo ha tomado Ramin? —Y volvió a sentarse en la silla.
—¿Cómo se lo va a tomar? Muy bien —repuso Bahar dándole una palmada en el hombro a Zulema y poniendo los ojos en blanco—. Se puso tan contento que de la emoción rompió una silla.
—Pensé que había tenido uno de sus arrebatos. —Zulema se llevó una mano al pecho.
—¡Qué va, mujer! ¡Qué hombre no se alegraría con la llegada de su primer hijo! Ha decidido que se llamará como él y a Mariam le ha parecido bien.
—Qué contenta estoy de que se lo haya tomado así...
—Si no te importa, Saira y yo tenemos que irnos a trabajar. —Bahar le indicó con un gesto de la mano que se levantase de la silla, pero Zulema no se dio por enterada—. La boda de Mariam ha costado mucho dinero y tenemos que pagarla. Y todavía me queda una hija por casar.
—¿A Saira? Sabes que yo nunca me he metido en estos temas, pero tienes que ser realista, no vas a encontrar a nadie que quiera hacerse cargo de esta niña. Suerte tendrá si la quieren como criada.
Bahar escuchaba a Zulema con una sonrisa de cortesía; pero, si no hubiera tenido tanta prisa, le habría cerrado la puerta en las narices antes de que entrara en el recibidor y le habría tirado el plato a la cabeza. Pero en ese caso Zulema habría sospechado y habría investigado por su cuenta, y entonces quizás hubiese descubierto lo que había sucedido aquella noche en la cocina. Desde la boda no se había acercado a su casa ni para interesarse por cómo estaba, y justamente esa mañana tenía que presentarse para cotillear. ¿Quién se creía Zulema que era para hablar así de su hija? ¿Por qué tenía que recordarle que era una niña marcada?
—A alguien encontraremos, mujer. Ramin se está encargando de ese tema y es posible que muy pronto tengamos otra boda en casa. —Bahar rió cubriéndose la boca—. Perdona, Zulema, me está llamando mi hija pequeña.
—Pues yo no he oído nada —se extrañó Zulema.
—Ya te he comentado que Mariam está acostada. —Bahar la acompañó de nuevo hasta la puerta principal. Antes de salir al exterior, Zulema se colocó el burka—. Se levanta todas las mañanas con mareos y vómitos y luego se acuesta. No le está sentando muy bien el embarazo.
—Ha sido muy agradable hablar contigo —repuso Zulema antes de bajar el primer escalón—. Me marcho ya porque todavía tengo que ir a la fuente. Esta tarde volveré a pasarme para ver cómo se encuentra Mariam.
Bahar se estaba impacientando por momentos. Zulema se empeñaba en alargar una conversación inútil. Hizo dos intentos de cerrar la puerta, pero la mujer descansaba una mano en el marco de la puerta.
—Pásate cuando quieras. Muchas gracias por tus consejos, eres una buena vecina.
—Nada, mujer, ya sabes que me tienes para lo que necesites. Una tarde de estas tenemos que ponernos al día.
—Si te apetece, puedes venir este viernes; prepararé algún dulce —comentó Bahar con una sonrisa y en un tono demasiado zalamero para el estado en el que se encontraba.
—Entonces, hasta el viernes. Inshallah que Mariam se recupere pronto.
—Ya sabes, en unos meses todo habrá terminado. Nos pasa a todas las mujeres.
Bahar cerró la puerta con suavidad, aunque estuvo tentada de dar un portazo. Abrió la puerta de la cocina y dejó el plato encima de la mesa. Aunque había pasado toda la noche en aquel rincón de la casa, sintió un vahído que la hizo sujetarse en el respaldo de la silla. No quiso mirar hacia donde Ramin yacía muerto. En cambio, no pudo irse sin despedirse de nuevo de Mariam. Se arrodilló ante su cuerpo y le dio un último beso en la frente. Sabía que no volvería a verla.
—Adiós, mi princesa... Me voy, porque sabes que tengo que hacerlo, ¿verdad que lo sabes? Saira me necesita ahora... y nunca he estado a su lado... Se va, mi Saira se marcha a España a estudiar. ¿Verdad que es maravilloso? Sé que te alegras por ella y que te gustaría despedirte. No te preocupes, yo le diré cuánto la quieres. Espero que me perdones si no he sabido ser mejor madre. Te quiero. —Se secó unas lágrimas con la palma de la mano—. Te quiero con toda mi alma.
Antes de subir a buscar a Saira, se miró en el espejo. Tenía que dejar el duelo en la imagen que le devolvía ese reflejo, no podía ser de otra manera: Saira la necesitaba más que nunca y no podía permitirse fallarle a su otra hija.
Saira estaba sentada cuando Bahar entró en el cuarto. Había cogido un vestido y dos libros y estaba abrazada a la muñeca que le había regalado Ikram. Antes de salir a la calle, Bahar se quitó una cadena que llevaba colgada del cuello. Era un corazón de jade que le había regalado el padre de Mariam. Nunca se lo había quitado.
—Voy a hacerte un regalo, mi suri. —La llamó como lo hacía el abuelo. Supuso que eso la alegraría—. Conserva este corazón. Quiero que sepas que te quiero mucho.
—No puedo aceptarlo... si yo me quedo tu corazón tú te quedarás sin nada.
—Saira, yo te llevo aquí. —Tomó la mano de su hija para colocársela en el pecho—. En este corazón tengo sitio para ti, para Mariam, para el abuelo y para muchos más. —Un espacio que cada vez se hacía más grande por todas las pérdidas que estaba sufriendo—. Es más grande y cabe más gente. Cuando lo mires, ¿te acordarás de cuánto te queremos Mariam y yo? Nunca lo olvides.
Tras estas palabras, Bahar agarró a Saira de la mano y salieron por la puerta de atrás. La llevó hasta uno de los parques donde esperaba el coche que las llevaba a la base, pues por cuestiones de seguridad cambiaban de sitio cada día. Por suerte, esa mañana no se había retrasado. Bahar rezaba para no cruzarse con Ahmad antes de dejar a Saira a salvo en manos de Laura.
Durante el camino a la base, Bahar guardó silencio. Como todos los días, su hija iba comentando lo que ocurría en la calle: «Mamá, esa mujer lleva a dos niños en una carretilla y tres garrafas de agua... Y en esa moto van montados un hombre y cuatro niños. A ver si se van a caer». Se reía con ganas y señalaba con el dedo para que su madre atendiera a sus palabras... «¿Tú crees que el abuelo se alegraría si supiera que me marcho a estudiar fuera de Kabul? Yo quiero ser maestra como él... ¿Has visto, mamá? Hoy no hace frío. Cuando llegaba el invierno, el abuelo decía que el día menos pensado salía el sol... ¿Te acuerdas de cuando lo decía...?» Bahar contempló por la ventana la espléndida mañana. No hacía tanto frío como en los días anteriores y en el coche estaba puesta la calefacción; entonces, ¿por qué sentía tanto frío? Cuando se dio cuenta de que estaban llegando a su destino, comenzó a tiritar y se cubrió el pecho con las manos para entrar en calor, pero no dejó de temblar.
Nada más cruzar la primera puerta de la base, se produjo una explosión muy cerca. Por los altavoces se empezaron a oír los avisos de posibilidad de un ataque: primero tres sonidos largos y, a continuación, una voz metálica que decía: «rocket attack». Inmediatamente, Saira y Bahar fueron conducidas hasta el búnker de Hesco Bastion. Los militares fueron llegando, a algunos no les había dado tiempo ni de quitarse el pijama. Una soldado llegó en último lugar; traía una magdalena en la mano para comérsela dentro del búnker.
Saira buscó con la mirada a Laura para hablar con ella; pero, según le informaron, había salido a visitar a una familia.
—Ahora tenemos que estar aquí todo el tiempo que necesite la Force Protection para asegurarse de que no hay más amenazas —le explicó Saira a su madre. Esta asintió con la cabeza, pero su mente estaba muy lejos de aquel lugar—. Mamá, estás temblando. No tienes que tener miedo. ¿Sabías que el material del que está hecho este búnker es el mismo que el del muro de protección de la base? Estamos a salvo.
—Eso es lo que deseo, que estés a salvo —musitó tan bajo que Saira no oyó el comentario, y le acarició la mejilla.
—Hoy estás un poco rara —siguió Saira—. Tienes los ojos hacia abajo, aunque sonríes todo el rato. —Se colocó los dedos índices sobre los ojos e hizo un gesto indicándole cómo los veía ella.
—No me pasa nada, Saira, es que vamos a echarte de menos.
—Si quieres, me quedo contigo. No quiero que estés triste.
—No, Saira, tienes que irte —le dijo con dulzura.
La niña no entendía el comportamiento de su madre. De pronto, era como una extraña para ella. Le había regalado el corazón de su marido y le decía palabras agradables y dulces, como las que había oído la noche anterior. Quería aprovechar ese momento y disfrutar de todo lo que no había compartido con su madre. Sintió ganas de que la abrazara y se sentó en su regazo.
—¿Me cantas como le has cantado esta noche a Mariam? —se atrevió a pedirle.
Y aunque Bahar estaba enfadada con el mundo, en cuanto Saira se acomodó en sus rodillas y le pidió una canción, su corazón volvió a latir con fuerza. Observó su mirada limpia, su piel blanca, su cabello rubio y sus manos pequeñas, y se lamentó de haber perdido el tiempo cerrando los ojos a la vida. Y mientras en las calles de Kabul se producían explosiones, la voz de Bahar calmó los ánimos de los que se refugiaban dentro del búnker.
Las voces se fueron acallando cuando Bahar comenzó a cantar Imagine, de John Lennon. Saira se estremeció entre los brazos de su madre cuando la oyó llorar, y alguien a lo lejos se sonó la nariz.
Cuando Bahar acabó, las explosiones habían cesado y se produjo un silencio denso, que se prolongó hasta que empezó a cantar de nuevo. Y Saira suspiró porque se sintió la niña más afortunada del mundo; los brazos de su madre eran como el cielo del que hablaba la canción.
El tiempo de espera terminó. La ciudad siguió su ritmo a pesar de las explosiones, y dentro de la base se retomaron las actividades habituales. Bahar llevó a Saira hasta el despacho de Laura mientras ella cumplía con sus obligaciones.
—No salgas de aquí hasta que llegue Laura. Avísame cuando regrese.
—Mamá, ¿hoy no te acompaño? ¿Y no desayunamos? —Desde la tarde anterior no había probado bocado. Ramin había tirado su plato de sopa al suelo.
—Ahora te traigo algo, pero tú no te muevas de aquí.
Saira asintió sin hacerle ninguna pregunta más. Bahar regresó al cabo de diez minutos con una bandeja con unas galletas de chocolate, dos magdalenas, un yogur de fresa, un zumo de naranja y unas cuantas almendras.
—Voy a guardar unas almendras para cuando llegue Mariam.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que comas todo lo que quieras? —la riñó Bahar—. Ahora no te preocupes por Mariam, el cocinero me ha dado una bolsa para tu hermana.
—Es que se me olvida —repuso Saira encogiéndose de hombros—. Entonces, ¿puedo comérmelas todas?
—Deja de preguntar y desayuna de una vez. Te pasas el día preguntando cosas tontas. Hablas demasiado.
—Está bien, mamá —contestó, hundiéndose en la silla.
Bahar había adoptado de nuevo su gesto serio y su voz había perdido la dulzura de cuando estaban en el búnker. Tras estas palabras, se marchó en silencio como una sombra, cabizbaja y arrastrando los pies.
Saira se colocó la muñeca en el regazo y, aunque quería permanecer callada, comenzó una conversación con aquella con quien había compartido tantos secretos: Laila, la muñeca, escuchaba callada las dudas de Saira.
—¿Tú tienes ganas de irte? Laura ha dicho que ya ha encontrado un colegio. Yo ya no tengo tanto miedo porque vienes conmigo. —Saira comía a dos carrillos y entre bocado y bocado le hablaba a la muñeca—. Laura nos va a cuidar mucho.
Mientras terminaba de desayunar, la niña le deshacía una trenza y volvía a hacérsela, pues le gustaba mucho peinar a Laila. Si hubiera tenido otro vestido con el que cambiarla, habría jugado a desvestirla. Antes de terminarse las almendras, le dio a probar una.
—Mamá me ha dicho que puedo comérmelas todas. ¿A que están muy ricas? Cuando lleguemos a España comeremos más.
Una vez que terminó de comer, se limpió la boca y le pasó una servilleta por la cara a su muñeca.
—Mamá me ha dicho que en España la gente se parece más a mí y que no me señalarán con el dedo. Y cuando volemos en avión no tienes que ponerte nerviosa, solo tienes que agarrarme de la mano. ¿Lo harás?
Durante unos segundos, Saira pareció escuchar lo que le decía Laila.
—¿Cómo? No llores... ¿Que en España se van a reír de ti? Pues no, Laila, nadie va a hacerlo... No me digas que sí porque eres una mentirosa... Lo que pasa es que no quieres que me vaya. Hala, ya me he enfadado y no quiero seguir jugando contigo.
Tras hablar con Laila, la dejó encima de la mesa de Laura. Como en otras ocasiones en que había estado en aquel despacho, cogió una hoja y un lápiz y se puso a dibujar, mientras compartía con la muñeca algunos de sus miedos. El enfado se le pasó enseguida. Quería dibujarle algo a su hermana para que se acordase de ella cuando estuviera en España. De pronto se dio cuenta de que se había dejado en casa los colores que Laura le había regalado. Confió en que Mariam los viera y se los llevara cuando fuera a despedirse.
Laura llegó a su despacho antes de la comida. A Saira le había dado tiempo a hacer cuatro dibujos. Dos de ellos serían para Mariam, otro para su madre y el último para el despacho de Laura.
—Mi madre quiere hablar contigo —le dijo cuando Laura se quitó la chaqueta y la colgó en un perchero que había en la pared—. Voy a ir a buscarla, ¿vale?
Laura observó que en el respaldo de la silla había una bolsa de tela con un vestido y algunos libros. También vio que Saira llevaba en una muñeca una pulsera de oro. Además, su rostro revelaba unas ojeras muy profundas, como si se hubiera pasado toda la noche sin dormir.
—¿Ha ocurrido algo? —sospechó Laura. No era normal que Saira no estuviera con su madre. Generalmente, la niña la ayudaba en el trabajo.
—No... bueno, sí, Ahmad iba a venir esta mañana a casa porque le había dado mucho dinero a Ramin para que me fuera con él a su casa, pero al final ha aceptado que me marche contigo. —Saira se había levantado y había cogido a Laila.
—¿Así, por las buenas?
—Sí, y yo me alegro mucho porque Ahmad me dio dos tortazos cuando no quise contestarle cuántos años tenía. Menos mal que no lo he visto desde el día de la boda de Mariam, porque me miraba mal y me metió los dedos en la boca para saber si tenía bichos.
Laura se guardó para ella lo que pensaba de Ahmad y de todos los hombres como él.
—¿Y sabes una cosa? —le comentó como si fuera un secreto—. Esta mañana mi madre tenía sangre en la túnica.
Laura la escuchaba, desconcertada.
—¿Y Mariam, cómo está?
—Mariam estaba muy cansada esta mañana y por eso cuando nos hemos marchado aún no se había levantado.
Laura no sabía qué pensar y se sentó en la silla antes de hablar:
—Sí, ve a buscar a tu madre y espéranos en el comedor. Voy a llamar a la teniente Alonso para que te atienda.
Bahar no tardó en llegar. Abrió la puerta con inseguridad. Laura la observó con detenimiento. Aquella mujer menuda de tez cetrina tenía unos formidables ojos negros y sus pestañas eran tan largas que podían provocar huracanes. En su juventud debió de llamar mucho la atención, pues aún conservaba una belleza exótica. No debía de tener más de cuarenta años, pero sobre sus hombros había cargado tanto sufrimiento que parecía tener diez años más. Cuando Bahar entró, se quedó de pie sin saber qué hacer; entonces se derrumbó y cayó de rodillas al suelo.
—Lo he matado... lo he matado... —Se cubrió el rostro con las manos—. Me juré que lo mataría si volvía a tocar a Mariam...
Laura se acercó a ella y le ofreció un vaso de agua. A Bahar le temblaba la mano y tenía la boca seca. Cogió el vaso, pero al final dejó que fuera Laura quien le diera de beber porque no acertaba a llevárselo a los labios.
—Cálmese, Bahar. —Laura quiso levantarla del suelo, pero las rodillas de Bahar no respondieron y volvió a caer como una muñeca rota—. Es igual, nos quedaremos en el suelo. No estamos tan mal, ¿verdad? —Laura la abrazó y dejó que Bahar apoyara la cabeza en su hombro—. A ver, ¿qué ha pasado?
Pero Bahar solo negaba con la cabeza.
—Voy a pedir una tila y voy a darle una pastilla para que se tranquilice. Está usted muy nerviosa.
Laura pidió una tila al tiempo que le daba una pastilla con otro vaso de agua. Bahar se lo agradeció con un amago de sonrisa, pero sus lágrimas volvieron a aflorar. Entonces vomitó de un tirón todo lo que había ocurrido la noche en la que había perdido a Mariam. Laura la escuchaba sin parpadear y sin interrumpirla. A cada palabra de la mujer, Laura recordaba cómo su padre la emprendió a palos con su hermana Yolanda y cómo la perdió.
Se produjo un silencio espeso, roto solo por los lamentos de Bahar.
—¿Qué quiere hacer? Es una situación muy complicada.
—Lo único que quiero es que se lleve a Saira y le dé una oportunidad en España. No quiero que la lleven a un orfanato de aquí.
—No estoy preguntándole eso. La cuestión de Saira está clara, ya tenemos una plaza en un colegio privado en Valencia. Lo que quiero saber ahora es qué quiere hacer usted, Bahar.
—Voy a entregarme. No quiero ocasionarles más problemas.
Laura tenía la impresión de que en cualquier momento le estallaría la cabeza. Se tomó una pastilla, pues el día iba a ser muy largo, y se presionó con dos dedos el puente de la nariz.
—Vamos a llamar a Manuel Rojas. ¿Se acuerda del periodista que encontró a su hija?
Bahar asintió.
—Él nos dirá qué podemos hacer. Lleva mucho más tiempo que nosotros en Kabul y sabrá qué procedimientos tendremos que seguir. Espere un momento mientras busco ayuda.
Bahar se levantó apoyándose en Laura. La pastilla comenzaba a hacerle efecto y notaba cómo los párpados le pesaban como una losa. Se sentó en una silla y apoyó la cabeza en el respaldo. Sus músculos se fueron relajando mientras su respiración se acompasaba. No obstante, el corazón aún le dolía; un dolor que la atenazaba y le provocaba un miedo atroz. Tenía la sensación de haberlo perdido todo, pero todavía le quedaba el orgullo de haber podido salvar a una de sus hijas. Su pequeña iba a estudiar fuera de Afganistán y sería como Laura: una mujer sin miedo a enfrentarse a la vida.
Un escalofrío le recorrió la espalda cuando oyó que la puerta se abría de nuevo. No sabía si se había quedado dormida y, cuando giró la cabeza para ver qué hora marcaba el reloj, vio que llevaba en aquel despacho más de dos horas. Volvió a llorar, pero esta vez sus lágrimas caían en silencio, arrastrando un dolor que nadie podía calmar.
—Hemos podido localizar a Manuel. No creo que tarde mucho en llegar a la base. —Bahar alzó la mirada hacia Laura. Envidiaba la entereza de esa mujer—. Voy a pedir que nos traigan algo de comer. Le vendrá bien reponer fuerzas.
—Gracias, pero prefiero atender a mi hija antes de entregarme...
—Una sopa caliente le sentará bien. Carlos, el cocinero, las hace muy buenas. Saira está bien atendida, está viendo la tele con la teniente Alonso. —Se humedeció los labios antes de preguntarle—: ¿Cuándo se lo dirá a Saira? Está esperando a que Mariam venga a despedirse de ella.
—No lo sé. No sé cómo voy a decírselo. —La voz de Bahar se quebraba por momentos—. Tampoco sé si debería confesarle la verdad o decirle que Mariam no podrá venir a despedirse de ella.
—Si acepta un consejo, creo que debería saber la verdad.
Bahar observó con atención a Laura e hizo lo mismo con la habitación en la que se encontraba. De repente no reconocía nada, no sabía dónde estaba y se sintió totalmente desamparada. Solo veía el color de los ojos de Laura, tan azules como los de Saira.
—Tengo que salir de aquí, me estoy ahogando. —Bahar intentó levantarse, pero la pastilla la había dejado un poco aturdida y sus piernas no querían responderle.
—Deje que la acompañe a la enfermería. Hoy pasará la noche aquí.
—Mi niña está indefensa.
—Por favor, Bahar, no pierda los nervios. Saira está bien.
—Mariam me necesita. La he dejado sola y hace mucho frío...
Laura la miró desconcertada. Bahar se resistía a descansar, necesitaba algo más fuerte que la calmara. Volvió a dejarla en una silla mientras sacaba de su botiquín una dosis de Tranxilium. En un descuido de la mujer, Laura aprovechó para inyectárselo en el brazo.
—Lo siento, pero no he tenido más remedio que utilizar una inyección.
—Quiero ver a mi hija. ¿Dónde está Mariam?
—Ahora no puede salir de la base. Las autoridades estarán alertadas sobre lo que ha pasado en su casa. Es posible que ya hayan descubierto los cadáveres.
—Usted no lo entiende... mi hija está sola... —dijo Bahar mientras sentía la boca pastosa y cómo poco a poco iba perdiendo la consciencia.
Laura llamó a dos enfermeros para que la transportaran a la enfermería. Bahar merecía descansar de tanto sufrimiento y, aunque fuera una calma inducida, le vendría bien dormir unas horas.
Una vez que Bahar fue llevada a la enfermería, Laura fue al comedor. Estaba vacío, cosa que no le extrañó pues eran las cuatro de la tarde, y se acercó hasta la cocina, en la que todavía fregaban los platos del mediodía. Pidió el primer plato del menú, un arroz caldoso con acelgas, que ya estaba pasado, y se sentó en un rincón a solas. La cuchara le pesaba, pero se obligó a meterse algo caliente en el cuerpo. De nada le serviría a Saira si ella también caía enferma. Tenía que permanecer serena para salir victoriosa de aquella situación.
A media tarde llegó Manuel. Venía con otro periodista, que al parecer era inglés.
—Te presento a Ian James. —El inglés, un hombre de más de dos metros, le tendió una mano—. Le he comentado lo que ha sucedido con Bahar.
—Encantada —respondió Laura en inglés.
—¿Dónde está Bahar? —le preguntó Manuel.
—Está descansando en la enfermería. —Laura removía un café con leche—. Me preocupa un poco su estado. Quiere entregarse a las autoridades.
—Nosotros podemos sacarla del país —se apresuró a decir Ian—. Lo haríamos a través de la frontera de Pakistán. No sería la primera vez que lo hacemos.
—¿Y después? ¿Qué hacemos con ella después? ¿Cómo la metemos en España?
—Eso correría por nuestra cuenta... —soltó Manuel con una sonrisa ladina en los labios.
—No puedo creer que esté manteniendo esta conversación con vosotros. —Laura se llevó las manos a la cabeza—. Las autoridades afganas se nos tirarán al cuello y las cosas ya están muy tensas. Me pedís que mire hacia otra parte... y eso es ilegal.
—Exacto —explicó Manuel—. Cuanto menos sepas de este asunto, menos explicaciones tendrás que dar a tus superiores.
—Lo dejo todo en vuestras manos. Mañana se lo comunicaré a Bahar.
A pesar de que Laura se resistía a saber más cosas del asunto, la curiosidad le pudo y les preguntó algunas de las dudas que tenía. Ian desplegó un mapa para señalarle el punto exacto por el que atravesarían la frontera sin levantar sospechas. No era la primera vez que untaban a alguien con mucho dinero en la frontera para que hiciera la vista gorda. Desde allí se dirigirían a Islamabad, una ciudad bastante moderna donde todavía tenían contactos que hacían pasaportes falsos. Construirían una vida nueva para Bahar y podría empezar de cero en España. Laura los escuchaba con asombro; aquello parecía el argumento de una novela de espionaje.
—Mañana vendremos temprano —dijo Manuel, y los dos hombres se marcharon tras haber compartido un café y varios secretos con Laura.
Antes de la cena, Saira llegó acompañada por la teniente Alonso. Había preguntado varias veces por su madre y por Mariam. Maite se había cansado de darle largas, así que finalmente decidió que fuera Laura quien se ocupara de la niña.
—¿Dónde está mi madre?
—Está descansando. Se encontraba mal y la hemos llevado a la enfermería. ¿Quieres verla y darle un beso de buenas noches?
Saira frunció los labios.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Laura.
—Es que Mariam no ha venido a despedirse de mí y yo quería darle un beso y decirle que voy a echarla de menos. —La miró desde abajo y se mordió una uña—. Y también me he dejado en casa la caja de colores que me regalaste y ahora no voy a poder terminar los dibujos.
—No te preocupes, mañana podemos comprar otra caja de colores.
—¿Es que no nos vamos hoy? —A Saira se le iluminó la cara—. Entonces podemos ir a mi casa y despedirnos de Mariam. Voy a llevarle una bolsa de almendras... y también voy a darle mis dos dibujos.
Laura se levantó corriendo y se colocó de rodillas ante la niña. Pensó deprisa una excusa para no llevarla a su casa.
—No podemos ir a tu casa porque hay un pequeño problema...
A Laura solo se le ocurrió comentarle que Ramin estaba muy enfadado y que no quería verla nunca más.
—Pero si vienes conmigo no me hará nada. —Trató de convencerla acariciándole la mejilla—. Anda, vamos, por favor, es que quiero ver a Mariam...
—Ya sé que quieres ver a Mariam, pero es que Ramin está muy enfadado con Bahar porque... —tragó saliva— porque al final tu madre no te contó toda la verdad. Ahmad está buscándote y quiere que te marches con él. Esperaremos a ver si Mariam viene mañana, ¿vale? ¿Quieres que te lleve a ver a tu madre y le das un beso?
Saira hundió los hombros y dejó que Laura la llevara a la enfermería. La luz era tenue, pero desde la entrada se distinguía perfectamente que había dos camas ocupadas. En una de ellas yacía un soldado aquejado de una gastroenteritis, y en la otra había una mujer cuya melena negra se desparramaba por la almohada.
Saira se sentó en el borde de la cama y colocó una mano sobre el hombro de su madre. La mujer se dio la vuelta y Laura comprobó, horrorizada, que no era Bahar, sino una soldado que debía de haber ingresado esa misma tarde en la enfermería.
—¡Tú no eres mi madre! —exclamó Saira dando un bote en la cama—. ¿Dónde está mi madre?
Laura, antes de dar la voz de alarma y asustar a Saira por una tontería, corrió hacia la puerta de la enfermería y preguntó al responsable dónde se encontraba la madre de la niña. Había dado órdenes expresas de que no saliera de allí. El enfermero miró la hoja de ingresos, echó un vistazo a la sala y a los lavabos, y al final regresó a donde estaba Laura.
—No sé qué ha pasado, mi coronel. Solo me he ausentado un momento para ir al servicio y ha desaparecido.
—¿Cómo que ha desaparecido, si la dosis que le he dado era para que durmiera hasta mañana? No es posible que solo le haya hecho efecto durante cuatro horas —repuso Laura alzando la voz. El enfermero se encogió de hombros—. Cabo Morales, míreme a la cara —pidió con energía—, no estamos hablando de un alfiler, estamos hablando de una persona. ¿No se ha percatado usted de que quizás hoy se han hecho dos ingresos en la enfermería, y con el soldado que llegó ayer hacen tres? ¿Dónde aprendió usted a sumar? Por su bien, espero que esté en la base.
Laura se llevó de nuevo a Saira. La niña no se atrevió a preguntarle nada, pues Laura había adoptado el mismo gesto duro que su madre cuando se enfadaba. Y cuando Bahar estaba así, prefería callarse y contestar cuando se le preguntaba.
Tras media hora buscando por todos los rincones de la base, la teniente Alonso llegó al comedor con un mensaje para Laura, que venía de parte del general de brigada. Laura tuvo que sentarse para coger aire. En la nota ponía que Bahar había salido de la base a las ocho de la tarde.
—Dios mío, ¿por qué, Bahar? ¿Por qué te has marchado?
Saira no entendió las palabras de Laura, pero, por el tono que empleó, supo que no eran buenas noticias.
—¿Le ha pasado algo a mi madre? ¿Dónde está?
—Tranquila, tu madre acaba de marcharse a casa...
Saira asintió con la cabeza. No sabía por qué, pero intuía que tras esa pose de tranquilidad fingida Laura escondía algo grave. Se sentó en la silla y se abrazó a la muñeca con fuerza.
—No me estás contando la verdad —murmuró la niña bajando la mirada al suelo cuando fue incapaz de aguantar unas lágrimas que corrieron por sus mejillas—. Tú estás tan rara como mi madre...
—Perdona, Saira. —¿Qué hacer en esos momentos, consolar lo inconsolable o tratar de buscar a Bahar? Solo deseaba que no hubiera cometido ninguna estupidez y que todavía se pudiera hacer algo por ella—. Tengo que hacer unas llamadas urgentes. Es muy importante que te quedes en el comedor.
Saira hizo lo que Laura le pedía. Ese día estaba siendo muy extraño y nadie quería explicarle lo que pasaba.
Laura llegó al despacho del general de brigada como una exhalación. Le explicó la situación y esperó a que hiciera las llamadas oportunas. En ciertos momentos, Laura y José Manuel dejaban a un lado la cadena de mandos y se permitían tutearse. Después de muchas llamadas y de algunos favores que prometió José Manuel, Laura se enteró de que Bahar se había entregado a las autoridades afganas y que sería juzgada según la ley sharia.
—¿Qué pueden hacerle? —preguntó Laura, aunque ya sabía la respuesta; pero era demasiado horrible para pensar en ello.
—Quieren lapidarla y dar ejemplo a las mujeres —respondió el general de brigada—. Solo ha pedido ver de nuevo a su hija.
—¡No pueden hacerle eso! —Laura negaba con la cabeza una y otra vez sin terminar de creerse lo que oía—. Bahar estaba dispuesta a ir a la cárcel y cumplir pena. —Se sentó en una silla, impotente, con ganas de gritar y de decirle al mundo lo injusta que había sido la vida de aquella mujer—. Dime al menos si las autoridades le han concedido su último deseo.
—No, no le han dejado ver a su hija. Se la han llevado directamente a prisión.
Laura pensó unos instantes antes de seguir hablando:
—Vinimos aquí para cambiar el mundo y no pienso quedarme de brazos cruzados. Estos malnacidos no saben que yo no voy a rendirme y que no soy una mujer sumisa.
—Cuando te pones así me recuerdas a mi mujer. —José Manuel soltó una carcajada, aunque la situación no fuera graciosa.
—Vamos a llamar a toda la prensa internacional y a explicarles el caso. Vamos a darles lo que quieren: carnaza —afirmó Laura apretando los dientes y con la seguridad de tener la razón de su parte—. Vamos a dejarlos con el culo al aire. Mañana la noticia saldrá en todos los rotativos del mundo. Bahar cumplirá una condena, como deseaba. —José Manuel la observaba sin perder detalle de los aspavientos que hacía—. Y no me vengas con eso de: «Ya te lo dije, no debes inmiscuirte en los problemas de los naturales del país».
—Sé que esa niña te ha llegado al alma y es especial para ti. —La voz grave de José Manuel se suavizó hasta convertirse en un susurro—. Creo, y esto tiene que quedar entre tú y yo, que yo también habría hecho lo mismo de haberme encontrado en una situación similar.
—Muchas gracias por tus palabras. —Laura sintió una mano amiga que apretaba la suya con cariño—. Voy a ver a Saira. Ahora necesita que esté a su lado.
Laura tomó aire antes de entrar en el comedor. Algunos soldados se habían sentado alrededor de la niña y le hacían monerías. Saira se reía, pero en sus ojos se advertía un rastro de tristeza que las risas no podían ocultar. La niña giró la cabeza cuando sintió la mano de Laura sobre su hombro. Sus miradas se encontraron y, antes de que Laura hablara, ella se le adelantó.
—¿Mi madre está bien?
—Saira, tenemos que hablar —le dijo Laura. Aunque quiso forzar una sonrisa, no la encontró.
Laura se la llevó a un rincón para hablar. La niña se abrazaba a su muñeca, pues intuía que era lo único que le quedaba de su vida en Kabul.
—¿Vas a contarme ya lo que ha pasado?
Laura advirtió un gesto en Saira que le hizo sospechar que estaba preparada para asumir de golpe una madurez impropia de su edad. Estaba a punto de cumplir nueve años, pero se merecía que le dijera la verdad, y más ahora que iba a vivir en su casa. No quería empezar de esa manera, pero tampoco comenzar con mentiras.
—Lo intentaré, Saira —contestó Laura cogiendo aire de nuevo—. Mariam ha sufrido un accidente... porque Ramin la empujó y cayó al suelo...
—¿Mariam está con mi abuelo ahora? —Saira lo comprendió. Le temblaba el labio inferior y, aunque parpadeaba para no llorar, las lágrimas terminaron por brotar con fuerza.
—Sí, Saira. Y lo siento mucho.
—¿Y mamá, dónde está? Esta mañana tenía sangre en la túnica. Dijo que mataría a Ramin si volvía a ponerle una mano encima a Mariam.
Laura asintió con la cabeza. No necesitaban más palabras.
—Tu madre está en una prisión, donde muy pronto será juzgada. —Laura se atrevió a coger a Saira entre sus brazos—. Pero puedo asegurarte que estamos haciendo todo lo posible para que tenga un juicio justo.
Saira temblaba y, sin querer, cubrió de lágrimas a su muñeca. Ambas lloraban, la pequeña apoyada en el regazo de Laura. Dejó que la consolara, que le diera los besos que no había recibido de Bahar y que le prometiera que jamás la abandonaría.
—¿De verdad no vas a abandonarme?
—Te lo he prometido. Tendrás que confiar en mí. ¿Lo harás?
¿Qué podía decirle? Lo había perdido todo. En este mundo solo le quedaba Laura. Y entonces dijo lo que ambas necesitaban escuchar:
—Sí —contestó la niña.
20. «Buenas noticias.»
21. «Imagina que no hay paraíso / Es fácil si lo intentas / Ningún infierno debajo de nosotros / Arriba, solamente cielo / Imagina / a toda la gente / Viviendo al día... / Imagina que no hay países / No es difícil hacerlo / Nada por lo que matar o morir / Ni religiones tampoco / Imagina a toda la gente / Viviendo la vida en paz...»
2 de febrero de 2010
Querida Mariam:
Hoy cumplo dieciséis años, y si me decido a escribirte al fin no es porque te haya olvidado, no, en absoluto, es porque esta mañana necesitaba hablar con alguien. Has estado tan lejos de mí, y a la vez tan cerca, que temía sentirme feliz si tú no compartías conmigo ese sentimiento. Tu sonrisa complaciente y tu generosidad se han ido desdibujando a lo largo de los años, convirtiendo tus palabras en una especie de melodía de la que apenas recuerdo la letra. Aun así, a pesar de todo el tiempo que ha pasado, todavía no me acostumbro a que no estés a mi lado y muchas noches sueño que aún compartimos cama. Y cuando me despierto me encuentro abrazada a Laila y cubierta de sudor. Me duele no verte a mi lado y no haber podido hacer nunca nada por ti.
Y, aunque ya no estés conmigo, me niego a que dejes de existir. Busco tu olor continuamente cuando camino por la calle, esperando que todo lo que ocurrió aquella noche no fuera más que una broma pesada del destino. Pensarás que soy una tonta por no aceptar que te has ido; me da igual. Pero ahora viajamos por caminos separados. Echo de menos tus abrazos cálidos, tus risas y tu manera de escucharme. Y echo de menos tus silencios, cómo tus ojos no perdían detalle de mis travesuras y cómo, con tan solo mirarme, sabías qué quería decir. Y no es que ahora esté mendigando un poco de amor, no es eso, y no sé si podrás entenderlo, porque Laura y su marido Juanjo me quieren como a una hija. ¿Que cómo lo sé? Porque esas cosas se notan, como yo notaba que hacías que mi vida fuera más feliz. Y Laura y Juanjo me hacen sentir querida.
¿Sabes? Siempre quise ser como tú y envidiaba todo lo que Ramin te regalaba, cuando en realidad no tenías nada. Los dulces que él te dejaba todos los días eran para comprar tu silencio, y las lágrimas que mamá ocultaba no eran por cortar cebollas. Nunca se lo he comentado a nadie, ni siquiera al psicólogo al que fui durante cuatro años, pero hubo un tiempo en que me miraba al espejo y cogía un trozo de carbón para tintar mi pelo y mi piel mientras decía: «Yo no soy yo, ahora soy Mariam». Lo único que no podía ocultar era el color de mis ojos. Bueno, creo que no estoy eligiendo la mejor manera de empezar esta carta; pero, perdóname, no sé hacerlo de otra manera.
También te pido perdón por no haber hablado contigo en todo este tiempo. Tú siempre me has escuchado y has estado ahí cuando te necesitaba. No sé por qué temía que estuvieras enfadada conmigo. No pude despedirme de ti, aunque rogué una y otra vez que me dejaran ir a tu entierro. Todo se hizo a mis espaldas para que no sufriera, como si eso hubiese sido posible. Yo quería compartir tu partida, despedirte como te merecías, y no al cabo de tanto tiempo, como estoy haciendo ahora.
Han pasado muchos años desde que abandoné Kabul y todavía recuerdo las noches que pasábamos en la cocina escuchando al abuelo. Y cómo nos reíamos cuando ponía voces a los diferentes personajes de los cuentos, o qué contentas nos poníamos cuando nos traía unas almendras que había robado en el mercado. Ya ves, con unas almendras éramos felices, las más felices del barrio.
Durante todo este tiempo no ha habido semana que no escribiera a mamá, aunque no he recibido respuesta de ella. Ni una sola línea. Pero no me he desesperado hasta hoy. Sé que está viva y que lucha por salir de ese infierno, pues Manuel Rojas me ha traído noticias de ella. Cumple condena en Badam Bagh, una prisión de mujeres. Al final, su caso salió en muchos periódicos del mundo y consiguieron que se la condenara solo a diez años de prisión. Desde hace un tiempo, Manuel y los abogados de Amnistía Internacional están luchando por sacarla de Kabul y que se reúna conmigo. Mamá enseña a las mujeres a bordar y a coser. También les enseña a leer, a escribir y un poco de matemáticas.
Inshallah se hubiera despedido de mí, pero se marchó sin decirme nada. Quería protegerme de las garras de Ahmad y arriesgó su vida para salvarme. ¿Puedes creértelo? Mamá diciéndome a mí cuánto me quería y dándome el corazón de jade que le regaló tu padre. No me lo he quitado ningún día. Y yo que pensaba que las nanas que escuché aquel día eran para ayudarte a dormir... Cuánto deseaba estar en tu lugar. Y todavía lamento que tú no estés en mi situación. Tú te merecías lo mejor en esta vida.
Tras aquella noche, permanecí muchos días sumida en un silencio del que nadie era capaz de sacarme. Y Laura se dejaba el alma para que yo sonriera, para sacar de mí a la Saira que había conocido y que la había encandilado. Pero yo pasaba los días y las noches buscándote en todos los rincones de la base, abrazada a mi muñeca. Laila ha sido mi mayor consuelo.
La abuela Elvira —sí, ahora tengo también una abuela, la madre de Laura— quería que cambiara mi muñeca por una Barbie o por una Bratz y, aunque me han regalado muchas y he jugado con ellas, ninguna puede ocupar mi corazón como lo hace Laila. Un día se le cayó uno de los botones que hacía de ojo y, después de llorar porque pensaba que también la había perdido, mi abuela me la arregló, como también cosió la pierna que se desprendió después de que un perro la emprendiera con ella. Laila seguirá conmigo muchos años más, compartiendo los secretos que tú y yo manteníamos antes.
Y si ahora te escribo no es porque Laura pase de mí. He tenido mucha suerte con ella, pero hoy me he enterado de que le han detectado un tumor cerebral. Laura me ha dicho que no tengo que preocuparme porque todo apunta a que no es mortal y puede curarse. Pero tengo miedo de que ella también me abandone y no pueda cumplir la promesa que me hizo en Kabul. Me invade un sentimiento de culpa por no saber estar a su lado ahora que me necesita. Siento que voy a fallarle, porque no sé si tendré el valor de soportar otra pérdida en mi vida. La necesito tanto... como te necesitaba a ti, a mamá o al abuelo.
Esta mañana, a la hora del desayuno, mientras me lo decía, por un segundo, solo por un segundo, me he permitido rezar, aunque no lo hacía desde que salí de Kabul. Sin ella en mi vida, me faltaría una parte de mí, y ya he perdido muchas.
Sé que tú me dirías que no me preocupe, que confíe en la vida, y por eso estoy escribiéndote esta carta. No quiero imaginarme vivir sin ella y no sé cómo calmar el dolor que se ha instalado en mi pecho. Ya me había acostumbrado a este calor que me acompaña desde que llegué a España, y no quiero perderlo y no sé si estoy preparada para esto. Sinceramente, creo que está engañándome y voy a perderla.
No, no voy a confiar en nadie más. Al final terminan marchándose de mi vida y dejándome sola.
La vida no es justa, Mariam, pero eso lo sabes tú mejor que yo. Vuelvo a quedarme sola, y esta vez nadie vendrá a rescatarme. Tampoco lo quiero: no quiero que me engañen otra vez. Así que a partir de ahora caminaré sola.
Sabes que te quiero mucho y que te llevo en mi corazón. Siempre estarás conmigo.
Te mando un millón de besos, miles y miles por cada día que no hemos pasado juntas.
Te quiero.
No me olvides.
Tu hermana Saira.