CAPÍTULO CINCO

Tres semanas después de la operación, Mariam aún seguía convaleciente. Su vida estuvo en manos de dos médicos, uno alemán y otro inglés, que se desplazaban hasta la base cuando había una operación complicada. Durante esos días, Saira y Bahar acudieron todas las mañanas a verla a Camp KAIA.[16] Se levantaban sobre las cinco, antes de que amaneciera, iban a la fuente a por agua y al regresar caminaban hasta un pequeño solar en el que en otro tiempo hubo una escuela, donde esperaban un coche que las llevaba a la base. De no haber sido así, habrían tardado más de dos horas en llegar, mientras que de esta manera solían hacer el trayecto en media hora, según el tráfico que hubiera. Saira intentaba recordar todos los detalles que veía en la calle, por pequeños que fueran, para contárselos a Mariam. ¡Cuánto agradecía su hermana que Saira se riera de lo que había visto en la calle, haciendo muecas y exagerando para entretenerla!

Los primeros días solo les permitían verla una hora por la mañana y otra por la tarde porque estaba muy débil, aunque al cabo de una semana las visitas se prolongaron y podían estar con ella desde que llegaban hasta que atardecía. Al finalizar la primera semana, Mariam había recuperado el color en las mejillas, algo de peso, y parecía haber crecido unos centímetros. También se la veía contenta de estar de nuevo con Saira. Había echado tanto de menos sus comentarios, sus risas compartidas, sus secretos, incluso el olor a canela que la niña desprendía, que Mariam la esperaba casi con los brazos abiertos.

No ocurría lo mismo con Bahar. Al llegar, su madre le ponía bien el almohadón, le limpiaba el cuerpo con un trapo húmedo y, a la hora de comer, le acercaba la cuchara a la boca. Mariam insistía en que podía hacerlo sola, pero Bahar la fulminaba con la mirada, y entonces las hermanas se callaban. Después de atender todas las necesidades de Mariam, Bahar se sentaba en una silla lo que quedaba del día, como si esperara una palabra, un gesto, algo de ella, pero Mariam no lograba acertar de qué se trataba y entre ellas se creaba un muro de silencios cada vez más alto.

En realidad, Bahar solo deseaba ser recibida como lo era Saira. Un gesto, una caricia, un «¿cómo estás, mamá?», habrían sido suficientes. Pero lo que Bahar esperaba de Mariam no lo obtuvo en esas tres semanas, salvo cuando se acostaba por las noches y lloraba e imaginaba todo lo que le diría su hija al día siguiente. Esos eran los mejores momentos, porque solo estaban Mariam y ella.

—¿Cómo estás, hija mía? —le preguntaría ella.

—Me encuentro mejor. Muchas gracias por estar a mi lado —le respondería Mariam.

—Me diste un buen susto. Pensé que te perdía.

—No habría sobrevivido de no ser por ti. Eres la mejor madre del mundo...

Sin embargo, lo que ocurrió aquella noche tras cubrirse la boca con una mano para sofocar las lágrimas fue que Saira se acercó a ella y la abrazó con el pretexto de que hacía frío, aunque en realidad la niña se moría de ganas de apoyar la cabeza en su pecho y de que la abrazara, como hacía Mariam antes de que dejara de dormir con ella. Entonces le dijo: «Yo también la echo de menos, mamá. Pronto volverá con nosotras». Y por mucho que Bahar quisiera poner una barrera entre su hija y ella, la cama no era lo suficientemente grande para que Saira no salvara la distancia.

—Mamá, te quiero...

—...

—Eres muy buena con nosotras.

—...

—¿Verdad que queremos mucho a Mariam?

—...

—Mañana le contaré a Mariam lo que nos ha pasado al volver, cuando casi atropellamos al burro.

—Saira, duérmete ya y deja de decir tonterías. Y vete al otro extremo de la cama, que tienes los pies fríos.

—Lo siento, mamá.

—Tú crees que por decir «lo siento» está todo arreglado. Siempre estás fastidiando.

Saira volvió al otro extremo de la cama sin decirle otra vez: «Lo siento, mamá». No quería molestarla y que volviera a llorar por su culpa. Se había equivocado al pensar que podía animar a su madre; esta tenía razón cuando decía que siempre lo fastidiaba todo. Solo le quedaba rezar por Mariam, por su madre y por ella:

—Cuida de nosotras, aunque tengas mucho trabajo, nosotras nunca no te olvidamos. Yo intentaré ser mejor hija y ayudaré más a Mariam y a mamá a hacer las tareas de la casa. Y perdóname por molestar a mamá. Voy a ser más buena.

Mientras Saira recitaba esta pequeña plegaria, Bahar se tapó la cabeza con la almohada para no oírla, hasta que la niña se calló y se mordió los labios para evitar pronunciar más palabras en voz alta. Si su madre quería que se callara, no hablaría más. Y antes de volver a importunarla se metió una mano en la boca para aliviar el dolor que sentía. Sin embargo, para Bahar las palabras de Saira siguieron resonando en la habitación y en su corazón, como el eco en una montaña.

—Mamá, te quiero —deseaba que le dijera Mariam y no Saira.

—Yo también te quiero, mi niña. Te quiero muchísimo.

A la mañana siguiente, Mariam recibió a Saira con una sonrisa de oreja a oreja. Aquella niña volvió a robarle lo que más quería en el mundo. Su vida había sido casi perfecta hasta que llegó Saira. Tenía un marido al que amaba, una hija que la hacía feliz y la promesa de salir de Kabul en unas semanas para empezar una nueva vida en otro país. ¿Qué tenía ahora? Amargura por todo lo que se había ido. Porque ¿quién si no tenía la culpa de que Mariam la quisiera menos? Saira, la pequeña bastarda que solo había sido un estorbo en su vida, reflexionó Bahar con resquemor.

Unos días antes de que a Mariam le dieran el alta, Bahar dijo que se encontraba mal, y madre e hija se quedaron en casa para no contagiarle ningún virus a Mariam. Sin embargo, la realidad era bien distinta: Bahar deseaba que Mariam la echara de menos, que se diera cuenta de que era a ella a quien debía querer, no a Saira. ¿Qué hacía Saira sino contarle unas pocas tonterías para que se riera? Porque, cuando saliera de la base, todas aquellas bobadas no existirían, sus vidas seguirían siendo tan miserables como hasta entonces. Y cuanto antes se diera cuenta de que la risa era un lujo que no podían permitirse, mejor les iría.

Al día siguiente, Bahar se las arregló para ir sola a la base y dejó a Saira con Ikram y Zahra. La niña protestó, pero una mirada de Bahar bastó para que Saira se callara y aceptara que no iba a acompañarla. La niña se pasó medio día mirando por la ventana esperando a que su madre regresara y preguntando continuamente la hora, y el otro medio con la garganta dolorida por el esfuerzo de contener las ganas de llorar. Pero ni siquiera a solas Mariam fue capaz de mantener una conversación de más de tres palabras con su madre. Así pasaron parte de la mañana, en silencio: Bahar sentada en una silla tras haber atendido las necesidades de Mariam y esta procurando descansar porque parecía que volvía a encontrarse mal.

Cuando Bahar fue a buscar a Saira, la niña se lanzó a sus brazos y le besó las manos.

—¿Me ha echado de menos? —le preguntó Saira ya en casa.

—No lo sé, no me acuerdo. Además, no hemos hablado de ti.

—¿Y de qué habéis hablado?

—De cosas.

—¿De qué cosas?

—De cosas importantes que tú no comprendes.

—¿Mañana podré ir a verla? Por favor, me levantaré un poco antes para ir a la fuente y así tú descansas.

—Bueno, ya veremos. Solo piensas en jugar y en decir tonterías.

Sin embargo, Bahar tuvo que reconocer que prefería ir con Saira y escuchar sus tonterías que pasarse el día sin hablar. Al menos, cuando iba con Saira a Mariam se le iluminaban los ojos y estaba de mejor humor. Aquella fue la única vez que tuvo la estúpida idea de ir sola a ver a su hija.

—Quiero que entiendas que tu hermana necesita descansar y que no puedes agobiarla con tus tonterías. Si me prometes que te portarás mejor, volverás a verla.

—Me portaré mejor, lo prometo.

—Y cuando te diga que la dejes dormir, lo harás y te callarás. Ayer Mariam tuvo una recaída porque necesita descansar más.

A cada palabra de Bahar, Saira asentía con la cabeza y con una sonrisa en los labios.

A la mañana siguiente, Saira estaba tan emocionada por volver a ver a su hermana que permaneció en silencio desde que fueron a buscar agua a la fuente hasta que llegaron a Camp KAIA. Al llegar, la niña se sentó muy despacio en el borde de la cama, como si temiera hacer ruido y que Bahar la riñera de nuevo. Saira miró con dulzura a su hermana y cruzó las manos sobre el regazo.

—¿Hoy no hay un beso para mí? —le dijo Mariam cuando vio a Saira.

—Sí, pero... —Durante unos segundos no supo qué hacer y miró a su madre. Cuando esta le hizo un gesto afirmativo, se fundió en un abrazo con su hermana—. Siento que ayer te encontraras otra vez malita.

—No pasa nada. Mi mejor medicina es que estéis aquí conmigo, tú y mamá. Te he echado de menos.

Saira suspiró de alivio cuando Mariam le dijo que la había echado de menos.

—¿No tienes nada que contarme? Hoy estás muy callada, no pareces mi Saira. A ver si ahora vas a ser tú la que va a ponerse mala... —Mariam agarró a Saira por un brazo para achucharla.

—¿De verdad no te molesto si hablo?

Mariam negó con la cabeza y sus labios dibujaron una sonrisa sincera. Dejó que Bahar le ahuecara los almohadones y respiró con placidez cuando Saira comenzó a relatarle lo que había hecho el día anterior.

—Ayer fui con Ikram y Zahra a una casa donde una mujer tiene una pequeña escuela. Se llama Malika y tiene dos hijas y un hijo.

—Crear una escuela era el sueño del abuelo —dijo Mariam—. Inshallah yo supiera lo suficiente para trabajar en una escuela.

—Y Zahra y yo nos apretujamos en un banco con otras niñas y aprendimos muchas cosas. ¿Sabes que la capital de China ya no se llama Pekín? Ahora se dice Beijing.

—¿De verdad se llama Beijing? —Mariam pareció sorprenderse con la noticia, aunque realmente le daba igual cómo se llamara, pues había asumido que nunca saldría de Kabul.

—Sí. También estuvimos repasando las tablas de multiplicar, pero yo no dije que me las sabía porque me gustaba estar sentada con las otras niñas y hacer como que no me las sabía para luego ayudarlas. Deberías venir un día tú también.

—Soy un poco mayor para ir a la casa de esa mujer —contestó Mariam.

—¡Qué va! La hija de Malika tiene la misma edad que tú y sigue estudiando. Pero ella sí que sabe muchas cosas. Dice que va a ser médico y que estudiará fuera de nuestro país.

—Me alegro por ella. —Y, aunque no quiso decirlo en voz alta, deseó estar en el lugar de esa chica que quería ser médico y que estudiaría en el extranjero para cumplir su sueño.

—Pero no te pongas triste. Mejor me callo y te dejo descansar.

—Tú nunca me pones triste. Inshallah siempre podamos estar juntas.

—Claro que sí, cuando te cases con Aziz podremos estar juntas. Y serás una mujer rica.

Mariam se encogió de hombros. Si el sueño de su hermana se hiciera realidad, sería tan feliz como ella. De modo que se permitiría soñar un poco más antes de que la realidad la abofeteara de nuevo. Sabía lo que el destino le deparaba... pero soñar era gratis.

Mientras Mariam descansaba, Saira recorrió la base. El día que llegó no se había fijado en cómo eran las instalaciones. Los edificios más grandes eran contenedores prefabricados que se apilaban unos encima de otros. También había contenedores más sencillos, pero todos tenían aparatos de aire acondicionado en el exterior. No obstante, lo que más le gustaba eran las papeleras de color amarillo que había cada tres puertas. El recinto estaba limpio y no olía a basura, como muchas de las calles de su barrio.

La coronel Laura Grau le hacía compañía cuando sus obligaciones se lo permitían. Dos días a la semana se desplazaba junto a un teniente enfermero y un equipo a pueblos cercanos o a barrios desatendidos para proporcionar asistencia médica primaria, lo que fomentaba lazos de cooperación entre la población y los militares. Así que, cuando Laura podía, le enseñaba palabras en español, jugaba con ella y le explicaba qué hacían cuando sufrían un rocket attack.[17]

—Desde que estoy aquí no nos han atacado, pero, si eso llegara a ocurrir, tienes que venir inmediatamente a este búnker.

—Cuando en casa oímos el ruido de los cohetes, nos metemos en un pequeño sótano que construyó mi abuelo.

—Hablas mucho de tu abuelo. ¿De qué murió?

Aunque se llevaba bien con Laura y, desde que la conocía, Ramin no había vuelto a ponerles la mano encima ni a ella ni a su madre, no quiso contarle la verdad sobre lo que había ocurrido aquella noche. De todos modos, no sabía qué había pasado en realidad; solo recordaba que oyó un golpe seco, que pasó mucho miedo y que se hizo pis encima. A partir de ese día, su abuelo desapareció de sus vidas.

—Murió de un ataque al corazón.

—Cuánto lo siento.

—Lo echo mucho de menos y él también debe de echarme de menos. Si quieres, te enseño una foto que llevo siempre conmigo. —Saira se metió la mano por debajo de la chaqueta, a la altura del pecho, y de un bolsillo que le había cosido su madre en una camiseta sacó una foto que mostraba a un hombre joven y orgulloso—. Se llamaba Hamid. ¿Verdad que era guapo?

—Sí, era muy guapo.

—Y también sabía mucho. Fue profesor de farsi en la universidad y viajó a muchos países.

—¿A ti te gustaría viajar?

—Sí, pero me gustaría hacerlo con Mariam. La quiero mucho, y ahora ya lo sabe. Se lo digo todos los días. Una vez cuando llego y otra cuando me voy. Así no se le olvida.

—Si alguna vez tengo una hija, me gustaría que fuera como tú.

—Eso es porque no conoces a Mariam. Ella es mejor hermana que yo.

—Yo solo sé que tú eres una niña muy especial. —Y comenzó a relatarle algunos recuerdos dolorosos—: Me recuerdas a un cuento que mi madre me contaba cuando era pequeña: Rapunzel. Decía que yo era como esa niña y que un día saldría de la torre en la que una bruja malvada me había encerrado. La bruja malvada era mi padre, que, cuando venía a casa borracho, me encerraba en un armario después de darnos una paliza a mi hermana y a mí. —Saira se estremeció al escuchar que a Laura también le habían pegado. Parecía extraño que una mujer con tanto poder hubiera tenido una infancia difícil—. ¿Quieres que te cuente el cuento?

—¿De verdad crees que me parezco a esa Rapunzel? —Saira volvió a llevarse una mano a la mejilla en la que le había golpeado Ramin y donde apenas quedaba rastro.

—Claro. Yo salí de esa torre.

—Cuéntame la historia.

Laura acarició la mejilla de Saira.

—Había una vez una mujer que tenía una hija tan hermosa, tan hermosa, que sus cabellos rubios brillaban más que el sol. Se llamaba Rapunzel y era tan bonita como tú. —Saira dio un bote en la silla en la que estaba sentada.

—¿Como yo?

Laura no contestó a la pregunta y siguió su narración.

—Su belleza era comentada en todos los palacios del mundo, incluso llegó a oídos de una bruja malvada que tenía miedo de Rapunzel y de su extraña belleza...

Saira escuchó la historia, que le recordó a los cuentos que le contaba su abuelo. Al igual que Hamid, Laura se implicaba en el relato y ponía voces a los protagonistas. La bruja era tan malvada en boca de Laura que Saira abría los ojos, aterrada, y se tapaba la boca cuando Rapunzel sufría las maldades de la bruja. Cuando llegó al final del relato, Laura lo cambió por otro que le parecía más interesante. Su madre se lo contaba así porque no creía en príncipes azules que salvaban a princesas en apuros. Ni a su madre, ni a la madre de su madre las había salvado nadie.

—Y Rapunzel se cortó las trenzas, las ató a la pata de la cama, hizo magia y cogió el cielo con las manos. Entonces echó a la bruja de su vida y decidió que cambiaría las cosas que no le gustaban.

—¿Y no sale ningún príncipe? —se extrañó Saira, porque recordaba las historias de su abuelo.

—En el cuento que yo explico no.

—¡Ah! —exclamó—. Yo también quiero hacer esa magia.

—Y la harás —afirmó. Le hubiera gustado decirle también que podía contar con ella para lo que necesitara, pero ella se iría en unos meses y no quería hacer promesas que luego no podría cumplir.

Laura estaba cada vez más entregada a Saira, pues la niña aprendía tan rápido que en muy poco tiempo pudo entender una conversación en español con frases que no fueran muy largas. Le gustaba que Saira tuviera curiosidad por todo y que preguntara lo que no entendía. En dos ocasiones, con el consentimiento de Bahar, se la llevó a atender casos de medicina primaria en algún barrio de Kabul. La primera vez hizo de intérprete con una mujer que acababa de parir, y más tarde con una familia que padecía diarrea por unas fiebres tifoideas. Al final de la tarde estuvieron en casa de un hombre que tenía un principio de neumonía. Sin embargo, el hombre no quiso hablar con la niña porque era una mujer. Según con qué hombres trataban tenían que andarse con pies de plomo, pues los ofendía ser tratados y hablar con alguien del sexo opuesto. En esos casos Laura se apañaba para que fuera el teniente enfermero quien tomara la iniciativa y se hiciera pasar por médico.

En una de aquellas tardes en las que Bahar no soportaba su presencia, volvió a dejar que la niña acompañara a Laura. Saira le preguntó entonces una cosa a la que llevaba tiempo dándole vueltas:

—¿En vuestro país sois todos ricos?

—No. ¿Por qué piensas que somos ricos?

—Porque os pasáis el día comiendo —respondió mojándose los labios—. Cinco veces son muchas veces.

Laura no supo qué decir. Era la primera vez que le planteaban una pregunta de ese estilo.

—Cuando mi abuelo vivía comíamos dos veces al día, un té y un trozo de pan por la mañana y una sopa de verdura o arroz por la noche. Ahora que está Ramin, muchos días solo tomamos té.

—Vamos a hacer una cosa. —Al igual que Saira llevaba varios días pensando en esa pregunta, Laura también llevaba varios días pensando en qué podrían hacer para ayudar a la familia de la niña. Tras consultarlo con sus superiores, habían llegado a un acuerdo que era favorable para todos—. Necesitamos a una mujer de confianza para que limpie las tiendas Colpro y los espacios comunes. Además, necesitamos más traductores, y tu madre y tú os manejáis muy bien en inglés. Luego hablaremos con tu madre. ¿Qué te parece la idea de venir más a menudo por aquí?

—¿Y podrá venir Mariam?

—Eso no depende de mí, depende de Ramin.

Saira se encogió de hombros. Por una parte, se alegraba de tener la oportunidad de comer todos los días y de que en casa entrara un sueldo mejor que el que recibían bordando sábanas y toallas para las mujeres ricas. Por otra parte, temía lo que Ramin le dijera a Bahar. Pero si algo bueno había tenido que Mariam hubiera estado muy cerca de la muerte era que Ramin parecía más tranquilo, aunque no podía evitar seguir mirando a Saira con desprecio y decirle que era una maldita kharami. Desde que lo encontró sentado la noche en que operaron a Mariam con la cabeza entre las manos, su frase favorita era: «Da gracias de que no te haya vendido como a una maldita kharami».

Dos días antes de que Mariam saliera de la base, la joven recibió a Bahar más nerviosa de lo normal. Esperó a que Saira se fuera a recorrer la base para hablar con su madre. Quería compartir su secreto con ella, pues quizás fuera de las últimas cosas que pudiera decirle antes de que Ramin decidiera formalizar la relación.

—Ha ocurrido algo —dijo Mariam con la voz temblorosa.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Estás peor? Dime qué ocurre, Mariam.

La chica bajó la vista al regazo.

—Esta noche he sangrado por primera vez —comentó, cubriéndose la boca con una mano.

—¡Mariam, ya eres una mujer! —exclamó Bahar, y se llevó una mano al pecho. No sabía si debía alegrarse por su hija o, por el contrario, temer que Ramin se casara con ella. En cuanto esto último ocurriera, Mariam se alejaría de ella y de Saira para siempre—. ¿Cómo te sientes?

—Rara.

—Ya sabes que ahora... No hace falta que te lo explique, ¿verdad?

—Sí, ya sé que ahora puedo ser madre y hacer feliz a Ramin.

—Sí, lo sé —contestó Bahar con gesto serio.

—Gracias, mamá.

—Entonces ya está todo dicho.

El primer día que Mariam volvió a poner un pie en casa, Saira le había preparado una sorpresa y estaba muy nerviosa. Laura le había regalado una libreta y unos lápices de colores con los que pudo hacer un dibujo para su hermana. En el centro de la hoja pintó a tres mujeres: Mariam en el medio, y su madre y ella a cada lado. Llamaba la atención que, siendo Bahar más alta que Mariam, en el dibujo su madre tuviera la misma estatura que Saira. La niña había pintado también, en un lado del papel, un cocodrilo de color negro con la boca abierta, de la que goteaban unos hilillos de sangre. En el otro extremo había un hombre y una mujer sentados en sillas observando a las tres mujeres. Debajo de cada dibujo Saira escribió los nombres, incluso los del hombre y la mujer que estaban sentados: Hamid, el abuelo, y Laura, la médica que la atendió en primer lugar.

Bahar había conseguido almendras para azucararlas como regalo de bienvenida, unos cuantos dulces y mucho chai. Había invitado a Ikram, a Zahra, a Laura y a Maite. También estaba nerviosa, como Saira, aunque se guardaba las emociones para sí. Había comprado medio pollo para preparar una sopa esa noche. Ramin, por su parte, le había comprado un abrigo de piel de conejo para el invierno. Esa mañana había ido al barbero para perfumarse y recortarse la barba y el pelo. Lucía una mueca que pretendía ser una sonrisa, aunque, en cuanto Mariam apareció en casa y advirtió a Saira junto a ella, borró todo rastro de alegría. Se sentó en una silla y esperó a que aquella algarabía de mujeres cacareando se callara para hacer un anuncio.

—He hablado con el Mullá Husayn para fijar un día para la boda con Mariam. —Entonces sacó unos cuantos billetes y unos dulces para Bahar.

A Saira ni siquiera se dignó mirarla, aunque le había comprado un vestido de color morado. Todos cuantos estaban en la cocina guardaron silencio, y Saira se volvió hacia Ramin con los ojos abiertos. Creyó que no lo había entendido y esperó a que Ramin siguiera explicándose. Bahar, en cambio, tuvo que sujetarse a una silla porque le temblaban las rodillas y temía que de un momento a otro se caería redonda al suelo. A Ikram, por su parte, se le aceleró el pulso y se mordió los labios porque aquello que tanto temía iba a producirse. Había albergado la idea de que su marido hablara con Ramin para que este se olvidara de que Mariam había pasado por su lecho, y le concertara un buen matrimonio. Además, conocía a una mujer que le reconstruiría el himen; el honor de Mariam estaría intacto y podría tener una oportunidad de ser feliz. Y, por último, tanto Laura como Maite estaban desconcertadas. No entendían de qué estaban hablando, pero por el silencio que se produjo supusieron que la noticia no era bien recibida por nadie.

Al no haber un hombre que respondiera por Mariam y siendo la situación la que era, Bahar aceptó los presentes de manos de Ramin. Abrió un paquete con manos temblorosas y cogió un dulce para metérselo en la boca. Las lágrimas que había derramado hasta entonces habían sido amargas, pero más amargas fueron las que guardó en ese momento.

—En dos semanas, Mariam y yo nos casaremos. —Y le entregó a aquella una caja nacarada en la que se suponía que había joyas.

—No, no, pero si Mariam... —dijo Saira sin comprender.

Bahar la fulminó con la mirada y Ramin la miró con desprecio y reprimió el impulso de levantarle la mano porque estaban Maite y Laura.

—Cállate, Saira.

—Mamá, no... —volvió a hablar Saira negando con la cabeza y suplicándole con la mirada que no dejara que Mariam se casara con Ramin. Pero Bahar parecía haber aceptado la realidad. Podía gritar, llorar y volver a gritar, que nadie iría a ayudarlas.

Todas las miradas se centraban en Mariam, que parecía ajena a todo. Permanecía sentada en una silla y mantenía una sonrisa que se le había quedado congelada desde que cogió la primera almendra. Ikram fue la primera en reaccionar para no ofender a Ramin.

—Felicidades, Mariam. Ya eres una mujer y podrás criar a tus propios hijos.

Bahar hizo lo propio con su hija. El mundo se abría bajo sus pies, pero ¿qué podía hacer sino felicitarla delante de Laura y de Maite? Ramin había aprovechado que estaban aquellas dos mujeres para legalizar su relación con su hija mayor. Si alguna vez había deseado la muerte de alguien, esa era una de las ocasiones. Cómo le hubiera gustado que Ramin se muriera en ese mismo instante; le habría dado hasta igual que lo hiciera sin dolor con tal de que cayera al suelo y ya no se levantara. Se acercó hasta Mariam y, a cada paso que daba, lo maldecía entre dientes por el sufrimiento de su familia, por las humillaciones que pasaban y por no ser lo suficientemente mujer para haberle dado un hijo a Ramin. Pero, para ella, esa posibilidad ya no existía: el parto de Saira la había anulado como mujer, como persona y como madre.

Saira, en cambio, se levantó arrastrando la silla. Tenía lágrimas en los ojos y no podía felicitar a su hermana. La esperanza de que Mariam fuera feliz, de que fuera una mujer rica, se le escapaba de las manos. Y si Mariam no era feliz, ella tampoco lo sería. Se volvió hacia Laura con rabia.

—Yo no puedo coger el cielo con las manos —dijo en inglés—. Nunca seré como la niña de ese cuento.

Salió al patio y corrió a esconderse en el gallinero. Ese sería su lugar, pues, una vez que Mariam se casara con Ramin, ya no la querría porque tendría muchos hijos y ellas ya no podrían compartir juegos ni risas.

Laura pareció entender a qué se debían aquellas felicitaciones. No había que ser muy lista para comprender que a quien Ramin pretendía era a Mariam y no a Bahar, como habían sospechado desde un primer momento. Por eso Ramin no había puesto ninguna objeción a que ellas estuvieran esa tarde, ni que Bahar y Saira trabajaran en la base militar.

Y ahí estaba Ramin, como si no hubiera roto un plato en su vida y todo lo que le había ocurrido a Mariam no fuera con él. Pero lo peor era que estaba sentado como si fuera el rey del mundo, con una sonrisa cínica en los labios. El día que Mariam llegó a la base más muerta que viva tuvieron que «maquillar» un poco sus dotes como médico para salvarla, ya que Ramin no aceptaba que dos hombres pusieran las manos en el cuerpo de Mariam. El general de brigada José Manuel Layunta había sabido llevar muy bien el problema cuando Ramin se presentó. Lo peor era que no podía hacer nada por Mariam porque el matrimonio ya estaba concertado y el gobierno permitía esa clase de barbaridades con las niñas; sin embargo, haría todo lo posible para que Saira encontrara un camino hacia la felicidad.

Media hora después del anuncio de Ramin, Laura fue al gallinero. El invierno había llegado y el suelo estaba nevado, por lo que las huellas de Saira se marcaban sobre el manto blanco. La niña estaba sentada en el suelo con la espalda apoyada en la pared y las rodillas flexionadas hacia el pecho.

—Saira... —Laura esperó una respuesta que tardaba en llegar.

—Déjame en paz —respondió al fin.

—Saira, por favor, quiero hablar contigo. Somos amigas...

—No, no somos amigas. Tú te irás y yo me quedaré aquí sola. Eso es lo que pasa cuando alguien es mi amigo.

—No sé qué decirte. Nosotras no sabíamos que Ramin iba a anunciar que se casaría con tu hermana.

—¿Tú te irás? —Saira la miró con las lágrimas recorriéndole las mejillas.

—Yo...

—¿Te irás y me dejarás sola?

—Sí, Saira, me iré, pero...

—Tú también lo haces, ¿ves? No quiero saber nada más de ti.

Y escondió la mano izquierda bajo la manga de la chaqueta. Hasta que Laura fue a interesarse por su estado, Saira había dejado escapar su dolor provocándose una herida en un dedo.

—Tiene que haber alguna manera de arreglar esta situación.

—Sí, yo la sé. Ramin me venderá y así todo el mundo será feliz.

—No me refería a eso.

—¿A ti qué te importa lo que me pase a mí?

Laura no se dejó vencer por la rabia de Saira. Había pasado por una situación muy similar, aunque afortunadamente ella había nacido en Valencia y no en Kabul. Podía marcharse y cerrar los ojos, como sus compañeros, pero no dejaría a Saira desamparada. Ella era, ante todo, una mujer de palabra.

—Aunque no lo creas, me importas. —Quiso acercarse para abrazarla, pero Saira la rechazó con un empujón.

—Eso lo dices para que vaya contigo a las casas y te traduzca. —Hizo un gesto de dolor cuando sus manos tocaron el pecho de Laura, quien no supo interpretar la mueca.

—¿Te duele algo?

—No te importa. —Escondió la cabeza entre las rodillas.

—¿Te has hecho daño en una mano? —preguntó cuando, tras echar un primer vistazo, vio unas manchas de sangre en la túnica de la niña.

—No.

—Deja que te vea. Si te has clavado algo, debo ponerte la vacuna del tétanos. Podrías morir por una cosa que tiene solución.

—Me da igual.

—Saira. —Esta vez Laura se puso seria y la niña la miró a los ojos por primera vez desde que había llegado—. Prefiero hacerlo por las buenas y no tener que recurrir a las malas.

Saira sacó la mano de la manga para que viera que tenía una astilla clavada en un dedo. La sangre estaba reseca.

—Se te ha clavado una astilla. —Saira asintió. Prefería que pensara eso a que había sido ella quien se la había clavado—. Tenemos que curarte inmediatamente.

Saira volvió a encontrar alivio a su dolor. Parecía que alguien se interesaba por ella si le ocurría algo malo. Se preocupaba por una simple herida, y eso era mucho más de lo que se había preocupado su madre en los últimos meses. Dejó que Laura la abrazara, la cubriera de besos, le quitara la astilla, le curara la herida y finalmente le pusiera una vacuna contra el tétanos. Lo que no pudo curarle fue el miedo que sentía cuando oía a Bahar sollozar en silencio y no podía hacer nada para remediarlo. ¿Cómo podían estar tan juntas y al mismo tiempo tan separadas?

Las dos semanas previas a la boda de Mariam fueron una locura. Saira y Bahar apenas tuvieron tiempo para ir a trabajar a la base militar, pues estaban acondicionando la casa para acoger a todos los invitados de Ramin. Además, este parecía haberse vuelto generoso, porque quería hacer las cosas como correspondía: había comprado alfombras, varias vajillas, un ajuar, ropa y algunas joyas más para Mariam. Desde que la noticia corrió por el barrio, todos los días iban a visitarla varias mujeres con algún regalo para la novia. Apenas había noticias agradables y una boda siempre era bien recibida.

Durante varios días estuvieron preparando los dulces y parte de la comida que se serviría en la fiesta. Las visitas al mercado eran frecuentes y los días se hacían cada vez más largos. Bahar, con la ayuda de las mujeres de la familia de Ramin, trabajaba casi toda la jornada y dormía solo tres horas. Además, prefería tener la mente ocupada para no pensar que muy pronto iba a perder a su hija.

La noche anterior a la boda, la familia del novio preparó henna suficiente para todas las invitadas, que colocaron en una cesta encima de una bandeja plateada y adornada con pétalos.

Como la música todavía no estaba bien vista, la fiesta anterior a la boda se celebró entre risas apocadas y algunas bromas. Un hermano de Ramin llevó al novio hasta el sofá donde permanecía sentada Mariam. La novia tenía la mano derecha cerrada, como se esperaba de ella, y, como mandaba la tradición, no dejaba que el novio le pusiera henna en la mano. Hasta que la madre de Ramin no sacó una pulsera de oro, Mariam no abrió la mano. No llegó la broma que muchos esperaban: que el novio abriera la mano por la fuerza. Ramin no estaba para según qué tonterías y quería acabar cuanto antes con aquello.

Como debía ser una fiesta para mujeres, Ramin se marchó enseguida con los hombres de su familia y las mujeres siguieron adornando las manos de Mariam hasta que estas quedaron cubiertas por una serie de dibujos que realzaban su piel cetrina.

Una vez que dieron la fiesta por terminada, Mariam quiso pasar la última noche de soltera junto a Saira. En cuanto llegaron a la cama, la niña se acomodó entre los brazos de Mariam. Bahar estaba en el otro extremo de la cama. Quería acercarse y abrazar a Mariam esa última noche, pero permaneció inmóvil por miedo a que las niñas se callaran.

—Tienes los pies fríos. Deja que te los caliente —dijo Mariam frotando con las manos el cuerpo de Saira.

- Inshallah nunca llegara mañana y nos quedáramos toda la noche así.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Mariam.

—Porque cuando tengas hijos ya no me querrás.

—Que tenga hijos no significa que deje de quererte. Nuestras vidas cambiarán un poco, pero yo seguiré queriéndote. A las dos nos seguirá gustando el naan[18] que hace mamá, y también contar las estrellas por la noche, y reírnos de las mismas tonterías. Las mañanas que vamos a la fuente no serían igual de divertidas si no estuvieras a mi lado.

—¿Y si Ramin cambia de opinión y quiere venderme?

—Mejor no pensar en eso, Saira. —No podía responder a esa pregunta. Había conseguido la promesa de Ramin de que esperaría al menos a que su hermana fuera mujer para casarla—. Ahora estamos bien y eso es lo que cuenta.

Nadie podría cambiar ya el hecho de que cada mañana de su vida vería a Ramin. Un día se quedaría embarazada y, aunque ahora detestara a Ramin, querría a ese hijo porque sería suyo, y aprendería también a querer a su marido, como hacían miles de mujeres en Kabul, en Afganistán o en cualquier parte del mundo.

—Todo irá bien, Saira —dijo para tratar de convencerse de que, una vez casada, él la respetaría más de lo que lo había hecho hasta ese momento.

Y Saira quería confiar en su hermana, necesitaba creer que todo iría bien y que su vida sería mejor; además, no podía enfadarse con nadie si las cosas no funcionaban. Se acurrucó en el regazo de Mariam y disfrutó de esa última noche.

El día amaneció gris. El cielo estaba encapotado y amenazaba lluvia. Sobre las siete de la mañana aparecieron los familiares del novio para ver a Mariam. Las mujeres se encargaron de vestirla mientras se gastaban ciertas bromas. Bahar quería participar en las risas, pero no encontraba nada por lo que alegrarse. Una vez que estuvo vestida, Mariam esperó en su habitación a que la fiesta comenzara. Durante muchos años, la tradición marcaba que los hombres recibieran a los invitados con panderetas antes de entrar en casa; pero, como la música estaba mal vista, algunos hermanos de Ramin cantaron canciones a un volumen que no pudiera considerarse escandaloso.

En la puerta, uno de los hermanos de Ramin recogía los regalos para los novios, mientras los hombres tomaban zumo, té y agua en el jardín. Dentro de la casa, se les daba la bienvenida a las mujeres con unos dulces. Ramin saludaba a todos los hombres con una sonrisa que a Saira, desde su escondite, le pareció falsa. Cualquiera que lo viera en ese momento pensaría que era un hombre bueno y amable. ¿Cuántos de aquellos hombres que parecían amables escondían a un lobo tras una sonrisa?

En el fondo del comedor había dos sillas adornadas con telas de colores e hilo de oro. Frente a las sillas había una mesa adornada con velas y flores que había comprado Bahar. Los novios fueron cubiertos por un manto nuevo y se les entregó un espejo de mano para que se vieran reflejados en él como símbolo de pureza. Más tarde comenzaron a recitar versículos del Corán.

Terminada la ceremonia, un hermano del novio repartió sorbetes y ofreció dulces a los hombres. Ramin fue el primero en probarlos.

Saira permanecía en un rincón procurando que nadie reparara en ella. Miraba a una chica que debía de tener la edad de su hermana y que ocultaba su rostro con un velo, aunque Saira había visto algo que la había horrorizado. Le faltaba media nariz y una oreja.

En cuanto Mariam saludó a todas las invitadas, se reunió con su hermana. La noche iba a ser larga y todavía les quedaba por comer el cordero que Ramin y su familia habían degollado la tarde anterior.

—¿Cómo se llama la chica que está sentada en esa silla de allí? —murmuró Saira en el oído de Mariam.

—Se llama Ghazal —respondió Mariam temiendo qué era lo que preocupaba a Saira.

—¿La conoces?

—Sí.

—¿Qué le ha pasado en la cara?

Mariam cerró los ojos antes de responder.

—¿Recuerdas que una vez te dije que si Ramin te vendía y te casaba con un hombre no debías escaparte? —Mariam dejó que Saira hiciera memoria antes de seguir hablando—. A Ghazal la castigó un comandante talibán porque se escapó de su casa. Y por mucho que ella se defendiera y dijera que la familia de su esposo la trataba como una esclava y la golpeaba todos los días, se la castigó.

—Pero si ella no tenía la culpa...

—Eso no les importa. Ghazal ofendió a su marido y a su familia. Fue obligada a casarse porque un tío suyo asesinó a un miembro de la familia del novio. Aceptaron como pago a Ghazal.

—Yo no quiero que me vendan, porque me escaparé.

Mariam la zarandeó.

—No, Saira. ¿Quieres acabar como ella? Es una mujer marcada.

—¿Y quién va a quererme a mí?

—Saira, para nosotras no es fácil. Aquí no existe aquel amor que salía en los cuentos que nos contaba el abuelo. Es lo que hay. Me gustaría decirte otra cosa, pero no puedo mentirte.

—¿Y para quién es fácil, entonces?

—Si fueras un niño, quizás todo sería más sencillo.

Un niño, se dijo Saira para sí. Si fuera un niño todo sería más fácil para ella. Una idea comenzó a rondarle la cabeza. Cogió unas tijeras de la cocina y se dirigió a su habitación porque encima del aparador había un espejo.

Antes de bajar, Saira creyó oír una conversación en la habitación de Ramin y se acercó a escuchar. Este estaba hablando con dos hombres; parecía que estaban cerrando un trato. Uno de ellos, el más viejo, le entregó a Ramin un fajo de billetes. A Saira le brillaron los ojos tanto como a Ramin. Nunca había visto tanto dinero.

—Has hecho un buen trato, amigo Ramin. —El más viejo le dio un abrazo.

—Que Alá, en su infinita misericordia, te acoja en su seno el día del juicio final —respondió Ramin.

—Es más de lo que nadie te pagaría por esa niña.

Saira tuvo que apoyarse en la pared. Le temblaban las piernas y el corazón comenzó a palpitarle con fuerza. Había prometido que no la vendería hasta que fuera mujer. ¿Quién sería el novio, el hombre viejo que se parecía a su abuelo o el hombre más joven que podría ser su padre? Estaba aterrada. Solo se le ocurrió una cosa: llevaría a cabo su plan antes de lo previsto.

Se metió de nuevo en su habitación y cerró la puerta con cautela. Ya había escuchado lo suficiente. Agarró las tijeras con una mano temblorosa mientras con la otra se enjugaba las lágrimas. No se detendría. Se miró al espejo y comenzó a cortarse la melena. Con cada mechón que caía al suelo aumentaba su convencimiento de que estaba haciendo lo correcto. Cuando terminó, hundió los dedos en su cabeza con una sonrisa. Parecía un niño.

—Ya no soy yo.

Pero no pensaba detenerse ahí. Todavía sujetaba las tijeras con una mano.

—Yo también voy a hacer magia.

Entonces, en la oscuridad de la habitación, bailando a solas, sin más compañía que las tijeras, sintió que era feliz. El fluido de la vida corrió como la miel cálida por sus brazos, por sus manos. ¡Qué dulce era la muerte!, pensó antes de cerrar los ojos.

16. Aeropuerto Internacional de Kabul.

17. Ataque de cohetes o morteros.

18. Pan plano.