CAPÍTULO DOS
—Mariam, ¿esto es una pesadilla? —le preguntó Saira en la cocina. La pequeña estaba acuclillada en un rincón mordiéndose las uñas y mirando cómo su hermana tomaba el desayuno.
—¿El qué?
—Pues ¿qué va a ser? Esto, lo que pasa en nuestra casa.
—No, Saira, no es una pesadilla. Es real.
—Vaya... ¿Y va a ser siempre así? —No esperó una respuesta que sabía de antemano—. Muchas veces pienso que estoy dormida y que cuando abra los ojos el abuelo estará en la cocina preparándonos té.
Mariam tamborileó los dedos sobre su rodilla y se encogió de hombros.
—Ven, siéntate a la mesa conmigo. ¿A qué vienen estas preguntas? Sé que hay algo más.
Saira echó un vistazo a la puerta que daba al pasillo para ver si Bahar estaba cerca.
—¿Y me darás una almendra?
—Te doy dos si me dices qué te ronda por la cabeza.
—Si te lo digo, ¿me prometes que no se lo dirás a mamá? Y tampoco tienes que decírselo a Ramin.
—¿Y por qué querría decírselo a Ramin?
Saira esperó a que Mariam le diera una de las almendras que le había prometido.
—Porque ahora duermes con él todas las noches y ya no eres la misma. Ya no quieres hablar conmigo.
Mariam contuvo la respiración y cerró los ojos. Saira esperó a que su hermana contestara, pero esta sufrió un escalofrío y comenzó a temblar.
—Mariam, no sé qué he hecho, pero si te he molestado perdóname, por favor. Ya nunca hago nada bien. Ramin dice que soy una inútil y que no sé hacer nada.
Saira avivó el fuego de la estufa y se sentó en el suelo para calentarle los pies a su hermana.
—Tienes los pies fríos. El abuelo decía que yo tenía unas manos mágicas, pero ahora no estoy segura de nada. —Le sacó los calcetines y comenzó a pasarle las manos por los dedos—. ¿Te acuerdas de cómo era el abuelo? Yo no lo he olvidado. Hace muchos meses que se fue.
—Sí, no hay día que no me acuerde de él.
—A veces me llamaba a escondidas cuando mamá y tú estabais haciendo la comida y me leía sus poemas. Yo no los entendía porque eran palabras de amor, aunque me daba igual, porque me gustaba oír cómo los recitaba. Y también me acuerdo de sus abrazos.
—¡Ay! Lo siento, mi niña; a veces olvido lo mucho que os queríais.
Mariam se agachó y la abrazó con fuerza. Saira aspiró con ganas el dulce olor de su hermana. Era el mejor perfume del mundo, mejor que el del abuelo. Le proporcionaba tanta seguridad que en ese momento se sintió realmente feliz.
—Yo también doy buenos abrazos —dijo Mariam cuando se separó de su hermana. Se sentó de nuevo en la silla al tiempo que Saira volvía a calentarle los pies.
—Sí. Era el mejor abuelo que podíamos tener —afirmó Saira—. ¿Sabes qué es de lo que más me acuerdo? De que siempre me decía que el cielo no era el final de esta vida y que cuando él se marchara podría recordarlo mirando las estrellas.
—Tranquila, seguro que está bien allá donde esté.
—Aun así, espero que no se haya perdido en el cielo, porque por más que contemplo las estrellas no lo veo. A ver si encuentra el camino y me saluda desde arriba. —Esperó unos segundos a que Mariam reaccionara al masaje.
—El abuelo ya habrá encontrado el camino —le dijo su hermana.
Saira permaneció callada durante unos segundos. No sabía cómo hacer una pregunta que llevaba tiempo rondándole la cabeza.
—¿Cuándo se irá Ramin? ¿Todavía le debemos dinero? Voy a contarte otro secreto. ¿Me darás otra almendra?
—Toma, cómetelas todas, yo no tengo hambre. Ya he entrado en calor. El abuelo tenía razón, tus manos son maravillosas. —Mariam la miró con ternura. Su hermana todavía no había perdido la inocencia, algo difícil entre aquellas paredes. Deseaba que nada de lo que le pasaba a ella le ocurriera a Saira. Todavía no había cumplido nueve años, pero sabía que muchas niñas de su edad eran vendidas y forzadas a contraer matrimonio.
—Eres muy buena conmigo. —Cogió las seis almendras que quedaban en el plato y se las comió de una vez—. ¡Qué buenas están! Yo nunca me canso de comerlas. El abuelo me traía un puñado cuando iba al mercado y se las metía en el bolsillo para que yo las encontrara. Me decía que era su pajarito, y yo me enfadaba porque primero me daba una y después tenía que buscar las otras. Si eran un regalo, no sé por qué no las traía envueltas en papel.
—Sería para darte una sorpresa. Ya sabes cómo era el abuelo; le gustaba mucho jugar contigo. —Mariam sabía por qué no las llevaba como el resto de la compra. Bahar solía regañarlo por metérselas en el bolsillo sin pagarlas; no habría sido la primera vez que alguien perdía la mano por robar.
—¿Si yo duermo con Ramin me dará unas...?
—Chist... no digas eso, Saira —la interrumpió Mariam antes de que pudiera acabar la frase. Le tapó la boca con una mano y negó con la cabeza—. Y tampoco se te ocurra pensar en ello.
Saira bajó la cabeza. Sabía que Mariam lloraba todas las noches, pero por las mañanas Ramin le daba todo lo que ella no podía comer. Hacía tanto tiempo que no comía avellanas que casi no se acordaba de su sabor. Sin dudarlo cambiaría la suerte de su hermana por la de ella. Se encogió de hombros y al final sacó una pulsera de oro del bolsillo.
—¡Mira, Mariam, el abuelo me la dio! Perteneció a la abuela. Si se la damos quizás se vaya de casa.
Mariam abrió la boca y parpadeó varias veces. Antes de contestar le acarició la larga melena rubia.
—No, Saira, Ramin no va a irse. Son cosas que tú no entiendes.
—Pues podrías explicármelas. Ya no soy tan pequeña como crees.
¿Qué iba a explicarle a su hermana, que temía que llegara la noche, que no le gustaba Ramin y todo lo que él implicaba? ¿Para qué acabar con el poco tiempo de inocencia que le quedaba a Saira? Desde luego, haría todo lo que estuviera en su mano para ocultarle ciertas cosas. Ya tendría tiempo de saber qué ocurría en casa, pues más pronto que tarde ella terminaría casándose con Ramin, y a saber qué suerte correrían su madre y Saira. Lo supo la primera noche que pasó con él: jamás dejaría que se casara con otro hombre. Se veía condenada a estar de por vida junto a alguien que detestaba. Y cuanto antes lo asumiera, cuanto antes aceptara que la vida de una mujer en Kabul no valía nada, mejor le iría. Muchas mujeres se lo habían comentado, aunque también era cierto que debido a la presión algunas terminaban suicidándose. El abuelo no la había preparado para eso, y su madre aún menos. ¿De qué le servía saber escribir, leer y tener un nivel alto en matemáticas si no podía sacar provecho de sus conocimientos? Pero si algo tenía claro era que haría todo lo posible para que su madre estuviera junto a ella y que le buscaría un buen marido a su hermana.
—Ahora es el hombre de la casa y cuida de nosotras —terminó por decirle Mariam—. Eso es lo que tienes que entender. ¿Qué sería de nosotras sin él? Le debemos respeto. —La pierna derecha comenzó a temblarle como si de un tic nervioso se tratara.
—No, no cuida de nosotras. —Saira se levantó del suelo con brusquedad—. A mí no me gusta que esté en nuestra casa. Nosotras podemos trabajar.
—Nadie querrá contratarnos —reconoció—. Las mujeres tenemos muy pocas oportunidades de trabajar.
—Pues yo voy a encontrar un trabajo para pagarle a Ramin todo lo que le debía el abuelo.
—Saira, sabes que eso es imposible. Tienes que ser realista de una vez por todas. ¿Tú crees que a las mujeres que estudiaron una carrera no les gustaría ejercer su profesión? No somos nada, y cuanto antes lo entiendas mejor.
—No es justo... —Saira se cruzó de brazos.
—No, no es justo, pero a nadie parece importarle si es justo o no.
—Ahora casi nunca nos reímos ni contamos cuentos. Todavía me acuerdo de la sopa de piedras del abuelo y cómo nos divertimos. Si le doy esta pulsera, se pondrá muy contento y ya no le deberemos dinero. Y tampoco me mirará con cara de asco.
—Eso es porque no te mira como yo lo hago. Eres preciosa. —Mariam acarició su mejilla como si de una pieza de cristal se tratara.
Saira se encogió de hombros. Intuía que Mariam se lo decía para contentarla, y sabía que no era cierto: no era ni hermosa y no tenía el encanto de Mariam, que hacía que todo el mundo se sintiera bien. Si se pareciera en algo a su hermana no sería tan desgraciada.
—Lo que quiero es que volvamos a ser como antes. Tú no lo entiendes porque a ti no te mira así y encima te da cosas buenas para comer.
Mariam deslizó la silla hacia atrás y se levantó sin apenas hacer ruido.
—Sí que lo entiendo, y escúchame porque no voy a repetírtelo. Ramin nunca se irá de aquí. Guarda esa pulsera, ¿de acuerdo? Nunca se la des a nadie, y menos a él. Hagas lo que hagas, Ramin se quedará con nosotras.
—Es que yo no quiero que esté en casa, Mariam, no quiero. Ramin no es bueno, aunque se pase el día rezando. Alá ya no me escucha. ¿Por qué lo escucha a él? ¿Por qué se ha olvidado de nosotras?
—No lo sé, pero nunca ha escuchado nuestras plegarias. No le importamos a nadie.
Saira abrió los ojos sorprendida; no podía creer que Mariam hubiera perdido la fe. A partir de ese momento, ella rezaría por las dos.
—No digas eso, o se enfadará con nosotras —le advirtió la niña señalando hacia el cielo, como si temiera pronunciar el nombre de Alá en vano.
—Venga, vamos a por agua antes de que sea tarde —dijo Mariam agarrando a Saira de la mano.
Desde luego, Mariam no podía imaginar que alguien pudiera enfadarse con ella mucho más de lo que lo hacía Ramin. ¿Cuánto podría aguantar? Solo deseaba que las fuerzas no le fallaran.
Todas las mañanas, tras comer lo poco que había sobrado de la cena, Mariam y Saira esperaban a que fuera a buscarlas Naseer, el hijo mayor de su tía paterna, que ya tenía quince años, para ir a la fuente a por agua. Nunca salían solas, y Naseer las acompañaba con la condición de que Saira cargara con dos garrafas. El agua corriente era un lujo que no podían permitirse, pues la bomba que cayó cerca de casa inutilizó las tuberías, y el único pozo del que disponían lo envenenaron los talibanes días después de que desapareciera el abuelo. Bahar procuraba contar siempre con reservas en casa, sobre todo para beber y cocinar. Hamid siempre había considerado importante tener varias tinajas para cualquier emergencia y, de las tres que había al lado del gallinero, dos siempre estaban llenas.
Una vez por semana calentaban agua y las tres se bañaban por turnos en un barreño de hojalata. Para ellas, poder disfrutar de esos momentos de intimidad era una pequeña fiesta, sobre todo en los tiempos en que Hamid vivía. Bahar se lavaba en primer lugar. Le gustaba que el agua oliera a rosas, el perfume preferido de Said, pues, a pesar de todo, no quería olvidar al único hombre que había amado. Solía hacerlo sin prisas, quizás porque era el único momento de la semana que tenía para ella. Tras enjabonarse el cuerpo, Mariam le lavaba el cabello con una infusión de hierbabuena, vinagre y jabonera, un remedio casero cuando no se tiene champú.
A continuación era el turno de Mariam, y después, cuando el agua casi estaba fría, se metía Saira. Años atrás, cuando eran más pequeñas, se bañaban juntas, pero ahora ya no cabían en el barreño. Mariam ya no necesitaba la ayuda de su madre, ni para esa cuestión ni para ninguna otra. Desde que Ramin había decidido que ella ocupara el sitio de Bahar, Mariam apenas hablaba con su madre. No sabía qué decirle, qué secretos compartir con ella. Así pues, había aprendido a esconder los golpes que Ramin le propinaba por las noches y, para que nadie supiera qué ocurría tras la puerta de su habitación, se bañaba con un camisón de manga larga. La avergonzaba pensar que se merecía cada pellizco que recibía y que no era una mujer completa. A pesar de tener casi catorce años, aún no había menstruado. Ninguna mujer encontraba explicación a ello, y tampoco había un remedio casero que pudiera solucionar el problema. Todos los meses soñaba con ese momento para así poder darle un hijo a Ramin. Era la única manera de tenerlo contento y de que se olvidara de ella.
Últimamente, Saira temía bañarse. Si bien era un momento íntimo para las tres mujeres, en alguna ocasión había visto que Ramin espiaba detrás de una puerta. La hacía sentirse incómoda, sobre todo cuando Mariam se bañaba y él se relamía los labios. Veía cómo los ojos se le encendían y temía que Ramin alargara una mano y acariciara el cabello de Mariam. Saira recordaba cuando había cordero para comer y ella se relamía los labios, pero no comprendía qué placer podía haber en espiar a su hermana desnuda. Ese debía de ser el motivo por el que se bañaba con un camisón de manga larga, pensaba Saira. Ahora estaba segura de que Mariam también sabía el secreto de Ramin.
Todos los viernes, antes de acudir a la oración, Ramin se bañaba. Mariam y Saira se encargaban de calentar agua durante toda la mañana. Cuando Ramin llegaba, Mariam se quedaba en la puerta de la cocina, que en invierno era el lugar más caliente de la casa, y esperaba a que Ramin la llamara para que lo ayudara a vestirse. Tenía preparada una muda limpia y procuraba mantener siempre una sonrisa. Después de vestirse, Ramin terminaba de arreglarse a solas. Se colocaba un turbante negro y se atusaba la barba entrecana. Nadie sabía cuántos años tenía, pero Mariam calculaba que debía de rondar los cincuenta.
Ramin era un hombre enjuto, de piel muy oscura y cejas anchas y muy pobladas. A Saira le recordaba a una pasa, porque su rostro estaba tan arrugado como esa fruta. Le faltaban varios dientes, aunque no se le notaba mucho porque apenas sonreía.
Un día, mientras Saira y Mariam preparaban la comida, comentaron lo mal que olía la boca de Ramin, y poco a poco llegaron las carcajadas. Se reían como cuando el abuelo vivía en casa; las risas se escapaban libres por la cocina.
—La boca de Ramin huele a caca de vaca o, peor aún, a pedo de rata —soltó de repente Mariam.
Saira se cubrió la boca con una mano para reprimir una carcajada.
—Pero ¿tú has olido un pedo de rata?
—No, pero tiene que oler fatal —respondió Mariam.
—Yo sí me imagino cómo debe de oler. Tiene que ser como cuando pasamos por esa casa que hay al final de la calle y hay perros muertos y mucha basura y las ratas escarban. Qué pestazo. —Saira volvió a reprimir una carcajada. Temía que su madre las oyera, bajara a la cocina y le propinara una colleja, como hacía siempre que se reía.
—Esto tiene que quedar entre tú y yo. Es nuestro secreto, como lo de la pulsera, ¿vale? —le instó Mariam.
—¿Te has dado cuenta de que Ramin tiene cara de rata? —Imitó el aspecto de una rata y mostró los dos incisivos, como si estuviera royendo una zanahoria. Elevó el tono de voz, que sonó más agudo—. Soy una rata y solo como basura. —Siguió diciendo cosas de Ramin porque parecía que a Mariam le hacía gracia y se reía con ganas—. Y me gusta mirar todo lo que hay en esta casa.
Mariam se tapó la boca con una mano para que nadie las escuchara desde la calle. No era la primera vez que alguien le iba a Ramin con el cuento de que se oían risas en casa.
—Déjalo ya, Saira, que van a oírnos.
Sin embargo, Saira continuó en el mismo tono y se arrodilló en el suelo para rodear a Mariam como si fuera una rata.
—Sobre todo cuando te mira con esos ojos tan pequeños cuando te estás bañando. A mí me da un poco de miedo que te mire. Sé que por eso te pones el camisón, para que no te vea.
—¿Me mira cuando me baño? —La expresión de su rostro cambió por completo, dejó de reír y se agarró la falda con rabia para no romper el plato que había encima de la mesa. Retorcía la tela como si fuera el cuello de Ramin.
—Sí, bueno, ahora ya no. Desde que te bañas con el camisón ya no mira.
Mariam se puso tensa como una cuerda. Su boca dibujó una mueca de asco que a Saira le pasó desapercibida.
—¿Por qué no me lo habías dicho? No quiero que nadie me mire cuando me baño. —La cogió por los hombros y la zarandeó—. No quiero que me miréis. ¿Cómo tengo que decíroslo a mamá y a ti? ¿Acaso yo te miro? Dejadme en paz cuando me baño.
—Está bien, Mariam, pero no te enfades conmigo. Lo siento, lo siento, no te enfades conmigo. Yo no te miro, solo veía cómo él se escondía detrás de la puerta. Haré lo que tú quieras que haga. Cuando tú y mamá os enfadáis conmigo siento que se me rompe algo aquí dentro. —Se llevó una mano al pecho—. ¿Quieres que vaya a la fuente yo sola y así tú descansas?
—No, solo quiero que me digas si Ramin me espía. —Mariam se encogió de hombros—. Pero no te preocupes por mí, solo procura no enfadar a Ramin y no dejes que te vea demasiado por casa. Eso lo hace enfurecer, y te hará la vida imposible. Tú no tienes la culpa de ser como eres, diga lo que diga el cara de rata.
Mariam relajó la tensión de su rostro y esperó a que Saira dijera alguna de sus ocurrencias.
—¿Quieres que te cuente otro secreto? —Saira esperaba con expectación a que Mariam asintiera—. Un día hice pis en el agua en la que Ramin se baña y no se dio cuenta.
—¿Cómo se te ocurrió hacer una cosa así? ¿Y si te hubiese pillado? —Desconcertada, Mariam no sabía si reñirla o echarse a reír de nuevo.
—Hasta ahora no me ha pillado.
—¿Lo has hecho más veces?
Saira asintió con la cabeza y se puso a contar con los dedos de las manos hasta que llegó a ocho.
—Esto también es un secreto —repuso la niña.
—Claro que sí, este será otro de nuestros secretos. —Mariam no pudo reprimir una sonrisa dulce.
—¿Sabes una cosa? —siguió contando Saira—. Al menos, cuando se lava no huele a pedo de rata y la casa no apesta a tabaco.
—Tienes razón —replicó con la mirada perdida.
Antes de la segunda oración del día, Saira esperó a que Mariam se arreglara y se pusiera el burka. Como Saira era pequeña, su familia no la obligaba a cubrirse completamente el cuerpo, solo el cabello, una de las partes que más odiaba. Según palabras de Mariam y de su madre, el burka era incómodo, pues apenas veían por la calle y les costaba respirar, sobre todo en verano, cuando hacía mucho calor. Ni a ellas ni a ninguna mujer que conocía les gustaba llevarlo y, sin embargo, Saira deseaba crecer para pasar desapercibida por la calle. Nadie la miraría con desprecio, nadie la señalaría cuando caminara al lado de Mariam, ni la llamaría kharami. Sería invisible para todos.
A Mariam le gustaba que Saira la acompañara, no solo porque se divertía con ella, sino porque la ayudaba a no tropezar y a no meter un pie en los muchos agujeros que poblaban el camino que llevaba a la fuente. Y ahora, con la llegada del invierno, tenía que andar con mucho cuidado debido a las numerosas placas de hielo que se formaban a menudo en ciertas calles estrechas donde apenas daba el sol.
Una vez que Mariam estaba preparada, cogían dos garrafas de plástico de quince litros cada una y se marchaban a la fuente. Naseer las esperaba en la puerta del jardín con un bastón que perteneció a su padre. Solían tardar más de una hora en ir y otro tanto en regresar, aunque por el camino se encontraban con otras mujeres y se ponían a hablar de sus experiencias. Antes de salir de casa, Naseer echaba un vistazo a la calle y les decía si era buen momento para llegar a la esquina. Entonces, Saira y Mariam cruzaban un patio grande, en cuyo centro había una fuente de la que ya no brotaba agua. En el jardín solo quedaban las malas hierbas, y, por mucho que Saira se esforzara por arrancarlas, salían constantemente. Al final había desistido. Las malas hierbas, como Ramin, no desaparecerían de sus vidas.
A veces, algunos niños los esperaban sentados al final de la calle. A esos chiquillos les gustaba jugar a poner obstáculos en el camino para burlarse de ellas, y Saira iba señalando las piedras para que Mariam no tropezara. En otros tiempos, los niños escuchaban música o veían la tele, pero desde que los muyahidines llegaron al poder poco podían hacer para divertirse. Naseer no hacía nada por defenderlas, únicamente se ocupaba de acompañarlas hasta la fuente.
Antes de que Mariam se pusiera el burka, solían decirle cosas bonitas por la calle, como que tenía las pestañas como las alas de una mariposa o la piel tan tersa como la seda. Ella solía reírse con los comentarios y bajaba la vista al suelo con las mejillas arreboladas. Saira, en cambio, nunca recibió ningún piropo por parte de los niños de su calle. Kharami, cuti gori, comerratas... era lo que escuchaba todas las mañanas.
La mayoría de las casas del barrio eran bajas y tenían tejados planos de tejas cocidas. Algunas mantenían los colores vivos de sus fachadas, pero en los últimos tiempos la mayoría había perdido el color. En realidad, el barrio se había contagiado de la tristeza que reinaba en las calles de Kabul. En las tapias de las casas se veían las señales de la guerra. Al día siguiente de un ataque, los niños metían los dedos en los agujeros para saber el alcance de las balas.
—Mirad, este agujero es de un tanque. Puedo meter la cabeza —oyeron una vez Saira y Mariam.
—Con lo canijo que eres podrías meter hasta tu culo apestoso por ahí —respondió otro niño.
—¿A quién llamas canijo? —replicó, tumbándolo de un puñetazo, a pesar de que su oponente le sacaba una cabeza—. Ya sabes que puedo partirte la cara cuando quiera y luego arrastrarte por toda la calle, así que no vayas de listo conmigo.
—Y estos agujeros tienen que ser de un AK-47 —dijo otro niño para calmar los ánimos. Con Jabbar, el chaval que había propinado el puñetazo, había que andarse con mucho cuidado—. Estos sí que son buenos fusiles de asalto, no como los que llevan los yanquis.
Entonces corrieron por la calle y jugaron a matarse unos a otros como si llevaran un fusil. Algunos de los chicos mayores, entre ellos Jabbar, presumían de haber disparado uno.
—Para llevar un fusil tienes que ser un hombre. —Jabbar flexionó un codo y mostró el brazo—. Estos músculos son fuertes y soportan cuando la culata golpea el hombro. ¿Veis?, ni un solo arañazo, ni un solo morado. Ayer estuve con mi padre entrenando en un campamento.
Jabbar tenía catorce años, aunque por su aspecto nadie le echaba más de trece, y Naseer lo temía tanto como ellas. Tenía el pelo muy oscuro y revuelto, los labios finos y una cara aniñada que no se correspondía con la brutalidad con la que trataba a la pandilla que lo acompañaba. A pesar de ser muy delgado, era fibroso y fuerte. Tenía un ojo caído, recuerdo de una paliza que recibió de su padre por haber aceptado golosinas de un soldado inglés. Después de aquel día, Jabbar ya no fue el mismo, pues, al igual que muchos afganos, desarrolló un odio visceral por todos aquellos que invadían su país, fueran cuales fuesen sus motivos.
Cuando Saira salía a la calle con Mariam, a pesar de ir con Naseer, rezaba para que Jabbar estuviera ocupado en una pelea o tirándole piedras a un gato. Deseaba tanto que se olvidara de ella, de su hermana y de su primo, que hasta que regresaba a casa no respiraba con tranquilidad.
Aquella mañana las oraciones de Saira fueron escuchadas, o al menos eso creyó. Jabbar y sus amigos estaban entretenidos insultando a un niño que acababa de llegar al barrio. El niño era menor que Saira, aún no habría cumplido siete años. Por lo que Saira y Mariam pudieron oír, era un hazara, o sea, un musulmán chií. Los miembros de esta minoría no podían defender sus ideas y eran atacados a diario por el resto de los kabulíes.
Saira alzó la cabeza para ver mejor qué ocurría, pero Mariam apretó el paso para recorrer ese tramo de la calle lo más deprisa posible. Saira había oído que un hazara era peor que un perro sarnoso.
—Mariam, ¿ese niño es un hazara?
—Sí, pero camina más deprisa y no digas nada.
—A mí no me parece que tenga cara de perro, y tampoco que sea sarnoso. Jabbar debe de estar equivocado —susurró para que solo Mariam la escuchara—. No sabe lo que dice. —Volvió a mirar al niño, al que Jabbar y seis chicos más habían acorralado.
—Te he dicho que te calles.
El niño hazara tenía el rostro redondo, la boca carnosa y con forma de corazón, y unos hermosos ojos verdes que a Saira le recordaron a la hierba que antes crecía en su jardín. Le pareció que era tan guapo como una chica y, de no haber oído que se llamaba Hassan, habría jurado que era una niña.
—¡Eh, perro asqueroso!, busca tu hueso en la basura —dijo un chaval que se llamaba Abdul Aziz y le sacaba dos cabezas.
Los demás chicos se echaron a reír y lo rodearon. Como solía ocurrir en esos casos, Jabbar fue el que tomó el mando. Llevaba una vara en la mano derecha y una cuerda en la otra. Se acercó al niño y comenzó a golpearlo con saña en las pantorrillas. Hassan rompió a llorar y cayó de rodillas al suelo, suplicando que lo dejaran en paz.
—Cobardes —musitó Mariam sin que la oyeran—. Solo es un niño. A ver cuándo aprendéis a luchar contra los de vuestro tamaño.
—¿Qué has venido a buscar aquí? —preguntó Jabbar con una mueca de desprecio en la cara—. Ya lo sé, has venido a robarnos nuestra comida, sucio hazara.
—No, no, de verdad. —Hassan sacó un trozo de pan de su bolsillo y se lo ofreció a Jabbar—. Toma, es todo lo que tengo. Por favor, quiero irme a casa.
—No le hables en ese tono —le contestó Abdul Aziz—. Muestra un poco de respeto hacia tus superiores.
Jabbar volvió a azotar al niño con la vara, pero en esta ocasión le pegó en las nalgas.
—¿Cómo quieres que coma algo de un hazara? Vosotros solo coméis ratas. Eso es lo que eres, un comerratas.
Hassan alzó un momento la cabeza y Saira vio lágrimas corriendo por sus mejillas. Estaba tan aterrorizado que se había orinado encima.
—¿Sabes lo que comen las ratas? —inquirió Jabbar.
—Comen perros y ratas —comentó Abdul Aziz, propinándole una colleja.
Saira se cogió del brazo de Mariam. El corazón le latía tan fuerte que creía que iba a explotarle.
—Mariam, ¿por qué le hacen eso?
—No lo sé, pero será por lo mismo por lo que Ramin no te quiere. —Se encogió de hombros y, aunque llevaba burka, Saira percibió cómo temblaba bajo la tela—. Muchos piensan que no sois afganos como mamá y como yo.
—¿Cuántos sucios yanquis visitan la cama de tu madre? —Jabbar soltó una risa—. Y no me mientas, que será peor para ti. A nosotros no nos gustan que nos mientan, ¿verdad que no? —Echó una rápida mirada a los seis chavales que rodeaban al niño.
Todos asintieron con la cabeza.
—Venga, arrodíllate. Y como cuentes algo te cortaremos las pelotas y se las daremos a los perros.
Hassan estaba a cuatro patas y Jabbar se subió sobre su espalda. Este comenzó a propinarle patadas en las costillas, como si fuera un caballo.
—Hoy no me apetece caminar. Vas a llevarme hasta el final de la calle. Desde hoy te nombro mi caballo. —Jabbar se quedó pensando unos instantes antes de seguir hablando—: O, mejor aún, serás el burro de Jabbar. Dime, ¿quién eres ahora?
—Soy... un... burro... —soltó Hassan con dificultad.
—Mal, muy mal. No se dice así. ¿Es que no te han enseñado modales? —Jabbar hablaba con la cabeza muy alta. Saira se mordió el labio cuando vio que a Hassan le flaqueaban los brazos—. Claro, a los perros asquerosos como tú nadie les enseña. Pero, después de todo, no tenéis la culpa. Da gracias de que yo te enseñe.
Mariam y Saira siguieron caminando en silencio. Estaban demasiado impresionadas para hablar como si no hubiera ocurrido nada. Saira no podía dejar de pensar en ello. ¿Por qué a la gente le molestaba tanto que ella tuviera el pelo rubio o que ese niño no fuera un pastún? ¿Por qué no había más personas como su abuelo?
Para ir a la fuente, un antiguo lavadero donde las mujeres se reunían para lavar la ropa, tenían que pasar por un pequeño mercado. Saira solía entretenerse en los tenderetes, sobre todo en los que vendían fruta y verdura, siempre bajo la atenta mirada de su primo. En alguna ocasión, el abuelo se acercaba al caer la tarde para recoger lo que nadie compraba y no se podía vender al día siguiente. Como él, eran muchos los que rebuscaban entre la basura para poder comer. Al principio, a Hamid le podía el orgullo, pero con el tiempo supo llevarlo con dignidad y se hizo un experto en coger la verdura menos podrida. Luego, en casa, Bahar las preparaba lo mejor que podía.
Esa mañana, el sol brillaba con fuerza y en los puestos del mercado había mucha gente comprando. Los niños jugaban a despistar a algún tendero mientras un amigo se llevaba una granada o unos nabos al bolsillo. Junto a un tenderete, un hombre estaba cortando rodajas de un melón muy maduro y a su lado había un niño sentado esperando a que el tendero terminara. El niño se pasaba la lengua por los labios y se los mordía con nerviosismo. Esperaba ansioso. Cuando el tendero acabó, tiró las pieles al suelo y el niño las recogió, les quitó la arena que se había adherido a ellas y les dio un mordisco.
—¡Joder, niño! ¿Cuántas veces tengo que decirte que las pieles de los melones no se comen? —le recriminó el tendero alzando una mano para pegarle un guantazo, pero el niño lo esquivó sin problemas, se encogió de hombros y siguió comiendo sin importarle los gritos que profería el tendero—. Vete por ahí a comer, que me espantas a la clientela —gritó cogiendo al niño de la pechera y propinándole una patada en el trasero—. Que sea la última vez que te veo por aquí. Si quieres comer, paga como todo el mundo.
El niño salió corriendo, aunque antes de perderse en otro de los puestos le hizo un corte de mangas. Naseer soltó una carcajada.
—Yo como lo que quiero. ¿Acaso la calle es tuya? —replicó el niño comiéndose otra piel de melón. Tenía la camisa llena de chorretes y la cara mugrienta, y lamía el jugo que le resbalaba por el mentón—. Vete a comer piojos. Y a ver si adelgazas un poco, que uno de estos días vas a reventar. Y pienso venir siempre que me dé la gana. ¿Me has oído? —Soltó una carcajada y le lanzó un buen eructo.
Algunos de los hombres que compraban en los puestos de al lado se echaron a reír, para fastidio del tendero, quien se puso rojo como un tomate.
Esta era una de las pocas veces que a Mariam no le importaba llevar burka, ya que podía reírse a gusto sin que nadie le llamara la atención. Saira oyó la respiración agitada del hombre.
—La próxima vez que te vea te corto la mano, ¿me has oído tú a mí? Aquí no queremos desgraciados como tú.
El niño volvió a hacerle otro corte de mangas y se escondió en los bajos de un camión.
—¿Están buenas las pieles de melón? —preguntó Saira con cara de asco.
—No lo sé, pero es posible que sea lo único que vaya a comer hoy. Y no pongas esa cara, ¿o es que no te acuerdas de que comimos un día pieles de patatas? —Mariam recordaba que el abuelo había buscado entre los desperdicios de las otras casas para que esa noche comieran algo.
—No es lo mismo, las patatas están buenas.
Mariam y Saira siguieron caminando hasta perder de vista al tendero, que no dejaba de gritar y clamar al cielo. A Saira le llamó la atención un puesto en el que se asaba carne de cordero. Generalmente los kabulíes no comían fuera de casa, por lo que en esos tenderetes solían comprar extranjeros.
—Mariam, ¿cuánto tiempo hace que no comemos cordero? —El olor que inundaba la calle le hizo la boca agua.
—La última vez fue en la fiesta del cordero del año pasado.
—¿Crees que este año volveremos a comerlo? —Volvió el rostro hacia su hermana con la esperanza de que se lo confirmara—. Si me porto bien, a lo mejor Ramin compra un cordero muy grande y tenemos para comer durante una semana. —Se mojó los labios varias veces—. Voy a portarme bien y cuando Ramin llegue a casa no sabrá ni que existo. Ya queda poco.
—Sí, ya queda poco para que se celebre la fiesta —dijo Mariam suspirando. Tenía tantas ganas de comer cordero como su hermana, y eso que no pasaba tanta hambre como ella.
Antes de que llegaran a los últimos puestos del mercado, oyeron gritos. Saira giró sobre sus talones y comprobó que el jaleo provenía de un tenderete de carne. Al parecer, un niño había cogido la cabeza y las patas de una gallina del cubo de los desechos, pues esa era la carne que solo querían las moscas, mientras otro niño aprovechaba el descuido del tendero para llevarse una gallina. Un hombre empuñaba un cuchillo y en su cara se reflejaba rabia contenida.
Naseer se detuvo para ver qué ocurría mientras les hacía un gesto con la cabeza a Mariam y a Saira para que prosiguieran. Era un niño curioso, aunque, desde que perdió a su padre en una explosión, hablaba muy poco. Era alto y muy delgado, y tenía media cara paralizada.
Mariam se detuvo en seco y, antes de atender a la indicación de su primo, se agachó para ponerse a la altura de Saira.
—¿Sabes de qué acabo de acordarme? Hoy no hemos pasado por los puestos de las especias. Y si nos damos prisa te llevaré a ver la tienda de las sedas.
Dio media vuelta y echó a andar hacia la otra parte del mercado. Un anciano al que le costaba caminar tiró a sus pies el agua con la que había limpiado pieles de pollos, pero Mariam siguió caminando deprisa, sin detenerse para secárselos.
—¿Me llevarás a verlas? Sí, vamos a verlas. Cuando me case lo haré con uno de esos vestidos tan bonitos que llevan las novias y me pondré la pulsera de la abuela.
Los gritos fueron subiendo en intensidad, pero Saira parecía no darse cuenta de lo que ocurría a sus espaldas.
—Date prisa, Saira.
—Ese hombre te ha mojado los pies. Es un cochino.
—No importa. Ya los limpiaré cuando llegue a casa. Ven, conozco un atajo que lleva al puesto de las especias, pero no te separes de mí porque vamos a ir muy deprisa.
—Tenemos que esperar a Naseer.
—Enseguida viene, tú sigue corriendo.
Mariam comenzó a correr en la dirección contraria a la que iba todo el mundo. Algunos hombres chocaban con ellas, aunque Saira corría al ritmo de su hermana.
—Han pillado a un chico —dijo Naseer cuando las alcanzó—. Ha robado una gallina.
Saira movió la cabeza para saber por qué corría todo el mundo.
—Saira, no mires hacia atrás —le pidió Mariam con la respiración entrecortada—. Si me ganas, mañana te daré mi desayuno.
—Mariam, ¿por qué corre la gente hacia allí?
—No lo sé y no me importa. Saira, ¿hueles a cardamomo y a canela? —Mariam se arremangó un poco la tela del burka y sacó del bolsillo del pantalón unas cuantas monedas que Ramin le había dado esa mañana para que le comprara huevos—. Hoy vamos a comprar canela para ponérsela al chai. ¿Qué te parece?
Cuando Mariam oyó un grito desgarrado de dolor, se detuvo para coger aire. Al alarido siguieron las voces alteradas de algunos hombres que pedían un médico para el niño. Echó un vistazo a la gente que se arremolinaba alrededor del puesto, y después miró a Saira, que corría sin parar para llegar la primera a la parada de las especias. Se alegró de que Saira no se enterara de lo que le había ocurrido al niño. A muchos hombres les gustaban los espectáculos en que podían descargar toda su ira mientras un niño suplicaba y gritaba que jamás volvería a robar. Si antes comentaban la última película que se había estrenado en el cine, ahora hablaban de impartir justicia como si fueran jueces.
Saira se sentó en la acera para descansar un rato. Desde allí no se veía el puesto de la carne, por lo que Mariam se sintió aliviada de que nadie comentara lo ocurrido. Un poco más allá, junto a un almacén de trigo, había una mujer con un burka azul junto a un joven taxista, y, a su lado, una mujer con un burka amarillo mendigaba con un niño en el regazo. Ambas parecían jóvenes por la agilidad con la que movían las manos.
Al otro lado de la acera había una tetería con unas cuantas mesas y sillas en la calle, donde varios hombres con turbante negro y espesa barba oscura observaban lo que ocurría en el mercado. Se pasaban la mañana bebiendo chai de una tetera que había encima de una mesa pequeña y bastante pringosa, y fumaban cigarrillos, que uno liaba mientras otro machacaba el tabaco.
—Mariam, he llegado la primera. ¿Me dejarás que elija yo la canela?
Mariam asintió y le dio unos cuantos afganis a Naseer para que fuera él quien se encargara de pagarlos. Saira cogió unas ramitas de canela para olerlas, se colocó una en el labio superior como si fuera un bigote, luego se puso dos nueces moscada en los ojos y se volvió hacia Mariam.
—Mariam, soy un gato.
—Saira —la riñó Mariam. Aunque no la veía, la niña supo por su tono de voz que estaba seria—, no juegues con eso, solo vamos a llevarnos un poco de canela.
Saira dejó inmediatamente la ramita en su sitio y esperó a que Mariam hicera la compra.
—Niña, lo que cojas te lo llevas —le espetó el tendero pegándole un manotazo—. Aquí no estamos para perder el tiempo.
Naseer le dio un codazo a Saira y esta se cruzó de brazos. Después de comprar dos ramitas de canela, cruzaron hacia la tetería y se metieron en una calle estrecha en cuyas aceras se vendían desde alfombras hasta telas, pasando por sartenes y pulseras de oro. Lo que más le gustaba a Saira, más incluso que todo el oro que se exponía en algunos escaparates, eran las sedas para confeccionar vestidos de novia. Le encantaba imaginar que el día de su boda llevaría un vestido tan bonito como el de su madre. El abuelo le había contado cómo fue la boda de Bahar, cuántas pulseras de oro llevó y cuántos invitados acudieron a ella. Hamid decía con orgullo que para ese día habían sacrificado diez corderos y que compartió con todos los vecinos la boda de su única hija.
Saira contempló el escaparate donde se exponían las telas que tanto le gustaban. Le señalaba a Mariam los colores que más la atraían y hablaba sobre cómo podría ser su vestido de boda.
—¿Qué vestido te gustaría llevar a ti?
Mariam se encogió de hombros. El vestido le traía sin cuidado. Lo único que sabía era que pasaría muy pronto, cuando tuviera la regla y pudiera formalizar la relación con Ramin.
—Aún es pronto para pensar en eso, Saira. Venga, ya hemos perdido mucho tiempo viendo telas. Démonos prisa, todavía tenemos que ayudar a mamá a bordar el mantel.
—Naseer, ¿podemos volver mañana?
—Ya veremos. Depende de la hora a la que salgamos de casa.
Cuando llegaron a la fuente había bastante cola. Naseer se retiró a hablar con un grupo de hombres que fumaban tabaco de liar. Algunas mujeres estaban sentadas en el suelo esperando su turno. Hacía frío y el aliento de Saira era blanquecino. Se frotó las manos para entrar en calor. Buscó con la mirada a alguien que conociera y le señaló a Mariam dos mujeres escondidas bajo lo que parecía una tienda de campaña que hacían con el burka para verse las caras. Su amiga Zahra estaba comprobando cuántas garrafas les quedaban por llenar a las cinco mujeres que había delante de ella.
—Ahí está Zahra con su madre. ¿Nos sentamos con ellas? —Saira dejó sus garrafas y las de su hermana al lado de la fuente para cuando le tocara el turno.
—Sí, mejor con ellas que pasar frío aquí de pie.
—Hola, Zahra. Hoy nos has ganado porque Mariam me ha llevado a ver las telas que tanto me gustan.
—Qué suerte —contestó Zahra—. Esta mañana, mi madre y yo hemos ido a visitar a una mujer que se había caído por las escaleras. Es un poco torpe, siempre le pasa lo mismo.
Mariam tocó la cabeza de la madre de Zahra, la llamó por su nombre y esta le hizo un hueco para que se sentaran junto a ellas. Saira se coló por debajo del burka de Mariam al tiempo que esta lo separaba para unirse al grupo. Dentro de la tienda improvisada hacía un poco más de calor y las mujeres aprovecharon el escondite para compartir la poca comida que tenían, ya que estaba mal visto comer en público. Mariam sacó unas cuantas uvas y pasas que le había dado Ramin.
—¿Tienes uvas? —preguntó Zahra—. Mamá, qué buenas están las uvas.
Mariam las repartió con ellas e Ikram, la madre de Zahra, le dio un poco de pulao[13] con zanahorias y pasas.
Ikram rozaba la treintena, aunque aparentaba más de cuarenta y cinco años. Tenía un aspecto bondadoso, y a Saira le gustaba estar con ella porque no la miraba con desprecio. Ikram era médico, aunque hacía años que no ejercía en un hospital. En ocasiones acudía a casas particulares para asistir a parturientas, porque las mujeres tenían prohibido ser atendidas por hombres.
—Se te ve un poco cansada, Mariam. ¿Pasa algo que deba saber?
Mariam miró a Saira y confió en que esta no dijera nada de lo que ocurría en casa. Nadie sabía que compartía habitación con Ramin.
—No, lo que pasa es que todavía echamos de menos al abuelo.
—¿Cómo está tu madre después de su pérdida?
—Está bien, dentro de lo que cabe. La muerte del abuelo fue una sorpresa —respondió Mariam adelantándose a Saira. Mientras hablaba, trataba de quitarse un hilo inexistente del pantalón—. Todavía le cuesta dormir por las noches.
Saira sabía que había ciertas conversaciones en las que no participaba por ser demasiado pequeña, así que se acercó a Zahra, que solo tenía un año más que ella, para jugar a las tabas y cuchichear.
—¿Cómo se porta Ramin con vosotras? ¿Es un buen hombre? —Aunque Ikram trataba de buscar la mirada de Mariam, esta parecía no levantarla del suelo.
—Ramin cuida de nosotras. Ahora es el hombre de la casa.
—Ya, entiendo. Hace tiempo que no nos vemos —siguió diciendo Ikram, que no perdía detalle de los gestos de Mariam—. Desde la muerte de Hamid.
—Estamos muy ocupadas. —Aunque Ikram era una amiga de toda la vida, Mariam no quería comentarle que Ramin apenas les daba dinero para comer y que Bahar se pasaba el día bordando para sacar unos cuantos afganis—. Ahora estamos bordando un ajuar para la hija de una mujer que tiene mucho dinero y ha oído hablar de la habilidad de mamá. Es una suerte que cada vez se conozcan más nuestros bordados. —Se calló un instante—. ¿Cómo fue el parto de Fátima? He oído que al fin ha tenido un niño.
—El parto fue un poco complicado porque aún no ha cumplido quince años y ya es su segundo hijo. Todavía está guardando cama porque perdió sangre. Ya sabes, al no disponer de las condiciones adecuadas, los partos pueden complicarse. Espero poder atender el tuyo cuando te cases.
Saira dejó de jugar unos momentos para prestar atención a la conversación de su hermana. Se mordió el labio inferior y optó por seguir callada.
—Aún no he menstruado —repuso Mariam bajando de nuevo la vista al suelo y llevándose un mechón de pelo detrás de la oreja—. Mamá está muy preocupada por eso; dice que así es muy difícil encontrar marido.
—Si aún eres una niña. ¿Cuántos años tienes? —preguntó otra mujer que se llamaba Najma—. ¿Once?
Najma se había doctorado en biología molecular por Cambridge, una carrera que a efectos prácticos no tenía ningún sentido en Kabul. Años atrás, cuando los talibanes llegaron al poder, fue de las primeras mujeres que quiso huir, pero la pillaron en la frontera de Pakistán con su marido y sus hijas. A ella la metieron en la cárcel y su familia simplemente desapareció, como tantas otras en Kabul. Najma había salido de la cárcel hacía apenas tres meses y desde entonces vivía en casa de Ikram, pues de la suya solo quedaban dos paredes en pie.
—Ya no soy una niña. Tengo casi catorce años. Los cumplo el mes que viene.
—Ya no me acordaba de los años que tenías. Estás tan poco desarrollada... Y, ahora que lo dices, sí, es un poco extraño —reflexionó Ikram—. Deberías tomar infusiones de ruda. Si luego pasas por casa, te daré unas cuantas hojas. Debes tener cuidado con las dosis porque puedes sufrir diarreas.
—Muchas gracias —respondió Mariam—; iremos a mediodía.
Zahra se levantó cuando una mujer comentó que era su turno.
—Tomad, termináoslo vosotras. —Ikram les ofreció el pulao que tenía en una hoja de papel de estraza—. En casa todavía nos queda un plato para cada una.
Mariam y Saira siguieron sentadas mientras devoraban el arroz. De vez en cuando, Saira miraba a su hermana, esperando que le explicara por qué le había mentido a la madre de Zahra.
—Qué bueno está, ¿verdad, Mariam?
Esta asintió sin replicar y sin levantar la mirada del arroz.
—Mariam, ¿después iremos a casa de Zahra? —Esperó unos segundos antes de añadir—: Zahra me ha dicho que tiene una cosa para mí. Es un salwar kameez[14] que se le ha quedado pequeño. Luego se lo diremos a Naseer.
—Vale —le contestó de forma automática, aunque tenía la mente en otra parte.
—También me ha dicho que me dará un chaleco de lana para ahora que viene el invierno. Ikram y Zahra siempre se han portado muy bien con nosotras.
—Sí, es cierto —dijo levantándose del suelo y quitándose la arena del burka—. Creo que ya nos toca.
—Todavía hay tres mujeres delante de nosotras.
—No importa. No me apetece esperar sentada.
Naseer, Mariam y Saira volvieron a casa por la puerta de atrás, aunque el camino era más largo; cualquier cosa con tal de no encontrarse de nuevo con Jabbar. Caminaron sin hablar, y Saira temía haber dicho algo que hubiera molestado a su hermana. De vez en cuando, Mariam se llevaba las manos al estómago, como reprimiendo una arcada. Una vez que traspasaron la puerta del patio, Mariam se quitó el burka, fue hasta el único ciruelo que todavía daba frutos en ese jardín marchito y se apoyó en el tronco. Entonces comenzó a vomitar, y Saira le sujetó la cabeza para que no se ensuciara el pelo.
—¿Qué te pasa, Mariam? Deja que lleve las garrafas a la cocina. Descansa un poco. Tienes mala cara. Ya te lo ha dicho Ikram. Luego le diremos que te encuentras mal, a ver qué puede darte.
—No es nada —repuso Mariam secándose el sudor de la frente con la manga de la camisa—. Habré comido mucho. Venga, vamos a la cocina a preparar la comida.
—No, mientras tú descansas yo te lavo las zapatillas y luego preparo la comida. Por favor, no te pongas mala.
—No es nada, de verdad. Solo necesito descansar un poco. Cuando termines de lavar las zapatillas iremos a casa de Ikram.
En cuanto entraron en casa, Mariam pudo respirar tranquila. Su madre había limpiado la casa, la había ventilado y ya no olía a Ramin. Cerró todas las ventanas y se sentó en una silla de la cocina. Bahar la miró, aunque no le preguntó nada. Se sentó junto a ella y la cogió de la mano. Las tenía frías, tanto como la mirada.
—Nos hemos encontrado a Zahra y a su madre. También estaba Najma —dijo Saira llenando una jofaina con agua para limpiar las zapatillas de Mariam—. Luego iremos a su casa para que me dé un chaleco y a Mariam unas hierbas que la ayudarán a ser mujer.
Bahar siguió sentada al lado de su hija mayor mientras Saira le contaba que habían pasado por la calle de las telas.
—¡Ah! Casi se me olvida —replicó Saira—. Hemos comprado dos ramitas de canela. ¿Podemos ponerlas ahora en el té? Por favor, hace mucho tiempo que no lo tomamos con canela.
Bahar se levantó para echar otro tronco a la estufa.
—Estás helada —le dijo Bahar a Mariam, retirándole un mechón de pelo de la cara—. Saira, corre al patio y trae un poco más de leña. Tu hermana no se encuentra bien. Cuando vuelvas, puedes ir a casa de Ikram.
—¿Mariam no va a acompañarme?
—Sí, iré contigo —repuso Mariam antes de que su madre pudiera contestar a Saira—, pero deja que descanse un poco. Naseer ha dicho que volvería dentro de un rato para acompañarnos.
Saira regresó del patio con tres leños. Bahar estaba pelando dos berenjenas, las únicas hasta que Ramin le diera dinero. Desde hacía unos días, Bahar intentaba que le diera unos cuantos afganis más para comprar comida, pero Ramin le contestaba que él no tenía la culpa de que ella malgastara su dinero y que tampoco tenía los bolsillos llenos de billetes, como los yanquis.
Cuando su primo llegó, Mariam y Saira se fueron con él a casa de Ikram. Mariam parecía haber recuperado el color de la cara.
—Cuando lleguemos, deja que hable con Ikram, tengo que comentarle una cosa. Tú puedes ir a la habitación de Zahra a jugar un rato.
—Como tú digas, Mariam.
No estuvieron más de una hora en casa de Zahra e Ikram, y sin embargo ambas salieron mucho más tranquilas de lo que habían entrado. Saira llevaba puesto el chaleco que había sido de Zahra; la niña le aseguró a Ikram que no se lo quitaría hasta que llegara el verano. Además, salieron contentas no solo por cómo las trataba Ikram, sino también porque les había dado semillas de sésamo y un poco de yogur que había elaborado con leche de cabra.
—Espero que te abrigue —dijo Ikram.
—Muchas gracias por todo —se despidió Mariam cogiendo dos paquetes, uno para ella y otro para su primo Naseer, que esperaba en la calle—. Mi madre y mi tía te estarán muy agradecidas por todo lo que haces por nosotras.
—Volved cuando queráis. Esta es vuestra casa.
El olor a jazmín del arroz inundaba la cocina. Cuando Mariam y Saira llegaron, Bahar estaba sentada en una silla, bordando las sábanas del ajuar de la hija de un hombre rico. Llevaban casi un mes trabajando en varios juegos de sábanas, tres manteles y ocho juegos de toallas con sus respectivos albornoces. Con el dinero que recibían podían sobrellevar el hambre.
—Mamá, Ikram también nos ha dado un poco de yogur y unas semillas de sésamo.
—Vamos a comer. Mañana tenemos que entregar este trabajo y todavía queda mucho por hacer. —Bahar cogió el tarro que le daba Saira, lo destapó y echó una cucharada en el arroz.
—Ikram ha dicho que era solo para nosotras.
—Saira, Ramin comerá lo que comemos nosotras —replicó Bahar—. Ahora siéntate y come en silencio. Hoy me duele la cabeza.
Saira esperó sentada a que su madre le pusiera un plato de comida. Bahar hizo cuatro partes, aunque no iguales. El plato más grande se lo reservó para Ramin, y, de los otros tres, el más pequeño fue para Saira. Cuando terminaron de comer, Saira se levantó para preparar el té y para lavar los platos en el patio de atrás. Había dos jofainas encima de unas tablas, donde lavaban la ropa y los platos. En cuanto estuvo el té, Saira dejó lo que estaba haciendo y le dio un sorbo. Al regresar a la cocina, Mariam y su madre ya se habían puesto a bordar. El té seguía caliente y dejó que el calor de la taza le calentara las manos.
Durante toda la tarde permanecieron en silencio, salvo por algún versículo del Corán que recitaba Saira:
—¡Bendito sea Aquel que puso en el cielo constelaciones y una lámpara y una luna luminosa!
—Bendito sea —respondía Bahar con la mirada fija en los bordados.
La única que permanecía callada era Mariam. La tarde caía y, a medida que la luz se retiraba, ella iba encogiéndose en la silla. Había comenzado a temblar. El fuego, al igual que la tarde, se había ido apagando.
—Voy a avivar el fuego. Creo que esta noche va a hacer mucho frío —dijo Mariam.
Desde la cocina oyeron el chirrido de los goznes de la puerta metálica del patio. Ramin llegaba arrastrando los pies. Saira miró a Bahar. Por la expresión de su madre, supo que había bebido, aunque estuviera prohibido para los de su religión. Corrió a guardar las sábanas que estaban bordando y se escondió detrás de una puerta.
Antes de abrir la puerta de casa, las tres oyeron cómo se dirigía a Saira:
- Kharami, deja de cacarear y dile a la cuti gori de tu madre que vengo con hambre. —Soltó un eructo—. Las mujeres sois una desgracia para nuestro país. Sois bocas que alimentar y manos que no trabajan.
Bahar le abrió la puerta al tiempo que Mariam le acercaba unas zapatillas. Le preguntó si había tenido un buen día, pero Ramin la apartó de un empujón. Mariam se sujetó al marco de la puerta para no caer al suelo.
—Hoy has llegado más pronto —se excusó Mariam, y corrió a calentar un poco de agua para que hiciera sus abluciones.
Para cuando Ramin se sentó a comer, la mesa estaba lista. Bahar y Mariam se quedaron de pie esperando a que él terminara de cenar. Saira casi nunca veía cómo comía, y pensó que no se perdía nada; era como ver comer a un perro.
Ramin engulló hasta el último grano de arroz y reclamó más comida. Mariam se apresuró a servirle las berenjenas que Bahar había cocinado por la mañana.
—Están frías —dijo él dando un golpe en la mesa.
Giró la cabeza buscando a Bahar y, en cuanto sus miradas se encontraron, se levantó con una mueca de asco, la cogió por la pechera y la zarandeó. Después le agarró una mano y la colocó en la mesa para pegarle un puñetazo. Bahar gimió de dolor. Afortunadamente, Mariam no oyó crujir ningún hueso.
—Por favor, Ramin —le suplicó la chica—, por favor, no le hagas daño. Ya están calientes. Perdóname, ha sido culpa mía —le murmuró con dulzura.
Ramin pareció calmarse.
—Esta mañana he encontrado a alguien que podría comprar a la kharami —comentó él.
Mariam se volvió hacia Ramin, aturdida.
—Me ofrecen una buena cantidad por ella.
—Ramin, todavía no ha cumplido nueve años. ¿Cómo vamos a casarla si todavía no es una mujer?
—¿Crees que somos ricos? Mejor casarla ahora y no esperar a que sea una mujer. No puedo fiarme de las mujeres de esta familia, porque mírate tú. —Le hizo un gesto con la mano que mostraba un profundo desprecio—. Cinco años más comiendo gratis.
—Pero Saira no sabe cómo comportarse con un hombre.
—¿Crees que soy tonto? Es lo último que me faltaba por escuchar en mi casa. —Ramin agarró a Mariam del pelo—. Que soy tonto y que tú eres más lista que yo.
—No, no he dicho eso...
—Las mujeres sois todas iguales. Ya nacéis enseñadas.
Ramin la soltó.
—Podemos esperar un año, solo un año, y te juro que no notaremos que vive con nosotros. No me la quites, por favor.
—Sois como las gallinas, que al menor descuido picotean la mano que les da de comer. —Arrastró la silla, que cayó al suelo, y se tambaleó, pero Mariam lo agarró de la cintura para que no perdiera el equilibrio. Él la apartó y se dirigió a la puerta tras la que estaba escondida Saira. A Ramin le temblaba la mano, y Saira rezaba para que fallara el golpe que iba a propinarle, pero cuando su mano tocó la cara de la niña la tumbó de espaldas—. Pasarás la noche fuera como las gallinas. Y tú, Mariam, cacarea todo lo que te dé la gana, pero no quiero verla en esta casa. Ya sabes, o la vendo o se queda en la calle.
Entonces Ramin abrió la puerta de atrás, la levantó del suelo por el antebrazo y le pegó una patada en el trasero. Saira volvió a caer al suelo y notó el sabor de la tierra húmeda. Bahar le suplicó varias veces que no la hiciera dormir en el patio porque la noche iba a ser muy fría. También le dijo que Saira solo era una niña estúpida que ya había aprendido la lección.
—A mí no me engañas. Esa kharami es igual que tú. Seguro que en cuanto me descuido te paseas con todos los extranjeros que encuentras. ¿Qué te dan ellos que no te dé yo, un hombre de verdad? Dime, mujer, ¿por qué no me diste un hijo, por qué les diste a esas ratas inmundas lo que a mí no pudiste?
Y tras estas palabras Bahar acabó en el patio, al lado de Saira y con el labio partido.
—Ramin, por favor, no podemos echarlas a la calle —rogó otra vez Mariam. Se oyó un golpe fuerte y un grito—. Esta es nuestra casa.
—El hombre de esta casa soy yo, y yo decido qué se hace y qué no. Y que sea la última vez que cuestionas mis decisiones delante de nadie, y menos delante de esa bastarda. Pueden quedarse en el gallinero, pero no quiero volver a verlas dentro de casa. Es más de lo que haría cualquier americani. Da gracias de que muestro misericordia.
—Muchas gracias, Ramin —dijo con un hilo de voz—. Eres muy generoso.
Bahar arrastró a su hija hasta el gallinero. No se estaba tan caliente como en la cocina, pero al menos no pasarían la noche a la intemperie. Una vez dentro, Bahar empezó a recitar una y otra vez:
—No puedo, estoy seca, ellos me lo arrebataron todo.
—¿Quiénes te lo arrebataron todo? —quiso saber Saira.
—Los hombres que entraron en casa me lo quitaron todo...
Al final, Bahar se quedó dormida en los brazos de Saira mientras la pequeña le acariciaba la cabeza. Saira no entendía por qué su madre decía que estaba seca. Habría dado lo que fuera por comprender el mundo de los mayores. Se limpió las lágrimas y se tocó la mejilla. Se le había hinchado tanto que apenas podía abrir el ojo. Se pasó media noche rezando para que Ramin desapareciera de sus vidas y la otra media oyendo la furia de Ramin. No comprendía lo que decía, pero desde luego no estaba dispuesta a que nadie la vendiera.
13. Arroz.
14. Vestido