CAPÍTULO CUATRO
Un grito profundo atravesó el oscuro pasillo. Saira tensó su pequeño cuerpo antes de salir corriendo hacia la cama de Mariam. Se oyeron dos gemidos más y a continuación volvió a reinar el silencio. Laura, una mujer que la acompañaba y Bahar salieron detrás de la niña. En cuanto Saira entró en la habitación, percibió un fuerte olor a lejía. Mariam tenía peor aspecto que cuando la había dejado. Ikram, que estaba colocándole unos paños húmedos en la frente, se dio la vuelta cuando Saira se arrodilló a los pies de la cama de su hermana.
—Mariam, ya estoy aquí. Vas a ponerte buena, han venido a salvarte. —Saira comenzó a hablar tan deprisa que apenas se entendía lo que decía. Temblaba de arriba abajo y procuraba no llorar para no asustarla—. Tienes mejor aspecto, ¿verdad que sí, mamá? —mintió—. Tú no te preocupes por nada.
Laura se presentó a Ikram, quien la puso al corriente del estado de Mariam y le pidió a la mujer que acompañaba a Laura que permaneciera en el pasillo por indicación de Bahar. La doctora española relató brevemente cómo había conocido a Saira, que no se había movido de los pies de la cama.
—Saira, deja descansar a tu hermana —le dijo Bahar, muy seria.
Saira pareció no escuchar a su madre, pues siguió murmurándole a la oreja y acariciando su pelo oscuro.
—Mariam, ya hemos ido al mercado, hemos vendido el ajuar y dentro de un rato iremos a buscar agua a la fuente. ¿Sabes que Alí Abdulá Khan nos ha entregado trescientos afganis más para que te pongas buena? Dice que hablará con Ramin para que te cases con su hijo. Le he dicho que eres muy lista, y no vas a creértelo, también se ha reído...
—Saira, ¿no me has escuchado? —insistió Bahar—. Deja a Mariam en paz. No haces más que incordiar. Hoy te quedarás en casa. No iréis a la fuente.
—Cuando estés buena te diré cómo se reía y cómo se le movía esa barrigota que tiene. Seguro que a ti también te hace gracia. Yo no me he reído porque al principio no quería pagarme lo que mamá había acordado con él y tenía muchas ganas de llorar, pero Naseer se ha mantenido firme. Vas a ser una mujer muy rica y entonces yo podré ir a vivir contigo.
Una vez hechas las presentaciones, Laura tomó la palabra:
—Vamos a echarle otro vistazo y haré todo lo que esté en nuestra mano para curarla.
—Y cuando nos vayamos de esta casa podremos dormir otra vez juntas. ¿Recuerdas que cuando vivía el abuelo contábamos las estrellas antes de dormirnos...?
—Saira, por favor, haz caso a tu madre —intervino Ikram antes de que Bahar perdiera la paciencia con su hija pequeña— y deja que esta chica haga su trabajo.
—Vale —asintió—. Mariam, sonríe un poco, que han venido a verte...
La niña se mordió un labio. Se había dado cuenta de la estupidez que había dicho. Si al menos viera a Mariam sonreír un poco, sabría que estaba mejor. Pero su hermana no se movía, ni siquiera parecía triste ni alegre. Quizás no supiera que ella estaba ahí y que habría dado lo que fuera por estar en su lugar. Saira no quería darse por vencida, lucharía por su hermana; le hablaría hasta que se le acabaran las palabras, hasta que se quedara ronca, hasta que Mariam volviera a ser la de siempre.
Laura tocó el hombro de Saira, quien no quería soltar la mano de su hermana.
—¿Me dejas que la examine? Te prometo que no le haremos daño. —Laura sacó una chocolatina de su maletín y se la entregó a Saira—. Deja que cuidemos de ella como lo hemos hecho contigo. Ahora déjanos trabajar a nosotros.
Saira asintió con la cabeza sin dejar de mirar a Mariam... Todo su mundo se reducía a su hermana. Una niebla comenzó a cubrir su vista; estaba a punto de llorar. Apretó los puños, irritada, para no dar muestras de debilidad e intentó controlar una arcada. Los gemidos de Mariam le dolían en lo más profundo del alma.
—Mariam, voy a sentarme en esa silla. ¿No te molesta, verdad? Estoy aquí, contigo. —Se detuvo a mirarla antes de soltar la mano de su hermana, como si fuera lo más hermoso que había visto en su vida—. Ya verás como te pones buena. Tengo chocolate para ti. Yo lo he probado y está muy bueno. A ti también te gustará. Cuando te cases con Aziz podrás comer todo lo que quieras.
Saira se sentó en un rincón. Era tanta la tensión que soportaba que la chocolatina que sostenía en la mano se partió en varios trozos. Temía que de un momento a otro su hermana desapareciera, como ocurrió con su abuelo. No podía comerse la chocolatina, no delante de su hermana. Le parecía de mal gusto hacerlo y que Mariam no pudiera disfrutar de ese pequeño placer. Pero, en cuanto su hermana se recuperara, volverían a reír como antes, siempre muy bajito, para que nadie se enterara de sus pequeños secretos. Tenía tantas cosas que contarle que precisamente ahora, de golpe, se acordaba de todas ellas. ¿Le había dicho alguna vez cuánto la quería? Quizás sí, o quizás no. No lo recordaba. Lo cierto era que la quería tanto que habría dado la vida por ella. Cada día la quería más, si es que eso era posible. ¿Cuántas veces le había dicho Mariam que una de las cosas que más le gustaba era estar en la cama y no levantarse hasta pasadas las diez de la mañana? Y no era porque Mariam fuera una holgazana, pues normalmente se levantaba después que su madre, con las primeras luces del alba, pero alguna que otra vez, cuando vivía el abuelo, se permitía ese pequeño lujo. Ahora parecía que no iba a despertarse, como en aquel cuento que le contó una vez su abuelo, La Bella Durmiente, creía recordar.
—Ella se despertará, no es la Bella Durmiente. ¿Verdad que se despertará? —Hizo la pregunta al aire, pero Laura le respondió.
—Haré todo lo que esté en mi mano para que vuelvas a tenerla a tu lado.
—Por favor, no le haga daño —murmuró Saira una, dos y hasta tres veces cuando Laura pasó su mano por la frente de Mariam.
Laura levantó una capa de mantas en las que Mariam parecía haberse perdido. Tenía el cuerpo menudo como Saira, y la fiebre alta estaba consumiéndola. Saira se sorprendió al comprobar cuánto había cambiado su hermana en las cuatro horas que ella había estado fuera. No la recordaba tan delgada ni tan pequeña. Mariam se estremeció cuando sintió que unas manos volvían a posarse en su cuerpo. Abrió los párpados, se incorporó apenas y dio un manotazo al aire. Sus ojos negros, antes dos estrellas luminosas, parecían ahora dos pozos sin vida, y sus labios sin color esbozaban una mueca dolorosa. Su mirada, vidriosa, había alcanzado un punto de locura que asustó incluso a Laura.
—Saira, no dejes que nadie me vea —musitó con un hilo de voz—. Quieren hacerme daño.
—Por favor, Mariam —dijo Saira en inglés—, deja que te vea. Ella puede curarte; me lo ha prometido, pero tienes que dejar que te vea.
—¿Desde cuándo está así? —quiso saber Laura—. Para llegar a este estado ha tenido que pasar muchas horas con fiebre alta.
—Anoche parecía tener alguna molestia, pero no le dio importancia, y hasta esta mañana no nos hemos percatado de la gravedad del asunto —respondió Bahar.
—Y delira. Lleva así toda la mañana —comentó Ikram.
Laura volvió a tumbar a Mariam en la cama.
—Tranquila, Mariam, no pasa nada —le dijo Laura con voz suave.
—Eso es, Mariam, estás haciéndolo muy bien —afirmó Bahar—. Confía en esta señorita. Ella va a ayudarnos.
Mientras Bahar hablaba con su hija y trataba de tranquilizarla como solo una madre podría hacerlo, Laura seguía inspeccionando a Mariam.
—Cariño, estamos aquí. Todo va a salir bien.
Entonces volvió a rezar pidiendo que no se muriera en ese instante.
—¿Tenía ese hematoma esta mañana? —Laura señalaba la parte izquierda del costado. Levantó la vista y se volvió hacia las mujeres, que permanecían abrazadas. Hizo la pregunta más seria de lo que Ikram y Bahar hubieran deseado.
Ikram abrió los ojos e inspeccionó a su vez el costado de Mariam. Esa mañana solo le había levantado ligeramente el camisón por la parte derecha. Se maldijo mentalmente por no haber descubierto por completo su abdomen. Ahora entendía lo que realmente le ocurría a Mariam. Se mojó los labios, tragó saliva y miró a Laura.
—Es más grave de lo que pensábamos. Voy a llamar a una unidad para que la operen enseguida en nuestra base militar.
—No podemos perder tiempo —dijo Ikram.
—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Bahar.
—No creo que sea una peritonitis. Posiblemente tenga una hemorragia interna y el bazo esté dañado —explicó Laura a Bahar, quien bajó la cabeza sin saber qué responder—. No se preocupe. Vamos a necesitar mucha sangre. ¿Sabe de qué grupo sanguíneo es su hija?
—Mis dos hijas son cero negativo. En su día, Ikram les hizo análisis para saberlo.
—Pues rece para que dispongamos de sangre suficiente. En los tiempos que corren es muy difícil encontrarla.
—¿Y usted cree que si rezo Alá me ayudará más de lo que lo ha hecho hasta ahora? —soltó Bahar con ironía—. Peor no nos puede ir. Hace tiempo que parece haberse olvidado de esta familia.
—Haga usted lo que quiera, señora —respondió Laura—. Yo me limitaré a poner todas nuestras instalaciones a su disposición.
—Y no sabe hasta qué punto se lo agradezco, Laura —contestó Bahar—. Ahora es más fácil creer en ustedes.
—Entonces yo rezaré por vosotras —dijo Ikram—. Ningún miembro de mi familia puede donar sangre y Mariam va a necesitar mucha.
—¿Se ha golpeado con algo? —Laura cambió de tema—. El impacto en el costado izquierdo es muy fuerte y es lo que le debe de haber causado la hemorragia.
—Sí, ayer se golpeó con la mesa de la cocina —mintió Bahar. Recordó entonces el golpe que oyó cuando Ramin las sacó al patio.
No había que ser muy lista para saber que ellas eran mujeres maltratadas, se dijo Bahar. ¿O es que en su país no ocurrían esas cosas? Inshallah fuera así. La oscuridad se había instalado en su día a día; era algo tan seguro como que el sol salía todas las mañanas. La vida estaba pasando por delante de sus ojos y ellas se marchitaban sin poder remediarlo. ¿Y ahora qué les quedaba? Soportar lo que les había tocado. Y sí, era duro, pero su vida era así; la muerte podía ser un descanso, pues era mucho más duro mantenerse viva. Y si luchaba día a día era por Mariam e, incluso, aunque le costara reconocerlo, por Saira.
Tras el examen, Mariam pareció recuperar un poco de tranquilidad. Su tez había adquirido el aspecto de una muñeca de porcelana. Tan quieta y tan calmada estaba que Saira volvió a respirar con calma. Se mojó los labios y relajó la mano en la que llevaba la chocolatina.
—¿Ves, Mariam? No me la he comido. Es para ti. Te aseguro que está buenísima. Es lo más bueno que he probado en mi vida. Está más bueno que el cordero.
Laura sacó un walkie con el que comenzó a hablar. Gritaba y hablaba con seguridad y aplomo, como lo haría cualquier hombre afgano, o como lo hubiera hecho cualquier mujer antes de la llegada de los talibanes al poder. Asentía con la cabeza y hacía aspavientos con la mano libre, pero, hasta que colgó, Saira no la vio sonreír. Entonces intuyó que tenía buenas noticias.
—En menos de diez minutos habrá un coche en la puerta de su casa y la trasladaremos a la base militar, donde habrá un equipo médico preparado para operarla.
—¿Has oído, Bahar? —dijo Ikram—. La operarán en un quirófano que reúne todas las condiciones. Mariam va a recuperarse, estoy segura. Alá es misericordioso.
Saira se había acercado por detrás a su madre y se había abrazado a ella sin darse cuenta.
—Laura tiene que mandar mucho, ¿verdad que sí, mamá? Nadie le dice lo que tiene que hacer. Inshallah también pudiéramos mandar tanto como ella, así Ramin nunca diría que quiere venderme.
El comentario de Saira, en inglés, no pasó desapercibido ni para Laura ni para Ikram. Ambas mujeres abrieron los ojos con preocupación.
—Saira, por favor, no digas tonterías. Sabes que lo dijo en broma... —contestó Bahar en farsi y trató de quitarle importancia delante de Ikram con una media sonrisa.
—¿Ramin quiere venderla? —la interrumpió Ikram, llevándola a un rincón, y siguió hablando por lo bajo y en farsi para que ni Saira, ni Laura, ni la otra mujer se enteraran de lo que decían—. No es más que una niña y sabes que está marcada. ¿Quién va a quererla? Quizás si Ramin hablara con Alí Abdulá Khan, pueda tener una oportunidad. Podría trabajar sirviendo en esa casa; sería lo mejor que podría ocurrirle. Deja que Hassan hable con Ramin.
—No hay que darle importancia —respondió Bahar en un tono más alto para que lo escuchara Saira—. Por ahora Saira se quedará en casa con nosotras.
—Sí, Mariam me lo ha dicho esta mañana —aclaró Saira con una sonrisa.
Laura simulaba que no había oído el comentario de Saira, pero de vez en cuando cruzaba alguna mirada con Elena, la otra mujer, quien no se había movido todavía de donde estaba.
Laura necesitaba despejarse y salió al jardín. Se ahogaba entre aquellas cuatro paredes. Sin duda, Mariam había sufrido una paliza, que le había causado la hemorragia, y en cuanto a la pequeña... estaba segura de que ese Ramin quería venderla.
—¿Te apetece un cigarrillo? —le preguntó Manuel cuando se sentó a su lado.
—Estoy dejándolo, así que no me tientes.
—Yo todavía no me lo he planteado. Si no me mata una bala perdida, no creo que esto lo haga.
—Esto tiene que saberlo el mundo —murmuró Laura apretando los dientes—. Es un crimen que se obligue a niñas de nueve y diez años a casarse con hombres que podrían ser sus abuelos. Esta mierda tiene un nombre, y tú y yo lo sabemos. Y no me digas que es parte de su cultura porque no me lo creo.
—Yo solo pongo en papel lo que observo —contestó Manuel—. No me pagan por implicarme en estos conflictos, y lo sabes. Podría volverme loco. Vosotros os iréis en unos meses y otros vendrán a sustituiros, mientras que yo seguiré aquí.
—Solo digo que tus jefazos no pueden felicitarte por cada foto terrible que les muestras y luego dormir como si tal cosa. Saben que la noticia de una niña que ha sido mutilada cuando trataba de escaparse de su marido vende más ejemplares que la de dos tribus que han sellado un acuerdo de paz. Eso se llama hipocresía.
—No me vengas con lecciones de moralidad, Laura. Yo no justifico lo que se les hace a las mujeres, ni aquí ni en otros países. ¿Crees que estoy a favor del burka, de la ablación o de la pederastia? Y tampoco justifico la falta de libertad de expresión del pueblo afgano; pero, dime, si no fuera por nosotros, ¿quién daría a conocer esta situación? ¿Crees que somos inmunes a la matanza que ha habido esta mañana? Hace unos meses, un compañero nuestro murió en Irak, y ¿qué hizo el gobierno? Nada, no hizo absolutamente nada. Contentar a sus amiguitos norteamericanos y aceptar la versión que se les había proporcionado desde arriba.
—Estamos aquí para ayudarlos a recuperar sus derechos. —Laura soltó un largo suspiro hastiado, aunque en realidad no le faltaba razón a Manuel—. Esto es una misión de paz.
—Ya, esa es la versión que dais, pero sabes que esto es una guerra. Además, ¿en qué condiciones siguen estando las mujeres? ¿Ha cambiado algo desde que los talibanes se marcharon? Son muchos los que no se atreven a denunciarlos por miedo, y otros muchos se hacen pasar por amigos nuestros para luego darnos la patada en el culo. Las mujeres todavía no pueden ir a un hospital a que se las atienda.
Al poco llegó Elena, la otra mujer, que aceptó de buena gana el cigarrillo que le ofreció Manuel.
—No deberías haberle hecho esa pregunta a Bahar sobre su hija —le dijo Elena a Laura exhalando el humo por la boca—. La has ofendido.
—Siento si en algún momento soy un poco brusca, pero a veces se me olvida que no estoy en España y que estas cosas no se pueden denunciar. No comprendo este país.
—Yo tampoco. —Elena se encogió de hombros.
Laura se metió las manos en los bolsillos del pantalón, aunque, de haber podido, se habría escondido dentro de un armario, como cuando era pequeña y no le gustaba lo que veía a su alrededor. Ella y su familia también sufrieron maltratos por parte de su padre, y si ahora estaba en Kabul era porque creía que podía aportar algo. Desde luego, haría todo lo que estuviera en su mano para que aquellas dos niñas no fueran maltratadas. Se había convertido en una cuestión personal.
—Os recomiendo que os protejáis con una piel de elefante cuando estéis en misiones de paz y que os la quitéis cuando estéis acostadas en vuestras camas y bien lejos de los problemas —les aconsejó Manuel. Se había encendido otro cigarro. Ya no fumaba por placer, fumaba para mantener las manos ocupadas—. Es la única manera de soportar esta locura. Aquí hay un refrán que dice: «No pares el burro, que no es tuyo». O sea, métete en tus asuntos.
—Eso es imposible para nosotros, no podemos mirar para otro lado. Supongo que estamos aquí para cambiar ciertas cosas. —Laura se irguió de nuevo—. Vamos, para aportar ideas de cómo se ha de reconstruir el país.
—¡Tú y Elena estáis aquí por lo mismo que yo, Laura! —exclamó Manuel—. Necesitamos creer que vamos a cambiar el mundo. Si no somos capaces de resolver nuestros conflictos en España, ¿cómo vamos a hacerlo en un país que no comprendemos?
—Tenemos que hacerlo, Manuel. Vamos a cambiarlo.
—O por lo menos vamos a ayudar a esta familia —replicó Elena.
—No está mal empezar por una pequeña parte del mundo —repuso Laura.
Manuel sonrió. A pesar de ser tan diferentes, le gustaba hablar con Laura.
—¿Sabéis qué? —dijo de repente Manuel—. Espero que dentro de unos años podamos decir que la situación ha cambiado y que nosotros estuvimos aquí para ayudarlos.
—¿Esto es una apuesta? Porque estoy segura de que será así —respondió Laura.
—Podríamos fijar una fecha dentro de unos años y ver entonces qué hemos logrado, pero ya te digo que va a ser muy difícil. —Manuel chasqueó los labios—. Y eso que hoy me habéis pillado optimista.
—Entonces no quiero saber qué dirías si estuvieras pesimista. —Laura trató de encontrarle gracia al asunto, pero solo pudo soltar un suspiro.
—Mejor no quieras saberlo, es parte de mi encanto. ¿Será por eso por lo que ninguna mujer me soporta?
Laura le dio un pequeño empujón y después sacó una libreta del bolsillo de su chaqueta para apuntar una fecha y un lugar.
—Tú eliges la fecha y nosotras ponemos el lugar —comentó Laura—. No nos fiamos de dejarlo en tus manos. —Hubo una mirada cómplice entre ella y Elena—. Podrías citarnos en cualquier parte del mundo... ¡Quién sabe si en un futuro no estarás en Corea del Norte haciendo no sé qué!
Manuel asintió con una sonrisa traviesa.
—Me parece bien quedar en Valencia. Mi madre os estará agradecida. Hace casi un año que le debo una visita a mi familia.
—Quizás deberías quitarte de vez en cuando esa piel de elefante —comentó Elena.
—¿No os lo había dicho? Regreso a casa en tres semanas. Yo soy como los turrones: vuelvo a casa por Navidad.
Entonces, sin previo aviso, los tres se pusieron a cantar la melodía del anuncio que se repetía año tras año en la tele y que recordaba a los espectadores que ciertas cosas no cambian. El anuncio seguía funcionando como el primer día que se emitió. Al terminar de cantar se abstuvieron de reír, aunque Laura y Manuel buscaron un pequeño contacto físico entrecruzando sus manos, y así permanecieron durante un buen rato.
—Es la primera Navidad que paso lejos de casa —musitó Laura con la mirada perdida—. Todavía no me he hecho a la idea. En cuanto regrese, me casaré con mi novio. Mi madre dice que solo me falta el microondas para poder entrar a vivir en nuestra casa.
—Tu novio tiene suerte de estar contigo —contestó Manuel.
Laura no respondió, pero siguió cogida de su mano. Necesitaba tanto un abrazo que ese pequeño gesto suponía un alivio.
En cuanto llegó la unidad militar, Laura volvió a tomar el mando y se recompuso como pudo. Mariam fue trasladada en camilla hasta un vehículo encubierto para que llamara menos la atención. El coche llevaba en las puertas delanteras el escudo de la embajada española. El atentado de la mañana los había puesto sobre aviso de que posiblemente hubiera más de un ataque. No era fácil moverse por las calles de Kabul. Antes de salir sabían qué rutas tomarían para no encontrarse con sorpresas desagradables.
Bahar y Saira no quisieron quedarse en casa; no dejarían a Mariam en manos de unos desconocidos. Naseer, que había llegado hacía unos minutos, después de haber estado buscando a Saira por todo Kabul, volvió a su casa, aún conmocionado por todo lo sucedido. Ikram se quedó en la cocina esperando a que su marido fuera a recogerla. También sería ella la encargada de avisar a Ramin de que Mariam iba a ser operada en la base militar española.
—Va a ser un viaje un poco largo —le explicó Laura a Bahar—. Sé que no son las mejores condiciones para que viaje su hija, pero no tenemos otra manera de hacerlo. La situación es bastante complicada. Su hija está perdiendo sangre a causa del golpe y necesita una transfusión.
—Dígame qué puedo hacer por ella. Estoy en sus manos.
—Lo que voy a plantearle es muy delicado —continuó Laura. Le daba apuro exponerle el tema a Bahar—. Pero, por favor, no quiero que crea que no he pensado en ello. Por lo que he entendido, la única persona con el mismo grupo sanguíneo que Mariam es Saira...
—¿Adónde quiere llegar? —concluyó Bahar sin un atisbo de amabilidad por su parte—. Déjese de dar vueltas y dígame qué es lo que necesita.
—Necesito la sangre de Saira. Solo le sacaríamos unos doscientos cincuenta centímetros cúbicos. Es muy pequeña y está muy delgada. En cuanto lleguemos a la base, tendremos a cuatro voluntarias que donarán toda la sangre que necesite Mariam.
—Haga lo que tenga que hacer.
—Me alegro de que lo haya entendido. —Laura le agradeció las palabras con una sonrisa. En cierta manera le daba un poco de miedo tocar a Bahar, porque no estaba segura de que tras esa máscara fría e imperturbable no hubiera una mujer frágil que se derrumbaría al más mínimo contacto—. De este modo ganaremos un poco de tiempo para Mariam.
Laura preparó todo lo necesario para sacarle sangre a Saira. Con palabras suaves le abrió una vía en el brazo, le recomendó que no mirara y le prometió que, en cuanto terminara, tendría un gran premio.
—¿Qué es lo que más te gusta comer? —le preguntó Laura a Saira.
—El qorma nadroo que hace mi madre. Es un guiso de cordero que está muy bueno.
—Pues es posible que esta noche, si a tu madre no le importa, pueda prepararnos ese plato tan rico que te gusta tanto.
Bahar asintió con la cabeza. Al menos, estar en la cocina la alejaría de los malos pensamientos: si Mariam sobreviviría o si era mala madre porque ni siquiera podía donarle su sangre o... ¿Para qué servía ella, entonces? Su vida no era como había soñado, desde luego. Su hija, a quien había dado la vida y lo único que le quedaba de su marido muerto, no la necesitaba. Era Saira, en cambio, quien podía hacer algo por salvarla. No quería reconocerlo, pero de repente sintió unos celos increíbles de su hija pequeña. No sabía si estaba bien o si estaba mal reconocerlo, aunque, por mucho que lo negara, no podía evitarlo. Decidió mirar para otro lado y esconder el rostro entre las manos para que nadie la viera llorar. Y lloró en silencio, como solía hacer cuando se acostaba todas las noches en la cama junto a Saira.
La transfusión duró poco más de veinte minutos.
—Lo has hecho muy bien, Saira. Eres muy valiente —dijo Laura sacando una botella de suero. La abrió y se la dio para que bebiera—. Ahora tienes que beber muy despacio y procurar no moverte. ¿Quieres que te cuente un secreto? —Saira asintió con la cabeza—. Hay hombres que se ponen a llorar cuando sienten una aguja, y tú en cambio no te has quejado.
—¿Lo has oído, Mariam? Me ha dicho que soy valiente. No he llorado, aunque me ha hecho un poco de daño.
Saira había decidido no dejar de hablarle, como tampoco dejaba de acariciar su rostro. Por nada del mundo quería que su hermana se sintiera sola. Era la primera vez que viajaban en coche. Siempre habían imaginado que cuando lo hicieran sería por una ocasión muy especial, como una boda o marcharse de Kabul. Y la ocasión era especial, pero también muy triste. Lo peor de todo era que Mariam no se daba cuenta de nada. Y mientras iban pasando por las calles, Saira le comentaba qué ocurría en ellas. «Mira, Mariam, en el mercado están vendiendo naranjas. Alí Abdulá Khan me ha dado unas cuantas para ti. En cuanto abras los ojos te pelo una, ¿vale?» Se llevó una mano al bolsillo para comprobar que la naranja que había salvado de la explosión seguía ahí. «Y allí hay un grupo de mujeres ricas que acaban de bajar de un coche. Deben de tener mucho dinero porque creo que el coche lleva una especie de estrella en la parte de delante. Y, ¿sabes una cosa?, los hombres ricos también regatean. No deben de tener tanto dinero, porque entonces no regatearían con el vendedor.»
Saira siguió hablando con Mariam y comentándole todo lo que le parecía interesante, desde el tráfico caótico que tenían que sortear hasta un vendedor que asaba carne en plena calle, o el niño limpiabotas que se esmeraba en sacarle brillo al calzado de un hombre vestido con un traje gris, o los policías que fusil en mano paraban a los coches que parecían sospechosos.
Estaban llegando a las inmediaciones del aeropuerto de Kabul, donde se encontraba la base militar española. Al fondo se veían las primeras nieves en la montaña Washir Akbar Khan. Antes de entrar en la base, oyeron un avión sobrevolar el cielo. Iba a tomar tierra en la pista y el ruido se confundía con la voz de una mujer que decía: «No salgan del edificio, hemos sido atacados. Estamos en máxima alerta».
Nada más traspasar dos alambradas y la puerta de la base, Saira contó hasta seis edificios. A Mariam la llevaron a una construcción pequeña, donde había tres hombres y una mujer esperándolas.
No hubo tiempo para las presentaciones. Enseguida Mariam se perdió en el interior del edificio. A Saira y a Bahar las llevaron a un pabellón grande donde había más de cincuenta mesas alargadas y preparadas para que la tropa comiera. Se sentaron en un rincón esperando tener muy pronto noticias de Mariam. Poco a poco fueron llegando los soldados, que cogían unas bandejas que estaban colocadas en unas estanterías e iban pasando por un pasillo donde se les servía el menú del día. Cuando ya tenían en la bandeja todo lo que iban a comer, ocupaban los bancos que había junto a las mesas. El ambiente estaba un poco tenso; apenas se hablaba en el comedor. El atentado de la mañana les había afectado mucho y no se gastaban las típicas bromas de todos los días.
Al cabo de un rato llegaron dos hombres y una mujer que se presentaron a Bahar y a Saira.
—Bienvenidas a esta base militar. Usted debe de ser la señora Bahar Achakzai y esta niña es Saira, que milagrosamente se ha salvado del atentado que ha habido esta mañana. —Bahar se permitió sonreír. Hacía tanto tiempo que no la trataban con tanto respeto que había olvidado cómo era esa sensación—. Soy el general de brigada José Manuel Layunta y este es mi ayudante de campo, el comandante Francisco Abellán. Les presento también a la teniente Maite Alonso, que atenderá todas sus necesidades. —Se explicaba con tranquilidad y muy despacio—. La coronel Laura Grau nos ha informado de la grave situación en la que se encuentra su hija. Sepa que es una situación excepcional, pero nuestra obligación es facilitarles, en la medida de lo posible, todos nuestros medios. Su hija está en buenas manos; la doctora Grau es una excelente médico. Va a ser una operación complicada y larga, así que les recomiendo que se acomoden como si estuvieran en su casa. No creo que sepamos nada hasta esta noche. Sentimos que el ambiente no sea más distendido, pero comprenda que esta mañana las tropas inglesas han sufrido un atentado y supongo que ustedes tampoco están para bromas. —Se permitió unos segundos de silencio antes de seguir hablando—. Y, por favor, en este campamento las mujeres no utilizan burka.
Saira lo escuchaba con la boca abierta. Nunca había conocido a un hombre tan alto y con unas manos tan grandes como las de ese general de brigada. Era calvo, llevaba un gran bigote, que de vez en cuando se atusaba, y sus ojos parecían mirar más allá del burka de Bahar. Pero lo que más le llamaba la atención era la voz profunda y cavernosa que parecía surgir de su garganta. Si Saira hubiera creído en los gigantes, no habría tenido ninguna duda de que José Manuel Layunta era uno.
—Muchísimas gracias. —Bahar se levantó la túnica que ocultaba su cuerpo—. No sabe cómo se lo agradezco. Es usted una buena persona. Ella... —rectificó enseguida—, mis dos hijas son todo cuanto me queda.
—Si lo desea, podemos avisar a su marido... —siguió hablando el general de brigada.
—No tengo marido —lo interrumpió Bahar—. Ramin se ocupa de nosotras ahora, pero gracias por su ofrecimiento. Mi amiga Ikram se ha encargado de hacerle saber dónde nos encontramos.
—Teniente Alonso, ocúpese de que esta señora y su hija estén bien atendidas.
—A la orden de vuecencia, mi general. —Maite se cuadró inmediatamente y lo saludó llevándose la mano derecha a la sien.
Saira lo vio alejarse con pasos cadenciosos. Caminaba de la misma manera que hablaba, con elegancia y tranquilidad. Al igual que hicieron muchos soldados, tanto José Manuel Layunta como su ayudante, Francisco Abellán, se dirigieron hacia las estanterías donde se encontraban las bandejas para la comida. Según supieron después, el general de brigada no solía comer allí, pero ese día había hecho una excepción, pues tenía que dar muestras de absoluta normalidad por el atentado de la mañana.
—Supongo que no habrán comido —dijo la teniente Maite Alonso cuando su superior se hubo marchado—. Hoy tenemos de primer plato paella valenciana y de segundo tortilla de patatas con croquetas de pollo. Si lo desean, puedo ponerles una bandeja. —Bahar iba a rechazar el ofrecimiento cuando vio cómo a Saira se le iban los ojos detrás de la comida que había en las bandejas. Al igual que su hija, ella también salivó y se mojó los labios—. Me consta que a su hija pequeña acaban de sacarle sangre y necesita reponer líquidos y comida.
—No quisiéramos abusar mucho más de su hospitalidad.
—Por favor, ¿no sabe usted que en esta base los cocineros son vascos y valencianos? ¡Siempre sobra comida! —exclamó Maite—. Vengan, siéntense a esta mesa y enseguida las atenderemos. Comeremos juntas, si no les importa.
Maite pidió la ayuda de un chico joven, que se cuadró delante de ella, y enseguida dio órdenes de que llenaran dos bandejas con un poco de comida para las dos mujeres.
—A la orden de su usía, mi teniente —dijo el cabo.
A Saira le hizo gracia que un chico joven se cuadrara delante de Maite, como también lo hacían delante de Laura. Pero, mientras que Laura parecía tener unos treinta años, Maite tenía la cara aniñada. Su piel era cetrina y los ojos, oscuros y saltones. Llevaba el pelo recogido en un moño y, salvo una raya en los párpados, no lucía ningún adorno, ni siquiera unos pendientes como los que llevaba Laura. Otra cosa que le chocó de Maite es que tuviera la voz ronca, pues no se correspondía con su aspecto de niña.
—Vengan, vamos a sentarnos —sugirió Maite—. Aquí, al lado de la salida de aire caliente, estaremos bien. Deben de estar agotadas.
Saira se sentó después de que lo hicieran su madre y la teniente Maite Alonso. Seguía con la mirada la comida que el chico iba colocando en las bandejas. Llenó asimismo unos vasos con un líquido anaranjado y otros dos vasos con agua limpia, y no turbia como la que recogían en la fuente. Las tripas le rugían, y por unos instantes se había olvidado de su hermana.
En el comedor apenas se oía un rumor, pero poco a poco la tropa fue elevando el tono de voz y hasta se produjeron algunas conversaciones más o menos animadas. La teniente se interesó por la vida de Bahar y de Saira. Les hacía preguntas, aunque procuraba que no fueran muy comprometidas para que no pudieran ofenderlas. En ningún momento preguntó por el golpe en la cara de Saira, ni cómo se había golpeado Mariam en el costado.
En cuanto llegaron las bandejas, empezaron a comer. Algunos señalaban la mesa a la que Saira y Bahar estaban sentadas. La pequeña era la que más llamaba la atención. La gente murmuraba quién podría ser el padre. Afortunadamente, ni la niña ni su madre entendieron de qué estaban hablando, aunque a Bahar no se le escapó que las miradas se dirigían hacia su mesa.
Maite les explicó qué era lo que comían.
—A este arroz lo llamamos paella...
- Paela... —repitió Saira, aunque lo dijo dos veces más hasta que surgió la palabra correcta—: Paella.
—Eso es, paella —asintió Maite a Saira, que parecía más receptiva que su madre a la hora de comunicarse—. Más de la mitad de la tropa viene de la base de Bétera, que está en Valencia. Un día a la semana nos gusta comerla. Me han comentado que has sido muy valiente y que esta noche tu madre va a ayudarnos a hacer la cena, siempre que no sea una molestia.
—Mamá, por favor, haz qorma nadroo. Cuando Mariam se despierte se pondrá muy contenta. A mi hermana y a mí nos gusta mucho.
Bahar asintió, aunque sin saber muy bien qué estaba aceptando.
—Me alegro de que podamos entendernos en inglés —siguió diciendo Maite—. Hemos llegado hace poco y todavía estamos perdidos con el farsi. Menos mal que tenemos unos buenos traductores. —Maite señaló a dos chicos jóvenes con gesto serio que estaban sentados a una mesa, al lado de tres soldados—. Hoy están con nosotros Emad y Fadil. En cuanto terminemos de comer os los presentaré. Son muy atentos con nosotros.
Bahar se guardó el comentario, pero estaba segura, y más conociendo a sus compatriotas, de que eran amables porque se les proporcionaba un plato de comida todos los días, además de un sueldo. Intuía que, tras la mirada de asco que habían puesto al señalar su mesa, había un profundo desprecio hacia Saira.
—Lo que más me ha gustado es esto —soltó de sopetón Saira, comiendo a dos carrillos y dando un sorbo grande del líquido anaranjado.
—Esto es tortilla de patatas y lo que bebes es refresco de naranja. ¿Quieres más? —Saira movió la cabeza de arriba abajo—. Parece que tienes un saco sin fondo.
—Deberías parar ya, Saira. A ver si te vas a poner mala —comentó Bahar.
—No, mamá, no puedo ponerme mala si todo está tan rico.
—Deberías hacer caso a tu madre, Saira —le dijo Maite con voz ronca—. Si te apetece, esta noche también puedes comer tortilla de patatas. Haz un poco de sitio para el postre. Hoy tenemos pudin, y te aseguro que está muy bueno.
—Ya —Saira se encogió de hombros—, pero Laura me ha dicho que podía comer todo lo que quisiera, que he sido muy valiente y que no me preocupara de nada. Siento comérmelo todo y dejaros sin comida.
Maite acarició el rostro de la niña y se guardó de soltar una carcajada.
—Saira, eres encantadora. ¿Crees que vas a dejarnos sin comida? Si tienes hambre, puedes comer lo que te apetezca.
Saira no contestó, pero su mirada lo dijo todo.
—Está bien, te traeré un trozo más de tortilla; pero, por si no lo sabías, también solemos merendar. Y nosotros no somos como los ingleses, que paran a las cinco de la tarde para tomarse solo un té con leche con una pastita.
A Bahar le hizo gracia el comentario, pues, gracias a los años que había estudiado en un internado inglés, sabía de buena mano que los ingleses tomaban té con cualquier excusa. A Saira, en cambio, le sorprendió que se comiera tantas veces al día. Cada vez le gustaba más estar con esos militares que se preocupaban por ella, por su madre, pero sobre todo por su hermana. Al recordarla soltó un suspiro y apartó la bandeja.
—Mamá tiene razón, no debería comer más. Voy a dejarle un poco a Mariam. Hoy solo ha comido un yogur y debe de tener mucha hambre. ¿Me dejaréis llevarle un trozo de tortilla?
—¿Sabes lo que podríamos hacer? —Saira se encogió de hombros nuevamente—. Voy a llevarte a la sala donde vemos la tele y jugamos. Tenemos una antena parabólica que coge más de doscientos cincuenta canales. Hay algunos dibujos animados que podrían gustarte.
—¿Dibujos animados? —repitió Saira.
—Vamos a pedir que nos lleven el postre a esa sala y te enseño qué son los dibujos animados.
—Mamá, ¿podemos irnos con Maite? Por favor, mamá. Te prometo que voy a portarme bien y no voy a decir una palabra.
—No comprendo cómo puedes pensar en ver la televisión cuando tu hermana está muy enferma. —Bahar habló con tanta dureza que Saira bajó la vista al suelo, avergonzada.
—Mamá, no volveré a hablar más. Me sentaré aquí contigo y te haré compañía. —Agarró las manos frías de su madre para besárselas, pero Bahar la rechazó.
—Saira, para de hacer el tonto. ¿No entiendes que tienes que callarte de una vez? A nadie le interesa saber qué vas a hacer. Nos quedaremos aquí sentadas.
—Por favor, discúlpeme a mí. —Maite tampoco se tomó la molestia de suavizar sus palabras. No había entendido las últimas frases, pero el tono que Bahar había utilizado con Saira no le había gustado nada—. Solo pretendía que estuvieran un poco distraídas. La tarde va a ser larga y, sintiéndolo mucho, nosotras no podemos hacer nada por su otra hija.
—Usted haga lo que tenga que hacer. Nosotras no queremos ocasionar más molestias. Le agradezco de corazón todo lo que están haciendo por mi hija; pero, por favor, déjenos descansar aquí. Estamos muy bien atendidas.
Tras estas palabras, Bahar colocó las manos encima de la mesa, entrecruzándolas, y se dejó llevar por su eterno mutismo, ese muro que nadie podía traspasar. Saira hizo un mohín cuando Maite se levantó para recoger las bandejas.
El comedor comenzó a despejarse, aunque Maite seguía por allí por si Bahar y Saira necesitaban algo. Cuando la niña terminó de contar las mesas que había en la sala, siguió con los bancos, y después con las migas que había a su alrededor. Procuraba hacerlo en silencio para no molestar a su madre, pero de vez en cuando hablaba en voz alta para no perder la cuenta.
—¿Quieres parar de contar? Estás poniéndome nerviosa —dijo, pegándole un manotazo en el brazo.
Saira asintió sin decir nada. Entonces reparó en que sus mejillas estaban rojas, y no por el calor que hacía en la sala, sino porque se avergonzaba de ser una idiota que solo pensaba en sí misma y no en Mariam, como habría hecho cualquier buena hermana. Se mordió el labio hasta que notó el sabor de la sangre en la boca, y encontró cierto alivio en el dolor, que calmó su nerviosismo. Después se llevó una uña a los dientes y comenzó a morderla con desespero. No paró hasta que vio sangre y le dolió lo suficiente. Después sintió la urgencia de salir de ese comedor que la asfixiaba. Los pocos soldados que quedaban la miraban con una mezcla de pena y curiosidad.
—Me estoy haciendo pis —dijo de pronto.
—Espera un poco más y dentro de un rato vamos las dos juntas.
—Es que no puedo aguantarme... —Se limpió con la palma de una mano las lágrimas que no podía contener.
—Tendrías que haberte quedado en casa. No haces más que incordiar, Saira.
—Está bien, me aguantaré, mamá. Haré lo que tú digas.
El tiempo pasaba con lentitud, como siempre que tenía que hacer algo urgente, y ella comenzó a impacientarse. Necesitaba salir como fuera y no quería hacerse pis encima. No era una niña pequeña, pero desde que había salido esa mañana de casa no había ido al servicio. Se aferró con fuerza al borde la mesa hasta que sintió que la carne de las uñas le dolía, y empezó a balancearse adelante y atrás.
—Me estás volviendo loca, Saira. —Bahar le gritó y Saira dio un bote en el banco—. Vete al servicio, vete a donde quieras, pero no vuelvas a mi lado hasta que estés segura de que vas a comportarte como es debido.
—Lo siento, mamá, pero es que me hago pis...
Saira se levantó sin esperar a que su madre le dijera nada más. No quería correr, aunque la necesidad de llegar al baño era mayor que el rapapolvo que luego pudiera echarle su madre. Abrió una puerta blanca que había en el otro extremo del comedor, y después traspasó otra más, y la cerró de un puntapié. A la primera patada la siguieron unas cuantas más, hasta que marcó la chapa con su zapatilla. Echó el pestillo y se abandonó a la sensación de desamparo que sentía. Al fin pudo aliviar sus necesidades. Volvió a llorar, aunque no quería. Se restregó los mocos que corrían por sus labios con la manga de la chaqueta. ¿Por qué no hacía nada bien? Desde que el abuelo había muerto tenía la impresión de que, hiciera lo que hiciera, todo estaba mal, que su madre no la quería y que era un estorbo. Quizás Ramin tenía razón y la única manera de que todos estuvieran contentos era que ella fuera vendida a un hombre rico y se marchara para siempre. Así conseguirían algo de dinero y durante un tiempo no tendrían que pasar horas y horas bordando por unos cuantos afganis. ¿Cuántos afganis podría valer? ¿Tres mil, cinco mil? Puede que menos o puede que más. Lo único cierto era que así todo el mundo estaría contento y ella ya no estorbaría a su madre.
«No haces más que incordiar, Saira... no vuelvas a mi lado hasta que estés segura de que vas a comportarte como es debido...»
Las palabras de su madre resonaban una y otra vez en su cabeza. Y, por mucho que quisiera, no podía decir «basta»; no podía porque sabía que eran ciertas. ¿Cuántas veces le repetiría su madre esas palabras para que fuera consciente de que todo lo hacía mal? Lo peor era que ella no estaba en el lugar de Mariam; inshallah fuera así para que su madre fuera feliz. Porque, si ella se marchaba de casa, ¿quién la echaría de menos? Tal vez Mariam los primeros días, pero no su madre. Y, aunque esta no se lo había dicho con palabras, Saira sabía que habría deseado que fuera ella quien estuviera en el lugar de su hermana. Intentó sofocar un grito llevándose una mano a la boca. Sus dientes se cerraron con fuerza sobre el dorso de la mano y entonces volvió a experimentar alivio. Todo quedó en silencio... en aquel espacio solo permanecía ella, y también su dolor. Un sudor frío le recorrió la espalda hasta que el dolor se hizo insoportable, pero al menos consiguió que el murmullo cesara; era curioso que un dolor sofocara otro más grande.
Volvió a limpiarse las lágrimas con la chaqueta. ¡Qué difícil era ocultarlas cuando salían porque sí! Oyó cómo se abría la puerta del baño y a Maite llamándola.
—Ahora salgo —contestó Saira respirando profundamente.
—¿Te encuentras mal? ¿Te ha sentado mal la comida?
—No —respondió desde dentro—, es que me acuerdo de mi hermana y me da mucha pena que sea Mariam quien esté malita. Inshallah yo estuviera en su lugar, así todo el mundo sería más feliz. Cuando Ramin se entere va a enfadarse mucho.
—Venga, Saira, sal del baño, que quiero enseñarte una cosa. Ya verás como te gusta.
—Es que solo quiero que mi hermana se ponga buena, se case con Aziz y podamos vivir juntas.
—Acaban de decirme que la operación está yendo bien y que tu hermana está luchando. Hasta ha dicho tu nombre.
Saira abrió la puerta sin poder contener de nuevo las lágrimas.
—¿De verdad ha dicho mi nombre?
—Claro que sí. ¿Crees que te estoy mintiendo? —Saira la miraba con sorpresa y los ojos muy abiertos—. Yo te cuento lo que la coronel Grau me ha dicho.
Saira se llevó una mano a la frente, como si tratara de recordar algo.
—Es que no me acuerdo de si alguna vez le he dicho que la quiero. ¿Podrás decírselo tú cuando vuelvas a verla?
—Claro que sí. Y también me ha dicho que no quiere que llores y que cuando despierte quiere ver una sonrisa en esa cara tan preciosa que tienes.
—Yo no soy guapa. Inshallah fuera como Mariam o como mi madre.
—Pues a mí me parece que tienes unos ojos preciosos y un pelo que sería la envidia de muchas chicas que conozco. Yo siempre he querido tener los ojos azules, y he tenido que conformarme con tenerlos negros y como las ranas. —Alargó un brazo para posarlo sobre el hombro de la niña—. Deja que te limpie la cara. Si Mariam te ve con estos chorretes se asustará.
Tras unos minutos en los que Maite se entretuvo en lavarle la cara, en secarle las manos con una toalla que olía maravillosamente bien, en quitarle el hiyab de la cabeza y en hacerle varias trenzas, Saira volvió a recuperar la sonrisa.
—Tu madre se ha marchado a la cocina para preparar ese plato que tanto te gusta. ¡Cualquiera le dice que no al general Layunta! —Soltó una carcajada que Saira no entendió—. Es el que más manda aquí, y cuando se pone serio da hasta miedo.
—Seguro que no más que Ramin.
—A mí me parece que ese Ramin es un desgraciado —masculló entre dientes—. Me gustaría encontrarme con él para saber si es tan valiente conmigo como contigo.
Saira se llevó una mano a la mejilla dolorida.
—Tu madre me ha dado permiso para que veas la tele. Hay unos dibujos que le gustaban mucho a mi hermana mayor cuando era niña. Voy a enseñártelos porque te pareces a la protagonista. Se llama Candy Candy, aunque tú no tienes el pelo rizado.
Saira se dejó llevar por Maite hasta una sala grande donde había un televisor encendido. Varios soldados estaban viendo las noticias de CNN+, donde se hablaba del atentado de esa mañana. Saira recordó, no sin estremecerse, los momentos anteriores a la explosión. Jabbar se había quedado ahí y nunca más volvería a perseguirla por la calle. Si supieran que la bomba se había llevado por delante a unos chicos a los que les gustaba hacer daño por placer, entonces se alegrarían como ella.
Maite habló con uno de los soldados y enseguida se marcharon de la habitación, no sin antes darle unas cuantas piruletas a Saira. Maite buscó hasta encontrar el canal que deseaba. Esperó unos segundos y al fin apareció la imagen.
—Has tenido suerte, porque vas a verlo desde el primer capítulo. Este canal lleva repitiendo la serie no sé cuánto tiempo.
Saira abrió los ojos y la boca. Se acercó a la tele, que estaba a medio metro por encima de ella, y tocó la pantalla, asombrada. Paseaba los dedos por las imágenes, que se sucedían unas tras otras.
—Se mueven... —dijo cuando salió la cabecera de la serie.
—Claro que se mueven. Esto no es un cuadro.
—Y eso son flores... y eso es un cisne... y la niña ríe y llora. —Comenzó a comentar todo lo que le llamaba la atención—. Y está nevando. ¿Verdad que parecen estrellas del cielo que caen? A mi abuelo también se lo parecía.
Saira se sumergió enseguida en la historia de esa niña rubia que tenía unos ojos tan grandes como los de ella. Maite se rió cuando apareció Candy por primera vez y soltó una carcajada que iluminó la pantalla, y también se rió cuando esta se cayó de la rama de un árbol por salvar a unos pajaritos. En cambio, Saira contestaba a todo lo que decían aquellos dibujos animados.
Permanecieron sentadas en un sofá unas dos horas, hasta que un chico se acercó con yogures, bizcochos y galletas de chocolate. Saira cogió unas cuantas galletas y se las guardó en el bolsillo de la chaqueta.
—Son para Mariam. Es que está tardando mucho la operación...
—No te preocupes, tenemos más en la cocina para cuando Mariam despierte. Si hubiera pasado algo grave ya nos habríamos enterado.
—Es verdad. Una vez se murió el abuelo de mi vecina y enseguida se enteró toda la calle. A mí me daba mucha pena ver a tanta gente llorando en el jardín de esa casa.
—¿Qué quieres hacer después de merendar? ¿Seguimos viendo Candy Candy?
—¿No te reñirán si no haces tu trabajo?
—No, hoy estoy aquí contigo.
Y siguieron comentando, riendo y hablando de la serie, que cada vez llamaba más la atención de Saira. Sobre las nueve de la noche, Maite dio por concluida la sesión y se marcharon a cenar.
Lo primero que vio Saira cuando entraron en el comedor fue a Ramin con el rostro escondido entre las manos. La niña se quedó quieta y apretó con fuerza la mano de Maite porque no quería sentarse a su lado. ¿Y si le echaba la culpa de lo que le había pasado a Mariam? De pronto oyó a Ramin repetir como una letanía:
—Esto es una desgracia. Mariam con sangre de la kharami. Maldita sea la kharami.