CAPÍTULO NUEVE

Antes de que Saira empezara con el relato de su vida, alguien comentó:

—¡Aj...! Es una mora que viene a darnos clase...

Isabel se levantó movida por una rabia interior, y Fabián la agarró de la mano para que se sentara de nuevo, pero ella se liberó con un gesto brusco.

—¿Por qué no la dejáis hablar? Saira no es mora y tampoco es árabe, y el idioma que habla es el farsi. Afganistán es un país musulmán, pero eso no quiere decir que sea árabe. A ver si eres un poco más educado.

Tras aclarar esta cuestión, Isabel se sentó y suspiró profundamente.

—Solo te ha faltado decir que era un ignorante —exclamó Fabián en el oído de Isabel—. Te ha salido la vena de los Bellido.

—No creas, me he quedado con las ganas de decírselo —respondió ella mordiéndose el labio inferior.

El jefe de estudios puso orden de nuevo tras el comentario de Isabel. Saira permanecía en el escenario, callada. No era la primera vez que alguien la llamaba mora, y no le importaba; pero, cuando eso ocurría, tenía que parar la charla y explicar las diferencias entre un árabe y un musulmán.

Una vez que el silencio reinó de nuevo, Saira se levantó el burka poco a poco. La reacción no se hizo esperar.

—Joder, si es una actriz —dijo una chica levantándose y señalándola con un dedo—. Pues podrían haber elegido a una que no fuera tan mona, y encima rubia.

Antes de que Isabel comenzara a despotricar, Fabián volvió a agarrarla de una mano.

—Deja que se explique. Hasta ahora parece que no le ha ido mal sin nosotros.

—Es que me jode que digan que es una actriz. —Isabel se cruzó de brazos.

—Ya, pero tú conoces su historia y ellos no.

Saira volvió a esperar a que se hiciera el silencio. Parecía tranquila, aunque, por cómo apretujaba la tela del burka, Laura sabía que estaba nerviosa.

—Me llamo Saira Achakzai, tengo dieciséis años y nací en Kabul —dijo, repitiendo y tragando saliva—. Es cierto, hay muy pocas mujeres rubias en mi país y las que hay... no suelen conocer a sus padres...

Bajó el mentón antes de continuar. Se esforzó por no llorar; ese era uno de los episodios que más le costaba explicar. Tras estas palabras, los alumnos enmudecieron de nuevo. Saira alzó la mirada y la paseó por la sala. Ahora ya nadie dudaba de que no estuviera diciendo la verdad. De la confusión inicial se pasó al asombro.

—Pues por lo visto no es una actriz —repuso un chaval que estaba muy cerca de Isabel y de Fabián—. ¡Qué fuerte!

—Pues claro que no, ¿qué te creías? —le dijo Isabel.

Saira dejó que los alumnos se hicieran sus propias preguntas. Cuando establecía contacto visual con alguien, este apartaba inmediatamente la mirada. Y así comenzó Saira el relato de su vida. Habló de su infancia con su abuelo y su hermana Mariam, y cómo eran las noches en las que no tenían nada que comer y su madre hacía una sopa de piedras que era digna del mismo sah de Persia. Les relató también cómo su hermana contaba las estrellas antes de dormir y cómo olían las rosas que cultivaba el abuelo. Algunos chavales sonrieron ante la inocencia de aquellas dos niñas que permanecieron despiertas hasta que el sueño las venció en una de las tantas veladas en que no tenían nada que llevarse a la boca. También habló de los libros que leía cuando vivía su abuelo y de cómo él tuvo que esconderlos debajo de la cama o en el fondo de un armario para que los talibanes no los quemaran.

Isabel y Fabián sabían ciertas cosas de la vida de Saira, pero su amiga nunca les había hablado de cuál era su origen. Isabel admiró que Saira tuviera el coraje de decirlo delante de más de ciento cincuenta personas. Sabía por propia experiencia lo difícil que era ponerse delante de un público sin que te temblaran las rodillas. Y para Fabián la imagen que tenía de su amiga se engrandeció; era más fuerte de lo que había imaginado.

Saira pidió un botellín de agua antes de seguir hablando. La segunda parte de la charla era la que más le costaba. Ramin seguía persiguiéndola en sueños después de tantos años, y Mariam... Mariam todavía no se había marchado de su vida. Se aferraba a su muñeca como si fuera Mariam. El burka todavía olía como su hermana, aún tenía el bolsillo interno donde escondía pétalos de rosa en una bolsita que le había regalado su abuelo.

—Qué bien habla Saira —le comentó Isabel a Fabián—. Va a ser una buena periodista.

—Sí, parece mayor de lo que es.

—Yo no sé si podría hacer esto. —Isabel sacó un caramelo sin azúcar y se lo metió en la boca.

—Tampoco has vivido lo que le ha tocado vivir a ella. Nuestras vidas no tienen nada que ver con su dolor.

Laura le acercó un vaso de plástico y una botella pequeña de agua. Saira le agradeció el gesto con una sonrisa. Siempre estaba a su lado, nunca le había fallado.

—El día que murió mi abuelo llegó realmente la desgracia a mi casa. Ramin nos quitó la poca dignidad que teníamos como mujeres afganas —prosiguió.

Algunas chicas se mordían los labios mientras les hablaba de cómo las trataba Ramin y de cómo, de repente, una noche Mariam dejó de dormir en su cama. No quiso contar los detalles más escabrosos de los abusos que sufría su hermana; pero, aun así, las primeras lágrimas comenzaron a aflorar en algunas de las alumnas. Saira sentía que aquellas lágrimas no eran las mismas que cuando ella lloraba por las noches esperando un abrazo de su madre, o cuando oía a Mariam en la otra habitación ahogando su pena en una almohada. Sabía que había muchas clases de lágrimas, de pena, de rabia, de tristeza, de desahogo y de alegría. Estudió durante un momento los gestos de los alumnos y lo que vio la reconfortó. Eran muchos quienes, de haber podido, habrían subido a abrazarla para compartir su dolor. Pero sabía que ese instante era pasajero, que ese sentimiento duraría una hora, dos como máximo, hasta que regresaran a sus casas y se supieran a salvo de una realidad que no era la suya. Entonces desconectarían con una canción de Pereza, de Efecto Mariposa o de El Canto del Loco, o metiéndose en Internet para chatear con algún amigo. ¿Cuántos de aquellos chavales habían conocido el dolor de la soledad, de la espera de un futuro mejor? Tal vez hubiera uno, y las lágrimas que derramara tendrían el mismo sentido que tenían para ella.

—Una noche, Ramin nos sacó a mi madre y a mí de casa y nos hizo dormir en el gallinero. —Saira giró la cabeza hacia el chico que la había ayudado a subir los escalones del escenario. Al igual que muchos de los alumnos que había en la sala, no lloraba, pero se lo notaba incómodo.

Recordó entonces cómo había cambiado su vida a partir de aquella noche. La enfermedad de Mariam la llevó hasta la base militar que había en Kabul.

—¿Que no dejaban entrar a las mujeres en un hospital? Pero ¡si estaba a punto de morir! —interrumpió una chica con los ojos como platos y la boca abierta, sin creerse que una mujer estuviera tan discriminada—. ¿Y las mujeres tienen a los niños en casa sin epidural? ¡Qué dolor, por Dios!

—Muchos afganos, cuando una mujer está embarazada, consideran que está enferma. —Saira hizo un inciso antes de continuar—. La vida de una parturienta no es importante y se las trata peor que a un burro de carga. Son muchas las mujeres que mueren por complicaciones en el parto y otras sufren hemorragias que las dejan estériles. Y una mujer estéril no es nada.

—Perdona que te interrumpa —dijo una chica—, pero has comentado que Ramin ocupó el lugar de tu abuelo y se quedó a vivir en tu casa. ¿Por qué tu madre no lo denunció?

—¿Quién iba a creer a una mujer? Mi abuelo le debía dinero y Ramin solo quería cobrar su deuda. Mi madre era el pago que él quería; pero, al no poder quedarse embarazada, mi hermana debía satisfacer la deuda de mi abuelo.

—Ya, pero las tropas internacionales están ahí por algo, digo yo —siguió razonando la chica—. ¿Por qué no fuisteis a pedirles ayuda?

—Porque los talibanes no se han ido del todo y Ramin tenía contacto con ellos. Mi madre temía más por nosotras que por ella misma. Hay ciertas cosas en las que las tropas no pueden inmiscuirse. Nuestras leyes son nuestras leyes.

—Menos mal que nosotros no vivimos en un país como ese —replicó un chico con una gorra que le tapaba hasta las cejas.

Saira se encogió de hombros y volvió a cruzar la mirada con el chico que la había ayudado. Su gesto le transmitió seguridad. Se acordó, y no supo por qué, del niño hazara que recibió una paliza de Jabbar y de sus cinco amigos. Tenían el mismo color de ojos, un verde esperanza, y sus pestañas eran largas y rubias.

—¿Qué podemos hacer nosotros desde aquí? —se atrevió a preguntar el chico de los ojos verdes.

—No sé qué podremos hacer nosotros, ni siquiera sé qué puedo hacer yo, pero está claro que algo se está haciendo mal cuando la situación de mi país no ha cambiado.

—¿Cuánto dinero le debía tu abuelo? —volvió a preguntar el chico de los ojos verdes.

—Nunca lo supimos, pero quizás eran unos cuarenta o cincuenta euros al cambio. —Le tembló el labio inferior—. La vida de mi hermana y la de mi abuelo no valían tan poco.

—Una pregunta más —dijo Isabel cuando la charla ya tocaba a su fin—. ¿Vas a volver a Kabul cuando acabes los estudios?

Saira vio el miedo en la mirada de su amiga. ¿Qué temía Isabel, que llevara burka y fuera silenciada de nuevo? ¿Que todo lo que había aprendido no le sirviera de nada? Ella también lo temía. Cada vez que pensaba en su madre temblaba como un flan. Era el único motivo que le quedaba para regresar a su país, ese, y que Laura ya no pudiera hacerse cargo de ella. Todavía esperaba que Bahar le escribiera una carta, aunque fueran unas líneas; ella se daría por satisfecha. Lo único que sabía de ella era gracias a las noticias que de vez en cuando le traía Manuel Rojas. Y estudiaría lo que hiciera falta para poder darle a su madre una vida mejor cuando saliera de la cárcel.

—No lo sé —afirmó mirando a Laura.

Cuando Saira terminó de responder a las preguntas, hubo alumnos que quisieron probarse el burka para comprobar una de las tantas dificultades que tenían las mujeres afganas.

—¡Qué difícil es caminar con esto! —dijo una chica—. No se ve casi nada. ¿Y no os caéis?

—Sí, muchas mujeres se caen y se levantan porque no les queda otra, pero algunas no soportan la presión de estar completamente silenciadas de por vida y terminan suicidándose.

—Uf, qué mal rollo. —La chica le entregó el burka como si le quemara en las manos.

Isabel y Fabián se acercaron a su amiga. Isabel parecía estar más afectada que Fabián. Llevaba un pañuelo de papel en la mano, con el que se secaba las lágrimas.

—Nunca me habías contado nada de eso... —La voz de Isabel sonó débil.

—Nunca me lo has preguntado.

—Ya, pero somos amigas y las amigas estamos para estas cosas...

Unas lágrimas brotaron de sus ojos y, antes de que corrieran por sus mejillas, se las limpió con un pañuelo. Fabián la abrazó. Esa era una de las cosas que Saira más apreciaba de estar en España, la libertad de los chicos y las chicas, que la gente pudiera expresar sus emociones, besarse o abrazarse, sin que hubiera ningún componente sexual en ello.

—No sé si estaba preparada para contártelo, para contároslo. —Saira bajó la mirada al suelo y suspiró procurando no llorar.

El chico de los ojos verdes se acercó hasta ella por detrás con las manos en los bolsillos.

—Ha sido una charla sobrecogedora. Eres muy valiente por contarnos tu vida —comentó con una sonrisa.

—Si al menos sirviera para algo, me daría por satisfecha.

—A mí me sirve, si es eso lo que quieres oír.

Saira lo observó. Debía de ser de los mayores del instituto. Sus rasgos habían dejado atrás las redondeces típicas de la niñez. Tenía la mandíbula afilada, era desgarbado, lucía un hoyuelo en la barbilla y sus ojos verdes brillaban. Era rubio, aunque no tanto como Saira, y llevaba melena corta. Era un poco más alto que Isabel y vestía una camiseta de The Beatles con una camisa oscura encima, cosa que a Saira le chocó.

—Me gustaría pedirte un favor. —El joven calló unos segundos para ver la reacción de Saira—. Desearía, si a ti no te parece mal, mantener contacto contigo... es que estoy haciendo un trabajo para clase. Me llamo...

La expresión de Saira cambió. Metió una mano en el bolsillo de su chaqueta vaquera porque le sudaba, apretó los puños y se puso a la defensiva.

—No tengo Tuenti y tampoco uso el Messenger —lo interrumpió antes de que le pidiera su número de teléfono—. Lo siento, pero no mantengo contacto con chicos que no conozco.

—¡Ah! No pasa nada. Perdona si te he molestado. Era para un trabajo de clase —repuso encogiéndose de hombros—. Tampoco era tan importante. Ya me buscaré la vida. Gracias.

El chico giró sobre sus talones, se colgó la mochila que llevaba en una mano sobre su hombro izquierdo y a continuación salió del salón de actos mientras Saira lo seguía con la mirada. Cojeaba levemente de la pierna derecha. Antes de traspasar la puerta, se colocó unos cascos en las orejas.

—¡Menuda manera más tonta de entrarte! —exclamó Fabián—. Aunque yo le hubiera dado hasta el número de pie que utilizo.

Saira puso los ojos en blanco. Fabián era el único chico que permitía que estuviera en su vida, pues no temía que le entrara el día menos pensado y le pidiera salir: su amigo supo que le gustaban los chicos desde que a los diez años se enamoró del mismo niño del que se había enamorado Isabel. Desde entonces, su amaneramiento y sus gestos lo delataban, aunque él parecía llevarlo con orgullo.

—Es que ya no saben lo que inventar... un trabajo... —Isabel sonrió.

—Una vez, un tío me dijo que esa noche había soñado con Naomi Watts. —Saira dobló el burka con cuidado para meterlo en una maleta pequeña. Isabel observaba el mimo con el que trataba la prenda. Le costaba guardarla y despedirse de su hermana hasta la siguiente charla—. Pero al verme supo que era conmigo con quien había soñado, que yo era el ángel que lo visitaba todas las noches.

—Más patético, imposible —dijo Fabián—. Aunque, ahora que lo dices, sí tienes un aire a Naomi.

—¿Se ha marchado ya Pablo? —les preguntó de repente el jefe de estudios.

—¿Pablo, qué Pablo? —dijo Saira.

—El chico con el que estabas hablando hace un momento. Me he despistado con unos alumnos. Bueno, espero que hayas resuelto sus dudas. Está haciendo un trabajo que quiere presentar para una beca.

Saira quiso que se la tragara la tierra. Sus mejillas se tiñeron de rojo y bajó la mirada al suelo. Resulta que era cierto que ese chico necesitaba su ayuda y no quería ligar con ella. Para intentar arreglarlo, escribió la dirección de su email en un papel y se lo dio al hombre.

—Le he dicho que no mantenía contacto con chicos que no conocía, pero puedes darle mi dirección de correo.

—Pablo es uno de los mejores alumnos que hemos tenido en el instituto —les explicó el jefe de estudios—. Si Dios quiere, entrará en Medicina este año. Quiere ser cirujano, como su tío. No sé si habéis oído hablar de un médico que pasa medio año operando aquí y medio año operando gratis en África.

Saira no supo qué contestar. No era la primera vez que, tras una charla, un chico se acercaba para felicitarla y le pedía su Tuenti, su número de teléfono o su Messenger. Al final, la mayoría solo pretendía ligar con ella enviándole mensajes como: «Hola, princesa, me gustaría hablar contigo y conocerte un poco más. Tu charla ha estado genial. Dime tu número y te saludo... Como ves, valgo la pena... bsts!».

Después de que Saira recogiera todas sus cosas y guardara su muñeca, el jefe de estudios los acompañó hasta la puerta y le dio varias veces las gracias por haber ido a su centro.

—¿Qué vas a hacer ahora? —quiso saber Isabel.

—Ya sabes que los jueves voy a la Cruz Roja. Si os apetece, podéis acompañarme.

Isabel negó con la cabeza. La charla de Saira la había dejado muy tocada y necesitaba despejarse un poco. Quería dar una vuelta, hablar sobre alguna tontería y tomarse un caffè mocca en el Starbucks de San Vicente.

—Lo dejamos para otro día, ¿vale? —El comentario de Isabel era más una súplica para Fabián que para Saira—. Necesito un poco de aire. Me voy a dar una vuelta. ¿Vienes conmigo o te quedas con ella?

—Anda, vete con Isabel. —Saira le dio un pequeño empujón a su amigo—. Sobre las ocho y cuarto pasamos a recogeros donde nos digáis.

—Luego te mando un mensaje —le dijo Isabel despidiéndose de su amiga con un beso en la mejilla.

Saira presentía que Isabel haría lo que muchos chicos hacían: desconectar de lo que habían escuchado esa tarde. Para Isabel era demasiado fuerte tener que aguantar tanto dolor en tan poco tiempo. La vio alejarse agarrada del brazo de Fabián, con la cabeza apoyada en el hombro de su amigo. De lejos parecían una pareja de enamorados. Era una lástima que a Fabián no le gustaran las chicas, pensó Saira chasqueando los labios, porque podrían haber funcionado muy bien como pareja.

—No puedes culparla porque no te acompañe —dijo Laura sacándola de su ensimismamiento.

—Ya lo sé. Yo no le he pedido que viniera. —Saira entró en el coche y se puso el cinturón—. Esta es mi vida y no puedo cambiarla.

Laura arrancó el coche. De camino a la Cruz Roja, ambas permanecieron calladas. Saira miraba a la gente que caminaba por la calle. Era algo que le gustaba hacer desde pequeña. Vio a una mujer con un pañuelo en la cabeza que arrastraba un carrito metálico de la compra de algún centro comercial con dos niños en su interior. El coche se detuvo en un semáforo en rojo. La mujer se paró frente a un contenedor y se puso a escarbar con un palo metálico. Sacó lo que parecía una estufa y la metió en el carro. Los dos chavales se pusieron a jugar y a tirar de la estufa hasta que la madre les dio un pescozón a cada uno.

Saira no miró hacia atrás cuando el coche arrancó. En cuanto llegaron a la puerta de la Cruz Roja, Laura se despidió de Saira con un gesto de la mano.

—A las ocho pasaré a recogerte.

Saira asintió con la cabeza y cerró la puerta del coche con suavidad. En la entrada de la asociación se encontró con otra voluntaria. Rosa y ella cruzaron un pasillo hasta llegar a una pequeña sala donde dos chicos estaban preparando sándwiches para la cena. Saira se lavó las manos antes de ponerse a envolver los bocadillos con una servilleta, que después dejaba encima de una bandeja. Para ese día tenían queso untado y fiambre de pavo, una manzana, dos magdalenas, una bebida de cola y un café con leche. Antes de abrir las puertas, alguien salió de la habitación de al lado llevando una bandeja con envases individuales de yogur líquido.

Saira levantó la cabeza y se encontró con los ojos verdes de Pablo, el chico del instituto. Era la persona que menos esperaba hallar en ese lugar; de hecho, nunca lo había visto allí.

—Pablo —dijo Rosa, la mujer que había entrado con Saira—, ¿qué tal te encuentras de la operación?

Saira bajó la mirada y escuchó como quien no quería la cosa.

—Ya camino bien y no necesito las muletas —repuso Pablo—. Vamos, en un par de meses vuelvo a correr como antes.

Pablo dejó la bandeja en una mesa y se volvió hacia Rosa, aunque buscaba la mirada de Saira. Quiso preguntarle algo, pero al final no se atrevió y giró sobre sus talones.

—Estaré dentro por si me necesitáis.

Saira esperó a que Pablo se marchara para preguntarle a Rosa qué le había pasado.

—¡Ah, claro, tú no conoces a Pablo! Solo llevas aquí dos meses.

Saira esbozó una mueca con los labios.

—Iba en la bicicleta y un conductor se saltó un semáforo en rojo —contestó Rosa con una sonrisa curiosa en los labios—. Menos mal que se tiró al suelo y solo se rompió el ligamento cruzado anterior.

—Sí, es una suerte que solo se rompiera el ligamento.

Sobre las siete de la tarde, Rosa abrió la puerta de la calle. Había una fila de gente que ese día seguramente solo comería los dos sándwiches que les ofrecían. Casi todos los que esperaban su turno eran extranjeros e indigentes, aunque desde hacía un par de meses se veía a españoles en la cola.

La sala tenía unas cuantas mesas y sillas, que fueron ocupadas poco a poco. También disponían de una ducha, toallas limpias, y daban cuchillas de afeitar desechables a todo aquel que lo pidiera. Un hombre mayor, que apenas se sostenía en pie, pidió un poco de pan y dos quesitos para comérselos en la calle. Casi a última hora entró una pareja joven. La chica caminaba tres pasos por detrás del chico, parecía tener frío y tenía un ojo morado, que trataba de ocultar tras unas gafas de sol.

El chico pidió en primer lugar, pero Saira hizo como que no lo había oído y se dirigió a ella.

—Un café caliente te sentará bien. —Y le colocó un vaso de plástico entre las manos.

—Oye, tía, ¿no me has oído? —El chico agarró a Saira del brazo y la hizo girarse para que lo mirara a la cara. El café se derramó por el suelo y manchó el jersey de la chica—. Te he pedido que me des uno de esos sándwiches de ahí.

Saira dio un tirón y se soltó con brusquedad.

—Deja que sea yo quien decida a quién atiendo primero.

El chico volvió a agarrarla del brazo.

—A mi novia solo la atiendo yo, zorra. —Arrastraba las palabras y le costaba mantenerse en pie.

—No se te ocurra volver a ponerme una mano encima —replicó Saira desasiéndose de la mano que le apretaba el brazo. La chica hizo un quiebro y tuvo que sujetarse a una silla para no caer al suelo—. ¿Te encuentras bien? ¿Quieres que llamemos a un médico?

—¿A ti quién te ha dado vela en este entierro? —El chico apretaba los dientes y el puño de la mano derecha, y se interpuso entre Saira y la chica. Su novia trató de calmarlo, pero él la empujó y la tiró al suelo—. Que me dejes en paz. Siempre en medio, como el jueves.

Rosa corrió a atender a la joven, que parecía no tener más de quince años, mientras que los dos compañeros de Saira fueron a poner orden en la sala.

—¿Tú de qué vas? —Saira le dio un empujón, que desconcertó al chico—. ¿Quieres que llamemos a la policía?

—Pero, tía, ¿tú quién te crees que eres? —comenzó a gritar el chico—. Que a mí ninguna tía me levanta la voz, ¿me oyes? Que ya sé de lo que vais todas vosotras con vuestros modelitos, haciendo como que os importa algo la gente como yo.

—Venga, Saira, deja que nos ocupemos nosotros. —Rosa y los dos voluntarios apartaron a la chica y a Saira antes de que el chico las alcanzara con alguno de los manotazos que lanzaba al aire.

—A mí no me grites y no me eches la culpa de lo que te pasa porque tú no sabes nada de mi vida.

Pablo salió al oír voces en la sala y se interpuso entre Rosa y el chico.

—¡Ehhhh! ¿Qué pasa aquí?

—¡Cálmate, coño! Que yo no he hecho nada y la capulla esa me ha gritado.

—Pero si le ha pegado a su novia —aseguró Saira.

—¿Tienes algún problema? —La voz de Pablo sonó lo bastante alta y segura para que el otro se callara durante unos instantes.

—¿Y tú quién eres, su novio? ¿Qué tal te la casca?

Pablo no se inmutó ante el comentario, aunque no le habría importado propinarle un puñetazo.

—No sigas por ahí porque no vas por buen camino —le espetó Pablo sin perder la calma—. Coge los sándwiches y márchate. La próxima vez que vengas serás bienvenido si te comportas con corrección. Si no es así, te irás por donde has venido.

—¿Qué pasa, que no te atreves conmigo? Me he quedado con tu cara, chaval. —Levantó un puño para golpearle el mentón, pero Pablo lo esquivó—. Cuando te vea por la calle te voy a partir la jeta.

—Por favor, Rafael, vámonos —suplicó su novia cogiéndolo del brazo.

—No tientes tu suerte hoy —replicó Pablo.

Rafael se vio rodeado por Pablo y dos voluntarios más. Pablo le sacaba una cabeza y su gesto era lo suficientemente serio como para que el joven se sintiera intimidado. Cogió una bolsa que le entregó Rosa, le hizo un gesto a su novia con la cabeza y se fue voceando y dando patadas a la mesa que había al lado de la puerta de entrada. Antes de salir a la calle, se dio la vuelta y les mostró el dedo corazón.

—¡Que os den, cabrones!

Pablo se volvió hacia Saira.

—¿Te encuentras bien? ¿Te ha hecho algo?

—Sí, bueno, no, no me ha hecho nada, tranquilo. —Se encogió de hombros—. Es un cobarde que solo sabe pegar a las mujeres.

Se miraron a los ojos y Saira notó que sus mejillas se encendían. Giró la cabeza como buscando algo en la sala. Pablo vio la hora en el reloj que había en la pared y fue a recoger su mochila para marcharse a casa.

—Espera. —Saira lo detuvo colocando una mano sobre su brazo—. Gracias.

—No tienes por qué darlas. Habría hecho lo mismo por Rosa o por cualquiera que lo hubiera necesitado.

—Ya, pero quizás yo lo he provocado pasando de él.

—No, ese tío venía con ganas de bronca y no la ha encontrado —repuso Pablo—. La hubiera liado con cualquier excusa.

Cruzaron de nuevo sus miradas sin saber qué decir. Un minuto después ninguno se atrevía a romper el hielo.

—¿Todavía te interesa que te eche una mano para ese trabajo de clase...? —Saira comenzó a recoger las sillas que el chico había tirado al suelo—. No es la primera vez que alguien me pide mi correo o mi Messenger para ligar conmigo.

—No te sientas presionada por lo que ha ocurrido aquí. No me debes nada.

—Lo sé, pero me apetece ayudarte. ¿Tienes un bolígrafo y un papel?

—No hace falta, creo que podré recordarlo.

Una pequeña sonrisa surgió en los labios de Pablo. Saira evitó mirarlo a los ojos y sonrió a su vez.

—Está bien, espero que tu memoria sea buena... —Saira dudó unos segundos.

- ¿arroba gemail punto com? Creo que sí la recordaré, no es difícil.

Saira soltó una carcajada.

—No, no es esa.

—¡Ah, vale! Ya decía yo. Sonaba un poco raro eso de: estabienesperoquetumemoriaseabuenaarrobagemailpuntocom.

Saira volvió a reír.

—Mi dirección de correo es: sairaymariam04@gmail.com

—Esta creo que también podré recordarla.

—Bueno, tengo que marcharme. Son las ocho y Laura está esperándome. Mañana tengo un examen de latín.

—No te preocupes, yo también me iba. Debo terminar un trabajo para mañana.

Antes de abandonar la sala, Saira le hizo una última pregunta:

—¿Quieres que te llevemos a casa? A Laura no le importará.

—No estaría mal. Desde que no tengo bici me muevo en metro y en bus.

—Vale, entonces te acercamos a tu casa.

Saira escuchó un mensaje en su móvil, que estaba en el bolsillo de su chaqueta vaquera. Isabel y Fabián las esperaban en Fnac con noticias muy frescas sobre Sebas. Saira le contestó: «ya me contarás».

En la calle, Laura estaba aparcada en una esquina.

—Hola, Laura —saludó Saira al abrir la puerta del coche—, te presento a Pablo, un chico que hemos conocido esta tarde en el instituto y que también colabora aquí. ¿Podemos llevarlo a su casa?

—Claro, no hay ningún problema.

Pablo le dio la dirección a Laura y fue indicándole el camino.

—Cuando lo dejemos en su casa tenemos que recoger a Isabel y a Fabián en Fnac.

Laura asintió. Saira esperó a que Pablo dijera algo para romper el hielo, pero ninguno de los dos se atrevía a abrir la boca. Fue Laura quien preguntó:

—Veo que te gustan The Beatles.

—Sí, me encantan —contestó Pablo.

—¿Cuál es tu álbum preferido? —inquirió Laura.

—Me gusta mucho Abbey Road y los dos discos del Álbum Blanco. Mi padre los escuchaba y cuando murió me quedé con toda su colección de discos.

—Vaya, siento lo de tu padre —repuso Saira.

—Ya, no pasa nada. Murió cuando yo tenía diez años en un accidente de tráfico. —Giró la cabeza hacia la ventana—. Veo que a ti también te gustan. Llevas una camiseta de Imagine.

—Sí, esa canción es especial para mí. —Recordó cuando Bahar la cantó en el búnker y cómo sintió que era la niña más feliz del mundo—. Es el último recuerdo que tengo de mi madre.

—¿A tu madre también le gustaban? —se sorprendió Pablo—. Creía que ese tipo de música no llegaba a tu país.

—Es lo que piensa mucha gente, pero mi madre estuvo interna en un colegio inglés durante muchos años. Hablaba con corrección dos idiomas, el inglés y el farsi, y tenía nociones de francés.

Saira se encogió en el asiento y se asió con fuerza al cinturón de seguridad. Se repitió mentalmente que ya no volvería a Kabul para vivir una vida que no deseaba. Ella estaba en aquel mundo que medio había imaginado John Lennon y que le había cantado su madre, como si intuyera que se merecía una vida mejor que la que tenía en Kabul. Laura estaba bien e iba a recuperarse por completo, se decía todos los días; no volvería a vivir la agonía de los últimos dos meses.

—Por eso te he pedido ayuda, porque hay muchas cosas que todavía no sé —contestó Pablo—. Si quieres, puedes dejarme en esa esquina —le indicó a Laura—. Vivo al lado de ese taller.

Laura puso las luces de emergencia cuando llegó a la esquina y detuvo el coche. Pablo se hizo un poco el remolón antes de bajar del vehículo, buscando las llaves en el fondo de la mochila. Esperaba que Saira le dijera algo antes de despedirse.

—¡Qué despistado soy! Se me había olvidado que las llevaba en el bolsillo. —Abrió la puerta—. Bueno, esta noche te envío un correo, esperaré tu respuesta.

—Vale... supongo que seguiremos viéndonos.

—Seguro. —Fue a cerrar la puerta, aunque en el último momento se lo pensó—. Cuando termine el trabajo, ¿me dejarás que te invite a un café, al menos?

—Claro, cuando termine los exámenes quedamos para tomar algo. —Sonrió cuando Pablo cerró la puerta.

Saira esbozó una sonrisa de satisfacción.

—Es mono —dijo Laura con doble intención.

—¿Mono? ¿Tú crees? No me había dado cuenta. —Miró de reojo por si Laura estaba observándola.

—Ya, no te has dado cuenta... Y esa sonrisita no es porque vas a ayudarlo con el trabajo, ¿me equivoco?

—Pues sí, te equivocas. —Se mordió una uña—. Si me río es porque acabo de acordarme de que cuando lo he conocido en el instituto he pensado que quería ligar conmigo.

—Ya me lo dirás cuando tengas esa cita que no es cita. —Laura soltó una carcajada y Saira le dio un pequeño manotazo en el hombro.

—Laura, no te rías de mí... ¿Sabes que eres muy cruel conmigo?

—Sí —Laura seguía riendo—, tanto como la madrastra de Blancanieves. Tendrás que tener cuidado conmigo, porque en cualquier momento esta que está aquí puede convertirse en una bruja.

Saira dejó que Laura siguiera riendo. Era cierto que Laura nunca se había enfadado con ella. Solo la había visto perder los papeles una vez en su vida, y fue cuando su madre se marchó de la base y después ella removió cielo y tierra para que Ahmad no la reclamara como esposa. A partir de aquel día, se había comportado como una madre.

Cuando llegaron a Fnac, Isabel llevaba una bolsa con dos libros y Fabián se había comprado un CD de Shakira. Saira dejó que Fabián fuera delante para que Isabel le comentara las buenas noticias que tenía sobre Sebas.

—No vas a creértelo. —Isabel daba pequeños saltos en el asiento—. En Tuenti me ha dejado su número de móvil y, como no me atrevía a llamarlo, le he mandado un WhatsApp para quedar con él este sábado por la tarde. Así que enseguida me ha llamado y hemos estado hablando un rato.

—Oye, mona, yo diría que has estado como cerca de una horita hablando —la corrigió Fabián—. Me has dejado colgado media tarde.

Isabel puso los ojos en blanco, pasó del comentario de Fabián y bajó el volumen de su voz para que Laura no la escuchara.

—¿Sabes que me ha dicho que no se acostó con Lola y que por eso ha pasado de ella? Se ha dado cuenta de que no está enamorado de ella y ahora solo busca relaciones de amistad. ¿Qué te parece? ¿Verdad que es genial? Y que va a apoyar a Lola en lo que sea.

—No sé. —Saira se encogió de hombros—. Es posible que no se haya acostado con Lola, pero no me trago que solo quiera ser tu amigo.

—Yo también espero que no quiera ser solo mi amigo.

—Sebas va de flor en flor como las abejas y tú serás una más en su lista de conquistas.

Se mordió la lengua para no seguir hablando. Nunca se lo había comentado a nadie, pero, en cierta ocasión, a principio de curso, escuchó una conversación entre Sebas y un chaval de su clase. Estaban apostando quién de los dos ligaría más ese curso. Sebas se había propuesto hacerlo con todas las chicas de primero de bachillerato, y cuando terminara empezaría con las de cuarto. Si nunca se lo había comentado a Isabel era porque no quería hacerle daño y que la imagen de Sebas se derrumbara como un castillo de naipes. Nunca pensó que Isabel estuviera en su lista. Ahora se arrepentía de no haberle contado la verdad.

—Cómo eres, Saira. ¿Por qué no puedes alegrarte por mí? Solo hemos quedado para ir al cine.

—Y también para lo que salga —afirmó Saira.

—Sí, pero eso no implica que mañana me enrolle con él.

—Ya, y por eso te ha contado que no se había acostado con Lola, para quedar como que no ha roto un plato y que creas que no tienes nada que temer de él. —Suspiró fuertemente—. No me lo trago.

—Mira, ¿sabes lo que te digo? Eres una cortarrollo. Así nunca saldrás con ningún tío. Paso de ti...

Isabel resopló y se cruzó de brazos. Por su parte, Saira cerró los ojos y se recostó en la ventana. Sabía que había vuelto a meter la pata con su amiga. Era un poco bocazas y decía las cosas como las sentía, pero Isabel no conocía la realidad.

Laura y Fabián estaban hablando del último libro que habían leído. Fabián le dijo que le gustaba una novela que se había publicado en Estados Unidos y que era una distopía. En enero del año pasado había salido la segunda parte y, después del verano, saldría la tercera entrega. Le encantaba la protagonista, Katniss, pero en realidad había caído rendido ante Peeta.

—Sí, Los juegos del hambre es una historia genial —afirmó Isabel uniéndose a la conversación de Fabián y Laura.

—A ver si estrenan ya la película —comentó el chico—. Todo apunta a que será un taquillazo.

Saira dejó que a Isabel se le pasara el enfado. Nunca habían estado más de dos horas peleadas, y eso era lo que más le gustaba de su amiga, que no era rencorosa.

El primero en bajar del coche fue Fabián, que se despidió de ellas con un «luego os pego un toque». En cuanto se fue, Saira se colocó en el asiento del copiloto. Laura miró a Isabel por el retrovisor. Por cómo cruzaba los brazos y torcía el gesto supo de inmediato que a las chicas les pasaba algo.

—¿Te ha comentado Saira con quién se ha encontrado esta tarde?

Isabel negó con la cabeza.

—Se ha encontrado con Pablo, el chico del instituto —contestó Laura antes de que Saira la interrumpiera.

Isabel abrió los ojos, sorprendida, pero pasó de responder.

—¿Queréis que ponga un poco de música? —preguntó Laura, aunque sabía que ninguna de las dos chicas iba a decirle nada—. Creo que voy a poner algo de McFly, que sé que os gusta. Aquí tengo sus mejores canciones.

Comenzó a sonar That girl y, aunque Isabel estaba enfadada, se puso a seguir el ritmo con el pie. Luego vino That’s the truth y, para cuando llegó a Falling in love, Isabel no soportaba seguir callada.

—Supongo que habrás solucionado el malentendido, ¿no? —dijo Isabel.

—¿Con quién? —preguntó Saira cuando sintió la mano de su amiga sobre su hombro.

—¿Con quién va a ser? Con Pablo.

—Sí, le he dado mi correo.

—Y también quedarán para tomar un café cuando terminen los exámenes —dijo Laura propinándole un codazo a Saira.

—¿Un café? —Isabel dio un pequeño grito—. Parece que no estamos hablando de la misma Saira.

Ella comenzó a reír, pero, antes de que siguieran con las bromas, le recordó a Isabel que al día siguiente tenían un examen de latín. Isabel suspiró; su amiga no tenía remedio. Decididamente, Saira era una cortarrollo.

—Luego me conecto al Messenger —dijo Isabel cuando se despidió de Saira.

Mientras Laura sacaba la compra del maletero, Saira abrió la puerta del garaje, que conectaba directamente con la casa, para ir metiendo las bolsas en la cocina. Juanjo salió a ayudarlas enseguida. Llevaba puesto un delantal que le había regalado su mujer cuando cumplieron cinco años de casados y que ponía: «Aviso para los que todavía puedan ponerlo en duda: soy el mejor cocinero. Para que conste».

—¿Qué tal la charla? —preguntó Juanjo sin darle tiempo ni a respirar—. ¿Y el examen?

—Muy bien. Voy a dejar la mochila en mi habitación. Si me necesitas dame un toque.

—En media hora cenamos —respondió Juanjo—. Hoy voy a sorprenderos con unas espinacas con pasas y piñones y albóndigas.

Saira subió a su habitación para repasar un poco antes de que la cena estuviera lista. Abrió el libro de latín y su libreta, pero no pudo concentrarse. Encendió su ordenador para abrir su correo. En su bandeja de entrada no había nada interesante. Dos spams y un email de Fabián recordándole que, para el día siguiente, le llevara un pañuelo que le había prestado. Volvió a abrir el libro. El latín no tenía misterio para ella. Tras un rato recordando las declinaciones, dejó a un lado el temario y abrió el Messenger. Todos sus amigos estaban ausentes, pero sabía que Isabel se había conectado al llegar a casa porque había cambiado su foto por una en la que ponía morritos delante de un espejo mostrando parte de su sujetador. Además, había dejado un mensaje: «¿Quién irá este sábado al cine? **».

Laura llamó a la puerta antes de entrar.

—Pasa —respondió Saira minimizando la pantalla del ordenador.

—La cena ya está lista

—Vale, ahora bajo.

Antes de apagar el ordenador, Saira volvió a abrir su correo y chasqueó cuando no encontró en la bandeja de entrada el mensaje que esperaba.

La mesa ya estaba puesta cuando Saira llegó a la cocina. Se había cambiado de ropa, se había recogido el pelo en una coleta y se había puesto algo más cómodo. Juanjo tomaba una cerveza sin alcohol en un taburete, se reía y comía cacahuetes mientras hablaba con Laura.

—¿De qué os reís? —quiso saber Saira.

—De nada... —Laura miró a Juanjo a los ojos para que no dijera ni una palabra.

—Laura me ha dicho que has conocido a un chico.

—¿Y? —Saira adoptó una expresión indiferente.

—Nada, nos gusta verte contenta —comentó Juanjo.

Saira destapó la tapadera de una olla.

—Huele muy bien —dijo cambiando de tema.

—Espera a probar las albóndigas. Al fin he conseguido la receta de mi abuela.

Juanjo le ofreció un vaso con naranjada, que ella aceptó. Había deseado tanto que la tranquilidad regresara a su vida que sonrió cuando Juanjo abrazó a Laura por detrás. Se sentaron a la mesa y Laura comenzó a servir la comida. Saira no tenía mucha hambre, pero dejó que le llenara el plato de albóndigas como hacía siempre que servía ella.

Juanjo comentó la noticia del día con Saira. El embarazo de una adolescente en el instituto había corrido como la pólvora. Saira escuchaba sin abrir la boca. Tenía prisa por cenar y volver a abrir su correo. No sabía qué era lo que le pasaba, pues nunca había experimentado algo así. El estómago se le encogió al pensar en Pablo.

—Saira, ¿has escuchado lo que he dicho?

Saira levantó la cabeza del plato y miró a Juanjo.

—Perdona, ¿qué decías?

—Que si conoces a Lola. —Saira asintió con la cabeza—. Esta mañana ha venido su madre al instituto muy afectada porque su hija no quería abortar. ¿Tan difícil es ponerse protección?

Juanjo siguió hablando del tema y Saira simuló como que lo escuchaba diciendo que sí de vez en cuando. Comió más deprisa que de costumbre.

—Estoy un poco cansada —dijo Saira, que ni siquiera esperó a tomarse el postre—. Creo que me voy a la cama ya.

—¿Quieres que te suba una infusión o un vaso de leche? —le propuso Laura.

—No, da igual.

—¿Sabes adónde quieres ir de viaje?

Saira negó con la cabeza.

—¿Alguna idea? —preguntó.

—Nos da igual. Siempre aciertas —reconoció Juanjo.

—Ya lo miraré este fin de semana y os digo algo.

Saira, a pesar de estar un poco impaciente por abrir su correo, subió los escalones como si llevara una losa encima. ¿Qué esperaba encontrar? Ni ella misma lo sabía. Así que, cuando encendió otra vez el ordenador y vio que había un mensaje nuevo, las rodillas le temblaron. Pablo le había escrito y en un adjunto le enviaba una serie de preguntas para que las contestara. Antes de que se hiciera tarde, comenzó a responder al correo, pero no había escrito ni tres líneas cuando la luz naranja del Messenger le indicó que tenía una petición de amistad. Saira sonrió al ver que se trataba de Pablo.

—Hola —saludó Pablo cuando Saira lo agregó a su lista—. Ya te he enviado algunas preguntas.

—Ya las he visto. —Volvió a sonreír y se le aceleró el pulso. En su habitación no temía que viera lo contenta que estaba.

—Si no te importa, mañana contesto a las preguntas. —Saira casi deseaba que Pablo pudiera charlar un rato.

—No te preocupes, las necesito para finales de mes. Todavía quedan muchos días.

Recibió un mensaje de Isabel antes de poder contestar a Pablo: «Sebas m ha preguntado s vienes al cine. Dime algo. Un muack». ¿Al cine con ellos? ¿Qué pintaba ella en el cine con Sebas e Isabel? Lo que menos deseaba era hacer de carabina con su amiga y un chico que no le caía bien.

—¿Estás ahí? —preguntó Pablo al cabo de un minuto de no saber nada.

—Sí —contestó mordiéndose el labio.

Tras otro minuto de silencio, Pablo escribió:

—Acabo de acordarme de que mañana tienes un examen. Te dejo y no te molesto más. Nos vemos.

Sin pensárselo dos veces Saira le preguntó:

—¿Tienes planes para este sábado?

—Espera, que miro mi agenda...

Saira se sorprendió por la respuesta. ¿Tan ocupado estaba?

—No, ¿qué propones? —respondió enseguida.

—Una amiga quiere que la acompañe al cine y no me cae muy bien el chico con el que va.

—O sea, me quieres como carabina.

—Sí —mintió Saira—. Tú y yo seremos las carabinas de mi amiga.

—¿Dónde quedamos?

—Ya te lo diré, pero supongo que será en algún cine de Valencia.

Todavía no podía creerse que hubiera sido tan atrevida con Pablo. No era propio de ella y no era la primera vez que le sucedía. Cuando la ayudó a subir al escenario le dijo que tenía unos ojos muy bonitos. Aunque dejó de pensar en ello a medida que los mensajes en el Messenger se fueron sucediendo hasta bien entrada la madrugada.