Resumen de las reflexiones de Álvar sobre el perfil de los asesinos múltiples indiscriminados.

Álvar medita

El cerebro de Álvar, incapaz de alcanzar una respuesta humana, lógica y razonable, le ayudó a repasar la historia: en las crónicas occidentales de los últimos doscientos años, no existe referencia a ningún otro colectivo religioso, sino el musulmán, del que hayan surgido grupos de personas que coordinen recursos con el propósito de producir matanzas múltiples indiscriminadas de personas. Y que lo hayan hecho reflexivamente, con alevosía, es decir con antelación y cautela para asegurar tanta muerte y dolor como fuere posible, sin riesgo para los criminales o, por el contrario, con el propósito de suicidarse, si no lograban zafarse de la justicia. No había parangón –pensó Al- entre la forma de matar de los asesinos musulmanes y los procedimientos de los verdugos de la Gestapo, del KGB o de la Inquisición.

Por mor de sus creencias, no ha habido fieles de religión alguna que haya cometido crímenes tan viles y execrables como los llevados a efecto poniendo como excusa al islam: ni católicos, ni protestantes, ni hindúes, ni sintoístas, ni otras decenas de corrientes religiosas. Por tanto, como primera conclusión –se dijo Álvar-, deduzco que, dado que he de hacer un perfil del asesino múltiple que responda al del que ejecutará el atentado del Caso Renfe, debo pensar, como primera y exclusiva opción, que estoy ante  un musulmán o un grupo de ellos. Por tanto, pensó, ya tengo una característica.

Álvar se sentó en un bordillo y escribió:

Rasgo 1: El asesino será musulmán

Pasado un buen rato, Álvar se levantó del bordillo y se dijo: “La pobreza debe ser una buena causa para matar a tus semejantes” –se detuvo un momento, pensando que sí, sin duda la pobreza es una probable concausa por la que un individuo normal se convierte en asesino, pero ¡ojo! no todos los pobres son asesinos. Sin embargo, volviendo su mente al mundo islámico, que con tanto detalle conocía debido a sus viajes por países musulmanes, no recordaba, ni tenía constancia de nada que le hiciera ver una clara tendencia de los musulmanes acomodados, muy especialmente los ricos, a morir, ni por Alá… ni por ninguna otra razón. Es un hecho que se puede dar por cierto que los ricos de cualquier nacionalidad o religión no tienen el más mínimo interés en morir. Es más, este tipo de personas hacen lo posible por prolongar sus vidas tanto como sus bolsillos se lo permiten. Por tanto, ya puedo dar por seguro, bastante seguro –se dijo-, que los posibles terroristas de los trenes, en especial los suicidas, no serán gente acomodada, sino más bien pobre, por lo que es razonable pensar que la pobreza es una concausa probable, no segura, por la que un ser humano normal puede cambiar de buena persona a asesino múltiple. También, podría suceder que, sin ser paupérrimo el individuo en cuestión esté en contextos o ambientes en los que la vida le resulte una basura. Sin duda, la pobreza no es causa suficiente para convertirse en asesino múltiple, pero sí es necesaria. Al llegar a este punto, Álvar se quedó de pie en el mismo lugar en el que se encontraba, tomó varias notas y escribió:

Rasgo 2: El asesino será pobre

Al terminar esta nota, Álvar comenzó a andar sin saber muy bien hacia dónde y aún con el regusto de sus últimos pensamientos su imaginación le llevó a sus despreocupados días de profesor universitario. Y en eso estaba cuando, en relación con ellos, recordó que, en cierta ocasión, mientras paseaba por el campus de su universidad con un colega, el profesor Morales, cuya especialidad era la Literatura y que, como él, era un impenitente viajero y gran conocedor de las costumbres musulmanas. El Prof. Morán, con la predecible forma de expresarse de un profesor de Literatura, me contó lo que sigue:

La historia de Karím y Abdel

>>>A propósito de Karim.

Una nueva criatura del Señor vino al mundo en la Barriada El Príncipe, de Ceuta. Era el octavo de ocho hijos. Le pusieron de nombre Karim, hijo de Haggui. Fue inscrito en el Registro con el único propósito de tener derecho, en beneficio de sus progenitores, de todos los subsidios y ayudas que le pudiera corresponder a un ciudadano español. Karim se educó en la barriada; su patio de recreo fue la calle; su maestro, un clérigo musulmán; a la escuela fue, no porque la formación fuera un deber y un derecho de todos los niños, sino porque, así, el chico se alimentaba gratis; su libro de lectura, fue el Corán; su código de conducta, el derivado de los hadices y, en todo lo demás, las normas que impone la supervivencia.

En cuanto a la autoridad –dijo Morales-, la materna, según la costumbre y la religión musulmanas, disminuía a medida que el niño crecía; la paterna, fue floja, negligente y tendenciosa; la del Estado, en aquel barrio, sólo se hacía notar si las Fuerzas de Seguridad entraban en aquellas callejuelas, las raras veces que lo hacían.

En relación al padre de Karim  -observó el Prof. Morales-, sólo le he de dedicar unas pinceladas porque, aun sin apenas aparecer en la vida del niño ni intervenir de ningún modo en su educación, la influencia del carácter paterno, su forma de ser y de comportarse con la madre, influyeron profundamente en la conducta, no sólo de Karim, sino de todos sus hijos.

Mohammed Haggui, vivía en Francia, país del que se había hecho ciudadano y en el que figuraba como “consejero del culto musulmán” . Y allí residía con su familia –utilizo aquí el término “familia” como una pareja y su prole concepto que, como se verá, no es de aplicación a un musulmán-. En la Prefectura, el Sr. Haggui declaró que, por permitirlo su religión, era polígamo, por lo que había tomado una segunda esposa. La Administración aceptó que la segunda esposa se reuniera con él en Francia sin necesidad de permiso de residencia, razón por la que los ocho hijos habidos con esta mujer serían franceses y ella misma no podría ser expulsada. Con respecto a esta segunda esposa, no podía ser considerada legalmente como cónyuge (los franceses, como la mayoría de los europeos, son monógamos oficialmente, al menos) sino como “pariente aislado”. En consecuencia, según lo prescrito, por ser “pariente aislado” con al menos un hijo, percibe del estado francés 707,96 € a lo que hay que añadir que, por cada hijo extra, recibe 176,80, lo que supone, por este concepto, 1.237,60 €. En total el Estado Francés gira a nombre de esta mujer la cantidad de 1.924,79 €. Complementariamente, por sus ocho hijos, ella percibe cada mes 978,08€ de subsidio familiar. Además, por tener dos hijos menores de tres años, tiene derecho a otra ayuda de 161,66 € por hijo, lo que suma 323,36 €. Por otra parte, al tratarse de un “pariente aislado” la señora en cuestión percibe por este concepto otro subsidio de 305,00 € al mes.

Veamos, a continuación, el asunto de la segunda esposa de Mohammed Haggui desde la perspectiva laboral: por tratarse de una persona sola que no trabaja, le corresponde un subsidio de 457,86 € más 167,15 € por hijo, lo que da 1.755,08 €. En el mismo orden de cosas, puesto que dicha persona tiene cuatro hijos en edad escolar, le corresponde una ayuda a principio de cada curso escolar de 257,61 € por cada uno de ellos. Total: 1.030,44 € cantidad ésta que prorrateada por meses da 85,87 €/mes. En conclusión, la segunda señora Haggui cobra 5.296,14 € cada mes. Dicho en términos prácticos, la segunda esposa del señor Mohammed Haggui, por una razón o por otra, aporta a la familia más de cinco mil euros, dinero que administra, claro está, su marido.

Hasta aquí lo relacionado con la segunda esposa. Veamos, a continuación, qué hay respecto a la primera. El Estado Francés da una asignación familiar –me refiero a una pareja y a sus hijos, ocho en este caso-, de 978,08 €/mes. Además, por tener hijos pequeños, recibe 323,32 €. Adicionalmente, se le entrega una ayuda por vivienda de 305,00 €. Por otra parte, por tratarse de un matrimonio se le abona, como ayuda, 626,82 € a la que se le añaden un subsidio de 245,50 € por cada uno de los ocho hijos, lo que da 1.964,02 €. A todo esto, se la añade una ayuda escolar por cuatro hijos de 85,87 €/mes. En resumen, por el hecho de estar casada formando pareja legalmente con Mohammed Haggui, la primera esposa aporta a la familia más de cinco mil euros, dinero que administra, claro está, su marido. En fin y en resumen, el señor Mohammed Haggui, por estar casado, dispone de 3.651,29 €/mes. Concluyendo, el consejero del culto musulmán Mohammed Haggui ingresa del Estado Francés 8.947,43 € cada mes. Por estos ingresos, claro está, declara al fisco francés.

El profesor Morales y Álvar se sentaron a tomar un ligero tentempié y, mientras lo hacían, el improvisado cronista continuó:

Pero aquel hombre, moderado, equilibrado y bondadoso a la vista de todos, tenía otros ingresos por los que no tributaba – el narrador, antes de seguir, bebió un poco de agua-. Como “consejero del culto musulmán” asignado a una determinada mezquita Mohammed dirigía la oración, recogía y repartía las limosnas y era buscado para aconsejar. También, dado que sus sermones llevaban paz y sosiego a los fieles, sus sermones y rezos suponían una notable afluencia de fieles… y un significativo aumento de las limosnas. Por esta labor era retribuido moderadamente, en metálico, claro. Hasta aquí, las facetas más o menos honorables del religioso Mohammed Haggui. Sin embargo, este respetable y moderado imán tenía otras facetas, otras actividades de las que muy pocos sabían algo y, en todos los casos, esos pocos, tenían, sobre él, interpretaciones sesgadas y tergiversadas por el propio Mohammed. De este modo se aseguraba, en su opinión, de que nadie conociera sus tejemanejes y, menos aún, los entendiera. En esos otros aspectos de su vida Mohammed se desplazaba a mezquitas ubicadas en otras ciudades donde era requerida su presencia En esos centros religiosos podía hablar  sin restricciones mentales sobre cómo, el verdadero creyente, debía entender la religión. En sus discursos hablaba, sobre todo, de que un buen musulmán ha de estar sometido a Dios sin duda de ningún tipo, lo que supone estar al servicio de los intereses de la causa superior del islam. El discurso de Mohammed se adaptaba, no sólo al lugar, sino, también, al momento y las circunstancias más relevantes de ese momento. De esta forma, las palabras variaban, según conviniera, desde, por ejemplo, la ayuda humanitaria a los musulmanes de Chechenia, hasta la defensa, por las armas, de la pureza de las costumbres en Afganistán. Esta labor le proporcionaba algunos ingresos extras para cubrir los gastos de desplazamiento y otros, más que notables, en función de la afluencia de voluntarios que entregaran sus vidas al servicio del islam. De vez en cuando, muy de tarde en tarde, so capa de peregrinaciones de un tipo u otro, Haggui viajaba con otro nombre a zonas del mundo en las que se estuviera llevando a cabo labores exitosas de proselitismo, con el fin, muy claro y determinado, de prepararse para socavar el orden social establecido en beneficio del Estado Islámico Mundial, su verdadero y único anhelo. Los ingresos obtenidos como retribución por estos servicios los depositaba en un banco fuera del control del fisco, lo que suponía una pequeña fortuna, creciente, de la que sólo estaba al corriente, con limitaciones, su hijo mayor. El mayor de los tenidos con sus tres mujeres.

Una de las ciudades a la que se desplazaba Mohammed periódica y sistemáticamente era Ceuta. Y le gustaba porque el control policial en los lugares en los que él se movía era mínimo y, además, la autoridad del Estado en esos lugares prácticamente no existía. En consecuencia, el imán radical y extremista que en realidad era Mohammed Haggui aparecía allí sin tapujos, lo que hacía que las personas que asistían a su charla, la mayoría gente sin trabajo y sin ninguna perspectiva ilusionante de vida, resultaran muy vulnerables a las tesis del orador. Esto, en fin, redundaba en una clara respuesta a las llamadas de Mohammed. En resumen, según le habían dicho, el último mes cuatro españoles ceutíes habían partido con rumbo a distintos lugares en los que, según los discursos de Haggui, podrían ayudar a la causa del islam.

En uno de aquellos viajes conoció a la joven Zuleima, de la que quedó definitiva e irremediablemente prendado. Y durante esa estancia, que prolongó por dos semanas, se casó con ella. Su belleza y dulzura le tenían cautivado. Aún más, la noche de bodas, Mohammed conoció otra dimensión del placer. Zuleima, de forma natural, sin ningún tipo de remilgos practicó el sexo con tal descaro y habilidad que, durante años, aquel religioso de discurso encendido y apasionado se convirtió en un fiel amante que cada mes pasaba varios días en Ceuta. Esta asiduidad y constancia dio como fruto ocho hijos, de los que, el más pequeño era Karim.

El pequeño Karim, cuando estaba su padre, su héroe, en casa, iba con él a los rezos de los viernes y asistía a sus fervorosos discursos dirigidos a inflamar de ardor religioso los corazones de un público entregado. Corazones de personas con tan pocas expectativas de felicidad en esta vida, como necesidad de una esperanza gloriosa y entendible en el más allá. En lógica respuesta a la educación recibida y a la forma de vida en la que estaba inmerso Karim no adquirió ninguna de las características, buenas y malas, que se le suponen a un español y sí, por el contrario, todas las atribuibles a los de un radical musulmán: alguien embrutecido e inculto.

Karim murió años después en los atentados de Madrid el 11 marzo de 2004, en un vagón de un tren de cercanías al explosionar, inopinadamente, la mochila bomba que trasportaba. Nadie supo jamás que aquel cuerpo destrozado era el de un asesino despiadado que mataba tanto a moros como a cristianos. En aquella barbaridad perpetrada por musulmanes en nombre del islam hubo más de ciento noventa muertos y mil cuatrocientos heridos.

Álvar miró el reloj y le dijo a su compañero, el profesor de Literatura ¿Comemos algo y aprovechamos estas dos horas que nos quedan hasta el comienzo de la próxima clase para que me cuentes toda la historia? Realmente, estoy muy interesado en ella. Y el narrador estuvo de acuerdo. Eligieron un restaurante y, tan pronto se acomodaron, pidieron unas cervezas y Álvar, impaciente, dijo:

-¡Vamos! Dale. Continua.

Y el narrador continuó:-

>>>A propósito de Abdel.

En la barriada de El Príncipe, de Ceuta, menos de cien metros más abajo de la casa en la que vino al mundo Karim y por las mismas fechas, nació otro bebé. Le llamaron Abdel. La madre, Bahira, era viuda de un hombre del que estaba muy enamorada. Al poco tiempo del fallecimiento de su marido, apenas iniciado el embarazo, buscó, por necesidad, y encontró, por perseverancia, trabajo como asistenta en la casa de un oficial del tabor  de regulares de Ceuta. Bahira, en la charla de presentación a su posible futura empleadora le explicó con total claridad su situación, incluyendo que esperaba un hijo para dentro de unos cinco meses. Adela, esposa del  capitán Fusté, escuchó  con especial interés y, tal vez, con algo de recelo todo lo que le explicaba aquella mujer que profesaba una religión distinta a la suya. A fin de cuentas, si la contrataba, de una forma u otra iba a tener un trato permanente con ella… y era mora. Nunca antes había entrado en su casa alguien que no fuera católico, al menos nominalmente. Pero allí, en Ceuta, donde apenas hacía un mes habían destinado a su marido, más le valía aprender a convivir con musulmanes . A Adela le cayó bien la sinceridad y los modos de Bahira, especialmente por no callar que estaba embarazada, sin pretender ocultarlo en ningún momento. Por el contrario, le pareció que se sentía orgullosa de ello y de su difunto marido. De alguna forma, más allá de las palabras, intuitivamente, Adela sintió que podía confiar en ella y la contrató como interna, dejando fines de semana de libre disposición. Dicho con otras palabras, sábados y domingos, si quería podía salir y, si lo prefería podía quedarse en la intimidad de su zona de estar, que estaba compuesta por una habitación con cuarto de baño y una pequeña salita con televisión. Sólo le puso dos condiciones ineludibles: la primera, que se comportara con ella y su familia como una buena persona; la segunda, que no permitiera la entrada en la casa a ningún hombre bajo ninguna circunstancia.

Pasó el tiempo y ambas, cada una en su papel, se hicieron y comportaron como buenas amigas. En cuanto al marido de Adela, el capitán, resultó ser un hombre sobrio, morigerado, sencillo, sin ninguna clase de alardes que apenas intervenía en el gobierno de la casa y que, en la práctica, nunca o, al menos, en muy raras ocasiones se acercaba a la zona de la cocina y la habitación del servicio. La mayoría de los días de fiesta, el capitán, si no estaba de servicio, paseaba con los dos niños -Alberto, su hijo, y Abdel- a los que trataba con la misma consideración y afecto como si fueran sus hijos. Y hablaba con los dos sobre todo cuanto le preguntaban y también les contaba las más simpáticas aventuras que había vivido como soldado. De esta forma, Abdel, poco a poco, asoció la figura paterna a la del capitán, que rara vez se enfadaba y, si en alguna ocasión le reprendía, el niño sabía que en nada se deterioraba la relación suya con aquel hombre. En fin, a Abdel le gustaba estar cerca de él, ver lo que hacía y cómo lo hacía. En el corazón del niño no había duda, el capitán le quería como a un hijo y también sabía que Alberto era su hermano, su muy querido amigo. Con los años, el capitán pasó a ser comandante y, después, coronel pero, en la casa, todo el mundo le siguió llamando “el capitán”.

Así las cosas, el tiempo trascurrió sin alteraciones, amable y metódico. Cada día, a muy primera hora, un soldado, generalmente musulmán, que actuaba como asistente del capitán, llegaba con el pan y el periódico. Algo más tarde, cuando el capitán se había ido, Bahira se sentaba en la cocina a preparar la lista de la compra, al poco, pero indefectiblemente, Adela se sentaba frente a ella y ambas desayunaban, conversando sobre las comidas y las cosas a hacer esa jornada mientras los niños, el de Adela y el de Bahira, Abdel, jugaba a su alrededor y, simultáneamente, crecían imperceptiblemente. Tras el matutino briefing, Bahira, acompañada por su hijo, salía a la calle para hacer todo lo previsto en el programa del día, ocasión que, de vez en cuando, aprovechaba, especialmente los viernes, para asistir a los rezos en la mezquita y, al salir, se acercaba a la barriada para ver cómo estaba su pequeña casita y, a la vez, saludar a vecinas y amigas. De esta forma, Abdel conoció y trabó amistad con Karim. Los dos, Karim y Abdel, se cayeron bien desde que gatearon juntos por primera vez y, pasado el tiempo, también pasaban buenos ratos paseando y charlando por las calles de Ceuta. Karim se fijaba en los modos y maneras de comportarse de Abdel y, Abdel, observaba los reflejos y habilidad de Karim. Entre ambos llegó a haber una buena e íntima amistad. Pero esa excelente relación se cortó, inesperadamente, cuando los dos amigos llegaron a los dieciséis años. Sin más, un día, a Karim pareció como si se lo hubiera tragado la tierra. Abdel, preocupado, subió a casa de su amigo y preguntó, pero nadie le dio razón alguna. También, indagó entre la gente de la barriada y, al parecer, nadie sabía nada, hasta que, bajando por las callejuelas de El Príncipe hacia el centro de la ciudad, se encontró con un joven al que Karim le había presentado como su colega. Y le preguntó:

-¿Sabes algo de Karim? Estoy preocupado. Hace días que no le veo. Parece que se hubiera evaporado sin dejar rastro alguno.

La cara de Abdel mostraba preocupación real, razón por la que el interpelado contestó:

-Está en Afganistán, luchando con los talibanes, por la defensa del islam, como deberíamos hacer todos los buenos musulmanes.

Abdel se quedó sin palabras. En su cerebro no había explicación posible y, aunque no estaba al corriente de lo que pasaba en Afganistán, sí sabía que allí moría gente, mucha gente, a diario. Además, se preguntaba sobre la razón por la que los buenos musulmanes tienen que luchar en lugares tan lejanos. En consecuencia, al llegar a casa y encontrar a su madre sola, trajinando en la cocina, le preguntó:

-Madre, mi amigo Karim se ha ido a la guerra de Afganistán a defender el islam y he oído a algunos musulmanes que es obligación de todos nosotros enfrentarse a los americanos y a sus aliados para que se vayan de aquel país.

La buena de Bahira que, a la sazón rondaba los cuarenta, miró a su hijo y comprendió que ya no era un niño sino un jovencito en plena pubertad al que había que darle respuestas serias y coherentes. De ello dependía que se trasformara en un hombre de bien u otra cosa no deseable. En consecuencia, dejó de hacer lo que hacía y pensó sobre la conveniencia de hablar con su hijo en la intimidad de su habitación o, por el contrario, quedarse donde estaba, al calor del hogar. Optó por esto último. Tras pensar un instante contestó:

-Nada bueno se puede derivar de la guerra. En estos momentos de duda, debes, es tu obligación, volver tus ojos y tu mente al sagrado Corán y ver si tu religión, nuestra religión, es una religión de amor o de odio, de paz o de lucha. Yo te digo que Alá, el Magnánimo, y el Profeta, por siempre sea Alabado, nos han dejado palabras de paz y amor, no de odio ni violencia. Escucha y entiende –Bahira se detuvo, se sirvió un café y prosiguió-:

-El islam es un espacio de amor que incluye a todo tipo de gentes. Para disfrutarlo se ha de seguir la vía del amor, lo que exige el reconocimiento de aquellos que piensan, creen y sienten como nosotros y, también, a cualesquiera otros. En este sentido, se puede leer en el Sagrado Libro:  “…os hemos hecho pueblos y tribus distintos para que os reconocierais unos a otros. Y en verdad que el más noble de vosotros ante Alá es el que más Le teme. Alá es Conocedor y está perfectamente informado.” Yo no sé cómo será la gente que habita el Afganistán, pero sí conozco a las personas que viven en este lugar, en esta ciudad, a mis vecinos y sé que, según nuestra religión, los cristianos son “una gente digna de cariño”. Y, como se nos dice en la Sura 5: Aleya 82 “… encontrarás que los que están más próximos en afecto a los que creen, son los que dicen: Somos cristianos…”. También, hay otras aleyas que nos avisan que los casos de rechazo hacia el otro (los no musulmanes) son poco comunes y que tampoco se aplican en todo momento.

Fíjate, hijo mío –dijo la madre mirando fijamente a Abdel-, y esto es muy importante, que no se permite tratar como enemigos a los que no ejercen enemistad contra los musulmanes, tampoco se permite clasificarles como enemigos. Más bien, merecen otro tipo de tratamiento: Alá no prohíbe que tratéis bien y con justicia a los que no os hayan combatido a causa de vuestra creencia ni os hayan hecho abandonar vuestros hogares. Ciertamente, Alá ama a los equitativos. En este sentido, te recomiendo que leas y medites sobre la Sura 60: Aleya 8. Igualmente, se nos advierte de abrir, incluso, las puertas del bien, del cariño y del afecto ante los que se enemistan con los musulmanes: “Puede ser que Alá ponga afecto entre vosotros y los que de ellos hayáis tenido como enemigos. Alá es Poderoso y Alá es Perdonador y Compasivo. Y entre los comentarios sobre esta aleya que me parece más adecuado a mi propósito está el siguiente: “El afecto después del rechazo, el cariño después del odio, y la concordia después de la discordia. Alá es El Que puede unir las cosas esparcidas y dispersas. Es El Que concilia entre los corazones después de la enemistad y la dureza y las reemplaza por el encuentro y la concordia”. Recuerda, por favor, hijo querido, te ruego encarecidamente que recuerdes estas palabras pronunciadas por un hombre sabio: "Nunca desprecies a nadie, sea musulmán, cristiano, judío o ateo. A lo mejor, por alguna cosa oculta, sea mejor ante Alá que tú. Tú no sabes cuál será su fin". A este respecto, quiero recordar para ti las palabras del Sheik îb Arsenal: "Sobre estas virtudes morales educaron sus hijos y alumnos, y de entre ellos fueron sobresalientes personajes y héroes que adornan las páginas de la Historia".

Por último, he de decirte que el origen en las relaciones entre la gente, por diferentes que sean sus nacionalidades y creencias, es el hecho de reconocerse, de tener misericordia mutua, la cooperación, la amistad y la paz. La excepción es el estado de guerras y combates, que son asuntos que producen odio. Esta excepción es temporal porque el odio no permanece entre la gente sean cuales sean las huellas de las guerras. Así es la naturaleza de la vida: unos ciclos siguen a otros. El mejor de entre la gente es aquel que utiliza los ciclos del bien, de los acuerdos y de la paz para el desarrollo de los factores del bien y del amor inculcándolos entre los individuos y los pueblos. Este es el camino del Islam y este es el fundamento en el Islam.

Y mantén en tu corazón que Alá es El Afectuoso, El Muy Misericordioso y El Que ama a los equitativos y detesta a los injustos. La justicia es el mejor pilar para el amor entre la gente.

Abdel escuchó con mucha atención las palabras de su madre, mientras tomaba una infusión, tiempo en el que la mujer se mantuvo callada y apenas sin moverse, a la espera de la reacción de su hijo. Al cabo de unos minutos, Abdel dijo:

-Guardaré en mi corazón cada una de tus palabras como uno de los mayores  tesoros recibidos de ti. No te quepa la menor duda que, en toda circunstancia, el amor prevalecerá en cada situación que la vida me ponga. Gracias, madre –Abdel hizo una pausa tomó un sorbo del té que mantenía entre sus manos y preguntó:-

-Podrías decirme, madre, en tu opinión ¿cuándo es legítimo luchar por el islam? –de nuevo, Bahira miró a los ojos de su hijo, como si tratara de comunicar directamente con lo mejor de él, al cabo, cuando reafirmó su sentimiento de confianza en su hijo, en el que vio a su padre, dijo:

-El esfuerzo que todo musulmán, hombre o mujer, debe realizar para que la ley divina reine en la Tierra es la yihad. Y esa voluntad no es cuestión de un minuto, un mes, un año… Se trata de una vida, cada segundo de la existencia de un creyente éste ha de estar predispuesto a actuar conforme a la palabra de Alá, dicha por Su Mensajero para todos los seres humanos. La yihad, por tanto, es una lucha. Una guerra sin cuartel contra las debilidades de uno mismo, compuesta de combates permanentes que cada cual ha de enfrentar para ser cada día más digno de Él. De hecho yihad y qitâl (lucha armada) significan exactamente lo opuesto de lo que suelen pensar los no musulmanes: en vez de ser instrumentos que justifican la guerra y llaman a ella, son las medidas aplicadas para conseguir la paz por medio de la resistencia a la agresión injusta". También, a veces implica la guerra santa. Por consiguiente, contestando directamente a tu pregunta sobre cuándo es legítima la lucha por defender el islam, yo te digo que siempre. Un musulmán debe defender su religión esté donde esté y sin ningún género de duda, pero siempre sin olvidar lo que islam dice sobre el amor y la paz. Quiero decir que la lucha armada sólo es permisible cuando un enemigo trate de eliminar o debilitar nuestra fe mediante la fuerza y la violencia. La mejor lucha, la más pura, la más digna está en el interior de cada uno lo que, sin duda, al vencer, se trasforma en el arma más poderosa del islam.

Bahira, tras concluir la exposición de su pensamiento, de nuevo se calló y se quedó quieta a la espera de la reacción de su hijo. Y no tuvo que esperar mucho.

-Entonces, madre, qué opinarías si decido hacerme militar, como el capitán.

La mujer, que no se esperaba ese cambio radical de conversación y que, en lo absoluto, se había planteado nada respecto al futuro de su hijo, se quedó sorprendida. Ahora fue Abdel y no su madre el que se quedó a la espera y en silencio. Al fin, cuando pudo reaccionar dijo:

-Me parece una profesión muy digna. Deberías hablar con el capitán.

Y, con eso, acabó la conversación entre una buena madre y un buen hijo.

Días después, un anochecer, el capitán –ya coronel- hablaba con Alberto y Abdel en el salón de su casa y decía:

-En cuestiones de religión yo no soy la persona más apropiada para aconsejar a nadie, pero sí os digo que el hombre prudente guarda muy dentro de él los asuntos de Dios y nada dice de lo que piensa sobre religiones. Esta es una buena medida para tener y conservar amigos. Y con respecto a la guerra os digo que yo no me cuestiono si es buena o mala, pero sí estoy muy pendiente del comportamiento de la tropa a mi mando y del mío propio y procuro que el odio no me controle. Así, cuando vuelvo a mi casa puedo mirar a los ojos a mi mujer, a mis hijos y a mis amigos –el capitán se detuvo y miró a aquellos jóvenes con ternura, calló unos instantes y prosiguió-. También os digo que España, mi país, la sociedad a la que pertenezco, es lo primero en mi escala de valores. Con respecto a mis devociones os quiero hacer ver que no están ni encima ni debajo, ni a un lado ni a otro de mi vida profesional, sino en una dimensión distinta.

El capitán calló durante un buen rato esperando alguna pregunta de sus interlocutores. Como no la hubo, continuó:

-Con respecto a la conveniencia, para ti, Abdel, de ser militar pienso que de alguna forma te he contestado. No obstante, te preciso: si te sientes español, la carrera militar es una buena profesión pero, si ante todo te sientes musulmán, entonces, no lo dudes, busca otra actividad que te dignifique y te haga mejor persona. Pero si decides ser militar, entonces estoy seguro que serás un buen soldado y, por tanto, tus compañeros fiarán de ti. Nada hay más importante en la milicia que la confianza en el que está a tu lado.

En los años que sucedieron a aquella charla, Abdel llegó a ser un oficial de alta graduación de Estado Mayor, profesor del Instituto Universitario Gutiérrez Mellado  y, sobre todo, era una persona de la que nadie sabía, por su boca, nada de su vida interior. Sin embargo, nadie tenía duda de que era un excelente profesional y una buena persona. Su padre putativo siempre estuvo orgulloso de él.

Álvar recordaba al narrador, a Morales, aquel profesor de Literatura, que tan bien le había contado aquella historia. Durante un rato se recreó recordando aquellos días cuando toda su dedicación era la docencia. Álvar guardó su cuadernillo de campo en la bolsa de costado y siguió caminando hacia el Estanque  y, cuando lo tenía a la vista, se dijo: “En todo caso, si un individuo viene a estas tierras a prosperar, por qué, al estar aquí, decide matar a los seres humanos que lo rodean y, simultáneamente, abandona el deseo de medrar. No es razonable pensar que alguien se enfrente a tantos inconvenientes en un viaje tan duro y lo sufra todo (dejar amigos, familia, su entorno conocido…) con la intención de matar ¿Es posible tal cosa? ¿Qué clase de mente enferma haría eso? ¿No sería más práctico, económico y comportaría menos sufrimiento personal quedarse en su lugar de origen y matar por allí? ¿Acaso le hace más rico matar aquí, o produce más placer, que hacerlo allí? Esto último daría sentido a mi análisis –se dijo Álvar-. Si el asesino fuera retribuido por matar, entonces estaríamos en presencia de un sicario pero, si no fuera así, si el asesino no mata por dinero, entonces la pregunta sigue sin respuesta ¿Por qué vienen musulmanes aquí, a matar y a repartir dolor y tristeza entre nosotros?”

Álvar se acercó al borde del Estanque y se entretuvo mirando el agua y, allí, no muy lejos, observó que podría alquilar un bote de remos, así que allá fue Álvar con la intención de subirse a uno de ellos y dar un paseo remando. Durante un buen rato su mente se concentró en el asunto de la barca y no pensó en su tema fundamental. No obstante, tan pronto se situó en la parte central del Estanque y soltó los remos le vino a la mente otra posible causa: la envidia. Dejándose mecer por el leve oleaje del estanque, Álvar quiso recordar el significado exacto de la envidia. Tenía que cerciorarse si, efectivamente, la envidia podría ser otra de las causas por las que una persona más o menos normal se convierte en asesino. Y para ello hizo una breve consulta al diccionario a través de su celular y leyó: “Envidia: sentimiento o dolor interior que molesta y fatiga el ánimo al ver o percibir el bien ajeno y desearlo para sí”. “Bueno -pensó Al-, esto quiere decir, hablando en plata, que, por ejemplo, yo te tengo envidia si deseo algo que tienes tú. Ahora bien, si cada vez que pienso que lo tienes tú, siento un profundo dolor porque no lo tengo yo, entonces mi envidia es fuerte. Pero, si en vez de ese malestar, me siento tan mal que me llega a dar algo de fiebre cada vez que te imagino disfrutando de la cosa en cuestión, entonces la envidia que siento es tan intensa que se trataría de una enfermedad que debería ser tratada como tal y, así, prevenir la comisión de cualquier barbaridad. En consecuencia, es lógico pensar, creo yo –se dijo Álvar-, que el asunto de la envidia tiene grados, razón por la que tengo que considerar que hay personas muy envidiosas, otras, poco envidiosa y otras, nada envidiosas. En este terreno, el de los sentimientos, no hay unidades de medida, lo que me exige –pensó Al- recurrir a la lógica difusa. Y si me muevo en este terreno, el de la lógica difusa, ya no puedo pensar en probabilidades numéricas sino en factores de certeza. Así, por ejemplo –se dijo Al- “¿cómo puedo saber si un musulmán pobre tiene envidia de la forma de vida occidental hasta el extremo de querer matar? Aparentemente, no es posible ni aproximarse a una contestación porque, al estar en el terreno de los sentimientos humanos, no hay forma de hacer estimaciones. O sí. “A ver, a ver” –se dio ánimos Álvar a sí mismo-. “Déjame pensar –se dijo a sí mismo-. Supongamos, -imaginó Al-, que en uno de los pueblos situados en la Serranía de Mijas, en una de las huertas próximas a Alhaurín de la Torre, en plena Costa del Sol, en Málaga, se han instalado dos parejas: una es la de Alami Mohamed, marroquí, y su mujer, Jamila, y otra, la de John Murphy, inglés, y su mujer, Gay. El inglés es ferviente ecologista, por lo que va y viene al pueblo en bicicleta. El moro va y viene en bicicleta a todas partes porque no le queda otra. Como son vecinos, cuando se presenta la ocasión, los dos van juntos al pueblo, en bicicleta, por supuesto. Y, así, como buenos vecinos pasaron un par de años. Mas, un cierto día, John se compró un Smart Electric Drive, un coche totalmente eléctrico con el que comenzó a desplazarse de casa al pueblo y del pueblo a casa, por lo que ambos amigos dejaron de desplazarse juntos en bici. A partir de la aparición del Smart, Mohamed, que era una bellísima persona, imperceptiblemente, muy en contra de su voluntad, cambió ligerísimamente de actitud respecto a su vecino. Mohamed deseaba en alguna medida, muy pequeña, el coche de su amigo, y, tanto más cuanto más imposible veía la compra, por su parte, de un coche similar al del inglés. Por otra lado –siguió imaginando Álvar-, la pareja británica estaba retirada y, como consecuencia, entre los dos tenían unos ingresos mensuales constantes que les permitían vivir desahogadamente, sin lujos, pero bien. Por el contrario, el marroquí tenía que trabajar muy duro y, además, sin ninguna garantía de ingresos regulares. Esta última circunstancia, añadió otro punto, minúsculo también, de envidia en el alma de Mohamed. John, por su parte, que no había cambiado de actitud en nada respecto a su vecino, decidió dar una pequeña fiesta en el jardín de su casa para mostrar su nuevo coche a sus amigos. Así lo hizo y, como es lógico, John invitó al musulmán, lo que, a la postre, fue una fuente de sutiles pequeños agravios comparativos en la mente de Mohamed que, a su vez, dieron lugar a un sinfín de nuevos minúsculos focos de envidia derivados, todos ellos, de estar, cada pareja, en dos mundos culturales muy distintos. Para empezar, cuando Mohamed y Jamila llegaron a la fiesta –era verano-, la mayoría de las mujeres, todas ellas occidentales, vestían minifaldas o shorts de tamaño supermini, lo que incomodaba enormemente al musulmán que, en la práctica, no sabía a donde mirar porque, Mohamed, hombre muy religioso, sólo había visto desnuda a su mujer. Con todo Mohamed no podía dejar de mirar a hurtadillas a aquellas impresionantes mujeres, tan morenas y tan bien hechas, mientras que, cuando desviaba la mirada hacia su esposa, sólo veía una figura sin formas, de la que sólo se apreciaba la cara. Esto, de nuevo, hizo aparecer otro imperceptible foco de envidia en el alma del moro. Después, cuando la fiesta avanzó un poco y llegó a la hora del aperitivo, John y Gay habían preparado dos mesas distintas, una con comida para el musulmán y otra, para todos los demás. Por otra parte, en cuanto a las bebidas, los occidentales bebían lo que les apetecía sin otro límite que el impuesto por el sentido común. Sin embargo, ellos, Mohamed y Jamila tenían limitada su carta de bebidas al agua y los zumos situación ésta que hizo a Mohamed preguntarse ¿por qué tengo impuesto lo que debo beber? Por fin, a la hora de la barbacoa, los ingleses, en consideración a sus invitados musulmanes, tenían una bandeja de cabrito mientras que todos los demás comían cochinillo, secreto ibérico, solomillos y embutidos. Aquel día, los dos musulmanes, hombre y mujer, pecaron: ambos probaron el jamón de Jabugo y bebieron el vino fino de Jerez. Y les gustó. Aquella infracción de las normas del islam dejó un regusto amargo en el alma de la pareja musulmana. A partir de aquel día se abrió ante el moro –no ante el inglés- una brecha en la convivencia que ya nunca se cerraría sino que se acrecentaría”.

Esa brecha la produce la envidia, que puede decrecer si el envidioso nota que él se aproxima a lo deseado o se agranda si se convence de que el objeto deseado nunca estará a su alcance. Pero –pensó Álvar- lo que debe hacer sangrar la herida producida por la envidia es saber que todo lo que desea está al alcance de su mano y que sus creencias, únicamente sus creencias, hacen imposible alcanzarlo, razón por la que, no pudiendo sufrir el dolor interior que le produce el tener al alcance de la mano la deseada forma de vida occidental y no poder disfrutarla por autodisciplina su cerebro se revela y, sintiéndose incapaz de cambiar la situación compitiendo, luchando y trabajando utiliza cuantos medios se le ocurren para quitarse ese pesar. Y uno de los medios de aliviar malestar tan intenso, podría ser, tal vez, el de participar en una matanza que ponga de manifiesto ante sí mismo que el poder lo tiene él.

Álvar remó hasta el monumento que presidía el Estanque. Una vez allí, anotó en el cuadernillo:

Rasgo 3: El asesino será envidioso

Dejándose mecer en el bote, Al recapacitó y se dijo: “Hasta el momento, he llegado a la conclusión de que los rasgos del asesino múltiple del que me tengo que prevenir son, probablemente: a) musulmán, b) pobre y c) envidioso ¿Quiere esto decir que cualquier musulmán pobre con aspecto de envidioso es mi asesino? No. Sin embargo, me delimita la búsqueda ya que no son sospechosos los no musulmanes, los ricos y aquellos que no tengan razones aparentes para envidiar. Bueno –se dijo-, no es mucho, pero algo es algo. Ya veremos qué dan de sí mis reflexiones al acabar el día –pensó-.

Álvar dejó la barca y se fue dando un paseo hacia un quiosco cercano, se sentó en una de las mesas, pidió otro café y una botellita de agua mineral.

Tranquilo y relajado, sin pensar en nada concreto, su mente voló a Segis. Nunca había hablado en serio con Segis respecto a sus sentimientos y a lo que él sentía por ella. Sin embargo, Al estaba convencido de que ella sentía algo parecido respecto a él: nada en concreto, pero una atracción irresistible lo arrastraba hacia aquella mujer. Entre Segis y él no había nada, ni formal ni informal, pero la sensación estaba ahí. En cuanto la vea, me dejaré de bromas y le hablaré con claridad sobre lo que siento por ella. Es más, sin cortapisa alguna le propondré que nos vayamos un fin de semana a alguna parte para, así, poder conocernos en profundidad, más allá de los límites profesionales. Entonces, cuando imaginaba unos días de vacaciones con Segis, en algún lugar agradable y tranquilo, exentos ambos de responsabilidades, le entró una profunda inquietud de que Segis hubiera cambiado de afectos. Este sentimiento le hizo sentirse fatal ¡Ah, qué horror! Inmediatamente apartó esa posibilidad de su mente y se dijo “No me lo puedo creer, estoy celoso”.

Y entonces, mutatis mutandis, acto continuo, se preguntó ¿podrían los celos ser otra causa o, al menos, factor a tener en cuenta para que una persona normal se convierta en un asesino múltiple? ¿Qué implica, en definitiva, tener celos? Investigó en el diccionario y anotó “Sospecha, inquietud y recelo de que la persona amada haya mudado o mude su cariño”. En resumen, a diferencia del envidioso, el celoso sufre, no por no disfrutar lo que ya disfruta otro, sino por temor a que lo amado ya no sienta tanto amor por él, sino por otro sujeto. En este sentido, algún musulmán podría pensar (¿sentir?) que Alá esté mudando el amor que siente por los verdaderos creyentes y lo esté compartiendo con los “comedores de cerdos”. En este mismo orden de valores, no es pensable, ni siquiera hipotéticamente, que un occidental consuma un instante, por pequeño que sea, en reflexionar sobre las preferencias de ningún dios hacia ningún colectivo humano: ni real ni ficticio. En consecuencia, desde este punto de vista, es poco probable que un occidental tenga celos de un musulmán. Es más –pensó Al-, si un occidental decide renunciar a su tipo de vida y a su religión y cambiarlas por las de un musulmán, a nadie le parecería ni bien ni mal, un poco extraño, tal vez, pero nada más. Sin embargo, lo opuesto no es imaginable simplemente porque, según la sharía , la apostasía se paga, en algunos países musulmanes con la muerte, y en otros, con penas de prisión. Por el contrario, la apostasía, entre los cristianos y específicamente los católicos, se resuelve mediante actos administrativos. Esto quiere decir, por tanto –reflexionó Álvar-, que un occidental no tiene celos de un musulmán por mor de la religión y Dios. Y no los tiene hasta tal extremo que, de hecho, no es de interés, en lo absoluto, la religión que profese otro ciudadano ni la deidad que la rige.

Pero –se preguntó Al-, en sentido contrario “¿Podría haber celos en un musulmán ante la posibilidad de que los occidentales desbanquen al islam en algo que ellos tengan en más aprecio que sus propias vidas? Algo que les motive celos”. Pues, sí, hay una cosa que, tal vez, ellos, algunos de ellos, piensen, conscientemente o no, tácita o explícitamente, que el aprecio y consideración que Alá pueda tener por los creyentes esté a la baja ya que, durante años y años, siglos ya, el Occidente prospera permanentemente mientras que el mundo musulmán se degrada e involuciona. He aquí unos ejemplos –argumentó mentalmente Álvar-: las neveras que cuidan de los alimentos musulmanes son de origen occidental; los vehículos que les permiten a los musulmanes viajar de un lugar a otro con más rapidez y comodidad que con un borriquito o un camello son de origen occidental; las máquinas que permiten a los musulmanes arar o llevar a efecto cualquier actividad agrícola con más comodidad que los útiles tradicionales son de origen occidental; los bisturís y el resto del material sanitario que hace posible operar en los quirófanos es occidental; la telefonía que usan los musulmanes para comunicarse es de origen occidental; etcétera, etc. En fin, vista esta situación desde el exterior, no es descabellado pensar que haya un colectivo de musulmanes, algunos de ellos, no necesariamente estructurado, que tenga celos derivados de la posibilidad de que el Occidente esté atrayendo la atención de Alá por encima de la que pueda otorgar al islam. Y, todo ello, a pesar de que la mayoría de los occidentales prescinden de Dios o no lo tienen muy en cuenta para resolver sus problemas.

En fin, es evidente –se dijo Al- que hay muchos musulmanes, según las estadísticas, que desean vivir como occidentales, no sólo por tener trabajo, ya por gusto ya por necesidad;  o por beneficiarse de la Sanidad occidental; o por formarse en universidades occidentales; o por practicar deportes occidentales; o por tomar vacaciones a la occidental…  En resumen, nada hay que haga a una persona inserta en la cultura occidental tener celos de cualquier otra forma de vida ni mucho menos, por supuesto, de la musulmana. Sin embargo, hay un sinfín de motivos por los que gentes del islam podrían tener celos de Occidente, de la cultura occidental. Concluyendo –pensó Al-, otra concausa por las que los musulmanes podrían venir aquí a matar y a repartir dolor y tristeza entre nosotros puede que se deba a los celos. Debería tenerlo en cuenta, se dijo.

Al acabó su café, bebió agua y anotó en su cuadernillo:

Rasgo 4: El asesino será celoso

Y Álvar continuó su plácido paseo, procurando mantener su mente en blanco y dejándola vagar de una idea a otra sin forzarla en ningún sentido y, así, andando, mirando y deleitándose en aquel contexto de paz y sosiego, llegó al Paseo de Bicicletas del Retiro lugar en el que, además de montar en bicicleta, también se practicaba otros muchos y diversos deportes. Y en eso estaba cuando se cruzó literalmente con un grupo de jóvenes que vestían todos camisetas de un club de futbol londinense denominado Arsenal. “Supongo –pensó Al- que debe jugar el Real Madrid o el Atlético de Madrid con ese equipo inglés”. Cuando dejó atrás al grupo de seguidores de los “gunners” , Álvar oyó a otros caminantes decir “Son fans del Arsenal”. Y como Álvar, que no era aficionado a ningún deporte en particular interpretó aquella expresión como “Son fanáticos del Arsenal” y se preguntó “¿De qué serán capaces estos  fanáticos?” Y se respondió: “Por lo menos son capaces de gastarse su dinero en avión, hotel, comidas, etc. con tal de ver ganar (o perder) a “su equipo”. Además, según había visto en la televisión, a veces se pelean con los seguidores de otros equipos e, incluso, en ocasiones actúan como vándalos, obligando a la policía a intervenir”. En fin, concluyó Al, el fanático defiende apasionada y desmedidamente sus creencias. Hasta cierto punto, resulta pintoresco la presencia e, incluso, la convivencia circunstancial de la gente de una ciudad con grupos de fans de equipos deportivos de otros lugares. “Pero, si no fueran fans del futbol. Y si se tratara de fanáticos religiosos” –reflexionó Al.

Este extremo sí que es de todo mi interés –pensó Al-. En este análisis que estoy haciendo a vuelapluma para encontrar alguna pista que me permita ver ¿Por qué vienen musulmanes aquí, a matar y a repartir dolor y tristeza entre nosotros? En la respuesta he de tener muy en cuenta, me parece evidente –pensó Álvar-, que el fanatismo religioso ha de estar entre las causas más relevantes. Sí, pero –se dijo Álvar-, para mi estudio he de ver o al menos entrever el origen del fanático extremo, me refiero a ese tipo de persona que defiende con tal apasionamiento sus creencias y opiniones religiosas que llega al asesinato. Y esto es importante –pensó Al- de cara a mi investigación porque no hay una inyección intravenosa unidosis que, de normal, convierta a un individuo en fanático religioso. Ha de existir un procedimiento, una forma de conseguir la metamorfosis “humano normal-humano fanático” –Álvar, en este punto, consideró que tendría que situarse en un ejemplo que pudiera concebir, y pensó que podría fijarse en el modo en que los “gunners” se reproducen. Para ello, para averiguarlo, Álvar llamó mediante su móvil a Olly Williams, un viejo amigo compañero del equipo de rugby y forofo del Arsenal con el que mantenía una cordial amistad, y le preguntó “¿Tú eres fan del Arsenal, verdad?” A lo que su amigo contestó: “Sí, verdad. Y que hay con eso”. Y Al preguntó de nuevo “¿Cómo te hiciste del Arsenal?”. Olly contestó “Conociéndote, estoy seguro que tienes muy buenas razones para hacerme preguntas tan tontas. Por esta razón, te resumo: fui al campo por primera vez con mi abuelo cuanto apenas tenía cinco años, después, con mi padre y, en la actualidad, voy con mis hermanos y mis primos, y ya voy acompañado de mi hijo que apenas cumplió los doce. Cuando vamos a un partido, en realidad, más que al futbol, que es la excusa formal, vamos a reunirnos, a hablar de futbol y de nuestras vicisitudes. Es una costumbre. ¿Quieres saber más cosas? ¿Puedo seguir trabajando? ¿Me contarás algún día a cuento de qué estas preguntas?” Álvar le dio las gracias y colgó sin más explicaciones. Con esa información en mente, dejó vagar sus recuerdos de los días en que paseaba, vestido como un musulmán, por las callejuelas de El Cairo y Túnez actuales o, cuando hace más de treinta años iba con su padre, ingeniero, por los emiratos de Dubai o Abu Dhabi, que no eran sino algo más que desierto con poblados que amanecían al mundo moderno. Recordando esos pasajes de su vida vio, como en un video retro, a los niños musulmanes aprendiendo a leer con el Corán en el Corán y, tanto de pequeños como de mayores, les oyó hacer referencia a esta o aquella sura e, incluso, aleya. O, por supuesto, hacer referencia a jadices perfectamente encajados en el contexto de una situación o conversación. Esa educación incrusta en el cerebro una específica forma de entender la vida y sitúa al individuo –le pareció a Álvar- en un caldo de cultivo permanente del que no puede y, finalmente, no quiere salir. En resumen –concluyó Álvar saliendo de sus recuerdos-, cualquier musulmán adulto está absolutamente imbuido de las ideas fundamentales de su religión, lo que da lugar a un perfil humano con las directrices del islam grabadas mucho más profundamente de lo que un occidental pueda ser capaz de entender .

Haciendo memoria de todos estos detalles y otros muchos vivido o leídos por él, Álvar concluyó que la propia religión hace de refuerzo y sistema de refresco permanente de lo aprendido. Así, por ejemplo, la profesión de fe propiamente dicha, o shahada, es la fórmula ritual mediante la que una persona profesa su adhesión al islam, y dice así: “Doy fe de que no hay más divinidad que Dios y Mahoma es el mensajero de Dios”. Esta afirmación acompaña a los musulmanes durante toda su vida. Se susurra al oído de los recién nacidos, y a los moribundos se les ayuda a pronunciarla. Además, en un alarde de fijación sicológica de las ideas, el gesto de señalar con el dedo hacia arriba acompaña o incluso sustituye a la shahada. La creencia sincera en la shahada basta para ser considerado musulmán. Su pronunciación ante testigos, tras una ablución, constituye todo el ritual necesario para convertirse al islam. Sin embargo, de acuerdo con la doctrina islámica por sí sola no basta para conducir al creyente al Paraíso: para ello es necesario, además de esta profesión de fe, el cumplimiento de las obligaciones de los otros cuatro pilares: oración, limosna, ayuno y peregrinación a La Meca. En consecuencia, por ejemplo, cada musulmán debe rezar cinco veces al día en dirección a La Meca, cosa que es recomendable a ciertas y muy determinadas horas del día. Dicho claramente, cualquier musulmán ha sido aleccionado y educado, desde la perspectiva de un occidental, casi como un fanático religioso, dicho esto en comparación con la educación media que, sobre la religión y, en términos religiosos, recibe un occidental. Tras estas reflexiones, Álvar tomó su cuadernillo de campo y anotó:

Rasgo 5: El asesino será un fanático

“¿Quiere esto decir que todos los musulmanes son asesinos en razón a su fe? –se preguntó Al, y Al se respondió- No. Este rasgo, el Rasgo 5, dice exactamente lo que he escrito: que el asesino que se busca es un fanático y no, que todos los fanáticos sean asesinos”.

Al llegar a esta conclusión, Álvar se preguntó: “Pero, ese fanático que convive en esta sociedad con el resto de la gente, y que está dispuesto a matar y a repartir dolor y tristeza entre nosotros ¿es un ser humano gallardo, que llega al combate lleno de dignidad, orgullosamente, o es un tipo rastrero y vil que se aproxima a su enemigo reptando, escondido entre la multitud, como una miserable serpiente?

Quiero decir, al asesino múltiple, el del tipo cuyos rasgos característicos trato de perfilar ¿se le puede contemplar como si fuera un kamikaze, es decir, como un ser que se juega la vida realizando una acción temeraria enfrentándose a su enemigo, enemigo que, a su vez, tiene alguna posibilidad de defensa o, por el contario, se la ha de verle como un ser rastrero y miserable que se acerca a su objetivo y mata, cobardemente, sin ofrecer a su víctima oportunidad de defensa alguna?” Y Álvar, abrió de nuevo su cuaderno de campo y escribió:

Rasgo 6: El asesino será vil y rastrero

Atardecía cuando Álvar estaba a punto de salir de aquel remanso de paz, dentro de Madrid, que era el Retiro y, en ese momento, se preguntó ¿Cómo resumiría yo el conjunto de características del asesino múltiple indiscriminado? Se detuvo de pie, pensando, junto a la cancela que cierra, a ciertas horas, el parque. Al fin, en el momento de dar el primer paso que le ponía fuera del parque, se dijo:

¡Sin duda, el asesino es un resentido!

Quiero decir –afirmó Al como para sí-, el criminal es individuo que se siente maltratado por la sociedad o por la vida en general. Tras unos minutos reflexionado, Álvar se dijo: “No me resulta concebible que un ser humano satisfecho de sí mismo y con ganas de vivir busque la destrucción y el dolor ajeno sin empatía alguna… a no ser que ese individuo haya recibido una educación en la que matar, coadyuvar en el asesinato o silenciar y ocultar la comisión de homicidios produzca placer o algún tipo de beneficio aquí, entre los vivos, digamos, por ejemplo, alguna clase de admiración social o, tal vez,  en el más allá, en una imaginaria prelación divina”.