Los personajes
Segis se presenta- Octubre de 2000
La aproximación
A las doce en punto del 1 de octubre de 2000, miércoles, Segis llamaba a la puerta del despacho de Marcial en Madrid. Casi al instante, como si estuviera del otro lado esperando, el propio Marcial abría la puerta y le daba una cálida bienvenida. Ella imaginaba unas oficinas amplias y elegantes, no necesariamente lujosas, especialmente porque, siendo amigo de su padre, consideraba difícil que alguien pudiera ser o parecer pretencioso. Una de las directrices de su educación le advertía que la austeridad es una causa y una consecuencia de la eficiencia. Esto, junto a la limpieza y el orden, son cimientos imprescindibles para construir un sólido edificio intelectual. Sin embargo, el espacio de trabajo que Marcial llamaba “su despacho” era, sencillamente, una sala amplia, de paredes cubiertas de librerías repletas de libros; suelos de madera; un par de mesas rectangulares, como de juntas, con montones de carpetas y libros encima; un tecnígrafo; y una media docena de sillas de despacho esparcidas por doquier. Grandes ventanales llenaban la estancia de luz. Lámparas de techo, más otras de pie y algunas de sobremesa parecían garantizar una perfecta iluminación nocturna. Ordenadores y todo tipo de material ofimático completaban un ambiente más propio de un departamento de investigación universitario que de una oficina convencional.
Marcial, mientras se aproximaba a una de las mesas, tomó del respaldo una silla desplazándola hasta colocarla donde él consideró adecuado. Se sentó en ella mientras con la mano señalaba otra y, de viva voz, decía “siéntate, o quédate de pie, o pasea, o haz lo que te resulte más cómodo, con toda libertad”. Sin perder un segundo, ni la sonrisa, ni la calma, Marcial dijo:
-Tu padre ya te habrá dicho todo lo que conviene en estos momentos. Por otra parte, no me cabe duda que tu educación hace innecesarios circunloquios que nos harían perder el tiempo y, a personas como nosotros, nos resultarían aburridos. A continuación, en relación al asunto que nos tiene aquí, te resumo, no sólo lo que te haya dicho tu padre, sino todo lo que debes saber en estos momentos iniciales. Con respecto a tu posible colaboración comigo, la única condición, muy severa, y que deberás respetar en toda circunstancia es el convenio de confidencialidad –de nuevo, hizo una pausa prolongada y continuó-. Quisiera estar seguro de haberme explicado –otra pausa y preguntó- ¿Necesitas alguna aclaración?
-Como tú supones, mi padre me ha puesto al corriente de todo lo que ha considerado discreto así que, contestando a tu pregunta, sí te has explicado.
-Perfectamente. Dejemos atrás los aspectos económicos y administrativos de nuestra relación profesional. Si tuvieras alguna queja o duda, me envías un email y pondremos todo en su sitio de forma inmediata. Ahora, entremos en materia. Durante los próximos meses, concretamente hasta enero del próximo año 2001, hemos de trabajar en el interior de la recién terminada Casa Club de un aparente club de golf con objeto de instalar, camuflada en ella, lo que será la sede central del Centro de Estudios Estratégicos, asunto éste en el que estoy involucrado desde su gestación y del que soy responsable operativo.
Este ”club” es propiedad de una sociedad deportiva cuyo único propósito es servir de excusa legal a las actividades que tendrán lugar en su interior. Esas actividades se resumen en llevar a efecto juegos estratégicos en escenarios hipotéticos que tengan alguna probabilidad de convertirse en reales. Dichos juegos, con los análisis, estudios y estrategias que se estimen oportunos han de realizarse sin ningún condicionante político, sino, simplemente, guiados por la lógica de los hechos. A este Centro de Estudios Estratégicos nos referiremos como “el club”, expresión más discreta y breve.
Como te dije, la primera reunión de colaboradores tendrá lugar un mes después, en febrero de 2001. Durante ese tiempo, tú actuarás como mi ayudante pero te anticipo que, poco a poco, a medida que el proyecto se convierta en una realidad operativa, pasarás a ser la Directora General del Centro. En este sentido, debes saber que, además de los innegables créditos intelectuales que te avalan, lo más importante para mantenerse en ese puesto será la sensatez para formar juicio y el subsecuente tacto para obrar y hablar.
En los meses siguientes, Segis apenas veía a Marcial un rato algún fin de semana. Desde un primer momento, ella se instaló en el Club incluso mientras las tareas de adecuación se llevaban a efecto. Así, cuando no supervisaba las obras, estaba, si no estudiando, sí leyendo. Tenía que saber, tenía que aprender, tenía que conocer más. Mucho más. Materias que nunca habían sido objeto de su curiosidad ocuparon sus horas libres: geopolítica, estrategia, el poder, los recursos naturales, las religiones… Leyó o releyó todo lo que estaba a su alcance sobre los grandes pensadores. En especial, lo que más estimulaba su imaginación hasta el punto de apasionarla era la Historia: Sumer, Egipto, Grecia, Roma, el Medievo, el islam, el Imperio Español, el Imperio Británico, la nefanda perversión nazi… Y, tras la Segunda Guerra Mundial, las luchas por la hegemonía a escala nunca contemplada antes.
De todo lo leído, Segis deducía que, hoy, en la actualidad, como en todas las épocas pasadas, nuevas sociedades humanas están esperando entre bastidores para obtener, por los procedimientos que sean, su porción de poder. Dicho cabalmente, siempre hay grupos humanos que desean condicionar la vida de otros en su propio beneficio.
Tras todo lo leído hasta el momento y antes de sumergirse en el estudio de las políticas y estrategias de los estados occidentales modernos, Segis concluyó, al menos transitoriamente, que para gobernar hombres es necesario el concepto “DIOS” y lo es hasta tal punto que, de no estar en uso, habría que inventarlo. Sin duda, este es el concepto más útil del que la Humanidad se ha dotado, tanto para el Mal como para el Bien, de lo que se infería, según ella, que Dios estaba ahí siempre, de una forma u otra, por una razón o por la contraria, tanto con tirios como con troyanos. En consecuencia, Dios existe y existe porque el ser humano existe, ya que si no existiera… Y, así, Segis se preguntaba ¿Por qué la religión considera imprescindible que sus creyentes lo sean en exclusiva? ¿Cómo sería la convivencia si los recursos para sobrevivir (o vivir mejor) no fueran escasos? ¿Qué pasaría si el hombre no concibiera el poder?... A cada respuesta que se le ocurría, Segis meditaba en las repercusiones estratégicas que podría tener sobre un grupo humano interesado (verdaderamente) en sobrevivir como tal, y combinaba unas respuestas posibles con otras imposibles, alcanzando conclusiones absurdas, unas, y, otras, muy interesantes.
La primera reunión del Club
Y llegó el día de la primera reunión de colaboradores. Y trabó relación con gente de un nivel de conocimiento como no pensaba que podría reunir en un solo lugar. Y oyó propuestas de juegos de estrategia que más bien le parecían pre-argumentos para películas de acción americana. Y, sin embargo, todo estaba sucediendo allí, en un lugar que, en alguna medida, era una realidad gracias a su esfuerzo.
Y el evento pasó.
Marcial parecía sentirse muy satisfecho. Bien, todo iba bien. A partir de ese momento, el equipo base –Marcial y ella- se vio ampliado con Mark Twice, de Ohio, USA, responsable de los Sistemas Informáticos y con Anne Seib, de Munich, Alemania, encargada de los Sistemas de Información. Pero, para ella, sus tareas se simplificaron y, alentada por Marcial, concentró toda su atención en el estudio de las materias que ya habían reclamado su atención. Más todavía, ahora que sabía con seguridad que algunos de los mejores cerebros del mundo se sentían muy interesados en los trabajos propuestos por Marcial, Segis estaba viviendo los mejores días de su vida profesional. La tranquilidad y el silencio eran el ambiente perfecto para una persona como ella que, en el estudio y la lectura, encontraba el mayor placer. Y así transcurrieron los días, uno tras otro, calmosamente, sin nada digno de reseñarse hasta que, a principios de agosto de ese mismo año de 2001, Marcial la convocó para preguntarle:
La vida se anima
-¿Has hecho el Camino de Santiago?
-Sí, completo y seguido, un par de veces. Una, a caballo y otra, a pie. Considero que es una gran experiencia. Además, siempre que puedo me escapo para hacer aquellos tramos concretos que, según mi estado de ánimo, me atraen.
-Me alegro. Esto simplifica las cosas –este comentario dejó a Segis a la expectativa de lo que, sin duda, tendría que venir a continuación-. Como sabes, el próximo mes de septiembre tendremos la segunda reunión de colaboradores, pero resulta que un grupo de unos quince –ya conoces a los miembros de ese grupo, casi todos americanos- ha decidido hacer parte del Camino a pie desde el Pirineo hasta Puente la Reina. A la vez, resulta que, sobre las mismas fechas más o menos, otra persona, profesor universitario como la mayoría de los colaboradores, también tiene pensado hacer el Camino y, también, desde Somport. Este profesor, de nombre Álvar, es un buen amigo que nada sabe de nuestro proyecto pero al que me gustaría incorporar. Por otra parte, llevas casi seis meses sin salir de aquí y considero que ha llegado el momento de que tomes unas vacaciones… o algo parecido –dijo Marcial sonriendo.
-Y qué quieres que haga; me tienes en ascuas –interrumpió Segis.
Marcial, sin dejar de sonreír, dijo:
-Desde hoy estás libre de toda obligación excepto la de seguir y ayudar a los nuevos peregrinos. Me refiero al grupo de profesores y a Álvar, que marcharán, unos, por un lado y, el otro, a su aire. Con el tiempo libre que tengas, fuera de esas dos responsabilidades, haz lo que te parezca bien. Te iré informando del asunto a medida que me lleguen datos.
-Seguir y ayudar ¿eso es todo? –quiso saber Segis.
-A los “profes” anglosajones, hazles ver que tú vas a lo tuyo pero que estarás por allí, cerca de donde ellos se encuentren, estén donde estén, y que, si necesitan algo, sólo tienen que llamarte. En cuanto a Álvar, lo único que quisiera saber es cómo se comporta en el trayecto desde Somport a Puente la Reina. Al referirme a su comportamiento, quiero decir que me gustaría conocer más sobre su carácter y forma de actuar ante las dificultades, y su actitud respecto a la forma de superarlas. Por tanto, cuanto menos te hagas presente mejor para mis propósitos ¿Comprendido?
-Hummm. Más o menos –murmuró Segis que, en su conjunto, le hacía mucha ilusión este encargo y la posibilidad de deambular libremente en solitario campo a través.
Esto sucedía un día cualquiera de la primera semana de agosto de 2001.
Álvar
Verano de 2001. El Camino de Santiago.
Dos trenes y un autobús me habían llevado allá arriba, en el Pirineo, sumergido en la niebla de un paso de montaña denominado por los romanos summus portus y conocido en la actualidad como Somport. Desde allí, caminando en solitario a campo través, provisto de una mochila, un bastón y mi voluntad me proponía hacer lo que otros muchos peregrinos han hecho a lo largo de cientos y cientos de años: llegar a Santiago de Compostela, en el extremo oeste de Europa. En total, desde el lugar en el que estaba –el Monumento al Peregrino-, ochocientos cincuenta y ocho kilómetros. En realidad, me proponía llegar aún un poco más allá, hasta la Costa da Morte, según es conocida por los gallegos esta zona de su tierra. La Costa de la Muerte tiene bien merecido su nombre, a juzgar por los muchos hechos ominosos que allí han tenido lugar.
De esta experiencia, en algunos aspectos dura y en todos extraordinaria, debía dar cuenta a diario a la revista que desde hacía poco tiempo se había interesado en mis aventuras veraniegas. La primera persona de la revista en cuestión con la que establecí contacto fue su editor, no porque él leyera artículo mío alguno, sino debido a una charla casual e intrascendente –así lo creía yo- en el vestuario del fitness en el que ambos, él y yo, tratábamos de mantenernos en forma. Marcial, que así se llamaba, resultó ser una persona agradable y un conversador culto y ameno que, además de tener cosas que decir, sabía escuchar, asunto éste último que lo hacía excepcional. De hecho, desde que nos conocimos allá por el verano del año 2000, él apenas me dio detalles personales significativos limitándose a hablar de algunas parcelas de su profesión y sus deportes preferidos: el golf, el tiro y la esgrima. También montaba a caballo pero no lo consideraba un deporte sino una diversión. Yo, por el contrario, no sólo le conté con pelos y detalles mi plan de entrenamiento, sino que, y en esto se mostraba especialmente interesado, le hablé de mis amigos, colegas y, en general, de mi forma de entender la vida. Poco a poco, a lo largo del año que llevábamos tratándonos, la amistad entre Marcial y yo fue consolidándose y, por tanto, mi confianza en él creció notablemente hasta el extremo de detallarle mi próximo viaje y el objetivo que perseguía, asunto que sin ser ningún secreto no era tema del que me gustara hablar.
Llegado agosto, aquel 2001 estaba siendo especialmente caluroso, una semana antes de salir hacia Somport para iniciar allí el Camino de Santiago, y mientras tomábamos un aperitivo, Marcial me propuso que enviara a una de sus revistas resúmenes, a modo de telegramas, con los detalles más relevantes de cada jornada y, sobre todo, las sensaciones que hubiera percibido. Acepté encantado, tanto por el dinerillo que recibiría, como por el reto que suponía el estilo de escritura que debía de utilizar, nuevo para mí. Así las cosas, llegado el momento de la partida, me puse la indumentaria que utilizaba para la marcha y salí hacia la Estación de Chamartín. Ya en el tren, envié un sms a mis allegados avisando del arranque de mi aventura. Entre ellos a Marcial.
Comenzaba la acción.
Bajar el Pirineo como primera etapa del Camino de Santiago, por mucho que se haya cuidado la forma física y hecho kilómetros de senderismo a modo de preparación, es prueba extrema para los cuádriceps, especialmente cuando los entrenamientos han partido de la suposición de que subir es más duro que bajar. Concretamente, en mi caso, al concluir el descenso en Canfranc tenía las piernas tan agotadas que si me hubiera acuclillado no habría podido ponerme en pie sin apoyarme; hasta ese extremo tenía los músculos agarrotados. En estas circunstancias, me plantee seriamente abandonar, humillado, y volver a Madrid por donde había venido. Humillado, sí; pero sobre todo triste ya que esta retirada podría suponer un primer paso con el que comenzaría a alejarme de los grandes recorridos a campo través. Sumergido cada vez más profundamente en un bucle de deprimentes reflexiones, cenaba, sin ganas y a solas, en el albergue local cuando, a punto de rendirme y decidir mi abandono, una mujer de edad indefinida entró ya oscurecido en el pequeño salón que servía de refectorio. No era joven pero sí tan hecha y en sazón, con tanta vitalidad, que era un placer verla. Rostro curtido por el aire libre, con ese color que sólo la vida en la montaña da a la piel. Ni gorda ni flaca, ni alta ni baja. No poco pelo, de color fuego y liso. En suma, aquella persona me atrajo de tal manera que me resultó imposible separar la mirada de ella, siendo así hasta tal extremo que durante unos minutos me olvidé de mis pequeños problemas y me concentré en el ser humano que acababa de llegar. De forma inconsciente pensé: “Verla reír debe ser un placer, pero algo me dice que no es recomendable hacerla enfadar”. Mientras paseaba la mirada por el lugar, un lacónico “buenas noches” salió de su boca, que mostraba una sonrisa agradable apenas insinuada.
El único mueble que llenaba la habitación era una mesa alargada, sólida, con sendos bancos fijos a ella, flanqueándola; sin duda, esta pieza cumplía cuantas funciones la convivencia en un albergue exige. En esos momentos servía de mesa de comedor comunitaria. Dos puertas daban acceso a esta sala: una, la interior, que permitía la entrada al albergue, y, otra, la exterior, que comunicaba con la calle. En el extremo de la mesa más alejado de la puerta de la calle estaba yo sentado. La recién llegada optó por tomar asiento en el lado opuesto de la mesa, algo a mi derecha, no tan alejada como para denotar deseo de estar a solas, ni justo enfrente de mí, que tal vez daría lugar a una situación inicialmente molesta.
Juan y Ana, la joven pareja que regentaba el albergue, eran verdaderos atletas consagrados en cuerpo y alma a los deportes de montaña. Se ganaban la vida administrando aquella casa rural dedicada a los amantes del aire libre y la naturaleza, a los que daban afecto, información y todo tipo de soporte en sus respectivos propósitos. En especial, el albergue representa parada recomendable en la primera etapa española del Camino de Santiago por Somport, el llamado Camino Aragonés.
Al poco de llegar la mujer y mientras se acomodaba, Juan entró en la sala desde el interior de la residencia y se dirigió hacia donde estaba el nuevo comensal. Tras él, Ana fue directamente a la pequeña barra que separaba la cocina del comedor.
-Hola, Segis ¿cómo estás? Hace tiempo que no te veo ni sé de ti –dijo Juan, mientras le tendía la mano.
-De aquí para allá, como siempre. Y, como siempre, por “el camino” –respondió la aludida con una sonrisa franca mientras estrechaba la mano que se le ofrecía.
-Ya me dirás qué te trae de nuevo por aquí. En cualquier caso, me alegro de verte, y de verte con tan buen aspecto.
-Gracias, igualmente, pero antes de nada necesito algo de comida y bebida. En primer lugar, te agradecería una cerveza; estoy seca –dijo, ella.
-Claro, claro. Perdona. Lo único que podemos ofrecer esta noche es sopa de cebolla, ensalada y escalope con patatas. De postre, plátano. Y café, si quieres.
-La sopa me irá bien, y el escalope con ensalada.
Segis y Álvar se conocen
Con esto acabó la conversación entre Segis y Juan, a lo que siguió un periodo no muy largo de silencio. Por mi parte, tras superar el hechizo en que me había sumido aquella mujer durante unos instantes, me abstraje de nuevo en mis reflexiones y dudas hasta que una voz enérgica pero agradable me sacó de mi ensoñación diciendo:
-Eh, amigo ¿se encuentra bien?
Con toda seguridad, la expresión de mi rostro debía ser lamentable porque la recién llegada me miraba con más cara de preocupación que de curiosidad mientras me decía, con algo de retranca:
-No puede ser tan grave. Sea lo que sea lo que le ha puesto esa expresión en la cara seguro que mañana, con la luz del día, se le habrá pasado –a lo que respondí:
-La cuestión es que acabo de empezar el Camino esta mañana y veo que lo tendré que dejar esta noche. A pesar de las horas de entrenamiento, mis piernas no pueden conmigo. Jamás he tenido esta sensación de impotencia. Pienso, y esto es lo que me tiene cabizbajo, que si me encuentro así en la primera jornada, que es cuesta abajo, me pregunto qué pasará, qué sentiré, cuando el camino me obligue a subidas prolongadas.
-Ya. En realidad, está mañana temprano le vi contemplando el paisaje desde el Monumento al Peregrino y después, antes de empezar el descenso, otear el tramo visible del sendero de bajada. No parecía muy seguro –dijo Segis.
-Bueno. Había mucha niebla. Todo estaba muy húmedo. El camino como tal no existe, apenas hay indicaciones que orienten de por dónde has de ir, o eso me parecía a mí. Mis botas aún son tan nuevas que resbalan en cualquier superficie. En fin, sí, tenía muchas dudas respecto a la conveniencia de hacer la bajada, al menos sin compañía.
-En esta época del año y con este tiempo no son usuales las bajadas en solitario, especialmente porque pueden trascurrir horas, incluso días, hasta que otro senderista baje, lo que quiere decir que, si sucediera algo, las cosas se podrían complicar más de lo que el caso requiera –mientras la mujer decía esto yo no podía apartar la mirada de ella o, para ser preciso, de sus ojos. Aún más, en aquellos momentos era, sin duda, su mirada lo que me tenía embelesado.
-Sí, ya lo sé –balbuceé-, pero así es como me gusta caminar. Tal vez tenga un punto de riesgo, sin embargo esto queda compensado por otras cosas que yo valoro mucho –respondí.
-Así que usted imaginaba el Camino de Santiago como una calle con aceras, farolas y lugares donde tomar café cada quinientos metros ¿me equivoco?
Un poco amoscado por el comentario dije:
-No. Tampoco es eso. No obstante, para una persona que da sus primeros pasos en su etapa inicial hacia Santiago resulta sumamente fácil perderse por el bosque aunque, para ser sincero, lo que disipó mis dudas y me ayudó a decidirme esta mañana a comenzar la jornada fue la seguridad de saber que, si me perdía, el sentido de marcha lo indicaría la pendiente. Quiero decir que, en caso de duda, la respuesta hubiera sido bajar y bajar.
Mientras hablábamos, Ana dejó ante Segis unos cubiertos, una cestita con pan y un plato de sopa, y preguntó si quería otra cerveza, un “No, gracias. Tomaré agua” fue la respuesta. Segis probó con cuidado la sopa, tanteando la temperatura, dejó la cuchara, partió pan y comió un poco. Mientras tanto, yo concluía con un plátano mi cena y comentaba que, si hubiera sabido lo que había aprendido ese día, no hubiera bajado de ninguna manera, a lo que Segis replicó:
-En la época en que los hombres hacían la “mili” era comentario común, entre ellos, que el servicio militar había sido un período perdido de su vida. No obstante, cuando transcurrido el tiempo hablaban del tema, la mayoría terminaban contándose aventuras y anécdotas de sus respectivas “milis”, orgullosos de esa época de su vida.
-Sí, tal vez. Seguramente tiene usted razón. La cuestión en definitiva es que he tenido suficiente de esta experiencia: creo que lo dejaré. Vuelvo a Madrid –respondí con aspecto compungido.
-Quien lo diría, su semblante no parece el de alguien que se rinde con facilidad y tiene pena de sí mismo. En fin, si quiere abandonar de esta manera, allá usted. No obstante, estoy convencida que esta experiencia, por usar sus palabras, tiene mucho que enseñar a todo aquel que se enfrenta a ella sin más compañía que él mismo –tras ese comentario, se concentró en su cena y, ensimismándose, terminó de comer. Al cabo de un rato, miró el reloj y añadió:
-Me retiro a descansar. Mañana a primera hora estaré en marcha. Buenas noches –se levantó y, sin más, se fue.
Juan se acercó a recoger la mesa y, mientras lo hacía, puso de manifiesto su admiración por la personalidad de Segis, que así se llamaba la mujer que se acaba de ir, lo que permitió a Al aliviar su curiosidad preguntando por detalles sobre su vida. Tras un rato de charla, Ana se acercó con unos cafés lo que dio pie a una tertulia con la atención centrada en las actividades de Segis. Según comentó Juan, había aparecido por allí hacía unos cuatro años, medio magullada tras un descenso accidentado un día de niebla y mucha humedad, nada importante pero sí lo suficiente como para que un médico local se acercara a echarle un vistazo. La opinión del galeno, en síntesis, venía a decir que sólo su impresionante forma física la había salvado de cosas peores que un esguince y algunos moratones. Solía llegar al albergue inopinadamente y durante un tiempo iba y venía con asiduidad y, de repente, se evaporaba por largas temporadas. Al parecer, según ella misma había dicho, era médico y dedicaba ciertos periodos al año a recorrer el Camino de Santiago y, así, investigar sobre el terreno algunos aspectos relacionados con la forma en que se prestaba atención sanitaria a los peregrinos desde los primeros tiempos hasta nuestros días. Tras comentar algunas anécdotas relacionadas con el albergue, decidimos que ya era momento de ir a la cama.
Mientras tanto, Segis, antes de dormirse, enviaba un sms a Marcial con un texto muy concreto: “Adoptado. Iré informando”.
La hora de levantarse llegó mucho antes de lo que mi cuerpo hubiera querido. Tomé consciencia de mí mismo, poco a poco, gracias al discreto trasiego de dos peregrinas procedentes, según pensaba, de Polonia que se preparaban para iniciar la jornada. Tras ellas, tomé una ducha, me vestí y fui al pequeño salón-restaurante. Deseé buenos días a los presentes, pedí café, una tostada con aceite y un gran vaso de agua. Mientras Ana disponía el desayuno, me entretuve viendo salir a otros peregrinos pero me sorprendí a mí mismo rememorando a Segis, su mirada y su brío. Cuando Juan se acercó con la bandeja me encontró abstraído mirando el paisaje aunque, en realidad, veía como en una transparencia superpuesta la imagen de aquella mujer. Tras depositar la bandeja sobre la mesa, Juan comentó:
-Buen apetito. Ah, se me olvidaba, este mensaje lo dejó Segis para usted esta mañana a muy primera hora –acompañó sus palabras con un gesto hacia el sobre apoyado en el azucarero y en el que se leía “Para el de los cuádriceps en retirada”.
-Gracias –dije de forma automática.
-Por cierto ¿cómo se llama usted? hemos hablado durante un par de horas y no sé su nombre.
-Álvar Álvarez, y si quitamos el usted me encontraré más cómodo.
Desayuné mirando el sobre, sin tocarlo, mientras me preguntaba qué clase de mensaje podría dejarme una persona como aquella. Y, sobre todo, me extrañaba que me prestara una atención especial, aunque más tarde, pasado el tiempo, descubrí el porqué. Pedí un café expreso adicional, abrí el sobre, extendí el mensaje sobre la mesa, lo alisé con las manos y, mientras bebía, lo leí con toda mi atención. Este era su contenido:
“Si lo piensa detenidamente y reflexiona sobre las distintas etapas por las que discurrió su descenso, tendrá que admitir conmigo que hoy usted ha amanecido entero de milagro; recuerde, si no, la peripecia con las vacas, sus novillos y los revolcones posteriores, aventura ciertamente simpática no exenta de riesgo, que concluyó bastante bien gracias a la ayuda de aquel vaquero; o su resbalón al superar un regato y el subsiguiente deslizamiento por el barro de la ladera hasta que un pequeño pino coincidió con su trasero, lo que impidió una caída vertical de varios metros, lance de elevado peligro, que terminó con bastante dignidad. Todo ello muy hilarante, una vez concluido con bien. ¿No le parece excesiva casualidad que haya salido sin un solo rasguño? A lo mejor resulta que hay más entre el cielo y la tierra de lo que parece a simple vista. Y, si sólo es casualidad y no hay nada fuera de ella, entonces de qué tener miedo: usted es un hombre muy afortunado.
¡Ultreya! “
Tras la primera lectura, me quedé un buen rato con la mente bloqueada tratando de encontrar sentido al contenido del mensaje. Por un lado, me preguntaba cómo esa mujer sabía lo que me había sucedido con el rebaño de vacas o cuando resbalé al cruzar aquel charco. Siendo esto intrigante, me parecía incomprensible que alguien, Segis o no Segis, se tomara tantas molestias por las pequeñas vivencias de una persona como yo, quiero decir con esto que nada me hacía un personaje digno de seguimiento, al menos desde mi punto de vista. Sea por sentirme acicateado por la nota que acababa de leer o por creerme totalmente recuperado del esfuerzo del día anterior o, más probablemente, por ambas razones la realidad fue que liquidé mi cuenta en el albergue, me despedí de Ana y Juan, tomé mi impedimenta y me puse en marcha dispuesto a enfrentarme a la segunda etapa.
Esto sucedía un día cualquiera de la segunda semana de agosto de 2001.
Álvar caminando
Y así, un día tras otro, Álvar recorrió todos los tramos del Camino Aragonés hacia Santiago hasta tener como siguiente objetivo Artieda, disfrutando la marcha en soledad prácticamente total de forma muy similar a como lo debieron hacer los primitivos peregrinos. Nada especial sucedió en aquellas etapas inolvidables si no hubiera sido por un notable suceso al que sólo el paso del tiempo ha dado sentido, y del que se ha de dejar detalle para que los acontecimientos futuros, que se narrarán en estas páginas, se entiendan.
En el recorrido de Martes a Artieda, casi veinte kilómetros por la estepa aragonesa, sin pueblo alguno en el que reponer fuerzas y sin cruzarse con personas a la que saludar siquiera con un lacónico ultreya, Al vio en la lontananza una hilera de pequeñas figuras en movimiento –en la distancia no pudo determinar su número –, desparramadas por el sendero pero que, sin duda, lo hacían con un sentido de unidad, y al que se aproximaba lenta pero inexorablemente. Como no estaba en su ánimo incorporarse a un grupo, bajó el ritmo para que tal cosa no sucediera; a pesar de ello, siguió acercándose así que decidió detenerse y comer algo para, de esta forma, hacer que la distancia aumentara. Dejó pasar media hora durante la que tomó un bocadillo, una botella de agua y descansó relajadamente. Mientras lo hacía, paseo la mirada por su entorno. A la izquierda, una fuente de agua; a la derecha, la senda a seguir; y allá al frente, ocupando todo lo que podía ver con sólo mover los ojos de un lado a otro, un horizonte sin límite. Agradeció aquella visión, aquel momento de paz y disfrutó del silencio, lleno de sonidos suaves, que le rodeaba. Cuando estaba a punto de terminar el bocadillo, tomó sus prismáticos para contemplar más de cerca algunos de los hitos que le resultaban más significativos y, cuando seguía el perfil de una colina, al culminarla, vio una figura que, al parecer, hacía algo similar pero, a diferencia de él, con unos binoculares oteaba el horizonte, pareciendo estar más interesada en lo que pudiera suceder al grupo del que pretendía alejarse. Ajustó las lentes con la intención de precisar más la figura del observador observado pero sin demasiado éxito ya que toda la información que pudo añadir era que aquella figura era, probablemente, la de una mujer ¿Qué podría hacer allí, subida a aquella loma bastante alejada de las trochas y senderos que solían seguir los peregrinos? Terminó el bocadillo, peló un plátano, recogió desperdicios y los utensilios utilizados, cargó la mochila, de la que colgaba una bolsa con la basura que había producido, y se puso en marcha. Para su sorpresa, nada más avanzar unos cien metros, observó que aquel grupo de personas que trataba perder de vista y motivo por el que hizo el alto, no sólo no se había alejado, sino que, por el contrario, en un rato estaría dándole alcance. Puesto que después de esos treinta minutos de descanso era absurdo que estuviera más cerca de ellos que antes, concluyó que ellos se habían parado también. En fin, se dijo, dado que no podía quedarse atrás, aceleraría la marcha para pasarlos y continuar su ruta en solitario. Y así lo hizo. Subió un poco el ritmo de tal forma que en cuestión de un cuarto de hora estaba a punto de sobrepasarlos, si no hubiera sido por un agua de deshielo que se deslizaba, mansamente, por una suave ladera formada por un anárquico damero de enormes piedras. En ese momento, cuando cruzaba aquella pacífica corriente de agua, en lo que ponía sus cinco sentidos ya que un resbalón podría complicar en extremo tan simple maniobra, vio que uno de los componentes del grupo al que daba alcance era una mujer paralítica de cintura para abajo víctima, tal vez, de la poliomielitis. Caminaba, se desplazaba más bien, por aquella trocha de cabras con la ayuda de unos suplementos ortopédicos que añadían una solidez estructural de la que ella carecía. Avanzaba apoyada, sobre todo, en su voluntad y en unas muletas con las que forzaba algún movimiento a sus piernas inertes. También, claro está, compañía, cuidados y atenciones hacían posible aquella proeza. De este modo, el grupo progresaba dando ejemplo de solidaridad. Sin lugar a dudas, aquello justificaba sobradamente que les hubiera alcanzado a pesar de sus retardos y excusas por no hacerlo. Mientras Álvar superaba aquella suave corriente de agua, al otro lado de la misma el grupo se había alargado por el repecho que, subiendo, marcaba el camino a seguir. En consecuencia, mientras algunas de aquellas personas apenas habían cruzado, otras ya estaban en la cumbre de la cuesta, lo que, visto desde la posición de Al, formaba un reguero de unas doce personas desperdigadas por unos treinta metros de camino en subida. “Buenos días”, dijo, todavía muy atento a concluir la travesía sin resbalar pero con la clara intención de mostrarse cortés; esto hizo que las personas que formaban la retaguardia de aquella tropa se giraran, lo miraran con cierta curiosidad y dieran pie a una reacción en cadena, de abajo a arriba, de “buenos días” y “good morning”. Aquella gente resultó amable en extremo aunque, lamentablemente, su comunicación con ellos no pudo ser tan extensa y profunda como podría haber sido, tanto por la variedad de los temas que se comentaron, como por la profundidad y perspicacia que intuí en sus comentarios. En resumen, todos ellos eran profesores de distintas universidades europeas y americanas, en concreto, el líder del grupo era (o había sido, no me acuerdo ahora) profesor en Cambridge de algún departamento de lenguas orientales, su especialidad era el árabe clásico, cosa que animó en extremo la conversación ya que esto le permitió a Al explicar que él era profesor de la Universidad Pontificia de Salamanca y que, por otra parte, también hablaba y escribía árabe. Tan pronto como Tom –así se llamaba su interlocutor- supo que Al era profesor universitario se lo comunicó a los demás y le invitó a compartir con ellos el almuerzo que en unos minutos tenían previsto tomar. Al aceptó encantado y un tanto sorprendido ya que, por un lado, nadie sino él llevaba mochila, por tanto, salvo que la comida consistiera en un refrigerio a base de pastillas energéticas, el almuerzo brindado tenía trazas de ser virtual. Por otro lado, el paraje no ofrecía lugar de reparo y reposo por ser muy árido y escabroso lo que unido a las dificultades derivadas de la mujer inválida hacían realmente imposible que “en unos minutos” se hiciera almuerzo alguno. No obstante, de sus días de estudiante en Londres y, también, de algunas jornadas de trabajo en Inglaterra o, al menos, con ingleses sabía que, de ellos, se puede esperar lo inesperado. Intrigado, dejó pasar los minutos para ver en qué consistiría la solución al enigma. No tuvo que esperar mucho. Tras bajar por el camino unos cientos de metros y después de dos o tres curvas, caminando por unos pequeños desfiladeros de paredes no más altas que una persona, allá al fondo entre un par de árboles (tal vez los únicos en varios kilómetros a la redonda) había tres furgonetas Mercedes formando campamento con toldos desplegados entre dos de ellas, de tal forma que el lugar resultante se mostraba muy apetecible para descansar.
-Hemos quedado aquí con una persona muy ligada al Camino de Santiago, que es la que nos indicó este reducido oasis. No creo que tarde mucho –dijo Tom-.
Resuelto el misterio del lunch: logística, medios y, sobre todo, ganas de hacer las cosas de modo que la calidad de vida salga ganando. Claro está, a todo lo anterior hay que añadir el dinero que cuestan las personas y las cosas que lo hacen posible. Departió y compartió con ellos. En ambas situaciones salió ganando ya que recibió más que dio. En concreto, en esto de dar, Álvar solo pudo ofrecer quesitos en porciones, que era el único alimento que, junto con el agua, le acompaña en todas sus caminatas. Ellos, por el contrario, le ofrecieron todo cuanto se veía en unas mesas llenas de platos con muy diferentes viandas y bebidas. En cuanto a las conversaciones, no hubo tal ya que, más bien, ellos inquirían y Al contestaba. Le hacían tal cúmulo de preguntas que, para resultar tan cortés como amables eran sus nuevos amigos, tenía que ingeniárselas para mezclar varias respuestas en una contestación. La persona con la que más departió fue con Caly, que así se llamaba la mujer afectada, según él opinaba, de poliomielitis. No obstante, ella misma reconoció que, realmente, no sabía cuántos idiomas dominaba, que le bastaba unas horas y alguna fuente de información para entender cualquier lengua y que sólo necesitaba interacción al nivel adecuado para memorizar el léxico deseado. En realidad, comentó, podía recordar datos selectivamente y eliminarlos cuando lo deseaba. Por supuesto, hablaba español como un nativo y podía introducirle acentos a su pronunciación. Para su asombro, Caly preguntó a Álvar si tenía alguna publicación en la Biblioteca Nacional de España, a lo que contestó que no lo sabía y que nunca se había entretenido en averiguarlo. Ella respondió “no importa, dime tu nombre y dos apellidos, por favor”, le respondió y esperó a ver de dónde salía el conejo. Pasado unos instantes dijo:
-Sí, hay tres títulos asignados a esa referencia: el más antiguo es “Cómo relacionarse con una máquina automática”, el siguiente es “Bases de la programación en código máquina” y, por último, “Consideraciones previas a una Teoría del Conocimiento”. Un momento, hay algo más –se detuvo un instante para añadir –el título no lo tengo claro porque lo mezclo con el subtítulo, perdona pero es algo como “Una metodología del trabajo profesional”. Sin poderlo evitar, Al exclamó:
-Madre mía, cómo es posible memorizar tal cúmulo de información.
-Sí, lo mismo digo yo –añadió Caly con una sonrisa que venía a decir ¡qué le vamos a hacer! –en realidad no memorizo los datos, sino que, de alguna forma natural en mí, clasifico metadatos que permiten selecciones concretas.
Superada la sorpresa, Al pasó a la preocupación porque, si podía recordar los libros que figuraban a su nombre en la Biblioteca Nacional, también podría averiguar cómo estaba su cuenta corriente aunque, claro está, para eso habría de tener acceso en tiempo real a… ¡Bah! Qué más daba. Lo verdaderamente interesante estaba en que antes de empezar el Camino de Santiago todo lo que le había sucedido le parecía una bebida lig ht para bebés comparado con la sucesión de experiencias que el Camino le estaba deparando. Tras disfrutar de la compañía durante casi una hora, y con objeto de no abusar de la bondad de aquella gente, Álvar se despidió mostrando su agradecimiento. Cuando salía del pequeño claro en el que estaba el improvisado chiringuito formado con las tres furgonetas, y antes de tomar el sendero, miró a ambos lados para reorientarse, viendo a su izquierda, bajando por el camino a unos cien metros, una figura femenina, parecida a la que vio en la colina a través de los prismáticos. Aquella mujer le sonaba pero no podía apreciar sus rasgos ya que el sombrero dejaba su rostro en la penumbra. Tras observar la situación unos segundos, dio la espalda a la escena y se puso en marcha hacia la derecha. Ya sobre sus pasos en solitario calculó que, si mantenía el ritmo de marcha que llevaba en esos momentos, alcanzaría en cuatro o cinco días el punto de unión del Camino Aragonés, que él seguía, y el Camino Francés, el más concurrido ya que la mayoría de los peregrinos procedentes de países europeos optan por esa ruta. A partir de ese punto las horas de caminante solitario, de las que había disfrutado hasta el momento, irían desapareciendo ya que las vacaciones estivales habrían convertido la peregrinación en algo parecido a una romería. Al menos eso decía el Manual del Peregrino que orientaba a Álvar. En esas estaba cuando vio cómo le pasaba, a muy buena marcha, un peregrino arrastrando un artilugio de tres ruedas sobre el que llevaba, sujeto con un pulpo con varios tirantes elásticos, una especie de clavicordio sin patas. Ambos se saludaron con un ultreya. De nuevo Álvar flipaba. Sin duda, un breve listado con los sucesos vividos desde Somport y que, de momento, se cerraba con la aventura de los ingleses y la perplejidad que le había producido, hacía unos minutos, lo del peregrino arrastrando un clavicordio a través de un páramo por trochas imposibles, le reafirmó en su creencia de que, antes de empezar el Camino de Santiago, todo lo que le había sucedido había sido una bebida light. Bueno, pensó, si lo que me acaezca en las siguientes jornadas va a ser de este porte, no me aburriré, a no ser que me acostumbre a que me sucedan cosas imposibles o absurdas. En otras palabras, nada le avisaba de los sorprendentes acontecimientos que le impedirían pisar el puente románico del que deriva el topónimo de Puente la Reina.
Antes de dormirse, en el momento de relajación y desconexión con el mundo real que precede al sueño, una pregunta se quedó abierta en la mente de Al: “¿De qué recordaba la figura de mujer que había visto?”
Terminaba un día más de agosto de 2001.
Saffár y la soberbia
Agosto de 2001. Los Claveros.
El león, al cazar una pieza y mientras se la come, le resulta indiferente que esté viva o no. En esto pensaba Harry Lambert mientras contemplaba la magnífica vista de Nueva York que se le mostraba, al atardecer, a través de la ventana de su despacho en la planta cien de la Torre Sur del World Trade Center. Y recordó su lema: “El león no mata, come”; sólo los pusilánimes acusan al león de asesino.
Le había costado esfuerzo y sacrificios sin cuento llegar hasta ahí; luchado sin pedir ni ofrecer cuartel; utilizado sin restricción de ningún tipo cuantos recursos tuviera a mano; y, en resumen, nada le detuvo a la hora de tomar decisiones que significaran alguna ventaja. Por otra parte, no recordaba haber hecho daño a nadie; en todo caso se podrían haber apartado de su camino. Y sonrió al recordar su lema: “El león no mata, come”.
El zumbido característico de su teléfono de sobremesa le volvió suavemente a la realidad.
-Mr. Lambert, está aquí Mr. Mahmud Ibn al-Saffár y quiere verle.
-Que pase, por favor.
-Buenas tardes Mr. Lambert ¿quería verme?
-Sí, Saffár. Siéntate, por favor –y le indicó los confidentes.
-Llevas un año y medio con nosotros, tus compañeros te estiman y respetan tus opiniones. Tu trabajo como técnico ha sido altamente satisfactorio, lo que es coherente con un currículo tan brillante como el tuyo. Por tanto, si sigues por este camino, siempre tendrás un puesto aquí y, en poco tiempo, cuando se presente la ocasión, pasarás a los equipos de diseño de propuestas como paso previo a la dirección de proyecto.
-Le estoy muy agradecido por sus palabras, espero corresponder a su amabilidad cubriendo todas las expectativas que se planteen –contestó forzando una sonrisa que pretendía trasmitir satisfacción contenida.
-En realidad no te he hecho venir para contarte esto. Todo lo que te he dicho es verdad. Cada día verás subir tus ingresos y tu carrera progresará. Sin embargo, existe otro aspecto de esta actividad profesional, en el que, desde el momento que entras, juegas en distinta liga. El nivel y calidad de vida en esa nueva dimensión son difícilmente imaginables. Esa faceta profesional a la que me refiero está reservada a muy pocos. Ahí se gestionan, sobre todo, las relaciones; se colocan las semillas que harán florecer anteproyectos; se presentan presupuestos que se convierten en contratos; se confeccionan proyectos y se dirigen obras; y, finalmente, en esa sección se explotan, en todos los órdenes de valor, los proyectos ya elaborados –Lambert se detuvo, se sirvió agua y bebió, todo con deliberada calma.
Mientras, Saffár se mantenía imperturbable, se regocijaba internamente y esperaba, con ansia, oír la propuesta por la que había aguantado dieciocho meses de trabajo rutinario e inapropiado para sus capacidades.
-Entre nosotros, los que formamos este muy limitado grupo, nos denominamos, más en serio que en broma, "Los Señores de las Llaves" o, también, "Los Claveros". En términos formales o administrativos, ni orgánicos ni funcionales, en la estructura organizativa de la empresa no existimos como departamento ni nada por el estilo. En este orden de cosas, la mayor parte de nuestros ingresos no circulan por canales convencionales –otro trago de agua sirvió de pausa deliberada para concluir diciendo:
-Hasta este punto, mi querido Saffár, puedes levantarte y volver a tu puesto sin que nada deprecie la valoración tan alta en que te tiene la empresa. Sin embargo, de seguir sentado escuchando lo que vaya a decirte y desde ese momento, se te exigirá total discreción en todos tus actos ¿Algo de lo dicho necesita aclaración?
Saffár pareció recapacitar unos instantes para concluir diciendo:
-El concepto "discreción" es muy subjetivo y, siendo tan importante como para ser la primera obligación que tendría caso de seguir sentado, le agradecería, Mr. Lambert, alguna referencia que me permita evaluar mi capacidad en ese sentido –Saffár hizo esta observación sin manifestar emoción alguna.
Lambert escudriño sin reparo alguno el rostro y las manos de su interlocutor sin sacar otra conclusión que su impenetrabilidad. Y eso le satisfizo, por lo que determinó seguir hablando con claridad, observando sus reacciones, si es que tenía alguna.
-En el terreno profesional que estás a punto de entrar, todo hecho es discreto si nos aproxima al objetivo. Por el contrario, no lo será si lo que haces o dices te aleja de él. Como ves, estamos en el terreno de la lógica, bivalente: si tienes éxito, eres discreto, si no, indiscreto. En el primer caso, llegarás a formar parte de la Mesa de Dirección de la compañía. En el segundo, tendrás un puesto significativo alejado de los proyectos o, dicho con claridad, tendrás una vida cómoda en el cementerio de los elefantes. Pienso que este momento es el adecuado para poner de manifiesto que la discreción, o indiscreción, forma parte de la naturaleza humana y revela la talla profesional de cada cual. Y, en nuestro negocio, es retribuida, en líneas generales, como acabo de explicar. Sin embargo, la lealtad se da por supuesto y no tiene incentivo adicional, mientras que la deslealtad es tratada polifacéticamente. Me explicaré -Harry dejó de hablar, se levantó, dio unos pasos hasta la ventana y, de espaldas a Saffár dijo:
-Hasta el momento, no se ha dado ningún caso de deslealtad entre los Claveros. No obstante, lo previsto para estos casos consiste en echar al desleal, no solo de la empresa sino del sector, de forma que no pueda participar ni en la construcción de una cuneta, ni en el diseño de un engranaje para la barrera de un paso a nivel sin guarda. Esto respecto a nuestra firma. Ahora bien, hemos de ser conscientes de la severidad con que contemplan el asunto algunos de los partners que nos acompañan en la mayoría de los asuntos que llevamos adelante. A ellos, con toda seguridad, perder dinero, no por una incompetencia, sino por un tema de deslealtad, les llevaría a unos comportamientos que no tengo el más mínimo interés en averiguar –de nuevo, unos minutos sirvieron para que aquellas palabras calaran adecuadamente, y prosiguió:
-¿Algo de lo dicho necesita aclaración? -repitió, contemplando intencionadamente a Saffár y, al ver que no se inmutaba, añadió:
-¿Ninguna duda? ¿Sigo adelante?
Saffár, con toda tranquilidad miró la hora y dijo:
-Nada ha dicho sobre Dios, Mr. Lambert ¿Algo al respecto debería preocuparnos?
Lambert esbozó una media sonrisa carente de sentimiento alguno y, tomando un habano de su humidificador, sentenció:
- ¿Dios? Nosotros somos los dioses –y añadió, consciente de la religiosidad de Saffár:
- ¿Qué, no te marchas horrorizado? ¿Sigues sentado?
Saffár, por toda respuesta se levantó con calma, fue al mueble bar, se puso un whisky y, desde allí, con la copa en la mano, caminó hasta el gran ventanal, contempló el panorama y, pasado un par de minutos, se volvió hacia su anfitrión y, mirándole a los ojos fijamente, le preguntó:
-¿Qué tal una copa?
Lambert, gratísimamente sorprendido por las maneras de su colaborador, con el puro ya encendido, se sirvió una copa y, como si reflexionara en voz alta, respondió:
-Sí, todo parece indicar que es un buen momento para cambiar el tono de nuestra charla, pero primero, antes de dar por concluida esta introducción a los Claveros, he de poner de manifiesto que, en esta nueva faceta profesional, en ese mundo en el que vas a entrar, verás a cristianos que violan los mandamientos más sagrados de su religión; a musulmanes revolcándose en carne de cerdo y duchándose con alcohol; y, yendo todavía más lejos, tendrás oportunidad de observar cómo se traspasan límites que, si no están establecidos por Dios ni por los hombres, es porque nadie pudo imaginar que existieran. En fin, sin duda en esta nueva faceta profesional en la que te estoy introduciendo formarás parte de contextos que, por una razón o por otra, te resultarán repulsivos o, al menos, ajenos a ti. Y es en ese momento cuando has de tener claro que nosotros no juzgamos lo que Dios consiente, si no que nos limitamos a observar lo que sucede con el único propósito de prosperar. Y ahora te ofrezco por última vez la posibilidad de volver a tu puesto de trabajo como si nada hubiera sido dicho. Así que, dime ¿alguna duda? –a lo que Saffár respondió:
-No ninguna duda, a estas horas prefiero el whisky.
Cuando Ibn al-Saffár salía a la calle eran las 19,30 horas. Se sentía un hombre satisfecho y orgulloso de sí mismo. Mañana viernes iría a la mezquita a rezar y hablaría con el imán, hombre sabio y prudente que siempre le había aconsejado bien.
Atardecía en Nueva York a principios de agosto de 2001.
Massimo
En Base Atlantis. Agosto de 2001. El SIIO[2]
Supo que estaba a punto de concluir su formación en Lanzarote cuando, el 7 de agosto de 2001, el Instructor Jefe, un coronel de operaciones especiales del que sólo había recibido órdenes, le dijo:
-Enhorabuena, su periodo de preparación en Base Atlantis ha concluido. A partir de ahora comienza su examen final, que ha de finalizar antes del 1 de octubre de 2001. Debo decirle que lo más probable es que no lo supere, no por usted que es un excelente aspirante, sino porque muy pocos lo logran. Sólo los excepcionales de los mejores lo consiguen, y eso nadie lo sabe hasta que el aspirante se enfrenta a la prueba final. En general, si el candidato no la supera, retorna, con el mismo grado con el que llegó aquí, a su unidad de origen, los Caravinieri, en su caso. Por el contrario, si, como todos aquí deseamos, salva este obstáculo, entonces pasaría a ser miembro de la Unidad de Operaciones Especiales del SIIO y, por tanto, usted desaparecería de la circulación para el mundo exterior y toda su vida sería una ficción al servicio del SIIO ¿Ha comprendido? Es absolutamente imprescindible saber que, si se incorpora a esta Unidad, no hay atisbo de duda en usted –concluyó el instructor mirándole fijamente a los ojos.
-Sí señor, he comprendido perfectamente. Nunca he tenido dudas al respecto.
-Bien, lo suponía, claro está. En cada una de las etapas anteriores por las que ha pasado habrá oído lo mismo una y otra vez, pero la tarea que les espera a todos los miembros de esa unidad es significamente dura, en especial si se tiene en cuenta que las renuncias, una vez incorporados, son inaceptables, y lo son en el sentido más extremo que imaginar se pueda –y volvió a mirarle con toda intención:
-¿Está claro? ¿Estamos de acuerdo?
-Sí, está claro. He entendido todo y estoy de acuerdo –respondió Massimo.
El Instructor Jefe habló por el teléfono interior y ordenó:
-Solicite entrevista con el General Director para el teniente aspirante Massimo Franccetti.
Mientras tanto, en el despacho del General Director de Atlantis, Frank Mac Donald, sentado en su austero sillón observaba la lista de citas para ese día, 7 de agosto de 2001: en un par de horas tendría una reunión con un aspirante “listo para el despegue”. Ninguna otra entrevista exigía su presencia hasta ese momento, por tanto, disponía de un tiempo sin compromisos para repasar la situación global y echar un vistazo específicamente a las distintas operaciones en curso.
Relajado, el general, desde su atalaya privilegiada, reflexionaba sobre la miríada de pequeños desafíos que, día a día, se diversificaban y aumentaban de frecuencia, algunos de ellos imperceptibles, no ya para el gran público, sino, incluso, para analistas profesionales a escala global. Desde los primeros sucesos sospechosos, las mentes occidentales más perspicaces trataban de averiguar si los diferentes hechos acaecidos eran independientes entre sí, o, por el contrario, estaban ligados de alguna forma. Para ello, para ver alguna luz en aquel asunto, le parecía imprescindible, por un lado, localizar los orígenes y, por otro, más allá de las consecuencias directas y evidentes producidas por los distintos sucesos, había que averiguar si se pretendían otros efectos velados. En definitiva, en la mente del general el asunto se resumía en determinar si todo aquello respondía, o no, a unas acciones coordinadas dirigidas a un fin. Lamentablemente, a la sazón, nadie tenía respuesta ni había plan alguno para investigarlo.
Como conclusión de aquel estado de cosas, la posición políticamente correcta imperante era la de no dar importancia, sino relativa y contextual, a los distintos altercados que, dispersos, se producían en distintos lugares del mundo. No obstante, pensó, visto todo con la corta perspectiva de la que aún se disponía, la realidad parecía tender a que, lenta pero inexorablemente, se estaba generando una serie de hilos desperdigados que terminarían por unirse formando una red sólida y tupida. Pero el General Frank Mac Donald, aun admitiendo que su hipótesis fuera correcta, se consideraba incapaz de anticipar el propósito de semejante plan a escala global. En cualquier caso, en ausencia de asuntos de mayor entidad que reclamara toda su atención, aquella idea, aquel barrunto de que algo serio se fraguaba, le servía para embragar su cerebro con un juego que le desbordaba, tanto si razonaba hacia delante como si lo hacía hacia atrás.
El suave zumbido del teléfono interior sacó a Mac Donald de sus reflexiones; lo descolgó y escuchó.
-El teniente Franccetti espera para ser recibido.
-Que pase, por favor. Y avise a los coroneles Deville y Romm.
El general cerró algunas carpetas y esperó. Unos golpes suaves precedieron a la entrada del teniente Franccetti que, una vez dentro, saludó en posición de firmes con un escueto “A sus órdenes”. El general se levantó y pidió al teniente que le siguiera.
-Siéntese por favor –dijo señalando un lugar concreto en la mesa de juntas.
Al poco llegaron los coroneles Deville y Romm, que saludaron con un cordial pero respetuoso “A tus órdenes”. Mac Donald les indicó con la mano que ocuparan sus puestos en la mesa y, mientras se acomodaban, desde la cabecera, les decía:
-Os presento al teniente Massimo Franccetti –dejó pasar unos segundos y continuó:
-Teniente, los coroneles Deville y Romm, responsables de dar apoyo a los candidatos durante la etapa final de su preparación y de hacer un seguimiento de su comportamiento en el proceso. Esto último, no lo olvide, para evaluarle, no para ayudarle, cosa que no sucederá en ningún caso –de nuevo, dejó pasar unos segundos, como para que los presentes asimilaran lo dicho. A continuación cedió la palabra a la coronel Deville, responsable de organizar las necesidades operativas de la prueba candidato. Sin preámbulo alguno, la coronel dijo:
-La mayor satisfacción que puedo recibir de usted –dijo dirigiéndose a Franccetti –será la de volverle a ver. Lo contrario, de una forma u otra, significará que se ha quedado en el camino. Mi labor es indicarle los lugares de comienzo y fin de su prueba, y proveerle de todo lo necesario para dar el primer paso.
Mientras los coroneles exponían con detalle todo lo relativo a la prueba del teniente Franccetti, en el cerebro de Frank Mac Donal sus neuronas se polarizaban buscando una respuesta a la pregunta “¿Qué estaba pasando en el mundo?”
Esto sucedía un día cualquiera de la primera quincena de agosto de 2001.
Ahmed
Agosto de 2001. Hambre. Injusticia. Iniquidad
Atardecía muy lejos de cualquier lugar, en lo más aislado de la Argelia profunda, cerca de las fronteras con Túnez y Libia, cuando, en medio de la nada, una moto de campo se aproximaba a la minúscula aldea dejando tras sí una larga nube de polvo. Al llegar a la puerta de su casa, el joven Ahmed paró la máquina y la dejó apoyada en la pata de cabra. Ese día, el joven Ahmed, llegaba bastante antes de la cena para tratar con su padre los últimos detalles del viaje que emprendería al día siguiente.
-Querido hijo, doy gracias a diario a Alá por los muchos dones con los que me ha favorecido. Tú, Ahmed, eres uno de ellos, y no el menor. Y sobre ti quiero hablar en esta ocasión –el hombre se detuvo unos instantes, como para tomar fuerzas, tras lo cual continuó-: Por tu inteligencia y voluntad dominas como pocos nuestro idioma, el árabe clásico; también, tras dos años de estudio en la École Française, y las prácticas que has realizado, hablas y escribes sin dificultad el francés; además, no sé cómo, te entiendes en inglés con los ingenieros y obreros del petróleo que van de compras y a descansar a la ciudad. A todo esto, si el Magnánimo lo permite, con el viaje que emprenderás mañana a España, no sólo te defenderás en español, sino que, sobre todo, aprenderás uno de los oficios con más futuro en nuestro país: la hostelería. Para ello y para que no tengas más dificultades de las que la vida te imponga, te hago entrega de estos tres mil euros que, por ser prestados, hemos de devolver. En este punto, quiero hacerte ver, para tu propia tranquilidad, que, sin ser ricos, no somos pobres; y esto es así, sobre todo, por la prudencia con que, durante generaciones, nos hemos conducido. En conclusión, espero que a la inteligencia natural con la que el Todopoderoso te ha dotado y a la habilidad que has desarrollado durante estos últimos años añadas el tacto necesario para sumar amigos sin generar animadversión.
Tras cambiar impresiones durante la cena sobre los pormenores, no sólo del viaje de Ahmed en sí, sino, y especialmente, sobre el café-restaurante que abrirían cuando volviera de España, el joven abandonó la mesa para dar un paseo antes de acostarse. Salió caminando lentamente de su pequeña aldea, introduciéndose sin temor en aquel desierto que conocía profundamente. Esa visita, creía él, sería la última hasta su regreso, dentro de unos seis meses.
Caminó por la arena una hora, tal vez dos o más, sin pensar por donde iba, ni inquietud alguna por perderse en la noche que se avecinaba. A fin de cuentas, él, Ahmed, formaba parte de aquella tierra y aquella tierra formaba parte de él, y no estaba seguro si podría vivir alejado de esas soledades.
Se tumbó, ya oscurecido, en la limatesa de la más alta de las dunas de la zona a la que, por casualidad, había llegado. Y, así, mirando al cielo, se percibió a sí mismo como una estrella más entre millones. Unas brillaban intensísimamente; otras, parecían apagarse para, tiempo después, volver a iluminarse; algunas titilaban. Las había con diversos tonos de azul; o rojizas; y la mayoría mostraba una inmensurable variedad de destellos diamantinos. Ningún ruido perturbaba su mente. Sin embargo, él percibía una maravillosa sinfonía de silencios. Tanta belleza, tanta grandiosidad debía ser, pensaba Ahmed, una de las manifestaciones de la majestad de Alá. Y de Su generosidad ya que -¡cómo si no!- se podría entenderse que algo tan insignificante como su humilde persona pudiera formar parte de aquel espectáculo. En ese momento sin tiempo, él, Ahmed, se había disuelto en el Todo, integrándose con su Hacedor.
Y del fondo del firmamento llegó a él la imagen de su padre que le decía:
- No sé, hijo querido, entrañas de mi alma y mi cuerpo, cuáles son los planes de Alá, el Magnánimo, por esta razón te digo aquí y ahora que tú eres tú y nada más que tú. Dicho con claridad: estás solo y que, en la medida que te des cuenta de ello y mejor te conozcas a ti mismo, tanto más solitario iras por la vida. Sin embargo, simultáneamente, poco a poco, notarás que tú eres yo; y tus abuelos; y todos los que te precedieron y sin cuyas vidas –con sus virtudes y defectos- nada serías. Y eso te ayudará a tener un corazón alegre. Nunca olvides esto: cada latido de tu corazón es la síntesis de todas las vidas que dieron paso a la tuya. ¡Ah! Muy importante, cuando vuelvas, ve a casa de tu abuelo paterno, mi padre, y mira bajo el aljibe. –Las últimas palabras de su padre las oía cada vez más bajas y lejanas mientras la imagen de su padre se difuminaba perdiéndose en el estrellado cielo, y dejándole un regusto de inquietud y preocupación. A medida que esto sucedía, la cara de su madre se acercaba, y le decía:
-No mires atrás, concéntrate sólo en el lugar en que pondrás el pie para el siguiente paso. Mira al frente para que distingas tu camino. No pienses en nosotros. Días llegaran, si han de llegar, para reencuentros felices…
La cara bondadosa de su madre se iba y, a su vez, veía acercarse a su abuelo materno sentado en su usadísimo sillón de mimbre, y oía su tranquila voz que, sin inflexiones, le aconsejaba:
-No te fíes de nadie, pero no odies. Aléjate del mal y acércate al bien: ese es el camino.
-Pero, abuelo ¿cómo distinguiré lo que está bien de lo que está mal? –preguntó Ahmed.
-Cuando ante ti veas que la ruta que sigues se bifurca en dos caminos, antes de elegir uno u otro recuerda que el bien construye, que no siempre se muestra agradable y que suele exigir perseverancia y esfuerzo; mientras que el mal destruye, que aparece como atractivo, y que su oferta, siempre engañosa, reclama en apariencia poco esfuerzo y por poco tiempo. Sin embargo, lo más relevante del mal es el extraordinario derroche de voluntad y energía que requiere salir del camino equivocado, cosa que no siempre es posible.
Dulcemente, su abuelo desaparecía para dar entrada a su abuela Fátima, la muda, que, a diferencia del resto de la familia que se le había aparecido, se aproximaba y se aproximaba sin parar, con los dos brazos extendidos, hasta tenerle al alcance de sus manos. En la derecha llevaba una lata de conserva y, en la izquierda, un abrelatas. Cuando se paró, y sin dejar de mirarle fijamente a los ojos, Fátima se puso en su pecho, sobre el corazón, la lata y con el índice de la mano izquierda señaló hacia el Norte.
-¿Qué quieres decirme, abuela? ¿Qué el corazón de la gente allende el mar es duro como esa lata? –ella hizo un leve gesto de asentimiento y, a la vez, le tendió el abrelatas. Ahmed miró los inteligentes ojos de la madre de su madre y, sin dudar, mostrando una sonrisa de profundo afecto, dijo:
-No te preocupes, abuela, sabré abrir los corazones más duros. –Fátima mostró una sonrisa de satisfacción y, acto continuo, apoyó la lata sobre el pecho de su nieto. Ahmed sintió la lata contra él y comprendió:
-Sí, abuela, mi corazón se endurecerá, pero dentro os mantendré a todos cada día de mi vida. –la anciana acercó su cara a la de Ahmed, que cerró los ojos al sentir un suave beso en la frente.
Aún sentía la calidez de aquellos labios cuando vio al flaco y enérgico “tío” Abdul tirando del ronzal de la burrita que le acompañaba siempre transportando los cántaros de agua que, todos los días sin faltar ni uno, llevaba del manantial al pueblo. Cada amanecer, desde que Ahmed tenía uso de razón, el viejo Abdul salía a llenar los cantaros y, cuando el sol no producía sombra, volvía con los cantaros llenos; y, si alguien le había encargado algo, se lo llevaba. En medio de esos recuerdos oyó la ronca voz del aguador:
-¿Alguna vez alguien ha dicho del agua de Abdul que no es fresca y cristalina? Responde, pequeño Ahmed –siempre le había llamado así, incluso ahora que era más alto que él.
-No, ninguno ha dicho eso nunca –respondió Ahmed.
-¿Alguien que me haya hecho un encargo ha considerado que le he cobrado de más o que ha habido engaño en lo entregado? Dime, tú que me conoces de toda tu vida.
-Ni tan siquiera lo ha pensado nadie –le replicó.
Mientras se alejaba, oyó al viejo Abdul exhortarle con estas palabras:
-Pues acuérdate del “tío” Abdul, estés donde estés, y piensa que miles de vasijas de agua pura quedan perjudicadas si se encuentra en cualquiera de ellas una única mosca.
Sin más, de repente, todas aquellas agradabilísimas ensoñaciones quedaron perturbadas por la voz angustiada de su hermana que le gritaba:
-Hermano, hermano ¿por qué no te has despedido de mí? Ya no podré notar la calidez de tus abrazos –a lo que él contestó:
-Querida hermana, antes de irme pensaba pasear contigo y charlar de nuestras cosas.
-¡Ay, hermano! Ya es tarde. Yo he emprendido el gran viaje. Nunca más estaremos juntos. –Y vio a su hermana llorar muy entristecida.
Despertó de golpe y, como un resorte, pasó de tumbado a sentado y de dormido a muy despierto y alerta. Antes de incorporarse pensó “¿Habrá sido todo un sueño o Alá le habría distinguido con aquellas visiones?” En cualquier caso, un mal presagio le intranquilizaba y perlaba de sudor su frente. Miró a su alrededor y, sin dudarlo, a pesar de ser noche cerrada y estar en medio de aquel inmenso arenal, comenzó a caminar en la dirección que Ahmed sabía sin contradicción alguna que era el camino de vuelta a su hogar. Asombrado de su propia seguridad, se preguntó “¿Cómo es posible que yo sepa con total certeza hacia dónde encaminarme? Igualmente, pensó: “¿Cómo es posible que las aves que cruzan estos cielos dos veces al año, yendo y viniendo a donde sólo ellas saben, conozcan la ruta que han de seguir?” Y, así, pensando en estas cosas y en todo lo soñado de forma tan sentida hacía apenas un rato, vio su pueblo justo en el momento en que el primer destello del Sol, allá en el fondo, en el Este, rasgaba la noche dando entrada a la luz.
Acababa de enfilar la larga, estrecha, polvorienta y nada definida entrada a su minúscula aldea cuando allá, a unos cincuenta metros antes de la primera casa, le pareció entrever un bulto, una especie de saco tirado en el suelo. Guiñó los ojos en un esfuerzo por agudizar su vista para, de esta forma, precisar algo más la imagen. Sin duda había algo allí en medio. Ahmed siguió avanzando sin apresurar el paso pero ampliando el campo de visión a derecha e izquierda de la vereda con el fin de observar si había algún otro detalle fuera de lo habitual. Y, sí, lo había. A unos doscientos metros a la derecha del camino, la burrita de Abdul ramoneaba suelta, con el ronzal colgando libremente: eso sí era anormal, muy anormal. En un gesto instintivo, Ahmed desplazó la mirada desde la borrica hasta el bulto y su pulso se aceleró. No sabía qué pasaba pero algo malo sucedía. Sin pensarlo dos veces, el joven aceleró el paso hacia el bulto hasta que, por la distancia y la claridad que comenzaba a inundarlo todo, precisó sin duda ninguna que aquello que estaba tirado en el sendero era un ser humano con un caftán muy parecido al de Abdul, por lo viejo y raído. En ese momento se detuvo en seco y comenzó a aproximarse lentamente, como si tuviera que estar prevenido para una reacción ante algo desconocido. Cuando aquello, fuere lo que fuere, estuvo a su alcance se inclinó extendiendo la mano con el propósito de descubrir lo que hubiera debajo de la capucha, pero en esa posición se quedó inmóvil apenas unos instantes hasta que irguiéndose dio unos pasos hacia atrás. Lo que, en un primer momento, parecía la sombra alargada que el amanecer provoca en las cosas, no era tal sino sangre, mucha sangre; sangre densa y oscura que rodeaba la cabeza de un hombre, tanta y de tal color como nunca hubiera podido imaginar. Los ojos de Ahmed se pusieron como platos mientras que, de forma involuntaria, su mano izquierda se movía para taparle su propia boca y la otra, la derecha, se paraba sobre su corazón golpeándose el pecho una y otra vez. De esta forma, sin saber qué resolución tomar, miró hacia el pueblo para ver si alguien podría ayudarle o compartir aquel momento terrible. Pero nadie había. En consecuencia, temeroso, Ahmed se acercó dispuesto a averiguar si se trataba de su amigo Abdul, el aguador, o era otro, tal vez un desconocido; esta posibilidad le dio el ánimo que le faltaba y extendiendo el brazo tanto como pudo, prevenido por si de allí salía un ataque imprevisto, tiró de la capucha y lo que vio, no sólo le hizo retroceder, sino que, robándole sus fuerzas, le dejó sentado de culo a un par de metros de aquel cadáver que, ya sin duda, sabía que era el bueno y viejo Abdul.
Sin capacidad para moverse, su mirada estaba fija en el tajo que abría el cuello de su amigo, con aquella cara de ojos desorbitadamente abiertos. El joven se incorporó y trastabillando, sin idea clara del lugar exacto hacia el que se dirigía, caminaba hacia la entrada de la aldea, apenas cincuenta metros más allá. Al llegar a la altura de la primera casa dio unos cortos pasos hacia su entrada pero, antes de llegar y levantar la voz pidiendo ayuda, vio en el suelo un brazo ensangrentado que sobresalía a través de la cortina “antimoscas” hecha con tiras de cuerdas a las que se habían fijado, una tras otra, chapas de bebidas gaseosas por el simple procedimiento de doblarlas a su alrededor. De nuevo, Ahmed dio unos pasos hacia atrás, se detuvo en mitad de la especie de calle y miró, desde lejos, el cadáver de Abdul y, lentamente, volvió a mirar el brazo inmóvil y teñido de sangre de su vecino Mahmud, que avisaba de que algo terrible había sucedido en aquella casa.
Su corazón, que durante unos instantes se había paralizado, se aceleró y ya sin reparo alguno, temiendo lo peor, se lanzó a la carrera hacia la casa paterna; entró de golpe, atravesó el pequeño salón y fue directamente a la habitación de sus padres.
-¡Nooo! –gritó con todas sus fuerzas.
Lo que veía no era posible. Ahmed se apoyó en la jamba de entrada mientras su cerebro trataba de asimilar lo que sus ojos veían: su madre, tumbada y aún tapada con una sábana tenía el cuello abierto por un profundo corte en la garganta; su muerte debió ser tan rápida que apenas había modificado, en el momento en que le robaron su vida, la posición de las manos sobre su pecho. Cuando pudo desviar la mirada, la imagen que le quedó de su padre fue, si no más triste, si más dolorosa ya que había intentado defenderse, lo que llevó a sus asesinos a apuñalarle varias veces en el pecho antes de cortarle el cuello de la misma forma que había visto en los casos de Abdul y su madre.
¿Y su hermana? ¿Dónde estaba Safiya? “Ella no, por favor, Alá, ella no”, dijo en voz alta.
A toda prisa, pasó por delante de las habitaciones de los abuelos y entró como una tromba en el cuarto de su hermana: nada, no había nadie, la cama estaba desecha pero ella no estaba allí “¡Que estuviera viva!” deseaba él con tanta fuerza que su cabeza le iba a estallar.
Sin pausa atravesó la casa hasta el huerto. Allí estaba Safiya, como los demás, con un tajo tan profundo en el cuello que la cabeza estaba prácticamente separada del tronco. Allí mismo, sobre la tierra que le sostenía de pie, Ahmed se quedó sin fuerzas y quedó en cuclillas; y su cabeza vacía. Y allí pasó tanto rato que perdió la noción del tiempo.
Ahmed desplazó sus pensamientos hacia sus abuelos pero sin la más mínima esperanza de encontrarlos vivos, por lo que lentamente fue hacia sus pequeños cubículos y, desde la puerta, contempló la misma degollina que en los demás casos pero, en estos, a diferencia de los demás, se acercó a ellos y los besó en la frente mientras decía bajito “Que Alá, el Magnánimo, os acoja en su seno”.
Ya sin prisa, con el ánimo destrozado, Ahmed se acercó a todas las casas de la aldea y tras comprobar que la muerte había llegado a cada una de ellas, y antes de abandonarlas, decía con voz entrecortada:
-¿Hay alguien ahí? –tras esperar, desesperanzado, unos segundos seguía su tristísimo recorrido.
Si su padre estuviera allí, habría tomado la iniciativa, pero él no sabía ni tan siquiera a quién dirigirse fuera de la aldea para pedir ayuda. De vez en cuando, la policía y algunos soldados pasaban por el pueblo pero no se detenían ni a beber agua, a lo que su padre comentaba “Mejor así, cuando se paran traen desgracia”, por esta razón Ahmed no los consideraba como un apoyo sino un impedimento. En consecuencia, decidió envolver el cuerpo de su hermana y llevarla a la alcoba de sus padres. Así lo hizo, tras lo que se sentó entre la habitación de sus padres y las de sus abuelos, y allí se quedó rezando, recordando y preguntándose la razón por la que Alá, primero lo había bendecido con las visiones que tuvo en el desierto y, después, le estaba haciendo sufrir arrancándole todo lo que quería en este mundo.
Pasadas las horas y ya de noche cerrada, Ahmed lloró.
Así, hora tras hora, oscureció y amaneció sin que Ahmed tomara determinación alguna, a la espera de que Alá le arrebatara la vida también a él y lo llevara con su gente. Pero no fue así.
Los padecimientos de Ahmed
Apenas despuntaba el nuevo día cuando unos ruidos en el exterior le hicieron salir de aquel duermevela en el que su dolor y el cansancio le habían instalado. Después de unos segundos, ya más espabilado, percibió frenazos de coches, voces de mando y carreras de un lugar a otro. Él no se movió. Tampoco sabía qué hacer en las nuevas circunstancias. Y allí espero a que sucediera lo que tuviera que suceder.
Al cabo de un tiempo, alguien entró en el lugar en el que estaba y, gritándole, le conminaron a ponerse en pie pero, como estaba entumecido, a duras penas pudo moverse o, al menos, no con la rapidez que aquella gente quería. En consecuencia, le dieron un golpe en la espalda con algo muy duro que le hizo bastante daño, esto no logró que fuera más rápido sino que hizo que recibiera más golpes. Cuando al fin logró enderezarse comprobó que le golpeaban con las culatas de sus fusiles. A empujones le llevaron afuera donde otro soldado, de más autoridad, al que el resto llamaba teniente, le preguntó:
-¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?
-Soy Ahmed, hijo de Mohamed, nacido en este pueblo y hoy he perdido a toda mi familia, vecinos y amigos. Los cadáveres de mis padres, hermana y abuelos están ahí dentro a la espera de que alguien que sepa rece por ellos antes de enterrarlos –a lo que el oficial replicó:
-Eso que dices ya se verá. De momento eres el único testigo de esta barbaridad –a continuación ordenó: –Registradle –acto seguido fue prácticamente desnudado hasta poner en el capó de uno de los coches todo lo que estaba sobre el cuerpo de Ahmed, incluyendo su sirwal , su camisa larga y sus zapatillas de esparto. También, claro está, aparecieron los tres mil euros que le había entregado su padre para el viaje. Y esta fue su perdición.
-Ahmed, hijo de Mohamed, esto es mucho dinero ¿De dónde ha salido?
-Ese dinero me lo entregó mi padre para viajar a España. Parte es de mi familia y otra parte lo hemos de devolver.
-Tal vez sea cierto y tal vez no –dijo el teniente-. Dime, para comprobar, quién prestó dinero a una familia del desierto que, como única garantía, puede ofrecer un trozo de tierra que dudo, sinceramente, que fuera suyo.
-Eso no lo sé. Sólo mi padre lo sabía. Tal vez mi madre, también.
-Que ambos estén muertos –dijo el teniente- es mucha casualidad. Déjame que haga una recopilación: nos encontramos con una masacre hecha sin piedad por alguien -sin duda terroristas - que han eliminado a toda la gente de un pueblo que ni siquiera está en los planos. Que, según estamos comprobando, han robado cualquier cosa de valor que pudiera haber aquí. Que, casualmente, nos encontramos con un superviviente que lleva una bolsa con tres mil euros colgando de su cinto, cantidad que es superior a lo que gana cualquiera de nosotros en un año. Y, finalmente, resulta que el superviviente no puede demostrar de donde ha sacado tal cantidad de dinero.
El teniente hizo una pausa y caminó alrededor de su todoterreno. Al cabo de un rato, durante el que comprobó las tareas de búsqueda de pistas que había encomendado a sus subordinados, se acercó de nuevo a Ahmed y le dijo:
-Verás, te diré lo que pienso. Tú has traicionado a tu gente por alguna razón que desconozco. No sé qué clase de botín les has conseguido a los terroristas y, sobre todo, no sé qué sabes o posees que ha impedido que, no sólo no te maten como a los demás, sino que te han retribuido con tres mil euros –el teniente hizo una pausa antes de continuar y se paró mirando los sesenta billetes de cincuenta euros que estaban, como una baraja extendida, sobre el capó del coche. Aunque en lo fundamental el teniente era bastante honrado y un aceptable profesional, no pudo impedir pensar que aquel servicio daría un notable empujón a su carrera al llegar con todo lo incautado, especialmente los tres mil euros, y un sospechoso de ser un terrorista, y, sin duda, uno muy significado y respetado por sus compinches. En consecuencia, sin darle más vueltas dijo:
-Te llevo detenido como colaborador necesario de los terroristas y portador de dinero para una posible sedición -sin mediar más explicación ordenó:
-Al coche, atado y esposado.
Ahmed, en estado de shock por el drama que estaba viviendo y sin entender, ni remotamente, lo que significaba “terrorista” y “sedición”, al ver que lo llevaban hacia uno de los vehículos sacó energías para decir:
-Por favor, teniente, en nombre de Alá, el Piadoso, encárguese de que mi familia y mis vecinos no queden a merced de los animales del desierto y que se encaminen hacia el paraíso –y esto lo decía mirando fijamente al oficial, con los ojos arrasados de lágrimas.
-Nosotros no somos animales como, sin duda, son tus cómplices. A partir de ahora, quedas a merced de la justicia de los hombres y, claro está, de la superior e inapelable del Inmarcesible.
Metido en el coche y sujeto por las esposas a uno de los montantes interiores del vehículo, le arrojaron al cuerpo sus pantalones, su camisola y sus zapatillas. A partir de ese instante, cuando el coche se puso en marcha, fue perdiendo toda noción de donde estaba y del tiempo que trascurría. Cuando el viaje concluyó, del coche lo llevaron casi en volandas hasta un pequeño cuarto en el interior de un lugar de altas paredes y repleto de soldados.
Dormía y comía, cuando lo dejaban, a toque de corneta. Desde que se despertaba hasta que se tumbaba en el catre lo iban a buscar en cualquier momento para interrogarle. En esos interrogatorios, le preguntaban una y otra vez por los terroristas; sobre el tesoro que, suponían, se llevaron los terroristas de la aldea; y sobre lo que más les intrigaba: ¿qué sabía aquel ser insignificante que tanto había interesado a los terroristas y razón por la que –argumentaban ellos- no le habían matado como a los demás?
Ahmed respondía a preguntas y humillaciones con lo único que sabía: la verdad.
Durante los interrogatorios le quemaron con cigarrillos; le aplicaron corriente eléctrica en los genitales –así descubrió Ahmed la electricidad–; le metieron por el recto algo, él no sabía qué, con la excusa de averiguar si llevaba alguna cosa escondida. Tras pelarlo al cero, le metían la cabeza en agua helada hasta que estaba a punto de morir ahogado… y, en fin, le hicieron tantas barbaridades que el propio Ahmed llegó a perder la cuenta de lo que le estaba pasando. Pero un buen día, a partir de un cierto momento, dejaron de ir a buscarle y nadie se preocupaba de él excepto para darle algo de comida. Y así pasaban las horas, hasta que, sin ninguna explicación, lo llevaron a un patio interior en el que le dieron un poco de jabón y, con una manguera, le estuvieron enchufando agua durante más de quince minutos, hasta que sus carceleros, cansados de reírse de él y de las bromas que le gastaban con el chorro de agua, le lanzaron un trapo a guisa de toalla y le dijeron “Vístete, estás libre”.
La soledad de Ahmed
Apenas veinte minutos después estaba en la calle, vestido solo con su sirwal, su camisola y sus zapatillas de esparto. Nada más. No se atrevió a preguntar por sus tres mil euros no fuera que lo volvieran a meter en aquel lugar infernal.
Sin rumbo que seguir, ni dinero que le permitiera pensar en alternativas para salir de aquella situación, Ahmed vagaba por la ciudad, de la que desconocía todo, incluso su nombre. Tampoco sabía en qué día vivía; en realidad, todas esas cosas no le importaban en absoluto. Él sólo sentía. Sentía soledad, desesperanza, amargura, y únicamente en sus tristes pensamientos estaba concentrado.
Debía llevar horas caminando. En el momento de salir de prisión el Sol estaba justo encima de él, sin proyectar sombra alguna y, ahora, comenzaba a oscurecer. Por consiguiente, llevaba unas ocho horas perdido. Al cruzar por una plaza, que alguna vez tuvo jardines, vio unos bancos hechos con ladrillos; Ahmed, sintiéndose muy cansado y, sin embargo, relajado al comprobar que nadie le ordenaba nada ni le golpeaba, sin pensarlo dos veces, se dirigió a unos de aquellos amplios y sólidos asientos, se tumbó debajo de él y, acto seguido, se durmió profundamente.
Unos empellones le obligaron a volver en sí.
-Sal de ahí, levántate. ¡Fuera!. Aquí no se puede dormir –y, según salía de debajo del banco, aquella gente, que debían ser soldados o policías, le añadieron unos cuantos golpes con sus porras, más para manifestar la energía de su orden -“No vuelvas por aquí, oyes”- que con el propósito de hacerle daño. Ahmed se alejó de allí sin saber por qué le echaban de aquel lugar si no molestaba a nadie. Sin entender cosa alguna y comenzando a notar cómo afloraba en su ser un nuevo sentimiento, un punto reconfortante, por el que el enojo hacia su entorno daba pie a la semilla de un deseo de desquite que nunca antes había sentido: la ira se abría paso por los recónditos caminos de su alma.
Deambulando, su nariz detectó un olor de pan recién horneado que ponía de manifiesto que, por allí cerca, habría una tahona, lo que le hizo recordar que llevaba más de un día sin probar bocado, considerando que la noche anterior, aún en prisión, no le habían ofrecido ni agua. El estómago se le contrajo y un intenso dolor físico le hizo notar que el hambre, la absoluta necesidad de comer, provoca, no una sensación sino un tormento irresistible. Atraído por aquel olor y, siguiendo su husmillo, fue a parar frente a un horno de pan. Cuando Ahmed llegó allí era tan temprano que apenas había clientes, razón que le hizo superar algún residuo de rubor que aún pudiera quedarle por el hecho de pedir caridad. Entró en el establecimiento y rogó, en el nombre de Alá, el Misericordioso, que le dieran un trozo de pan, siquiera duro; a cambio, haría cuantas tareas le encomendaran. El tendero, mirándole con indiferencia, le dijo con una sonrisa de desprecio:
-Ve a la parte de atrás y quítale lo que puedas a los perros. Acabo de echarles un par de talegos con pan de ayer. Todavía llegarás a tiempo de coger algún trozo.
Sin prestar atención al menosprecio que implicaban aquellas palabras, Ahmed salió a toda la velocidad que sus debilitadas piernas le permitían, pensando que, como máximo, tendría que enfrentarse a un par de perros enormes y feroces, propiedad del panadero. No sentía temor ante esa posibilidad; allá en el desierto había tenido que ahuyentar a chacales y perros salvajes. Pero en el patio trasero del panadero no había un par de perros, ni tres, ni cuatro, sino un grupo innumerable de animales luchando todos contra todos sin líder y dispuestos a matar o morir por un trozo de cualquier cosa que disminuyera su necesidad imperiosa de comer. Desolado ante la imposibilidad de lograr la más mínima parte de aquel miserable festín, Ahmed olvidó el hambre y se alejó del lugar sin norte que le orientara, no obstante, pensó, cuando abrieran el mercado él recorrería todos los puestos de punta a punta; pediría trabajo en todos y cada uno de ellos e, incluso, se ofrecería a cualquier persona que pudiera necesitar ayuda de cualquier tipo. Esta posibilidad le reconfortó durante unos instantes hasta que se puso de manifiesto que ese no debería ser su objetivo en esos momentos: el hambre volvía a hacer acto de presencia del modo más descarnado. Acuciado por tan perentoria necesidad pensó en acercarse a una mezquita y allí, apelando a Alá en Su casa, solicitaría algo de socorro. Desorientado, preguntó a unas mujeres respecto a la ubicación de la aljama más cercana, convencido, según su limitada experiencia, que éstas, las mujeres, eran más amables que los hombres. Efectivamente, con palabras y gestos pusieron a Ahmed en camino hacia la más próxima. Reanimado por esta posibilidad, aceleró el paso hasta que tuvo ante sí una preciosa construcción, de fachada bastante sucia, a la que entró sin dudar. Lo primero que vio en el enorme patio al que accedió fue una gran fuente de agua con varios caños. Bebió de uno de ellos y, una vez saciado, se acercó a un hombre mayor que barría el suelo y limpiaba los azulejos de las paredes. Deteniéndose a una prudente distancia para evitar sobresaltarlo, Ahmed se dirigió a él con estas palabras:
-En el nombre de Alá, el Magnánimo, yo Ahmed, hijo del desierto, pido algo de ayuda. Agradecería un solo trozo de pan que alivie mis sufrimientos –el hombre, apenas sin mirarle le contestó:
-Ven el viernes pues, hasta ese día, el día de oración, no hay dádivas de los creyentes. Ahora nada puedo darte, ni tampoco el imán cuando llegue.
-Sabes, hermano, el viernes, si no recibo auxilio, habré muerto –dijo Ahmed.
Al oír aquellas palabras, el hombre dejó su tarea, miró al joven y vio un rostro con ojeras en unas facciones entristecidas, y algunas hebras de pelo blanco en una tupida cabellera negra. Tras inspeccionar la cara de su interlocutor, bajó, como de pasada, la mirada por el cuerpo de Ahmed y, a través de la camisola, vio las marcas dejadas en su pecho por las candelas de cigarros y cigarrillos aplastados contra él. El hombre dejó sus útiles de trabajo y, sin mediar palabra, se alejó para volver inmediatamente con unas sandalias de cuero.
-No tengo otra cosa que darte. Sin duda estas sandalias, si te están bien, algo aliviarán la dureza del camino que Alá te obliga a seguir –el hombre retornó a su trabajo como si Ahmed no existiera.
Ahmed, tras probárselas, se puso las sandalias convencido de que, gracias a ellas, caminaría mejor ya que, al tener unas suelas más gruesas, le protegerían de las piedras del camino. Sacudió sus viejas alpargatas y las dejó, muy juntitas, en el primer escalón de entrada a la mezquita. Con una mueca parecida a una sonrisa, se dijo que, a partir de ese momento, moriría de hambre y frio igual que hacía un rato pero con los pies algo más cómodos. En cualquier caso, alguien, al fin, se había apiadado de él y le había aliviado uno de sus muchos sufrimientos. Pero esto no hizo que la sensación de vacío de su estómago disminuyera y la percepción de perder fuerzas iba haciendo mella en él lenta, pero sensiblemente. No le cabía la más mínima duda: la próxima noche sería, si no la última, sí aquella que le dejaría definitiva e irremediablemente postrado, al perder su ya reducida capacidad de pensar y sus aún más mermadas fuerzas. Acompañado por estos pensamientos, sin ningún deseo de llegar a sitio alguno notó que el hambre ya no le producía ningún malestar, sin embargo, notaba inseguridad al andar y una visión borrosa que, desde luego, eliminaba cualquier deseo de moverse ¿Para qué? Nada en el fondo de su ser le animaba a tomar la más mínima iniciativa.
Así, andando cada vez más despacio con la mente más y más ofuscada por lúgubres tinieblas, apoyó su espalda en un rincón de una casa medio destruida de la oscura callejuela por la que iba. Aquella negrura que le entraba por los ojos llenándolo todo, unido a lo tétrico del lugar en el que estaba le hizo renunciar a mantenerse de pie y, en consecuencia, dejó que su espalda se deslizara por el rincón en el que se apoyaba hasta quedar en cuclillas, inmovilizado y, lo que era peor, sin el más mínimo deseo de moverse.
Sin darse cuenta, renunciando a su consciencia, Ahmed se sumía en un sopor muy agradable que le alejaba de la realidad circundante. Una profunda paz se apoderó de él, ya no sufría, ni en su cuerpo, ni en su alma ¡Qué placer! Aquel bienestar se vio interrumpido por la imagen de su abuela, la muda, que pasaba fugazmente por aquella nada en que estaba sumido. Tan pronto su abuela se esfumó notó como si una lata de conservas, apretada contra su pecho, le produjera un dolor tan profundo que parecía impedirle respirar. Se removió inquieto hasta hacer desparecer aquella opresión. Según olvidaba aquella molestia, oía la voz de su abuelo “El bien, construye; el mal, destruye”. Acto continuo, sin solución de continuidad, su madre le decía “No mires atrás, piensa sólo en el siguiente paso”. Como consecuencia de aquella pesadilla –pues Ahmed estaba seguro que de sueño enfebrecido se trataba- decidió dejarse ir y, si fuera posible, volver al seno de Alá, su Hacedor, ese lugar donde, por unos instantes, había sido tan feliz allá en el desierto. Y, así, deslizándose por un tubo sin fin, enorme, luminosamente blanco y brillante, Ahmed se alejaba de todo ¡Al fin ya no tenía que luchar, sólo tenía que abandonarse! Disfrutando de aquella sensación, oyó a su padre decirle “No estás sólo”, y vio a toda su familia junta, como en una foto, en la que estaba el viejo Abdul y, también, sus vecinos. Entre ellos destacaba la voz de su hermana que le decía “Tú eres el resumen de todos nosotros y, si desapareces, nada quedará que nos recuerde, y no tendrás la posibilidad de hacer cosas buenas, ni malas. Ahmed, levántate y lucha por tu vida; deja que sea Alá el que decida el lugar y el momento. Arriba, hermano.”
Ahmed se revolvió nervioso y se forzó a salir de aquel sueño. Aún adormilado, caviló: si me dejo morir yo me destruyo a mí mismo o, lo que es igual, estoy provocando el mayor mal que me puedo causar. Por tanto, eso yo no lo debo hacer ya que he seguir el camino del bien pero, si no hago algo, igualmente moriré ya que no hay nada ni nadie en este mundo que quiera y pueda ayudarme a salir de esta situación. Qué debo hacer, se preguntó. En aquella siniestra y estrecha calle, en cuclillas en un rincón de la acera y con la espalda apoyada en una pared de una casa en ruinas, Ahmed meditó y, al cabo de un rato, se dijo: sólo me queda robar, pero robar es emprender el camino del mal. Tal vez, probablemente, si robo poco, haré un mal escaso; y, si robo mucho, el mal que cause será mucho mayor. En ese caso, como no sé robar, cuando pase alguien solo y no haya nadie viendo le daré un golpe en la cabeza con uno de estos cascotes y le dejaré sin sentido. Debo darle fuerte ya que, sin fuerzas como estoy, en caso de responder a mi ataque, estoy perdido. Cuando mi victima esté indefensa la registraré y tomaré sólo lo justo para comer y darme una oportunidad de encontrar trabajo en el mercadillo o donde sea. Cuando parecía haber llegado a una conclusión y antes de decidir lo que haría, se dijo “si sólo tomo lo necesario para hoy entonces mañana, si no consigo un trabajo, tendré que volver a robar. Y si esta situación se prolonga en el tiempo me convertiré en un ladrón, no por necesidad, sino por oficio”. Ahmed volvió a cavilar sobre la disyuntiva en que se había metido y, tras considerar su situación decidió: sin duda, robaré; y robaré todo lo que pueda a mi víctima, con la esperanza de no tener que robar más y emprender una nueva etapa de mi vida. Esta decisión le dio un objetivo por el que luchar, cosa que había perdido hacía días, razón por la que su determinación se afianzó. Su mirada reflejó la ausencia de dudas.
Buscó un cascote contundente pero que fuera manejable por su brazo y las escasas fuerzas que aún le restaban. Esperó con la esperanza de oír los pasos de alguien aproximarse por aquella callejuela. Pero ¿quién pasaría por aquel lugar tan poco transitado? La suerte, que le había vuelto la espalda hacía días le tenía que ofrecer alguna oportunidad. Efectivamente, al poco unas pisadas pusieron de manifiesto que alguien venía en aquella dirección así que afianzó el cascote en su mano derecha y subió el brazo por encima de su cabeza. Cuando el desconocido superó el rincón en el que estaba escondido, Ahmed, sin pensarlo o, más bien, pensando en el hambre y la penuria por las que pasaba, soltó un golpe seco sobre la cabeza de su casual víctima pero, como tras el golpe aún se movía y no terminaba de caer, levantó el brazo de nuevo y lo volvió a descargar sobre aquel hombre. Ahora ya no rebullía. Inmediatamente lo arrastró detrás de la pared que le servía de escondite. Una vez dentro de la casa en ruinas, lo desnudó. Empezó por el caftán, de lana. Se detuvo a averiguar qué había en aquellos bolsillos interiores que tanto abultaban. En uno de ellos había un rollo macizo de billetes de cien euros y, en el otro, de cincuenta. Además, en la pequeña bolsa de cuero que le colgaba del cuello estaba un monedero con billetes argelinos más pequeños y bastantes monedas de diferente importe. Un vistazo por encima le permitió estimar que en aquellos dos cilindros habría… miles de euros. No sabía cuántos, ni tenía intención de contarlos allí. Con mucha precaución y más frialdad de la que él mismo hubiera imaginado, Ahmed pensó “No me conviene ponerme ninguna prenda de esta persona ya que alguien podría reconocerla. Por tanto, me limitaré a quitarle el cinturón y a ajustármelo debajo de mi camisola, de forma que no se me caigan los pantalones con el peso de lo que acabo de quitar a este hombre. Y, con la misma apariencia que entró en el callejón, Ahmed salió pero, ahora, era una persona con serias posibilidades de sobrevivir, especialmente si el hambre y las penurias no le obligaban a actuar precipitadamente. Convencido de la conveniencia de ser prudente, dejó su escondite sin hacer ruido y se fue andando lentamente por la estrecha callejuela, como si nada hubiera ocurrido.
Cuando salía del callejón a la calle en que aquél desembocaba, sacó de la pequeña bolsa monedero –la que su víctima llevaba colgando del cuello- un trozo de papel en el que se podía leer, en la parte superior “10.000€”.
Esto sucedía un día cualquiera del mes de agosto de 2001.
Ahmed: la metamorfosis
Vio su imagen reflejada en un cristal; y nada había cambiado: seguía siendo el mismo Ahmed de hacía unos minutos, antes de agredir a otro ser humano para robarle. Aún tenía el estómago vacío, pero ya no tenía hambre. Además, se sentía poderoso, capaz de hacer cosas, no sabía qué pero, fuere lo que fuere, estaba seguro de que lucharía por conseguirlo.
¿Qué había cambiado en él? se preguntó. La respuesta no estaba en los miles de euros que abultaban sus bolsillos puesto que ya los había llevado cuando su padre le dio los ahorros de toda su vida. Tampoco podría derivarse del hecho de golpear a otra persona puesto que, cada vez que lo recordaba, se sentía fatal. Las nuevas sensaciones que le embargaban tenían que proceder forzosamente, creía él, de haber tomado una decisión por sí mismo, sin ningún consejo ni ayuda, y, además, todo lo había ejecutado con éxito, con calma, pensando en lo que hacía y en lo que convendría hacer después.
A medida que se tranquilizaba el hambre hacía acto de presencia con más y más intensidad. Pero tenía que controlarse, no tenía que hacer algo impropio de un personaje como el que Alá, por alguna razón inalcanzable para él, le obligaba a representar: un muerto de hambre –como precisamente era-, un sin techo –lo que representaba su situación exacta-. Sin embargo, hasta un pordiosero ha de comer, y de esto nadie se asombra. Por consiguiente, Ahmed caminaba poniendo todos sus sentidos en localizar una panadería o una tienda de alimentación en el que nadie se extrañara de verle entrar. Y como sabía lo que buscaba, ya había anticipado la cantidad de dinero que habría de llevar a mano: justo la cantidad que un personaje como el suyo habría conseguido de limosna, según había visto en su deambular por las calles.
Amina, la mujer
Y en eso estaba cuando vio a una mujer de pie en un gran portal de aspecto señorial sin iluminar que, por su actitud, parecía esperar a alguien. Ahmed, que en esos momentos no sabía dónde estaba ni a qué sitio dirigirse, optó por preguntar a alguien, así que se aproximó a aquella mujer y, desde una prudente distancia para no asustarla, dijo:
-Soy un hombre del desierto desorientado en esta gran ciudad y estoy buscando un lugar donde comer, asearme y dormir; que no cueste mucho y sea limpio ¿podrías indicarme un sitio así?
Tras unos instantes en que la mujer le observó, Ahmed la oyó decir:
-Por quince euros yo te ofrezco mi casa y, mientras te lavas, te haré una buena cena. Después, podrás dormir cuanto quieras. Y mañana tendrás un gran desayuno.
Sin más, Ahmed sacó del bolsillo unas cuantas monedas y varios billetes de cinco euros y, de todo ello, extrajo diez euros y, mientras se los ofrecía a la mujer, le decía:
-Toma esto y, cuando me vaya, te daré el resto hasta los quince que me pides, y aún más si me atiendes bien –cuando el dinero había cambiado de manos, añadió- ¿Eres una mujer pública?
La mujer dio un pequeño paso atrás y respondió:
-No, de ninguna manera y en ninguna ocasión ¿esto supone un problema para ti?
-No, muy al contrario –respondió el joven sin mostrar emoción alguna.
-Me llamo Amina, sígueme –y dio media vuelta, introduciéndose en el portal; subió un pequeño tramo de escalones, apenas cinco, y volvió la cabeza para ver si el joven iba tras ella; confirmado esto, Amina cruzó un pequeño patio y abrió una puerta, que daba entrada a un saloncito de agradable aspecto. Entró y esperó a que su invitado hiciera lo mismo. Una vez dentro y cerrada la puerta, peguntó sin más protocolo:
-¿Cómo te llamas?
-Ahmed –respondió mientras observaba con atención el nuevo entorno en que se había introducido.
Amina atravesó la estancia, se detuvo ante una cómoda, abrió un cajón y extrajo una toalla; después, con la toalla en las manos, entró por una puerta. Al momento, apareció e indicó al joven que pasara:
-Mientras te duchas yo haré la cena. Deja el agua correr un poco hasta que salga templada –mientras esto decía abría uno de los grifos.
Ahmed, sin decir nada y muy atento a todos los detalles, entró en el cuarto de baño, muy limpio y ordenado, esperó a que saliera la mujer y, sin cerrar la puerta, se desnudó y dejó la ropa en un perfecto montoncito, tras palpar los bultos de los bolsillos en los que guardaba su tesoro. Mientras esperaba a que el agua templara, vio las huellas que los torturadores habían dejado en su piel y, sin desearlo, miró hacia el interior de sí mismo y entrevió las yagas que la vida estaba dejando en su espíritu.
Así estaba cuando Amina, en ropa de faena y sin impedimento alguno que impidiera ver su lozano rostro, de golpe, sin avisar, entró hasta la ducha con el propósito evidente de determinar si el agua ya salía caliente, por lo que no reparó en la desnudez del joven hasta que se giró para advertirle de que ya podía entrar en la ducha. Entonces lo vio. Nunca antes había visto el cuerpo de un hombre desnudo. Y aquel era perfecto: joven y todo proporcionado y equilibrado; nada en él le pareció excesivo ni escaso, pero ¿qué serían aquellas marcas de su pecho? Tras unos instantes de mutua observación, Amina, nerviosa, dijo:
-Si quieres, lavo tu ropa y mañana la tendrás lista.
Ahmed, sin perder de vista la cara y la apostura de Amina, respondió, pensando en el dinero que ocultaba su ropa:
-No, gracias. Sin embargo, te agradecería y pagaría un pantalón, una camisa y, si fuera posible, un caftán muy sencillo.
Sin contestar, la joven salió cerrando la puerta.
Ahmed, aún sorprendido, notó que todas las extremidades de su cuerpo estaban vivas, especialmente aquella que las durísimas vivencias tenidas los últimos días habían eliminado de sus preocupaciones.
En ese mismo instante, Amina, del otro lado de la puerta –ahora sí, cerrada- colocó en su mente una fotografía detallada de la anatomía del joven y se preguntaba cómo había sido posible que aguantara la mirada de un hombre desnudo y mantener una conversación, por breve que fuera, sin salir corriendo ruborizada. En cualquier caso, se sentía orgullosa de su resolución. A fin de cuentas, nada había hecho para sentirse avergonzada. En otro orden de cosas más interesantes, pensaba “¿qué le habrá pasado? ¿le habrán torturado? ¿Será consecuencia de alguna enfermedad? Tal vez no haya sido una buena idea traerlo aquí. En fin, ya veremos. Siempre estamos en manos de Alá”
Sin más incidentes dignos de mención, Ahmed se recreó con una buena ducha y una cena excelente, como hacía mucho, mucho tiempo que no disfrutaba. Con este estado de ánimo, daba fin a una jornada que, con seguridad, no olvidaría en su vida.
Mientras comía, Amina salió y volvió con ropa; le pidió que se la probara; tomo algunas medidas sobre el cuerpo del joven, volvió a salir y, al fin, entró con unas bolsas.
Amina, hasta el momento, había intercambiado muy pocas palabras con Ahmed y sólo se había interesado por su nombre. Sin embargo, tras terminar sus entradas y salidas, y sentarse en la mesa con su único comensal, preguntó:
-¿Cómo te hiciste esas heridas?
-Prefiero no hablar de eso. Ahora mismo, gracias a la intercesión de Alá y a tu bondad, soy un hombre satisfecho –y, cambiando de tema, continuó- ¿Dónde voy a dormir?
-En esa habitación. Todo está preparado –dijo, señalando una cortina.
Ahmed se dirigió allí y, antes de entrar, mirando a Amina sin pestañear dijo:
-No quiero que nadie me moleste. Necesito descansar. Déjame dormir hasta que me despierte, por favor –hizo una pausa y sin dejar de mirar a Amina a los ojos, continuó- Amina, me pareces una buena mujer y, si me tratas como un amigo, yo seré generoso contigo, pero si tú o algún amigo tuyo intentan algo esta noche, debes saber que he conocido la muerte, que estoy dispuesto a morir… y a matar por defender mi vida –hizo una breve pausa y, mientras corría la cortina, comentó sin ningún gesto en su cara:
-Eso es todo, buenas noches.
Amina se quedó un buen rato frente a la cortina y pensó “Cuánto debe haber sufrido”. Después se tumbó en el único sillón del saloncito y se tapó con una manta dispuesta a pasar la noche. A medida que se adormecía, su mente le hacía ver el cuerpo de Ahmed con mayor claridad, pareciéndole, incluso, que estaba a punto de tocarlo pero, cada vez que llegaba a ese extremo, su cuerpo se estremecía con una suave convulsión que no podía controlar.
La mujer del islam se debate por ser o no ser
A la mañana siguiente, al despertar, procurando no hacer ruido, preparó todo para que, cuando Ahmed se levantara, pudiera disfrutar de un buen desayuno. Cuando todo estuvo a su gusto, Amina se sentó cómodamente junto al ventanuco por el que entraban, en algunos instantes del día, los únicos rayos de sol a los que tenía derecho su pequeño apartamento. En esa posición, notó que apenas había ruidos por encima del sonido general de aquel barrio. Con un vaso de té en la mano dejó que su imaginación se fuera hacia su hermana gemela, Yasmina, que todos los meses le enviaba 500$ para que continuara con sus estudios de preparación a la universidad. Desde hacía tres años el dinero de su hermana le llegaba sistemáticamente pero, siendo la cantidad que recibía la imprescindible para vivir sin apuros –casa, comida y ropa-, no le llegaba, sin embargo, para ciertos complementos, unos, imprescindibles, como libros, apuntes, etc. y otros, aparentemente innecesarios, como el coste que suponía el acceso a Internet y, con ello, tener la capacidad de comunicarse con otras personas de cualquier país o religión. También, le fascinaba poder leer, en la más estricta intimidad, un documento escrito por alguien, ahora o en el pasado. Tanto la comunicación como la información no estaban bien visto en los contextos islámicos en los que, por absoluta necesidad, se movía, tanto dentro como fuera del ámbito universitario. Estos gastos los costeaba Amina con trabajos extra que hacía circunstancialmente como, por ejemplo, tareas auxiliares en algún establecimiento, o copiando apuntes, o cualquier otro que pudiera presentarse; tal era el caso de aquel servicio que estaba prestando al joven Ahmed y que le resolvería todos sus gastos extras de aquel mes.
Absolutamente relajada, Amina tomó entre las manos una hoja de papel que le había llegado a través de uno de los miembros del grupo “El futuro y los jóvenes musulmanes” o, simplemente, “Jóvenes Estudiantes” como se denominaban entre ellos. Este grupúsculo hacía lo posible por no llamar la atención, ni difundirse en exceso ya que no tenía aspiración política alguna, ni deseaba tener problemas con ninguno de los poderes establecidos, significativamente con los representantes religiosos, sino, en concreto, estos Jóvenes tenían un muy sincero afán de aproximarse a las formas de pensar de otros jóvenes de otros lugares, próximos o remotos, y, claro está, a los escritos de los grandes pensadores de aquí y de allá, de antes y de ahora. De esta forma, creían ellos, la vida de los miembros de aquel grupo tendrían un saber que iría más allá de los límites impuesto por las limitaciones de esta o aquella visión del islam. En consecuencia, se unieron informalmente para que, cualquier “Joven” que tuviera la oportunidad de conseguir un documento que le pareciera digno de consideración, pudiera copiarlo y difundirlo como creyera conveniente entre los otros “Jóvenes”. Para ello, de una forma u otra, el grupo disponía de varios miembros, indeterminados, con PC, conexión a Internet, escáner e impresora. Eso era todo lo que Amina sabía del grupo y no tenía intención de ir más allá, sin embargo, sentía curiosidad por contactar con otras personas de otros lugares, y relacionarse con ellas.
En la hoja que Amina tenía en las manos leyó:
“Queridos amigos y hermanos aspirantes al saber:
He terminado de leer un trabajo monográfico sobre Averroes (no queráis saber cómo lo he conseguido). Este libro escrito en 1998 por Dominique Urvoy, en francés, probablemente también en árabe pero yo no he podido localizarlo.
Del autor no he podido averiguar nada personal, pero sí que se dedica a la investigación y el estudio del mundo musulmán. Si queréis saber más, que cada cual lo investigue por su cuenta. Por favor, pasad lo que vayáis encontrando. Por otra parte, al parecer el tal Averroes, nombre dado por los cristianos a este médico, jurista y filósofo, cuyo nombre árabe se corresponde a Abu l-Walid Ibn Rusd, nació en Al Ándalus .
en 1126 y, por lo leído, es, sin duda, uno de los genios que el islam ha dado al mundo. Si no, lee el párrafo que sigue y, si te parece de interés, piensa en ello.
“[Escribe Urvoy] Averroes se situó en total oposición a su entorno y desarrolló, sin la menor restricción, la tesis platónica de la igualdad de los sexos: [Escribe Ibn Rusd] “En [ciertos] Estados, sin embargo, la capacidad de las mujeres no es reconocida, ya que en ellos las mujeres sólo son requeridas para la procreación. Son, por tanto, puestas al servicio del marido y [relegadas] al trabajo de la procreación, de la educación y del amamantamiento. Pero esto anula sus [demás] actividades. Dado que las mujeres, en dichos Estados, no se dedican a ninguna de las virtudes humanas, a menudo ocurre que se parecen a plantas. Que en todos esos Estados sean una carga para los hombres, es una de las razones de la pobreza de esos [mismos] Estados. En ellos se encuentran en un número que duplica al de los hombres, mientras que al mismo tiempo, en virtud de la educación, no realizan ninguna de las actividades necesarias, a excepción de algunas, que ellas emprenden la mayoría de las veces en el momento en que se ven obligadas a satisfacer sus necesidades económicas, como hilar y tejer. Todo eso es evidente por sí mismo”.
[Escribo yo]: Es claro que la situación aquí descrita por Averroes hace dos mil años aún se da en –parece increíble- en muchos lugares del islam y, lamentablemente, en la mayoría de los países musulmanes, aún se mantiene aunque muy suavizadas. Incluso aquí, en nuestra tierra. Mi pregunta de debate es ¿creéis que la tesis de Ibn Rusd (Averroes) debería ser considerada con mayor atención o, por el contrario, la mujer debe mantenerse ahora y siempre en un segundo plano respecto al varón?
Sed prudentes.
Un Joven.”
Amina leyó y releyó la nota del “Joven”. Le parecía increíble que en el siglo XII hubiera un hombre que pensara de tal forma respecto a la mujer y, más, aún, que lo escribiera. Sin duda Averroes debía estar muy seguro de sí mismo, tanto el hombre, como el sabio, porque sin duda era un sabio. Tenía que averiguar más cosas de él, de su pensamiento y de su vida. Sin poderlo evitar, pensó en el marido de su hermana Yasmina si llegaba a leer al tal Averroes e, inmediatamente, una leve sonrisa apareció, primero en sus labios, y, después, al pensar en las consecuencias, en su reacción, la sonrisa se expandió por toda su cara. En ese momento, con la cara resplandeciente por el gesto de regocijo, el sol iluminó durante unos minutos la expresión de Amina mostrando todo el poder de su belleza y el esplendor de su juventud. Entonces, Dios que tiene sus cosas, dio entrada en el salón, despeinado y recién levantado, a Ahmed que vio a Amina en aquella situación. Instantáneamente, él la magnificó, grabó la imagen en su alma y, sin más -así funciona la vida- decidió en lo más profundo de su ser que aquella mujer sería suya y que a ella uniría su vida. No tuvo duda.
Una nueva pareja se gesta
Ahmed, sin hacer ruido, volvió a entrar en su habitación, se duchó y cuando se había vestido con la ropa comprada por Amina la noche anterior salió al saloncito, haciéndose notar. Amina le miró y tras preguntar “¿Has dormido bien? ¿Algo te ha molestado?” se puso en pie y le invitó a sentarse a la mesa. El joven así lo hizo, quedando a la expectativa de la actividad que ella desarrollaba a su alrededor: calentó agua para el té, hizo café, tostó pan y puso sobre la mesa una jarra de agua, un zumo de naranja, una aceitera, mantequilla y mermelada; cuando terminó, dijo:
-Si quieres alguna otra cosa, házmelo saber.
-Todo está bien. De hecho, quizá nunca haya tenido un desayuno como éste. Gracias, Amina. Ahora te agradecería que no te preocupes por mí, yo estoy muy satisfecho –a partir de ese momento, Ahmed se concentró en comer y no habló más.
Amina interpretó que no debía molestarle y volvió a su silloncito frente al ventanuco y siguió imaginando a su cuñado y en su reacción si llegara a leer a Averroes. Se cuñado se llamaba Mahmud Ibn Saffár, descendiente, según él, de los Banu Mugit , que se distinguieron por alcanzar altos cargos religiosos desde el siglo IX. Su devoción por el islam era extrema y, por esto, no comprendía cómo su hermana, todo alegría, muy ocurrente y despreocupada, se había casado con un hombre de seriedad tan acusada. Probablemente, suponía ella, la cuestión se habría resuelto por un simple cálculo financiero dando prioridad entre, otras consideraciones, su seguridad económica y su tranquilidad. No la criticaba, a fin de cuentas tal vez ella misma, al final, tendría que renunciar a sus sueños y hacer algo parecido. En fin, lo mejor era no pensar en eso y seguir el curso de los acontecimientos luchando por sus ideas, pero sin significarse en lo absoluto.
Ahmed, mientras desayunaba, no dejaba de mirar, de hito en hito, a la mujer que, sin saber la razón, habría de ser, con seguridad, su verdadero y único amor, la madre de sus hijos.
Todo esto sucedía a finales de agosto de 2001.