Notas

[1] Adré Bazin nació en 1918 y murió en 1958.

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[2] Truffaut, François «Presentación» en Bazin, André: Jean Renoir. Madrid. Ed. Artiach, 1973, p.9.

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[3] Ibidem.

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[4] Mitry, Joan: Estética y psicología del cine. Vol. I.: «Las estructuras». Madrid. Ed. Siglo XXI, 1986, 3.a ed. (1.a cd. esp.: 1978), p.466.

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[5] Bazin, André: «La Strada» en Crosscurrents, vol. VI, n.°3, 1956, p.20 (sic). Andrew, J. Dudley: Las principales teorías cinematográficas. Barcelona. Ed. Gustavo Gili, 1981, 2.a cd. (1.a cd. 1978), p.148.

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[6] Cf. Andrew, op. cit., p. 150.

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[7] Losilla, Carlos: «Prólogo a la edición española» en Kracauer, Siegfried: Teoría del cine. La redención de la realidad física. Barcelona. Ed. Paidós, 1989 (Kracauer publicó esta obra en inglés en 1960). p. IV.

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[8] Ibid., p. V.

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[9] Ibidem.

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[10] Ibid., p. VI.

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[11] Truffaut, François; "Yes, we miss André Bazin" en Andrew, J. Dudley; André Bazin New York. Oxford University Press, 1978, p. VI.

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[12] Estudio tomado de Problémes de la peinture (1945).

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[13] Sería interesante, desde este punto de vista, seguir en los diarios ilustrados de 1890 a 1910 la competencia entre el reportaje fotográfico, todavía en sus balbuceos, y el dibujo. Este último satisfacía sobre todo la necesidad barroca de dramatismo (cfr. «Le Petit Journal Illustré»). El sentido del documento fotográfico se ha ido imponiendo muy lentamente. Se observa también, cuando se llega a una cierta saturación, una vuelta al dibujo dramático del tipo «Radar».

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[14] En particular, quizá la crítica comunista debería, antes de dar tanta importancia al expresionismo realista en la pintura, dejar de hablar de éste como se hubiera podido hacer en el siglo XVIII antes de la fotografía y el cine. Quizá importa muy poco que Rusia nos ofrezca pésimas realizaciones pictóricas si hace, por el contrario, buen cine: Eisenstein es su Tintoretto. Resulta absurdo, en cambio, que Aragón quiera convencernos de que es Repine.

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[15] Habría que estudiar sin embargo la psicología de las artes plásticas menores, como por ejemplo las mascarillas mortuorias que presentan también un cierto automatismo en la reproducción. En ese sentido podría considerarse la fotografía como un modelado, una huella del objeto por medio de la luz.

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[16] ¿Ha sido realmente la masa en cuanto tal el punto de partida del divorcio entre el estilo y la semejanza, que constatamos hoy como un hecho efectivo? ¿No se identifica quizá más con la aparición del «espíritu burgués» nacido con la industria, y que precisamente ha servido de apoyo a los artistas del siglo XIX, espíritu que podría definirse por la reducción del arte a sus componentes psicológicos? También es cierto que la fotografía no es históricamente de una manera directa la sucesora del realismo barroco; y Malraux hace notar con agudeza que en principio la fotografía no tuvo otra preocupación que la de «imitar al arte» copiando ingenuamente el estilo pictórico. Niepce y la mayor parte de los pioneros de la fotografía buscaban ante todo reproducir los grabados por este medio. Soñaban con producir obras de arte sin ser artistas, por calcomanía. Proyecto típico y esencialmente burgués, pero que confirma nuestra tesis elevándola en cierta manera al cuadrado. Era natural que el modelo más digno de imitación para el fotógrafo fuera en un principio el objeto de arte, ya que, a sus ojos, imitaba la naturaleza pero «mejorándola». Hacía falta un cierto tiempo para que, convirtiéndose en artista, el fotógrafo llegara a entender que no podía copiar más que la misma naturaleza.

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[17] Habría que introducir aquí una psicología de la reliquia y del souvenir que se benefician también de una sobrecarga de realismo procedente del «complejo de la momia». Señalamos tan sólo que el Santo Sudario de Turín realiza la síntesis de la reliquia y de la fotografía.

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[18] Empico el término de «categoría» en la acepción que le da M. Gouhier en su libro sobre el teatro, cuando distingue las categorías dramáticas de las estéticas. Del mismo modo que la tensión dramática no encierra ningún valor artístico, la perfección de la imitación no se identifica con la belleza; constituye tan sólo una materia prima en la que viene a inscribirse el hecho artístico.

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[19] Resumen de «Critique» (1946).

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[20] L'invention du Cinéma (Ed. Denoël).

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[21] Los frescos o los bajorrelieves egipcios manifiestan más una voluntad de análisis del movimiento que de su síntesis. En cuanto a los autómatas del siglo XVIII son al cine lo que la pintura a la fotografía. De cualquier manera e incluso si los autómatas prefiguran a partir de Descartes y Pascal las máquinas del siglo XIX, lo son de la misma manera que las ilusiones ópticas en pintura testimonian un gusto exacerbado por el parecido. Pero la técnica de la ilusión óptica no ha hecho avanzar la óptica ni la química fotográficas, sino que se limitaba, me atrevería a decir, a imitarlas anticipadamente.

Por lo demás, como la misma palabra lo indica, la estética de la ilusión óptica en el siglo XVIII reside más en la imaginación que en la realidad; más en la mentira que en la verdad. Una estatua pintada sobre un muro debe parecer apoyada sobre un pedestal en el espacio. En cierta medida también hacia esto se orientó el cine en sus principios, pero esta función de superchería cedió pronto el sitio a un realismo ontogenético (cfr. Ontología de la imagen fotográfica).

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[22] Síntesis de dos artículos aparecidos en «France-Observateur» (abril 1953, enero 1957).

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[23] «France-Observateur» (marzo 1956).

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[24] «Esprit» (1953).

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[25] «Cahiers du Cinéma» (1953 y 1954).

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[26] Parece incluso que el perro Rintintín debía su existencia cinematográfica a varios perros lobos del mismo aspecto, amaestrados para realizar perfectamente cada una de las proezas que Rintintín era capaz de llevar a cabo «por sí solo» en la pantalla. Al deber ejecutarse cada una de las acciones sin recurrir al montaje, este no intervenía más que en segundo grado, para convertir en mitos los perros, muy reales, de los que Rintintín poseía todas las cualidades.

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[27] Tal vez me haga comprender mejor al evocar este ejemplo: hay en un film inglés mediocre, Buitres en la selva, una secuencia inolvidable. El film reconstruye la historia, verídica por otra parte, de una joven familia que creó y organizó en África del Sur, durante la guerra, una reserva de animales. Para conseguirlo vivieron con su hijo en plena selva. El pasaje al que aludo comienza de la manera más convencional. El muchacho, que se ha separado del campamento sin saberlo sus padres, se encuentra con un cachorro de león momentáneamente abandonado por su madre. Inconsciente del peligro, roma al animalito en sus brazos para llevarlo con él. Mientras tanto, la leona, advertida por el ruido o el olor, vuelve hacía su cubil, luego sigue la pista del niño ignorante del peligro. Le va a la zaga. Llegan cerca del campamento donde los padres, aterrorizados» divisan a su hijo y a la fiera que, sin duda, va arrojarse de un momento a otro sobre el imprudente raptor de su pequeño. Detengamos un instante la descripción. Hasta aquí todo se ha hecho mediante un montaje paralelo y este suspense tan ingenuo parece de lo más convencional. Pero he aquí que, para estupor nuestro, el director abandona los planos cortos que aíslan a los protagonistas del drama para ofrecernos, en el mismo plano general, a los padres, al niño y a la fiera. Este solo encuadre, en el que todo trucaje parece inconcebible, autentifica de golpe y retroactivamente el montaje banal que lo precedía. Vemos desde ese mismo momento, y siempre en el mismo plano general, al padre que ordena a su hijo que se inmovilice (la Fiera se detiene también a cierta distancia), después que deje en la hierba al leoncillo y avance sin precipitación. Entonces la leona viene tranquilamente a recuperar su cachorro y lo lleva hacia la espesura mientras los padres, tranquilizados, se precipitan hacia el muchacho.

Es evidente que de no considerarla más que como narración, esta secuencia tendría rigurosamente el mismo significado aparente si se hubiese rodado por completo usando las facilidades materiales del montaje o incluso de la «transparencia». Pero, en uno y otro caso, la escena no se habría desarrollado nunca en su realidad física y espacial ante la cámara. De forma que, a pesar del carácter concreto de cada imagen, no tendría más que un valor de narración, no de realidad. No habría diferencia esencial entre la secuencia cinematográfica y el capítulo de una novela que relatara el mismo episodio imaginario. Y así la calidad dramática y moral de este episodio sería evidentemente de una mediocridad extrema mientras que el encuadre final, que implica la puesta de los personajes en la situación real, nos lleva de golpe a la cumbre de la emoción cinematográfica. Naturalmente, la proeza se había hecho posible porque la leona estaba semidomesticada y vivía, antes del rodaje del film, en la familiaridad del matrimonio y del niño. Pero esto no importa. La cuestión no es que el muchacho haya corrido realmente el riesgo representado. sino sólo que su representación fuese de tal forma que respetara la unidad espacial del suceso. El realismo reside, en este caso, en la homogeneidad del espacio. Así se ve que hay casos en los que, lejos de constituir la esencia del cine, el montaje es su negación. La misma escena, según que se trate mediante el montaje o en un plano general, puede no ser más que pésima literatura o convertirse en gran cine.

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[28] Este estudio es el resultado de la síntesis de tres artículos. El primero escrito para el libro conmemorativo Vingt ans de cinéma à Venise (1952); el segundo, titulado Le découpage et son évolution, aparecido en el núm. 93 (julio 1955) de la revista «L’Âge Nouveau», y el tercero en «Cahiers du Cinéma», núm. 1 (1950).

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[29] En el capítulo siguiente sobre William Wyler se hallarán ilustraciones precisas de este análisis.

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[30] Extracto de Cinéma, un oeil ouvert sur le monde, Guilde du Livre, Lausanne.

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[31] «Cahiers du Cinéma», núm. 3 (junio 1951).

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[32] Al menos hasta Le mystére Picasso, del que luego hablaremos, que invalida quizá esta proposición crítica.

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[33] «Esprit» (junio, julio, agosto 1951).

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[34] Como única excepción incomprensible, en el umbral del cine hablado, el inolvidable Jean de la Lune.

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[35] En su libro de recuerdos sobre sus cincuenta años de cine. Le public na jamáis tort, Adolphe Zukor, creador del star-system, muestra igualmente cómo en América, quizás más que en Francia, el cine empleaba su naciente toma de conciencia para intentar lanzarse al pillaje en el teatro. Y es que entonces la celebridad y la gloria en materia de espectáculos estaban sobre la escena. Zukor, comprendiendo que el porvenir comercial del cine dependía de la calidad de los argumentos y del prestigio de los intérpretes, compró cuantos derechos de adaptación teatrales pudo e intentó contratar a las notoriedades del teatro de entonces. Sus tarifas relativamente elevadas para la época no consiguieron en todos los casos vencer la repugnancia a comprometerse con una industria verbenera y despreciada. Pero muy de prisa, a partir de sus orígenes teatrales, se desarrolló el fenómeno tan particular de la «star»; el público escogió entre las celebridades del teatro, y sus elegidos adquirieron, rápidamente una gloria sin comparación posible con la de la escena. Paralelamente, los argumentos teatrales fueron abandonados para ceder el paso a historias adaptadas a la mitología que estaba formándose. Pero la imitación del teatro había servido como trampolín.

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[36] Véase el capítulo siguiente, El caso Pagnol, pp. 263-267.

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[37] Cfr. Jouvence de Aldous Huxley: «El hombre no es más que un mono nacido antes de tiempo».

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[38] Les arts de littérature.

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[39] No ha procedido con menor libertad en el caso de La Carrosse du Saint Sacrement, de Mérimée.

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[40] Quizá no sea superfluo hacer aquí un comentario. Reconozcamos en primer lugar que en el seno del teatro, el melodrama y el drama se esforzaron por introducir una revolución realista: el ideal stendhaliano del espectador que, prendido en el juego, dispara su revólver sobre el traidor (Orson Welles, en Broadway, hará ametrallar, por el contrario, los sillones de orquesta). Un siglo más tarde, Antoine obtendrá como consecuencia del realismo del texto el realismo de la puesta en escena. No es una casualidad que Antoine haya hecho cine más tarde. De manera que si adoptamos una cierta perspectiva sobre la historia, hay que convenir en que una vasta tentativa de «teatro-cine» ha precedido a la de «cine-teatro». Dumas hijo y Antoine antes de Marcel Pagnol. Es posible, además, que el renacimiento teatral que parte de Antoine se haya visto grandemente facilitado por la existencia del cine, quien tomando sobre sus hombros la herejía del realismo, ha limitado las teorías de Antoine a la sana eficacia de una reacción contra el simbolismo. La selección que Le Vieux Colombier ha operado en la revolución del Teatro Libre (dejando el realismo al Gran Guiñol), hasta el punto de reafirmar el valor de las convenciones escénicas, no hubiera sido posible sin la competencia del cine. Competencia ejemplar que en cualquier caso hacía del realismo dramático algo irremediablemente ridículo. Nadie puede ya sostener hoy que el más burgués de los dramas de boidevard no participa de todas las conveniencias teatrales.

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[41] La TV viene, naturalmente, a añadir una variedad nueva a las «pseudo-presencias» nacidas de las técnicas científicas de reproducción inauguradas con la fotografía. Sobre la pantalla pequeña, en las emisiones en directo, el actor está presente temporal y espacialmente. Pero la relación de reciprocidad actor-espectador está cortada en un sentido. El espectador ve sin ser visto: no hay retorno. El teatro televisado parece, por tanto, participar a la vez del teatro y del cine, Del teatro, por la presencia del actor ante el espectador, y del cine por la no-presencia del segundo ante el primero. Sin embargo, esta no-presencia no es una verdadera ausencia, porque el actor de la TV tiene conciencia de los millones de ojos y de oídos virtualmente representados por la cámara electrónica. Esta presencia abstracta se manifiesta de manera particular cuando el actor se equivoca en el texto. Este incidente, molesto en el teatro, se hace intolerable en la TV, porque el espectador, que nada puede hacer, toma conciencia de la soledad antinatural del actor. Sobre la escena, en las mismas circunstancias, se crea una especie de complicidad con la sala que viene en ayuda del actor en dificultades. Esta relación de vuelta es imposible en la TV.

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[42] En «Esprit».

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[43] Gentío y soledad no son antinómicos: la sala del cinematógrafo origina una masa de individuos solitarios. Gentío debe ser entendido aquí como lo contrario de una comunidad orgánica, voluntariamente escogida.

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[44] Cfr. Cl. E. Magny. L’áge du román américain (Ed. du Seuil).

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[45] Cfr. P. A. Touchard, Dionysos (Ed. du Seuil).

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[46] Un último ejemplo para probar que la presencia sólo es esencial al teatro en cuanto se trata de un juego. Cada uno ha experimentado personalmente o por otros la situación molesta que consiste en ser observado sin advertirlo o simplemente a nuestro pesar. Los enamorados que se besan sobre los bancos públicos son un espectáculo para los que pasan» pero eso no les preocupa. Mi portera, que tiene el sentido de la palabra exacta, dice mirándoles que «se está en el cine». Cada uno se ha encontrado a veces en la obligación humillante de proceder delante de testigos a realizar una acción ridícula. Una vergüenza rabiosa nos invade entonces, que es todo lo contrario del exhibicionismo teatral. El que mira por el ojo de la cerradura no está en el teatro; Cocteau ha demostrado justamente en Le sang d'un poète que él estaba ya en el cine. Y, sin embargo, se trata de un espectáculo, y los protagonistas están delante de nosotros en carne y hueso, pero una de las dos partes no sabe nada o lo padece a pesar suyo: «no existe el juego».

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[47] La ilustración histórica ideal de esta teoría de la arquitectura teatral en sus relaciones con la escena y el decorado nos ha sido proporcionada por Palladio con el extraordinario teatro olímpico de Vicenzo, convirtiendo el antiguo anfiteatro primitivo, todavía abierto hacia el ciclo, en un puro engaño arquitectónico. Desde el comienzo de la sala todo constituye una afirmación de su esencia arquitectural. Construido en 1950, en el interior de un antiguo cuartel ofrecido por la ciudad, el teatro olímpico no ofrece al exterior más que grandes muros desnudos de ladrillo rojo, es decir, una arquitectura utilitaria y que puede calificarse de «amorfa», en el sentido en el que los químicos distinguen el estado amorfo del estado cristalizado de ese mismo cuerpo. El visitante que entra como por el agujero de una escollera no da crédito a sus ojos cuando se encuentra de pronto en la extraordinaria gruta esculpida que constituye el hemiciclo teatral. Como esos pedazos de cuarzo o de amatista que por fuera parecen piedras vulgares pero cuya entraña está hecha de un entrecruzamiento de puros cristales secretamente orientados hacia el interior, el teatro de Vicenzo está concebido según las leyes de un espacio estético y artificial exclusivamente polarizado hacia el centro.

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[48] Considero, por ello, como faltas graves de Laurence Olivier en Hamlet las escenas del cementerio y de la muerte de Ofelia. Tenía allí la ocasión de introducir el sol y la tierra en contrapunto con el decorado de Elsinor. ¿Había entrevisto esa necesidad cuando empleó la imagen verdadera del mar durante el monólogo de Hamlet? La idea, excelente en sí misma, no ha sido, desde un punto de vista técnico, perfectamente explotada.

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[49] El caso del TNP nos ofrece otro ejemplo imprevisto y paradójico del apoyo al teatro por el cine. Jcan Vilar mismo supuso la celebridad cinematográfica de Gerard Philipe. Por lo demás, el cine, haciéndolo, se limita a devolver al teatro una parte del capital que le prestó cuarenta años antes, en a época heroica cuando la industria del film, todavía en su infancia y generalmente despreciada, encontró en las celebridades de la escena el apoyo artístico y el prestigio que necesitaba para poder ser tomado en serio. Los tiempos, es cierto, han cambiado de prisa. La Sara Bernhardt de entreguerras se llama Greta Garbo, y ahora es el teatro quien se siente feliz y a sus anchas poniendo en los carteles el nombre de una estrella del cine.

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[50] Eso es justamente Enrique V gracias al cine en colores. Y si se quiere en Fedra un ejemplo de virtualidad cinematográfica, ahí está el relato de Teramenes, reminiscencia verbal de la tragicomedia de enredo, que considerado como un trozo literario dramáticamente desplazado, encontraría, realizado visualmente en el cine, una nueva razón de ser.

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[51] «Cahiers du Cinéma», núm. 60 (junio 1956).

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[52] «Esprit» (1949).

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[53] «Revue du Cinéma» (junio 1948), publicado con el título Le style c'est l'homme même.

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[54] Prólogo al libro de J. L. Rieupeyrout, Le Western ou le cinema américain par excellence, colección «7.° arte». Ed. du Cerf, París, 1953.

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[55] «Cahiers du Cinéma» (diciembre 1955).

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[56] Del que ha sido rodado un «remake» decepcionante en 1955 por el mismo George Marshall con el título Destry, interpretado por Audy Murphy.

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[57] Le western ou le cinéma américain par excellence, colección «7.° arte», Ed. du Cerf, París, 1953.

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[58] Amalgama de tres compañías de producciones cinematográficas americanas: Keystone, Kay Bee y Fine Arts.

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[59] Nos hemos tranquilizado viendo El hombre de Laramie (1955), donde Anthony Mann no utiliza el Cinemascope en tanto que formato nuevo, sino como una extensión del espacio alrededor del hombre.

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[60] «Cahiers du Cinéma» (agosto-septiembre 1957).

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[61] «Cahiers du Cinéma» (abril 1957).

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[62] Lo Duca, «l'Erotisme au Cinéma» (Jean-Jacques Pauvert, 1959).

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[63] «Esprit» (Enero, 1948).

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[64] La influencia del cine de Jean Renoir sobre el cine italiano es capital y decisiva. Sólo la iguala la de René Clair.

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[65] No se me oculta la parte de habilidad política o más o menos consciente que se esconde sin duda bajo esta generosidad comunicativa. Es posible que mañana el sacerdote de Roma, città aperta no se entienda tan bien con el ex resistente comunista. Es posible que el cine italiano se haga, en seguida, él también, político y partidista. Y es posible que haya en todo esto algunas medio-mentiras. Paisa, que es muy hábilmente proamericana, ha sido realizada por demócrata-cristianos y comunistas. Pero no hay engaño sino sabiduría en la actitud de quien sabe coger de una obra lo que encuentra en ella. De momento, el cine italiano es mucho menos político que sociológico. Quiero decir que realidades sociales tan concretas como la miseria, el mercado negro, la administración, la prostitución y el paro no parecen haber cedido todavía el puesto en la conciencia pública a los valores a priori de la política. Los films italianos apenas nos dan información sobre el partido político al que pertenece el director, ni incluso sobre a quién pretende adular. Este estado de cosas se debe, sin duda, al temperamento étnico, pero también a la situación política italiana y al estilo del partido comunista en la península.

Independientemente de la coyuntura política, este humanismo revolucionario encuentra igualmente sus fuentes en una cierta manera de subrayar lo individual, ya que la masa es raramente considerada como una fuerza social positiva. Cuando se la evoca es de ordinario para mostrar su carácter destructor y negativo con relación al héroe: el tema del hombre entre el gentío. Desde este punto de vista, el último gran film italiano Caccia tragica e Il sole sorge ancora son dos excepciones significativas que señalan quizá una nueva tendencia.

El director G. de Santis (que colaboró con Vergano como ayudante de dirección en Il sole sorge ancora) es el único que hace de un grupo de hombres, de una colectividad, uno de los protagonistas del drama.

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[66] Las cosas se complican cuando se trata de un decorado urbano. Los italianos tienen ahí una ventaja incontestable: la ciudad italiana, antigua o moderna, es prodigiosamente fotogénica. Desde la antigüedad el urbanismo italiano no ha dejado de ser teatral y decorativo. La vida urbana es un espectáculo, una commedia dell’arte que los italianos se proporcionan a sí mismos. E incluso en los barrios más miserables, la especial agregación coral de las casas organiza, gracias a las terrazas y a los balcones, unas notables posibilidades espectaculares. El patio es un decorado isabelino donde el espectáculo se ve desde abajo y donde los espectadores de los balcones interpretan la comedia. Se ha presentado en Venecia un documental poético hecho exclusivamente con un montaje de vistas de patios. ¿Qué decir entonces cuando las fachadas de los palacios combinan sus efectos de ópera con la arquitectura de comedia de las casas miserables? Si se añade además el sol y la ausencia de nubes (enemigo número 1 de los exteriores) se tiene la explicación de la superioridad del film italiano en cuanto a los exteriores urbanos.

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[67] En el caso de El extranjero, de Camus, Sartre ha mostrado claramente las relaciones de la metafísica del autor con el empleo repetido del pasado compuesto, tiempo de una eminente pobreza modal.

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[68] Casi todos los títulos de crédito de los films italianos incluyen en el apartado «guión» una decena de nombres. No es necesario tomarse demasiado en serio tan imponente colaboración. Tiene como fin dar al productor unas seguridades políticas bastante ingenuas: en ese apartado se encuentra regularmente el nombre de un demócrata-cristiano y de un comunista (así como en el film aparecen un marxista y un cura). El tercer coguionista suele saber construir una historia; el cuarto inventa los el quinto escribe buenos diálogos, el sexto tiene el sentido de la vida, etc…, etc. El resultado no es ni mejor ni peor que si sólo hubiera un guionista. Pero la concepción del guión italiano se acomoda bien con esta paternidad colectiva en donde cada uno aporta sus ideas sin que el director se sienta finalmente obligado a seguirlas. Más que con el trabajo en cadena de los guionistas americanos, habría que emparentar esta interdependencia con la improvisación de la comrnedia dcll’arte e incluso del hot jazz.

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[69] No me lanzaré aquí a una discusión histórica sobre las fuentes o las prefiguraciones de la novela en los reportajes del siglo XIX. Para Stendhal y para los naturalistas se trataba todavía, más que de la objetividad propiamente dicha, de franqueza, de audacia, de perspicacia en la observación. Los hechos en sí mismos no tenían todavía esa especie de autonomía ontológica que les hace ser una sucesión de mónadas cerradas, estrictamente limitadas por sus apariencias.

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[70] El cine, sin embargo, ha pasado muchas veces muy cerca de esas verdades: en el caso de Feuillade, por ejemplo, o con Stroheim. Más cerca de nosotros, Malraux ha comprendido muy claramente las equivalencias entre un cierto estilo de novela y el relato cinematográfico. Finalmente, por instinto y genio, Renoir aplicó ya en La règle du jeu lo esencial de los principios de la profundidad de campo y de la puesta en escena simultánea sobre todos los actores. Y lo ha explicado además en un artículo profético de la revista Point, en 1938.

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[71] «Esprit» (Diciembre, 1948).

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[72] Páginas 449-450.

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[73] «Esprit» (Noviembre, 1949).

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[74] Este párrafo, a mayor gloria del cine inglés pero no del autor, ha sido conservado aquí como testimonio de las ilusiones críticas, que no fui el único en mantener, sobre el cine inglés de la posguerra. Brief encounter causó entonces casi tanta impresión como Roma, città aperta.El tiempo se ha encargado de demostrar cuál de fes dos tenía un verdadero porvenir cinematográfico. Por lo demás, el film de Noël Coward y David Lean no debía gran cosa a la escuela documental de Grierson (nota de André Bazin posterior al artículo probablemente de 1956).

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[75] Cfr. Tercera parte: Cine y sociología.

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[76] Este texto de 1952 apareció en italiano publicado por las Ediciones Guanda (Parma, 1953).

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[77] Ver «nota sobre Umberto D», a continuación de este capítulo.

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[78] «France-Observateur» (Octubre, 1952)

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[79] «Cahiers du Cinéma» núm. 76 (Noviembre 1957).

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[80] Los hechos, desgraciadamente, no me han dado la razón; la versión presentada en París tiene al menos un corte importante con relación a la de Cannes, exactamente la del «visitador de San Vicente de Paúl» evocado más adelante. Pero también es cierto que Fellini —si él es el responsable de este corte— se deja convencer fácilmente de la «inutilidad» de secuencias a menudo notables.

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[81] Cfr. el artículo de Dominique Aubier, «Cahiers du Cinéma», núm. 49.

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[82] Ése es el caso de la secuencia cortada.

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[83] «Cinema Nuovo».

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[84] Texto escrito en 1953.

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