IX. «EL DIARIO DE UN CURA RURAL» Y LA ESTILÍSTICA DE ROBERT BRESSON [31]

Si Le Journal d'un curé de campagne se impone como obra maestra con una evidencia casi física, si conmueve tanto al «crítico» como a muchos espectadores normales, es, en primer lugar, porque llega a la sensibilidad —bajo la elevada forma, sin duda, de una sensibilidad completamente espiritual—, pero tocando a fin de cuentas más al corazón que a la inteligencia. El fracaso momentáneo de Les Dames du Bois de Boulogne procede de una relación contraria. Esta obra no nos conmueve mientras no hallamos, si no desentrañado, sí al menos captado la inteligencia de su planteamiento y descubierto la regla del juego. Pero si el éxito del Journal se impone totalmente, el sistema estético que lo sostiene y lo justifica es por lo menos el más paradójico, si no el más complejo, que el cine sonoro nos ha proporcionado. De ahí el leitmotiv de los críticos que, aun sin comprenderlo, defienden el film; sus calificativos «increíble», «paradójico», «éxito sin parangón e inimitable»…, implican casi siempre una renuncia a la explicación y un acudir a la justificación pura y simple del golpe de genio. Pero también es cierto que entre aquellos cuyas preferencias estéticas están emparentadas con las de Bresson y que podrían incluirse de antemano entre sus aliados, encontramos una decepción profunda, por cuanto sin duda esperaban otras audacias. Molestos primero; irritados después por la conciencia de lo que el director no había hecho, demasiado cerca de él para rectificar sobre la marcha su juicio, demasiado preocupados de su estilo para reencontrar la virginidad intelectual que hubiera dejado el campo libre a la emoción, ni le han comprendido ni le han admirado. En resumen, de los dos extremos de la crítica, los que estaban menos preparados para entender el Journal han sido más capaces de apreciarlo (todavía sin saber por qué), y los happy few, que esperaban otra cosa, se han sentido defraudados y lo han entendido mal. Los «literatos puros», los que no son estrictamente hombres del cine, extrañados de que les gustase hasta tal punto un film, han sabido hacer tabla rasa de sus prejuicios, discerniendo así mejor las verdaderas intenciones de Bresson.

Hay que decir que Bresson había hecho todo lo posible para facilitar ese camino. La inquebrantable decisión de fidelidad que proclamó desde el principio de la adaptación, la voluntad afirmada de seguir el libro frase por frase, orientaban desde tiempo atrás la atención en este sentido. El film no podía hacer más que confirmarlo. Al contrario que Aurenche y Bost, que se preocupan de la óptica de la pantalla y del nuevo equilibrio dramático de la obra, Bresson en lugar de ampliar personajes episódicos como los padres de Le diable au corps, los suprime; efectúa una poda alrededor de lo esencial, dando así la impresión de una fidelidad que no sacrifica la letra más que con un altivo respeto y mil remordimientos previos.

Y siempre simplificando, nunca añadiendo. No es exagerado pensar que si Bernanos hubiera sido el guionista se habría tomado más libertades con su libro. De hecho había reconocido a su adaptador eventual el derecho explícito a usar esas libertades en función de las exigencias cinematográficas: «soñar de nuevo su historia».

Pero si alabamos a Bresson por haber sido más papista que el Papa, ello se debe a que su «fidelidad» es la forma más insidiosa, más penetrante de la libertad creadora. No puede dudarse, en efecto —y la opinión de Bernanos coincidía con la del buen sentido estético—, de que para adaptar hay que trasponer. Las buenas traducciones no se hacen palabra a palabra. Las modificaciones que Aurenche y Bost han introducido en Le diable au corps están casi todas perfectamente justificadas. No es lo mismo ver un personaje con la cámara que en su evocación por el novelista. Valéry condenaba la novela en nombre de la obligación de decir «la marquesa ha tomado el té a las cinco». Con este criterio, el novelista puede compadecer al realizador obligado además a mostrar a la marquesa. Es por lo que, por ejemplo, los padres de los héroes de Radiguet, evocados marginalmente por la novela, adquieren tanta importancia en la pantalla. Tanto como de los persona-jes y del desequilibrio que su evidencia física introduce en la ordenación de los acontecimientos, el adaptador debe preocuparse del texto. Mostrando lo que el novelista cuenta, debe transformar el resto en diálogo. Y debe transformar los mismos diálogos. Hay pocas esperanzas de que las réplicas, incluso escritas en la novela, no cambien de valor. Pronunciadas tales cuales por el actor, su eficacia, incluso su significación, quedaría desnaturalizada.

Y ése es el efecto paradójico de la fidelidad textual al Journal. Mientras los personajes del libro existen con toda concreción para el lector, porque la eventual brevedad de su evocación por la pluma del cura de Ambricourt no es nunca sentida como una frustración, o como una limitación de su existencia o del conocimiento que tenemos de ellos, Bresson no cesa, al mostrárnoslos, de sustraerlos a nuestras miradas. Al poder de evocación concreta del autor, el film contrapone la incesante pobreza de una imagen que se esconde por el simple hecho de que no se desarrolla. Además, el libro de Bernanos abunda en evocaciones pintorescas, enjundiosas, concretas, violentamente visuales. Ejemplo: «El señor conde sale de aquí. Pretexto: la lluvia. Sus botas altas chapoteaban a cada paso en el agua. Las tres o cuatro liebres que había matado formaban en el fondo de su zurrón un amasijo de barro ensangrentado y de pelos grises desagradable a la vista. Lo ha colgado del muro, y mientras me hablaba, yo veía a través de la redecilla, entre esos pellejos erizados, un ojo todavía húmedo, muy dulce, clavado en mí». Tenéis el sentimiento de haberlo visto ya antes en alguna parte. No busquéis: podría ser un Renoir. Comparadlo con la escena de! conde llevando las dos liebres a la casa rectoral (es cierto que se trata de otra página del libro, pero precisamente el adaptador hubiera debido aprovecharlo para condensar las dos escenas y tratar la primera en el estilo de la segunda). Y si quedara alguna duda, las declaraciones de Bresson bastarían para descartarla. Obligado a suprimir en la copia estándar la tercera parte de su montaje primitivo, se sabe que, con un dulce cinismo, ha terminado por declararse encantado (en el fondo, la única imagen que le interesa realmente es la virginidad final de la pantalla. Pero sobre esto ya volveremos). «Fiel» al libro, Bresson ha tenido que hacer un film distinto. Incluso cuando decidía no añadir nada al original —lo que supone ya una sutil manera de traicionarlo por omisión—, puesto que iba a limitarse a reducir, podía escoger al menos el sacrificar lo que había de más «literario» y conservar los pasajes donde el film estaba ya dado, los que exigían evidentemente la realización visual. Bresson ha hecho sistemáticamente lo contrario. De los dos, es el film el «literario», mientras la novela hierve en imágenes.

El tratamiento del texto es todavía más significativo. Bresson se niega a transformar en diálogo (no me atrevo a decir «en cine») los pasajes del libro en los que el cura nos cuenta, a través de sus recuerdos, una conversación. Habría en ello una primera falta de verosimilitud, ya que Bernanos no nos garantiza en absoluto que el cura haya escrito palabra por palabra lo que ha oído. De todas formas, y aun suponiendo que lo recordara exactamente o incluso que Bresson tome el partido de conservar en la imagen presente el carácter subjetivo del recuerdo, queda que la eficacia intelectual y dramática de una réplica no es la misma según que sea leída o pronunciada realmente. Ahora bien, Bresson no sólo no adapta, ni siquiera discretamente, los diálogos a las exigencias de la interpretación, sino que incluso, cuando encuentra por casualidad que el texto original tiene el ritmo y el equilibrio de un verdadero diálogo, se las ingenia para impedir que el actor le saque partido. Muchas réplicas dramáticamente excelentes quedan así sofocadas por la manera de decir «recto tono» impuesta a la interpretación.

Se han alabado muchas cosas en Les Dames du Bois de Boulogne, pero no se ha dado importancia a la adaptación. El film ha sido prácticamente tratado por la crítica como un guión original. Los méritos insólitos del diálogo han sido atribuidos en bloque a Cocteau, que no los necesita para su gloria. Releyendo Jacques le fataliste se hubiera descubierto, si no siempre lo esencial del texto, al menos un sutil jugar al escondite con la traducción literal de Diderot. La trasposición a nuestro tiempo ha hecho pensar, sin que nadie se haya molestado en verificarlo, que Bresson se había tomado libertades con la intriga para no conservar más que la situación o, si se quiere, un cierto tono del siglo XVIII. Como además de él había dos o tres adaptadores, yo recomiendo a los partidarios de Les Dames du Bois de Boulogne y a los candidatos a guionistas que vuelvan a ver el film con este espíritu. Sin disminuir el papel —decisivo— del estilo de la puesta en escena en el éxito de la empresa, es importante ver sobre qué se apoya: un juego maravillosamente sutil de interferencias y de contrapunto entre la fidelidad y la traición. Se ha reprochado por ejemplo a Les Dames du Bois de Boulogne, con tan buen sentido como falta de comprensión, el desplazamiento de la psicología de los personajes con relación a la psicología de la intriga. Es muy cierto que en Diderot las costumbres de la época justifican la elección y la eficacia de la venganza. También es cierto que esta venganza se encuentra propuesta en el film como un postulado abstracto, del que el espectador moderno no comprende bien su fundamento. Es igualmente un vano intento el de los defensores bienintencionados que quieren encontrar un poco de sustancia social en los personajes. La prostitución y el proxenetismo en el cuento son hechos precisos cuya referencia social es concreta y evidente. En Les Dames ésta es tanto más misteriosa en cuanto, de hecho, no se apoya en nada. La venganza de la amante ofendida es ridícula si se limita a hacer que el infiel se case con una deliciosa bailarina de cabaret. Tampoco se podría defender que la falta de concreción de los personajes es un resultado de las calculadas elipsis de la puesta en escena, porque ésta se encuentra desde un principio en el guión. Si Bresson no nos dice más sobre sus personajes no es solamente porque no quiera, sino porque se siente tan imposibilitado como Racine de describirnos el papel pintado de las habitaciones a las que sus héroes pretenden retirarse. Se dirá que la tragedia clásica no necesita de la justificación del realismo y que ésa es una diferencia esencial entre el teatro y el cine. Es cierto; pero también por ello Bresson no hace nacer su abstracción cinematográfica de la sola desnudez del acontecimiento, sino del contrapunto de la realidad con ella misma. En Les Dames du Bois de Boulogne, Bresson ha especulado con el contraste de un cuento realista en otro contexto realista. El resultado es que los realismos se destruyen mutuamente, las pasiones se separan de la crisálida de los caracteres, la acción, de las justificaciones de la intriga y la tragedia, de los oropeles del drama. No ha hecho falta más que el ruido de un limpiaparabrisas sobre un texto de Diderot para obtener un diálogo raciniano. Sin duda, Bresson no nos presenta jamás toda la realidad. Pero su estilización no es la abstracción a priori del símbolo, sino que resulta de una dialéctica de lo concreto y de lo abstracto por la acción recíproca de los elementos contradictorios de la imagen. La realidad de la lluvia, el fragor de una cascada, el de la tierra que se escapa de un cacharro roto, el trote de un caballo sobre los adoquines, no se oponen solamente a las simplificaciones del decorado, a lo convencional de los trajes y más todavía al tono literario y anacrónico de los diálogos; la necesidad de su intrusión no es la de la antítesis dramática o la del contraste decorativo: están allí por su indiferencia y en su calidad de «extranjeros», como el grano de arena en la máquina para estropear el mecanismo. Si lo arbitrario de su elección parece una abstracción, es la de lo concreto integral; se trata de rayar la imagen para denunciar su transparencia, como con el polvo de diamante. Es una impureza en estado puro.

Este movimiento dialéctico de la puesta en escena se repite por lo demás en el seno mismo de los elementos que parecerían de antemano puramente estilizados. Así los dos apartamentos ocupados por las damas están casi desamueblados, pero su calculada desnudez tiene una justificación. Vendidos los cuadros, quedan los marcos, pero de estos marcos no podríamos dudar como de un detalle realista. La blancura abstracta del nuevo piso no tiene nada en común con la geometría de un expresionismo teatral, porque su blancura se debe a que acaba de ser remozado y todavía hay olor a pintura blanca. ¿Hace falta recordar también el ascensor, el teléfono de la portera o, en cuanto a la banda sonora, el rumor de voces que sigue a la bofetada de Agnès y cuyo texto es absolutamente convencional, pero con una cualidad sonora de la más extraordinaria precisión?

Si evoco Les Dames du Bois de Boulogne a propósito de Le Journal es porque no resulta inútil señalar la similitud profunda del mecanismo de la adaptación en la que las diferencias evidentes de la puesta en escena y las mayores libertades que Bresson parece haberse tomado con Diderot podrían llevar a la confusión. El estilo del Journal denota una búsqueda todavía más sistemática, un rigor casi insostenible; se desarrolla en unas condiciones técnicas completamente diferentes, pero veremos que la empresa sigue siendo la misma. Se trata siempre de llegar a la esencia del relato o del drama, a la más estricta abstracción estética sin recurrir al expresionismo, por un juego alternado de la literatura y del realismo, que renueva los poderes del cine gracias a su aparente negación. La fidelidad de Bresson a su modelo no es en todo caso más que la justificación de una libertad adornada con cadenas; si respeta la letra es porque le sirve mejor que unas inútiles franquezas; es porque ese respeto, en último análisis, más que una molestia exquisita es un momento dialéctico de la creación de un estilo.

Resulta vano, por tanto, reprocharle a Bresson la paradoja de una servidumbre textual que el estilo de su puesta en escena vendría por otra parte a desmentir, puesto que es precisamente de esta contradicción de donde Bresson consigue sus efectos. «Su film —escribe, por ejemplo, Henri Agel— es en último término una cosa tan inimaginable como la transcripción de una página de Víctor Hugo en el estilo de Nerval.» Pero, ¿no podría soñarse, por el contrario, con las consecuencias poéticas de esta cópula singular, con los insólitos destellos de esta traducción no sólo en una lengua diferente (como la de Edgar A. Poe por Mallarmé), sino de un estilo y una materia en el estilo de otro artista y en la materia de otro arte?

Veamos por lo demás desde más cerca lo que en Le journal d'un curé de campagne puede parecer imperfectamente conseguido. Sin querer alabar a priori a Bresson por todas las debilidades de su film, porque las hay (aunque muy raras) que se vuelven contra él, es bien cierto que ninguna de ellas es ajena a su estilo. Estas debilidades no son más que las torpezas a las que puede conducir un supremo refinamiento, y si alguna vez Bresson llega a felicitarse es porque con todo derecho descubre en ello la prueba de un logro más profundo.

Así sucede con la interpretación, que es considerada mala en general, excepción de Laydu y parcialmente de Nicole Ladmiral, aunque los admiradores del film están de acuerdo en que se trata de un fallo menor. Queda todavía por explicar cómo Bresson, que dirigía perfectamente sus actores en Les Anges du Peché y Les Dames du Bois de Boulogne, parece a veces aquí tan torpe como un debutante en 16 mm que se ha hecho financiar por su tía y el notario de la familia. ¿Puede creerse que es más fácil dirigir a María Casares en contra de su temperamento que a unos dóciles aficionados? Es cierto, en efecto, que algunas escenas están mal interpretadas. Y, cosa notable, no son las menos sobrecogedoras. Pero es que este film escapa completamente a las categorías de la interpretación. Que nadie se llame a engaño por el hecho de que los intérpretes sean casi todos aficionados o principiantes. El Journal no está menos lejos de Ladrón de bicicletas que de Entrée des Artistas. (El único film que puede emparentársele es La pasión de Juana de Arco, de Carl Dreyer.) No se les ha pedido a los intérpretes que reciten un texto —que su calidad literaria hace por lo demás irrepresentable—; tampoco que lo vivan; tan sólo que lo digan. Por eso el texto leído en off del Journal encadena tan fácilmente con el que realmente pronuncian los protagonistas: no existe ninguna diferencia esencial de estilo ni de tono. Esta postura previa se opone no sólo a la expresión dramática del actor, sino también a toda expresividad psicológica. Lo que se nos pide que leamos sobre sus rostros no es el reflejo momentáneo de lo que dicen, sino una permanencia del ser, la máscara de un destino espiritual. De aquí que este film «mal interpretado» nos deja, sin embargo, el sentimiento de la necesidad imperiosa de unos rostros. La imagen más característica en este sentido es la de Chantal en el confesonario. Vestida de negro, oculta en la penumbra, Nicole Ladmiral no deja aparecer más que una máscara gris, que vacila entre la noche y la luz, imprecisa como un sello sobre la cera. Como Dreyer, Bresson tiende a recrearse en las cualidades más carnales del rostro que, en la medida en la que él mismo no actúa, es la huella privilegiada del ser, el trazo más legible del alma; nada en el rostro escapa a la dignidad del signo. No es a una psicología, sino a una fisiognomía existencial a lo que nos invita. De ahí el hieratismo de la interpretación, la lentitud y la ambigüedad de los gestos, la repetición obstinada de los comportamientos, la impresión de un ralentí onírico que se graba en la memoria. Nada pasajero puede suceder a estos personajes, hundidos como están en su ser, esencialmente ocupados en perseverar contra la gracia, o de arrancar con su fuego la túnica de Nesuss del hombre viejo. No evolucionan: los conflictos interiores, las fases del combate con el Angel no se traducen con claridad en su apariencia. Lo que vemos habla más bien de una concentración dolorosa, de los espasmos incoherentes del parto o de la muda de un animal. Si Bresson despoja a sus personajes lo hace en un sentido estricto.

Opuesto al análisis psicológico, el film resulta, como consecuencia, no menos ajeno a las categorías dramáticas. Los acontecimientos no se organizan según una mecánica de las pasiones cuya realización satisfaría al espíritu: su sucesión es una necesidad en lo accidental, un encadenamiento de los actos libres y de coincidencias. A cada instante, como a cada plano, le basta su destino y su libertad. Tienen sin duda una orientación, pero se colocan separadamente sobre el espectro del imán como el polvo de las limaduras. Si la palabra tragedia acude aquí a la pluma es por un contrasentido, porque no podría ser más que una tragedia del libre albedrío. La trascendencia del universo de Bernanos-Bresson no es la del fatum antiguo, como tampoco de la pasión raciniana; es la de la Gracia que cada uno puede rechazar. Si a pesar de todo la coherencia de los acontecimientos y la eficacia causal de los seres no resulta menos rigurosa que en una dramaturgia tradicional, es porque responden a un orden, el de la profecía (habría quizá que hablar de la repetición kierkegaardiana), tan diferente de la fatalidad como la causalidad de la analogía.

La verdadera estructura según la cual se desarrolla el film no es la de la tragedia, sino la de el «Juego de la Pasión» o, mejor todavía, la del Camino de la Cruz. Cada secuencia es una estación. La clave nos la da el diálogo en la cabaña entre los dos sacerdotes cuando el cura de Ambricourt descubre su preferencia espiritual por el monte de los Olivos. «Ya es bastante que Nuestro Señor me haya hecho la gracia de revelarme hoy por la voz de mi viejo maestro que nada me arrancará del puesto escogido por mí desde toda la eternidad; que soy un prisionero de la Santa Agonía.» La muerte no es el destino fatal de la agonía, sino su término y la liberación. Sabemos ya a qué soberano ordenamiento, a qué ritmo espiritual responden los sufrimientos y los actos del cura. Representan su agonía. Quizá no sea inútil señalar las analogías cristológicas que abundan al final de la película, porque tienen razones para pasar inadvertidas. Así los dos desvanecimientos en la noche: la caída en el barro; los vómitos de vino y de sangre (donde se encuentran, en síntesis, metáforas estremecedoras acerca de las caídas de Jesús, de la sangre de la Pasión, de la esponja con el vinagre y de las manchas de los salivazos). Más aún: velo de la Verónica, la antorcha de Seráphita; incluso la muerte en la buhardilla, Gólgota ridículo en el que no faltan el buen y el mal ladrón. Olvidemos inmediatamente estas semejanzas cuya formulación supone necesariamente una traición. Su valor estético procede de su valor teológico, y uno y otro se oponen a la explicitación. Bresson, como Bernanos, ha evitado la alusión simbólica; ninguna de las situaciones, cuya referencia evangélica es sin embargo indudable, está allí por su parecido; poseen su propia significación, biográfica y contingente; su semejanza cristológica es tan sólo secundaria, por proyección en el plano superior de la analogía. La vida del cura de Ambricourt no imita de ninguna manera a la de su modelo, sino que la repite y la representa. Cada uno lleva su cruz y cada cruz es diferente, pero todas son la de la Pasión. Sobre la frente del cura el sudor de la fiebre se hace sangre.

Así, por vez primera, sin duda, el cine nos ofrece no solamente un film en el que los únicos verdaderos acontecimientos, los únicos movimientos sensibles son los de la vida interior, sino, más aún, una nueva dramaturgia, específicamente religiosa, mejor, teológica: una fenomenología de la salvación y de la gracia.

Señalemos además que en esta empresa de reducir la psicología y el drama, Bresson se enfrenta dialécticamente con dos tipos de realidad pura. Por una parte, ya lo hemos visto, el rostro del intérprete, desembarazado de todo simbolismo expresivo, reducido a la epidermis, rodeado de una naturaleza sin artificio; de la otra, eso que habría que llamar la «realidad escrita». Porque la fidelidad de Bresson al texto de Bernanos, no sólo al negarse a adaptarlo, sino más aún, su preocupación paradójica por subrayar su carácter literario, es en el fondo la misma determinación previa que rige los seres y el decorado. Bresson trata a la novela como a sus personajes. Es un hecho en bruto, una realidad dada que no hay que intentar adaptar a la situación, ni modificarla de acuerdo con tal o cual exigencia momentánea del contenido; por el contrario, hay que confirmarla en su ser. Bresson suprime, pero no condensa jamás, porque lo que queda de un texto cortado es todavía un fragmento original: como el bloque de mármol procede de la cantera, las palabras pronunciadas en el film continúan siendo de la novela. Sin duda, su tono literario voluntariamente subrayado puede ser considerado como un intento de estilización artística, lo contrario mismo del realismo, pero es que la «realidad» no es aquí el contenido moral o intelectual del texto, sino el mismo texto o, más exactamente, su estilo. Se comprende que esta realidad de la obra previa —realidad en segundo grado— y la que la cámara capta directamente no pueden encajarse una en otra, no pueden prolongarse ni confundirse; su aproximación acusa, por el contrario, lo heterogéneo de sus esencias. Cada una actúa en su región paralela, con sus medios, con su estilo y su material propios. Pero es sin duda gracias a esta disociación de elementos que la verosimilitud quería confundir cómo Bresson llega a eliminar por completo lo accidental. La discordancia ontológica entre dos órdenes de hechos concurrentes, confrontados sobre la pantalla, pone en evidencia su única medida común que es el alma. Cada una dice la misma cosa y la misma disparidad de su expresión, de su materia, de su estilo, la especie de indiferencia que rige las relaciones entre el intérprete y el texto, la palabra y los rostros, es la más segura garantía de su complicidad profunda: ese lenguaje que no puede ser el de los labios tiene que ser el del alma necesariamente.

No hay, sin duda, en todo el cine francés (¿habría que decir en toda la literatura?) muchos momentos de una belleza más intensa que la escena del medallón entre el cura y la condesa. Su encanto, sin embargo, no debe nada a la actuación de los intérpretes ni al valor dramático o psicológico de las réplicas; ni siquiera a su significación intrínseca. El diálogo auténtico capaz de expresar esta lucha entre el sacerdote inspirado y la desesperación de un alma es por esencia indecible. De su esgrima espiritual se nos escapan los asaltos decisivos: las palabras acusan o preparan el toque encendido de la gracia. Nada hay aquí, por tanto, de una retórica de la conversión; si el rigor irresistible del diálogo, su tensión creciente y después su apaciguamiento final nos dejan la certeza de haber sido los testigos privilegiados de un huracán sobrenatural, las palabras pronunciadas no son, sin embargo, más que los tiempos muertos, el eco del silencio que es el verdadero diálogo de estas dos almas, la alusión a su secreto: el anverso —si se puede decir— de la Faz de Dios. Si el cura se niega más tarde a justificarse exhibiendo la carta de la condesa no es solamente por humildad y amor al sacrificio, sino más bien porque los signos sensibles son tan indignos de influir a su favor como en su contra. El testimonio de la condesa no es en esencia menos recusable que el de Chantal y ni uno ni otro tienen el derecho de invocar el de Dios.

La técnica de la puesta en escena de Bresson sólo puede juzgarse al nivel de su propósito estético. Por mal que nos hayamos dado cuenta, ahora podemos, sin embargo, comprender mejor la más extraña paradoja del film. El mérito de haber osado por vez primera enfrentar el texto con la imagen pertenece ciertamente a Melville con su Le silence de la mer. Es notable que el motivo fue también allí la voluntad de fidelidad literaria. Pero la estructura del libro de Vercors era en sí misma excepcional. Con el Journal, Bresson, no sólo confirma que la experiencia de Melville estaba bien fundada, sino que la lleva a sus últimas consecuencias.

¿Hace falta decir que el Journal es un film mudo con subtítulos hablados? La palabra, lo hemos visto, no se inserta en la imagen como un componente realista; aunque sea pronunciada realmente por un personaje, lo es casi a la manera de un recitativo de ópera. A primera vista, el film está en cierta manera constituido de un lado por el texto (reducido) de la novela, ilustrado por el otro con unas imágenes que nunca pretenden reemplazarlo. No todo lo que se dice es mostrado, pero nada de lo que es mostrado queda dispensado de ser dicho. En último extremo, el buen sentido crítico puede reprochar a Bresson el sustituir pura y simplemente la novela de Bernanos por un montaje radiofónico y una ilustración muda. Actualmente tenemos que partir de este supuesto fracaso del arte cinematográfico para comprender bien la originalidad y la audacia de Bresson.

Por de pronto, si Bresson «vuelve» al cine mudo, no es en absoluto, a pesar de la abundancia de los primeros planos, para remontarse a un expresionismo teatral, fruto de una debilidad, sino para reencontrar, por el contrario, la dignidad del rostro humano tal como Stroheim y Dreyer la habían comprendido. Ahora bien, si hay un valor y uno solo al que el sonido se oponga por esencia, es a la sutileza sintáctica del montaje y al expresionismo de la interpretación, es decir, a lo que efectivamente procedía de la debilidad del cine mudo. Pero habría que ver si todo el cine mudo era realmente así. La nostalgia de un silencio, que sería el generador benéfico de un simbolismo visual, confunde indebidamente la pretendida primacía de la imagen con la verdadera vocación del cine que es la primacía del objeto. La ausencia de la banda sonora en Avaricia, Nosferatu o La pasión de Juana de Arco tiene una significación exactamente contraria al silencio de Caligari, de Los Nibelungos o de Eldorado; es una frustración, no el punto de partida de una expresión. Los primeros existen a pesar del silencio y no gracias a él. En este sentido, la aparición de la banda sonora no es más que un fenómeno técnico accidental y no la revolución estética que algunos pretenden. La lengua del cine, como la de la anécdota de Esopo, es equívoca y no hay, a pesar de las apariencias, más que una historia del cine antes y después de 1928: la de las relaciones entre el expresionismo y el realismo; el sonido tenía que arruinar provisionalmente el primero antes de adaptarse a su vez, pero se inscribía directamente en la prolongación del segundo. Paradójicamente es cierto que actualmente hay que buscar en las formas más teatrales, más parlanchinas del cine sonoro el resurgir del antiguo simbolismo y que, de hecho, el realismo presonoro de un Stroheim apenas ha tenido discípulos. La empresa de Bresson hay que situarla evidentemente con relación a Stroheim y a Renoir. La dicotomía de la imagen y del diálogo que realiza no tiene sentido más que en una estética profunda del realismo sonoro. Por eso es igualmente falso hablar de una ilustración del texto como de un comentario a la imagen. Su paralelismo continúa la disociación de la realidad sensible. Prolonga la dialéctica bressoniana entre la abstracción y la realidad gracias a la cual alcanzamos, en definitiva, la realidad única de las almas. Bresson no vuelve en absoluto al expresionismo del cine mudo: suprime, por una parte, uno de los componentes de la realidad, para devolvérnosla, voluntariamente estilizada, en una banda sonora parcialmente independiente de la imagen. Dicho de otra manera, es como si en la banda definitiva los ruidos hubieran sido grabados directamente con una fidelidad escrupulosa, y el texto recto tono sincronizado posteriormente. Pero este texto, ya lo hemos dicho, es en sí mismo una realidad segunda, un «hecho estético bruto». Su realismo es su estilo, mientras que el estilo de la imagen es, ante todo, su realidad y el estilo del film precisamente su discordancia.

Bresson hace definitivamente justicia a ese tópico crítico según el cual la imagen y el sonido no deben repetirse jamás. Los momentos más conmovedores del film son justamente aquellos en los que el texto parece decir exactamente lo mismo que la imagen, pero lo dice de manera distinta. Y es que jamás aquí el sonido pretende completar el acontecimiento visto: lo refuerza y lo multiplica como la caja de resonancia del violín la vibración de las cuerdas. Pero incluso a esta metáfora le falta fuerza, ya que no es tanto una resonancia lo que el espíritu percibe como un desplazamiento, algo así como un color que no coincide con el dibujo. Gracias a esa ruptura el acontecimiento revela su significación. Y gracias a que el film está construido por completo sobre esta relación, la imagen alcanza, sobre todo al final, una tal potencia emotiva. Se buscarían en vano los principios de su desgarradora belleza en su solo contenido explícito. Creo que existen pocos films cuyas fotografías separadas sean más decepcionantes; la ausencia frecuente de composición plástica, la expresión forzada y estática de los personajes, traicionan por completo su valor en el desarrollo del film. Y, sin embargo, tampoco deben al montaje su increíble suplemento de eficacia. El valor de cada imagen no tiene apenas nada que ver con lo que la precede y la sigue. Acumula más bien una energía estática, como las láminas paralelas de un condensador. A partir de ella, y con relación a la banda sonora, se crean unas diferencias de potencial estético cuya tensión llega a ser insostenible. Así la relación entre la imagen y el texto progresa hacia el fin en beneficio de este último; así, con toda naturalidad, bajo la exigencia de una lógica imperiosa, en los últimos segundos la imagen se retira de la pantalla. En el punto al que Bresson ha llegado, la imagen sólo puede decir algo más desapareciendo. El espectador ha sido progresivamente conducido a esta noche de los sentidos cuya única expresión posible es la luz sobre la pantalla blanca. Hacia eso tendía este pretendido cine mudo y su altivo realismo: a volatilizar la imagen y a ceder el puesto únicamente al texto de la novela. Pero experimentamos con evidencia estética irrecusable un logro sublime del cine puro. Como la página en blanco de Mallarmé o el silencio de Rimbaud es un estado supremo del lenguaje, la pantalla vacía de imágenes y entregada a la literatura marca aquí el triunfo del realismo cinematográfico. Sobre la tela blanca de la pantalla la cruz negra, torpe como la de un recordatorio, única traza visible dejada por la succión de la imagen, da testimonio de aquello de cuya realidad no era más que un signo.

Con Le Journal d’un curé de campagne se abre un nuevo estadio de la adaptación cinematográfica. Hasta aquí el film intentaba sustituir a la novela haciendo su traducción estética en otro lenguaje. «Fidelidad» significaba, por tanto, respeto del espíritu pero búsqueda de las necesarias equivalencias, teniendo en cuenta, por ejemplo, las exigencias dramáticas del espectáculo o la eficacia más directa de la imagen. Y, por lo demás, es necesario, desgraciadamente, que esta preocupación sea todavía la regla más general. Gracias a ella se han producido obras meritorias como Le diable au corps o La symphonie pastorale. En la mejor de las hipótesis, tales films «valen» lo que el libro que les ha servido de modelo.

Al margen de esta fórmula señalemos también la existencia de una adaptación libre como la de Renoir en Une partie de campagne o Madame Bovary. Pero el problema se resuelve de manera diferente; el original no es más que una fuente de inspiración; la fidelidad, una afinidad de temperamento, una simpatía fundamental del cineasta con el novelista. Más que sustituir a la novela, la película se propone existir a su lado: formar pareja con ella, como una estrella doble. Esta hipótesis, que sólo tiene sentido si la garantiza un genio, no se opone a un logro cinematográfico superior a su modelo literario, como en el caso de El río, de Renoir.

Pero Le Journal d’un curé de campagne es aún un caso diferente. Su dialéctica de la fidelidad y de la creación se centra en último análisis en una dialéctica entre el cine y la literatura. No se trata aquí de traducir —todo lo fiel e inteligentemente que se quiera—, ni menos aún de inspirarse libremente, con un respeto amoroso, para conseguir un film que sea un doble de la obra, sino de construir sobre la novela, por medio del cine, una obra en segundo grado. No ya un film «comparable» a la novela, o «digno» de ella, sino un ser estético nuevo que es como la novela multiplicada por el cine.

La única operación comparable de la que tenemos ejemplos es quizá la de los films sobre pintura. Emmer o Alain Resnais son también fieles al original; su materia prima es la obra ya supremamente elaborada del pintor; su realidad no es en absoluto el tema del cuadro, sino el mismo cuadro, como hemos visto que la de Bresson era el texto mismo de la novela. Pero la fidelidad de Alain Resnais, que es en principio y otológicamente una fidelidad fotográfica, no es más que la condición previa de una simbiosis entre el cine y la pintura. Por esta razón, los pintores, de ordinario, no comprenden sus films. Ver en ellos sólo un medio inteligente, eficaz, válido incluso, de vulgarización (lo son, efectivamente, por añadidura), es no entender nada de su biología estética.

Esta comparación es sólo parcialmente válida, ya que los films sobre pintura están condenados en principio a constituir siempre un género estético menor. Se añaden a los cuadros, prolongan su existencia, les permiten desbordar el marco, pero no pueden pretender ser el mismo cuadro[32]. Van Gogh, de Alain Resnais, es una obra maestra menor a partir de una obra pictórica mayor que utiliza y explícita, pero a la que no puede reemplazar. Esta limitación congénita se debe a dos causas principales. Por de pronto, a que la reproducción fotográfica del cuadro, al menos en proyección, no puede pretender sustituir al original o identificarse con él; si pudiera hacerlo destruiría su autonomía estética, ya que los films de pintura parten precisamente de la negación de lo que fundamenta la pintura: la circunscripción en el espacio por el marco y la intemporalidad. Precisamente porque el cine, como arte del espacio y del tiempo, es lo contrario de la pintura, puede añadirle algo.

Esta contradicción no existe entre la novela y el cine. No sólo son los dos artes del relato y, por tanto, del tiempo, sino que no es posible decidir a priori que la imagen cinematográfica sea inferior en su esencia a la imagen evocada por la escritura. Lo contrario es más probable. Pero no es ésta la cuestión. Basta con que el novelista, como el autor cinematográfico, busque la sugestión del transcurrir de un mundo real. Establecidas estas similitudes esenciales, la pretensión de escribir una novela en cine no resulta absurda. Pero Le Journal d’un curé de campagne viene a hacernos comprender que es todavía más fructuoso el especular sobre sus diferencias que sobre sus puntos en común; más el acusar la existencia de la novela por medio del film, que el disolverla. La obra en segundo grado que resulta apenas puede ser considerada como «fiel» por esencia al original, ya que sigue siendo la novela misma. Pero sobre todo no es «mejor» en absoluto (tal juicio no tendría sentido), sino «más» que el libro. El placer estético que puede proporcionar el film de Bresson, aun cuando el mérito haya evidentemente que atribuirlo en lo esencial a Bernanos, contiene todo lo que la novela podía ofrecer y por añadidura su refracción en el cine.

Después de Robert Bresson, Aurenche y Bost no son más que los Viollet-Le-Duc de la adaptación cinematográfica.