VII. LA EVOLUCIÓN DEL LENGUAJE CINEMATOGRÁFICO [28]
En 1928 el cine mudo estaba en su apogeo. La desesperación de los mejores entre los que asistieron al desmantelamiento de esta perfecta ciudad de la imagen se explica aunque no se justifica. Dentro de la vía estética por la que se había introducido, les parecía que el cine había llegado a ser un arte supremamente adaptado a la «exquisita tortura» del silencio y que por tanto el realismo sonoro no podía traer más que el caos.
De hecho, ahora que el uso del sonido ha demostrado suficientemente que no venía a destruir el antiguo testamento cinematográfico sino a completarle, habría que preguntarse si la revolución técnica introducida por la banda sonora corresponde verdaderamente a una revolución estética, o en otros términos, si los años 1928-30 son efectivamente los del nacimiento de un nuevo cine. Considerándolo desde el punto de vista de la planificación, la historia del cine no pone de manifiesto una solución de continuidad tan evidente como podría creerse entre el cine mudo y el sonoro. Pueden además descubrirse parentescos entre algunos realizadores de los años 25 y otros de 1935 y sobre todo del período 1940-50. Por ejemplo, entre Eric von Stroheim y Jean Renoir u Orson Welles, Carl Theodor Dreyer y Robert Bresson. Estas afinidades más o menos marcadas prueban, por de pronto, que puede arrojarse un puente por encima del hueco de los años 30, y que ciertos valores del cine mudo persisten en el sonoro; pero sobre todo que se trata menos de oponer el «mudo» y el «sonoro» que de precisar la existencia en uno y otro de algunos grupos con un estilo y unas concepciones de la expresión cinematográfica fundamentalmente diferentes.
Sin ignorar la relatividad de la simplificación crítica que me imponen las dimensiones de este estudio y manteniéndola menos como realidad objetiva que como hipótesis de trabajo, distinguiría en el cine, desde 1920 a 1940, dos grandes tendencias opuestas; los directores que creen en la imagen y los que creen en la realidad.
Por «imagen» entiendo de manera amplia todo lo que puede añadir a la cosa presentada su representación en la pantalla. Esta aportación es algo compleja, pero se puede reducir esencialmente a dos grupos de hechos: la plástica de la imagen y los recursos del montaje (que no es otra cosa que la organización de las imágenes en el tiempo). En la plástica hay que incluir el estilo del decorado y del maquillaje, y también —en una cierta manera— el estilo de la interpretación; la iluminación, naturalmente, y, por fin, el encuadre cerrando la composición. Del montaje, que como es sabido proviene principalmente de las obras maestras de Griffith, André Malraux escribía en la Psychologie du cinéma que constituía el nacimiento del film como arte; lo que le distinguía verdaderamente de la simple fotografía animada convirtiéndolo en un lenguaje.
La utilización del montaje puede ser «invisible», como sucedía muy frecuentemente en el film americano clásico de la anteguerra. El fraccionamiento de los planos no tiene otro objeto que analizar el suceso según la lógica material o dramática de la escena. Es precisamente su lógica lo que determina que este análisis pase inadvertido, ya que el espíritu del espectador se identifica con los puntos de vista que le propone el director porque están justificados por la geografía de la acción o el desplazamiento del interés dramático.
Pero la neutralidad de esta planificación «invisible» no pone de manifiesto todas las posibilidades del montaje. Estas se captan en cambio perfectamente en los tres procedimientos conocidos generalmente con el nombre de «montaje paralelo», «montaje acelerado» y «montaje de atracciones». Gracias al montaje paralelo Griffith llegaba a sugerir la simultaneidad de dos acciones, alejadas en el espacio, por una sucesión de planos de una y otra. En La rueda, Abel Gance nos da la ilusión de la aceleración de una locomotora sin recurrir a verdaderas imágenes de velocidad (porque después de todo las ruedas podrían dar vueltas sin moverse del sitio), tan sólo con la multiplicación de planos cada vez más cortos. Finalmente el montaje de atracciones, creado por Sergio M. Eisenstein y cuya descripción es menos sencilla, podría definirse aproximadamente como el refuerzo del sentido de una imagen por la yuxtaposición de otra imagen que no pertenece necesariamente al mismo acontecimiento: los fuegos artificiales, en La línea general, suceden a la imagen del toro. Bajo esta forma extrema el montaje de atracción ha sido pocas veces utilizado, incluso por su creador, pero puede considerarse como muy próxima en su principio la práctica mucho más general de la elipsis, de la comparación o de la metáfora: son las medias echadas sobre la silla al pie de la cama, o también la leche que se sale (En legítima defensa, de H. G. Clouzot). Naturalmente, pueden hacerse diversas combinaciones con estos tres procedimientos.
Sean los que sean, siempre se descubre en ellos un punto común que es la definición misma del montaje: la creación de un sentido que las imágenes no contienen objetivamente y que procede únicamente de sus mutuas relaciones. La célebre experiencia de Kulechof con el mismo plano de Mosjukin, cuya sonrisa parecía cambiar de sentido de acuerdo con la imagen que la precedía, resume perfectamente las propiedades del montaje.
Los montajes de Kulechof, de Eisenstein o de Gance no nos muestran el acontecimiento: aluden a él. Toman, sin duda, la mayor parte de sus elementos de la realidad que piensan describir, pero la significación final de la escena reside más en la organización de estos elementos que en su contenido objetivo. La materia del relato, sea cual sea el realismo individual de la imagen, nace esencialmente de estas relaciones (Mosjukin sonriente + niño muerto = piedad), es decir, un resultado abstracto cuyas primicias no están encerradas en ninguno de los elementos concretos. De la misma manera podemos imaginar: unas muchachas + manzanos en flor = esperanza. Las combinaciones son innumerables. Pero todas tienen en común que sugieren la idea con la mediación de una metáfora o de una asociación de ideas. Así, entre el guión propiamente dicho, objeto último del relato, y la imagen bruta se intercala un catalizador, un «transformador» estético. El sentido no está en la imagen, es la sombra proyectada por el montaje sobre el plano de la conciencia del espectador.
Resumiendo, tanto por el contenido plástico de la imagen como por los recursos del montaje, el cine dispone de todo un arsenal de procedimientos para imponer al espectador su interpretación del acontecimiento representado. Al final del cine mudo, puede considerarse que este arsenal estaba completo. El cine soviético, por una parte, había llevado a sus últimas consecuencias la teoría y la práctica del montaje, mientras que la escuela alemana hizo padecer a la plástica de la imagen (decorado e iluminación) todas las violencias posibles. Ciertamente, hay otras cinematografías que cuentan además de la alemana y la soviética, pero tanto en Francia, como en Suecia o América, no parece que al lenguaje cinematográfico le falten los medios para decir lo que tiene que decir. Si lo esencial del arte cinematográfico estriba en lo que la plástica y el montaje pueden añadir a una realidad dada, el cine mudo es un arte completo. El sonido no desempeñaría más que un papel subordinado y complementario: como contrapunto de la imagen visual. Pero este posible enriquecimiento, que en el mejor de los casos no pasaría de ser menor, corre el riesgo de no ofrecer la suficiente compensación al lastre de realidad suplementaria introducido al mismo tiempo por el sonido.
Todo esto se debe a que estamos considerando el expresionismo del montaje y de la imagen como lo esencial del arte cinematográfico. Y es precisamente esta noción generalmente admitida la que ponen en tela de juicio desde el cine mudo algunos realizadores como Eric von Stroheim, Murnau o Flaherty. El montaje no desempeña en sus films prácticamente ningún papel, a no ser el puramente negativo de eliminación, inevitable en una realidad demasiado abundante. La cámara no puede verlo todo a la vez, pero de aquello que elige ver se esfuerza al menos por no perderse nada. Lo que cuenta para Flaherty delante de Nanouk cazando la foca es la relación entre Nanouk y el animal, es el valor real de la espera. El montaje podría sugerirnos el tiempo, Flaherty se limita a mostrarnos la espera, la duración de la caza es la sustancia misma de la imagen, su objeto verdadero. En el film, este episodio está resuelto en un solo plano. ¿Negará alguien que es precisamente por este hecho mucho más emocionante que un montaje de atracciones?
Más que por el tiempo, Murnau se interesa por la realidad del espacio dramático: igual en Nosferatu que en Amanecer, el montaje no juega un papel decisivo. Podría pensarse, por el contrario, que la plástica de la imagen la relaciona con un cierto expresionismo; pero sería una consideración superficial. La composición de su imagen no es nunca pictórica, no añade nada a la realidad, no la deforma, se esfuerza por el contrarío en poner de manifiesto sus estructuras profundas, en hacer aparecer las relaciones preexistentes que llegan a ser constitutivas del drama. Así, en Tabú, la entrada de un barco en campo por la izquierda de la pantalla se identifica absolutamente con el destino, sin que Murnau falsifique en nada el realismo riguroso del film, rodado enteramente en decorados naturales.
Pero es, con toda seguridad, Stroheim el más opuesto a la vez al expresionismo de la imagen y a los artificios del montaje. En él, la realidad confiesa su sentido como el sospechoso ante el interrogatorio incansable del comisario. El principio de su puesta en escena es simple: mirar al mundo lo bastante de cerca y con la insistencia suficiente para que termine por revelarnos su crueldad y su fealdad. No sería difícil imaginar, en último extremo, un film de Stroheim compuesto de un solo plano tan largo y tan amplio como se quiera.
La elección de estos tres directores no es exhaustiva. Encontraríamos seguramente en algunos otros, aquí y allá, elementos de cine no expresionista y en los que el montaje no toma parte. Incluso en Griffith. Todos estos ejemplos son quizá suficientes para indicar la existencia, en pleno corazón del cine mudo, de un arte cinematográfico precisamente contrario al que se identifica con el cine por excelencia; de un lenguaje cuya unidad semántica y sintáctica no es el plano; en el que la imagen no cuenta en principio por lo que añade a la realidad sino por lo que revela en ella. Para esta tendencia el cine mudo no era de hecho más que una enfermedad: la realidad menos uno de sus elementos. Tanto Avaricia como La passion de Jeanne d'Arc son ya virtualmente películas sonoras. Si deja de considerarse el montaje y la composición plástica de la imagen como la esencia misma del lenguaje cinematográfico, la aparición del sonido no es ya la línea de quiebra estética que divide dos aspectos radicalmente diferentes del séptimo arte. Un cierto cine que ha creído morir a causa de la banda sonora no era realmente «el cine»; el verdadero plano de cristalización estaba en otro sitio y continuaba y continúa sin ruptura, atravesando 35 años de historia del lenguaje cinematográfico.
Rota así la supuesta unidad estética del cine mudo y repartida entre dos tendencias íntimamente enemigas, volvamos a examinar la historia de los últimos veinte años.
De 1930 a 1940 parece haberse producido en todo el mundo y especialmente en América una cierta comunidad de expresión en el lenguaje cinematográfico. Se produce en Hollywood el triunfo de cinco o seis grandes géneros, que aseguran desde entonces su aplastante superioridad: La comedia americana (Caballero sin espada, de Capra, 1936), el género burlesco (Los hermanos Marx), las películas musicales (Fred Astaire y Ginger Rogers, las Ziegfeld Follies), el film policíaco y de gangsters (Scarface, Soy un fugitivo, El delator), el drama psicológico y de costumbres (Back Street, Jezabel), el film fantástico o de terror (Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, El hombre invisible, Frankenstein) y el western (La diligencia, 1939). La segunda cinematografía del mundo durante ese mismo período es, sin duda alguna, la francesa; su superioridad se afirma poco a poco con una tendencia que puede llamarse de manera aproximada realismo negro o realismo poético, dominado por cuatro hombres: Jacques Feyder, Jean Renoir, Marcel Carné y Julien Duvivier. Como no me propongo adjudicar un palmarás, no nos sería útil detenernos sobre los cines soviéticos, inglés, alemán e italiano, en los que el período considerado es relativamente menos significativo que los diez años siguientes. En todo caso, la producción americana y francesa bastan para definir claramente el cine sonoro de la anteguerra como un arte que ha logrado de manera manifiesta alcanzar equilibrio y madurez.
En cuanto al fondo: grandes géneros con reglas bien elaboradas, capaces de contentar a un amplio público internacional y de interesar también a una élite cultivada con tal de que a priori no sea hostil al cine.
En cuanto a la forma: estilos de fotografía y de planificación perfectamente claros y acordes con el asunto; una reconciliación total entre imagen y sonido. Volviendo a ver hoy films como Jezabel, de William Wyler; La diligencia, de John Ford, o Le jour se lève, de Marcel Carné, se experimenta el sentimiento de un arte que ha encontrado su perfecto equilibrio, su forma idea de expresión, y recíprocamente admiramos algunos temas dramáticos y morales a los que el cine no ha dado una existencia total, pero a los que por lo menos ha elevado a una grandeza y a una eficacia artística que no hubieran conocido sin él. En resumen; todas las características de la plenitud de un arte «clásico».
Considero que puede sostenerse con justicia que la originalidad del cine de la posguerra, con relación al de 1939, reside en la mejora de la producción de algunas naciones y más particularmente el deslumbrante resplandor del cine italiano y la aparición de un cine británico original y libre de las influencias de Hollywood, y puede concluirse que el fenómeno verdaderamente importante de los años 1940-50 es la intrusión de una sangre nueva, de una materia todavía inexplorada; brevemente, que la verdadera revolución se ha hecho al nivel de los asuntos más que del estilo; más de lo que el cine tiene que decir al mundo que de la manera de decirlo. El neorrealismo ¿no es más un humanismo que un estilo de la puesta en escena? ¿Y ese mismo estilo, no se define esencialmente por un «desaparecer» ante la realidad?
Por eso no es nuestra intención el proponer no sé qué preeminencia de la forma sobre el fondo. «El arte por el arte» no es menos herético en el cine. ¡Quizá más! Pero a nuevo asunto, nueva forma. Y una manera de mejor entender lo que el film trata de decirnos consiste en saber cómo nos lo dice.
En 1938 o 1939, por tanto, el cine sonoro conocía, sobre todo en Francia y en América, una especie de perfección clásica, fundada por un lado en la madurez de los géneros dramáticos elaborados durante diez años o heredados del cine mudo, y por otro en la estabilización de los progresos técnicos. Los años treinta han sido a la vez los del sonido y la película pancromática. Sin duda el equipo de los estudios no ha dejado de mejorar, pero estos perfeccionamientos eran sólo de detalle, ya que ninguno abría posibilidades radicalmente nuevas a la puesta en escena. Esta situación, por lo demás, no ha cambiado desde 1940, si no es quizá en lo que se refiere a la fotografía, gracias al aumento de la sensibilidad de la película. La pancromática ha trastrocado el equilibrio de los valores de la imagen; las emulsiones ultrasensibles han permitido modificar su diseño. Con libertad para rodar en estudio con diafragmas mucho más cerrados, el operador ha podido, llegado el caso, eliminar el flou de los segundos términos, que era de rigor habitualmente. Pero pueden encontrarse ejemplos anteriores del empleo de la profundidad de campo (en Jean Renoir, por ejemplo); esto ha sido siempre posible en exteriores e incluso en el estudio haciendo algunas proezas. Bastaba con quererlo. De manera que en el fondo se trataba menos de un problema técnico —cuya solución, realmente, ha sido sumamente facilitada—, que de una búsqueda de estilo, sobre la que volveremos a hablar. En resumen, desde 1930, con la vulgarización del empleo de la película pancromática, el conocimiento de los recursos del micro y la generalización de la grúa en el equipo de los estudios, pueden considerarse adquiridas las condiciones técnicas necesarias y suficientes para el arte cinematográfico.
Ya que los deterninismos técnicos estaban prácticamente eliminados, hace falta buscar en otra parte los signos y los principios de la evolución del lenguaje: en el replanteamiento de los argumentos y, como consecuencia, de los estilos necesarios para su expresión. En 1939 el cine sonoro había alcanzado eso que los geógrafos llaman el perfil de equilibrio de un río. Es decir, esa curva matemática ideal que es el resultado de una suficiente erosión. Alcanzado el perfil de equilibrio, el río se desliza sin esfuerzo desde su fuente a su desembocadura y no ahonda más en su lecho. Pero si sobreviene cualquier movimiento geológico que eleva la penillanura y modifica la altura de la fuente, el agua comienza a trabajar de nuevo, penetra los terrenos subyacentes, se hunde, mina y excava. A veces, si se trata de capas calcáreas, dibuja todo un nuevo relieve cavernoso casi invisible en la llanura, pero complejo y atormentado si se sigue el camino del agua.