X. TEATRO Y CINE [33]

I

Aunque ha llegado a ser relativamente corriente en la crítica el subrayar las afinidades entre cine y novela, el «teatro filmado» es considerado todavía con frecuencia como una herejía. Mientras tuvo, principalmente, por abogado y ejemplo las declaraciones y la obra de Marcel Pagnol, podía sostenerse que sus éxitos eran ejemplos malentendidos de circunstancias excepcionales. El teatro filmado permanecía ligado al recuerdo retrospectivamente burlesco del film d’art o a las ridículas explotaciones de los éxitos de boulevard en el «estilo» Berthomieu[34]. Todavía durante la guerra, el fracaso de la adaptación para la pantalla de una pieza excelente como Le voyageur sans bagage, cuyo asunto hubiera podido pasar por cinematográfico, daba argumentos aparentemente decisivos a la crítica del «teatro filmado». Ha hecho falta que se produjera la serie reciente de éxitos que va desde La loba a Macbeth, pasando por Enrique V, Hamlet y Les parents terribles, para demostrar que el cine estaba capacitado para adaptar válidamente las obras dramáticas más diversas.

A decir verdad, sin embargo, el prejuicio contra el «teatro filmado» no tiene quizá derecho a invocar tantos argumentos históricos como se cree, cuando se funda sólo sobre las adaptaciones confesadas de obras teatrales. Haría falta, en particular, reconsiderar la historia del cine no ya en función de los títulos, sino de las estructuras dramáticas del argumento y de la puesta en escena.

Un poco de historia

Aunque condenando sin apelación el «teatro filmado», la crítica prodiga, sin embargo, sus elogios, a formas cinematográficas en las cuales un análisis más atento revela los avatares del arte dramático. Obnubilada por la herejía del film d'art y de sus secuelas, la aduana dejaba pasar bajo la estampilla de cine puro los verdaderos aspectos del teatro cinematográfico empezando por la comedia americana, que, mirada de cerca, no es menos «teatral» que la adaptación de no importa qué pieza de boulevard o de Broadway. Construida sobre la comicidad de la palabra y de la situación, la comedia americana no recurre con frecuencia a ningún artificio propiamente cinematográfico; la mayoría de las escenas suceden en interiores y la planificación usa casi exclusivamente del campo y del contracampo para realzar el valor del diálogo. Habría que extenderse sobre las estructuras sociológicas que han permitido el brillante desarrollo de la comedia americana durante una decena de años. Creo que no impiden en absoluto una relación virtual entre el cine y el teatro. El cine, en cierta manera, ha dispensado al teatro de una previa existencia real. No era necesario, puesto que los escritores capaces de escribir estas piezas podían venderlas directamente para la pantalla. Pero es un fenómeno absolutamente accidental que, históricamente, está en relación con una coyuntura económica y sociológica precisa y, por lo que parece, en vías de desaparición. Desde hace quince años vemos, paralelamente al declive de un cierto tipo de comedia americana, cómo se multiplican las adaptaciones de piezas cómicas que han triunfado en Broadway. En el dominio del drama psicológico y de costumbres, un Wyler no ha dudado en tomar pura y simplemente la pieza de Lilian Hellman, La loba, y llevarla «al cine» en un decorado casi teatral. De hecho, el prejuicio contra el teatro filmado no ha existido nunca en América. Pero las condiciones de producción en Hollywood no se han presentado, al menos hasta 1940, de la misma forma que en Europa. Se ha tratado más bien de un teatro «cinematográfico» limitado a géneros precisos y que había tomado, al menos durante la primera década del cine hablado, muy pocas cosas de la escena. La crisis de argumentos que Hollywood padece actualmente le ha obligado a recurrir más frecuentemente al teatro escrito. Pero en la comedia americana, el teatro, invisible, estaba virtualmente presente[35].

En Europa, y especialmente en Francia, es cierto que no podemos encontrar un éxito comparable al de la comedia americana. Dejando a un lado el caso muy particular y que merece un estudio especial, de Marcel Pagnol[36], la aportación del teatro de boulevard a la pantalla ha sido desastrosa. Pero el teatro filmado no comienza con el cine sonoro: podemos remontarnos hasta la época en que el film d'art llama la atención a causa de su fracaso. Ya entonces triunfaba Méliés, que en realidad no vio en el cine más que un perfeccionamiento de lo maravilloso teatral; el truco no era para él más que una prolongación de la prestidigitación. La mayor parte de los grandes cómicos franceses y americanos salen del music-hall y del boulevard. Basta mirar a Max Linder para comprender todo lo que debe a su experiencia teatral. Como la mayor parte de los cómicos de esta época, actúa deliberadamente para el público, guiña el ojo a la sala, la toma como testigo de sus momentos difíciles, no duda en hacer un aparte. En cuanto a Charlot, incluso independientemente de su deuda con el mimo inglés, es evidente que su arte consiste en poner a punto, gracias al cine, la técnica de la comicidad del music-hall. Aquí el cine supera al teatro, pero continuándolo y desembarazándolo de sus imperfecciones. La economía del gag teatral está subordinada a la distancia de la escena a la sala, y sobre todo a la duración de las risas que llevan al actor a prolongar un efecto hasta su extinción. La escena, por tanto, le incita, casi le obliga a la hipérbole. Sólo la pantalla podía permitir a Charlot el alcanzar esta matemática de la situación y del gesto, donde el máximo de claridad se expresa en el mínimo de tiempo.

Cuando se vuelven a ver películas cómicas muy antiguas, como la serie de Boireau o de Onésime, por ejemplo, no es sólo el trabajo del actor lo que las relaciona con el teatro primitivo, sino la estructura misma de la historia. El cine permite llevar hasta sus últimas consecuencias una situación elemental a la que la escena imponía unas limitaciones de tiempo y de espacio que la mantenían en un estado de evolución hasta cierto punto larvario. Lo que puede hacer creer que el cine ha venido a crear por completo nuevas situaciones dramáticas es el hecho de que gracias a él ha sido posible la metamorfosis de situaciones teatrales que sin él no hubieran llegado nunca al estado adulto. Existe en México una especie de salamandra capaz de reproducirse en el estado de larva y de permanecer así. Inyectándole la hormona apropiada se puede hacer que alcance la forma adulta. De la misma manera que la continuidad de la evolución animal presentaba lagunas incomprensibles hasta que los biólogos descubrieron las leyes de la pedomorfosis, que les han enseñado no sólo a integrar las formas embrionarias del individuo en la evolución de las especies, sino más aún, a considerar ciertos individuos, aparentemente adultos, como seres bloqueados en su evolución[37]. En este sentido, ciertos géneros teatrales se fundan sobre situaciones dramáticas congénitamente atrofiadas antes de la aparición del cine. Si el teatro es, como pretende Jean Hytier[38], una metafísica de la voluntad, ¿qué se puede pensar de una película como Onésime et le beau voyage, en la que la testarudez por llevar a cabo, en medio de las más absurdas dificultades, un viaje de novios cuyo fin mismo desaparece después de las primeras catástrofes, raya en una especie de locura metafísica, de delirio de la voluntad, en una cancerización del «hacer» que se engendra a sí mismo contra toda razón? ¿Es que se puede emplear aquí la terminología psicológica y hablar de voluntad? La mayor parte de estas películas cómicas son más bien la expresión lineal y continua de un proyector fundamental del personaje. Ponen de manifiesto una fenomenología de la testarudez. Boireau, sirviente, hará la limpieza hasta que la casa se derrumbe. Onésimo, convertido en un marido que emigra, continuará su viaje de novios hasta el punto de embarcarse para el horizonte sobre su inseparable maleta de mimbre. La acción aquí no tiene necesidad de intriga, de incidentes, de rebotes, de quid pro quos ni de golpes teatrales: se desarrolla implacablemente hasta destruirse a sí misma. Camina ineluctablemente hacia una especie de catarsis elemental de la catástrofe, como el globo que un niño infla imprudentemente y que termina por estallarle en la cara, para nuestro alivio y probablemente también para el suyo.

Por lo demás, cuando se hace referencia a la historia de los personajes, de las situaciones o de los procedimientos de la farsa, es imposible no advertir que el cine cómico ha supuesto su inmediata y deslumbrante resurrección. Género en vías de extinción desde el siglo XVII, la farsa «en carne y hueso» apenas si se continuaba, deformada y muy especializada, más que en el circo y en algunas formas del music-hall. Es decir, precisamente donde los productores de los films cómicos, sobre todo en Hollywood, han ido a reclutar sus actores. Pero la lógica del género y de los medios cinematográficos ha extendido inmediatamente el repertorio de su técnica: ha dado origen a los Max Linder, a los Buster Keaton, a los Laurel y Hardy, a los Chaplin; de 1905 a 1920 la farsa ha conocido un esplendor único en su historia. Y creo acertar al hablar de farsa, tal como la tradición la ha perpetuado desde Plauto y Terencio e incluso la Commedia dell'arte con sus temas y sus técnicas. Pondré tan solo un ejemplo: el tema clásico del tonel se encuentra espontáneamente en un viejo Max Linder (1912 o 1913), en el que puede verse al travieso don Juan, seductor de la mujer de un tintorero, obligado a sumergirse en una cuba llena de tinte para escapar a la venganza del marido burlado.

Y es bien cierto que no se trata en este caso de influencias ni de reminiscencias, sino del entroncamiento espontáneo de un género en su tradición.

¡El texto, el texto!

Gracias a estas breves evocaciones puede verse que las relaciones del teatro con el cine son más antiguas y más íntimas de lo que generalmente se piensa, y, sobre todo, que no se limitan a lo que ordinaria y peyorativamente se designa con el nombre de «teatro filmado». Puede verse también cómo la influencia tan inconsciente como inconfesada del repertorio y de las tradiciones teatrales ha tenido una influencia decisiva sobre los géneros cinematográficos considerados como ejemplares en el orden de la pureza y de la «especificidad».

Pero el problema no es exactamente el mismo que el de la adaptación de una pieza tal como se entiende ordinariamente. Conviene, antes de ir más lejos, distinguir entre el hecho teatral y lo que se podría llamar el hecho «dramático».

El drama es el alma del teatro. Pero también es posible que habite en otra forma literaria. Un soneto, una fábula de La Fontaine, una novela…, un film pueden deber su eficacia a lo que Henri Gouhier llama «las categorías dramáticas». Desde este punto de vista, es bastante inútil reivindicar la autonomía del teatro, o más bien hay que presentarla como negativa, en el sentido de que una pieza no podría dejar de ser «dramática» mientras que a una novela le está permitido serlo o no. Hombres y ratones es a la vez una novela corta y un modelo puro de tragedia. Por el contrario, resultaría difícil adaptar a la escena Du cóté de chez Swann, No podría alabarse a una obra teatral por ser novelesca, pero se podría muy bien felicitar al novelista por haber sabido construir una acción.

Si de todas maneras se considera el teatro como el arte específico del drama, hay que reconocer que su influencia es inmensa y que el cine es la última de las artes que puede escapar a ella. Considerándolo así, la mitad de la literatura y las tres cuartas partes de los films serían sucursales del teatro. Por tanto, no es así como se plantea el problema: no comienza a existir más que en función de la obra teatral encarnada, no ya en el actor, sino sobre todo en el texto.

Fedra ha sido escrita para ser representada, pero existe ya como obra para el bachiller que aprende sus clásicos. El Teatro en la butaca, con la única ayuda de la imaginación, es un teatro incompleto, pero es ya teatro. Por el contrario, Cyrano de Bergerac o Le voyageur sans bagages, tal como han sido filmados, no lo son, aunque esté el texto, y hasta incluso el espectáculo.

Si nos fuera posible no retener de Fedra más que la acción y pudiéramos volver a escribirla en función de las «exigencias novelescas» o del diálogo del cine, volveríamos a encontrarnos ante la hipótesis precedente de lo teatral reducido a lo dramático. Pero si no hay ningún impedimento metafísico para realizar esta operación, sí se advierte que hay muchos de orden práctico, contingente e histórico. El más simple es el saludable temor al ridículo; y el más imperioso, la concepción moderna de la obra de arte que impone el respeto del texto y de la propiedad artística, incluso moral y póstuma. En otros términos, sólo Racine tendría derecho a escribir una adaptación de Fedra, pero aparte de que nada nos prueba el que con esa condición la adaptación sería buena (ha sido el mismo Jean Anouilh quien ha vertido al cine Le voyageur sans bagages), resulta que Racine ha muerto.

Se dirá quizá que no pasa en absoluto lo mismo cuando el autor está vivo, ya que éste puede reinventar personalmente su obra, remodelar la materia —como hizo recientemente André Gide, aunque en sentido contrario, de la novela a la escena, con Les Caves du Vadean— o por lo menos controlar y avalar el trabajo de un adaptador. Pero mirándolo de cerca, se trata de una satisfacción más jurídica que estética; en primer lugar porque el talento, y a fortiori el genio, no son siempre universales, y nada garantiza la equivalencia del original y de la adaptación, incluso firmada por el autor. Después, porque la razón más común de llevar a la pantalla una obra dramática contemporánea es el éxito que ha conseguido en la escena. Este éxito la cristaliza esencialmente en un texto paladeado ya por el espectador y que, además, el público de la película pretende encontrar de nuevo; he aquí cómo hemos llegado, dando un rodeo más o menos honorable, al respeto del texto.

Finalmente y sobre todo, porque cuanto mayor es la calidad de una obra dramática, más difícil es la disociación de lo dramático y de lo teatral, cuya síntesis está realizada por el texto. Resulta significativo el que asistamos a tentativas de adaptación de novelas a la escena pero nunca, prácticamente, a la operación contraria. Como si el teatro se situara en el término de un proceso irreversible de purificación estética. En todo rigor, puede obtenerse una obra teatral de Los hermanos Karamazov o de Madame Bovary; pero admitiendo que esas piezas hubieran existido primero, habría sido imposible hacer las novelas que conocemos. Y es que si lo novelesco incluye lo dramático de manera que esto último puede ser deducido, la recíproca supone una inducción, es decir, un arte, una creación pura y simple. Con relación a la obra teatral, la novela no es más que una de las múltiples síntesis posibles a partir del elemento dramático simple.

Así, si la noción de fidelidad no es absurda en el sentido novela-teatro, ya que puede discernirse una filiación necesaria, no se ve muy bien lo que podría significar el sentido inverso, a fortiori, la noción de equivalencia: todo lo más se podría hablar de «inspiración» a partir de las situaciones y de los personajes.

Estoy comparando de momento la novela y el teatro, pero lodo hace pensar que el razonamiento sirve también para el cine; porque, una de dos: o el film es la fotografía pura y simple de la pieza (por tanto con su texto) y eso es precisamente el famoso «teatro filmado», o bien la pieza es adaptada a «las exigencias del arte cinematográfico» y entonces volvemos a caer en la inducción de la que hablábamos antes y se trata entonces de otra obra. Jean Renoir se ha inspirado en la pieza de René Fauchois en Boudu sauvé des eaux, pero ha realizado una obra probablemente superior al original y que le eclipsa[39]. Se trata por lo demás de una excepción que confirma plenamente la regla.

Desde cualquier ángulo que se la aborde, la pieza teatral, clásica o contemporánea, está irrevocablemente ligada a su texto. No se podría «adaptar» éste sin renunciar a la obra original sustituyéndola por otra, quizá superior pero que ya no es la misma. Operación que estaría fatalmente limitada por lo demás a autores de menor importancia o todavía vivos, ya que las obras maestras consagradas por el tiempo nos imponen el respeto del texto como un postulado.

Todo lo cual viene a ser confirmado por la experiencia de los diez últimos años. Si el problema del teatro filmado recobra una singular actualidad estética, lo debe a obras como Hamlet, Enrique V, Macbeth en lo que al repertorio clásico se refiere; y, para los contemporáneos, a films como La loba, de Lilian Hellman y Wyler, Les parents terribles, Occupe-toi d'A-mélie, The rope… Jean Cocteau había preparado antes de la guerra una «adaptación» de Les parents terribles. Al volver a pensar en ello en 1946, renunció a esta adaptación y decidió conservar íntegramente el texto primitivo. Veremos más adelante que incluso ha conservado prácticamente el mismo decorado escénico. La evolución del teatro filmado, en América, Inglaterra y Francia, y tanto partiendo de obras clásicas como modernas, es la misma; se caracteriza por una fidelidad cada vez más imperiosa al texto escrito, como si las diversas experiencias del cine sonoro se unieran en este punto. Anteriormente, la preocupación fundamental del cineasta parecía ser la de camuflar el origen teatral del modelo, adaptándolo, disolviéndolo en el cine. Actualmente no sólo parece que ha renunciado a esto, sino que llega a subrayar sistemáticamente su carácter teatral. Y casi no podía ser de otra manera desde el momento en que se respeta lo esencial del texto. Concebido en función de las virtualidades teatrales, el texto las lleva todas en sí. Determina el modo y el estilo de la representación; es ya, en potencia, el teatro. No se puede decidir serle fiel y apartarle al mismo tiempo de la expresión a la que tiende.

¡Esconded ese teatro que no quisiera ver!

Encontraremos la confirmación en un ejemplo tomado del repertorio clásico: se trata de una cinta que quizá todavía hace estragos en las escuelas y en los liceos franceses y que pretende ser una tentativa de enseñanza de la literatura por medio del cine. Se trata de Médecin malgré lui, llevada a la pantalla, con la ayuda de un profesor de buena voluntad, por un director cuyo nombre callaremos. Este film posee un enorme dossier, tan elogioso como entristecedor, de cartas de profesores y directores de una increíble síntesis de todos los errores susceptibles de desnaturalizar tanto el cine como el teatro y al propio Molière además. La primera escena, la de los haces de leña, localizada en un bosque verdadero, comienza con un travelling interminable bajo los árboles, visiblemente destinado a que podamos apreciar los efectos del sol bajo las ramas, antes de descubrir dos personajes clownescos, ocupados sin duda en recoger setas: el desgraciado Sganarelle y su mujer, cuyos trajes teatrales tienen aquí aspecto de disfraces grotescos. A lo largo del film y siempre que es posible, se nos van mostrando decorados reales: la llegada de Sganarelle a la consulta da ocasión para mostrar una pequeña casa solariega del siglo XVII. ¿Qué decir de la planificación? La de la primera escena progresa desde el de conjunto hasta el primer plano, cambiando naturalmente de ángulo a cada réplica. Se tiene el sentimiento de que si el texto lo hubiera permitido, el director habría querido darnos la «progresión del diálogo» por un montaje acelerado a la manera de Abel Gance. Tal como ha sido hecha esta planificación permite de todas formas a los alumnos no perderse nada, gracias a los «campos» y «contracampos» en primer plano, y de la mímica de los actores de la Comedia Francesa que, como nadie habrá puesto en duda, nos retrotraen a los bellos tiempos del film d’art.

Si por cine se entiende la libertad de la acción con relación al espacio, y la libertad de punto de vista con relación a la acción, convertir en cine una obra de teatro será dar a su decorado la amplitud y la realidad que la escena no podía ofrecerle materialmente. Será también liberar al espectador de su sillón y valorizar, gracias al cambio de plano, el trabajo del actor. Ante tales «puestas en escena» hay que estar de acuerdo en que son válidas todas las acusaciones contra teatro filmado. Pero es que no se trata precisamente de puesta en escena. La operación ha consistido solamente en inyectar a la fuerza «cine» «en el teatro». El drama original y con mayor razón el texto, se encuentran allí totalmente desplazados. El tiempo de la acción teatral no es evidentemente el mismo que el de la pantalla, y la primacía dramática de la palabra queda desplazada por el suplemento de dramatización que la cámara añade al decorado. Finalmente y sobre todo, una cierta artificiosidad, una transposición exagerada del decorado teatral es rigurosamente incomparable con el realismo congénito del cine. Las candilejas no dan la misma luz que un sol de otoño. En último caso, la escena de los haces de leña puede interpretarse delante de un telón, pero deja de existir al pie de un árbol.

Este fracaso ilustra bastante bien lo que puede considerarse como la mayor herejía del teatro filmado: la preocupación por «hacer cine». Con mayor o menor aproximación, en este punto confluyen los films sacados de piezas teatrales que han tenido éxito. Si se supone que la acción transcurre en la Costa Azul, los amantes, en lugar de charlar tranquilamente en un bar, se abrazarán al volante de un coche americano en la carretera de la Corniche, teniendo al fondo en «transparencia» los acantilados del Cap d’Antibes. En cuanto a la planificación, en Les Gueux du Parcidis, por ejemplo, la igualdad de los contratos de Raimu y Fernandel darán como resultado un número sensiblemente igual de primeros planos en beneficio de uno y otro.

Los prejuicios del público, por lo demás, contribuyen a afirmar los de los cineastas. El público no piensa demasiado en el cine, pero lo identifica con la amplitud de los decorados, con la posibilidad de utilizar escenarios naturales y de hacer que la acción sea movida. Si no se añadiera a la obra de teatro un mínimo de cine, se consideraría estafado. El cine debe necesariamente «resultar más rico» que el teatro. Los actores tienen que ser célebres y todo lo que suene a pobreza o a avaricia en los medios materiales es, suele decirse, motivo de fracaso. Haría falta una cierta valentía en el director y en el productor que aceptaran el afrontar en estos puntos los prejuicios del público. Sobre todo si ellos mismos no tienen fe en su empresa. En el origen de la herejía del teatro filmado reside un complejo ambivalente del cine frente al teatro: complejo de inferioridad frente a un arte más antiguo y más literario, contrarrestado por el cine con la «superioridad» técnica de sus medios, confundida con una superioridad estética.

¿Teatro en conserva o super-teatro?

¿Existe la contraprueba de estos errores? Dos éxitos como Enrique V y Les parents terribles nos lo proporcionan sin ningún lugar a dudas.

Cuando el director de Médecin malgré luí comenzaba su trabajo con un travelling en el bosque, era con la ingenua y tal vez inconsciente esperanza de hacernos tragar inmediatamente la desgraciada escena de los haces de leña, como un medicamento recubierto de azúcar. Trataba de poner un poco de realidad alrededor, trataba de proporcionarnos una escalera para que pudiéramos subir a la escena. Sus desmañadas astucias tenían desgraciadamente el efecto contrario: destacar irremediablemente la irrealidad de los personajes y del texto.

Veamos ahora cómo Laurence Olivier ha sabido resolver en Enrique V la dialéctica del realismo cinematográfico y de la convención teatral. El film comienza también con un travelling, pero es para introducirnos en el teatro: el palio de una posada isabelina. No pretende hacernos olvidar la convención teatral, sino que, por el contrario, la subraya. El film no es inmediata y directamente la obra Enrique V, sino la representación de esa obra. Esto resulta evidente, ya que la representación no es actual, como en el teatro, sino que se desarrolla en el tiempo mismo de Shakespeare, y se nos muestran los espectadores y los palcos. No hay, por tanto, error posible, y no hace falta el acto de fe del espectador delante del telón que se alza, para gozar del espectáculo. No nos encontramos realmente ante la obra, sino ante un film histórico sobre el teatro isabelino, es decir, en un género cinematográfico perfectamente establecido y al que ya estamos habituados. Y es que la estrategia estética de Laurence Olivier no era más que una estratagema para eludir el espejismo del telón. Al hacer el cine del teatro, al denunciar previamente con el cine el juego y las convenciones teatrales en lugar de pretender disimularlas, ha suprimido la hipoteca del realismo que se oponía a la ilusión teatral. Una vez aseguradas estas coordenadas psicológicas en complicidad con el espectador, Laurence Olivier podía permitirse tanto la deformación pictórica del decorado como el realismo de la batalla de Azincourt; Shakespeare le invitaba con su apelación explícita a la imaginación del auditorio: el pretexto resultaba también perfecto allí. Este despliegue cinematográfico, difícilmente admisible si el film no hubiera sido más que la representación de Enrique V, encontraba su justificación en la obra misma. Quedaba, naturalmente, el mantenerse en la línea. Y así se ha hecho. Digamos únicamente que el color, del que quizá finalmente acabará por descubrirse que es esencialmente un elemento no realista, contribuye a hacer admisible el paso a lo imaginario y, dentro de lo imaginario, permite la continuidad entre las miniaturas y la reconstrucción «realista» de Azincourt. En ningún momento Enrique V es realmente «teatro filmado»: el film se sitúa de alguna manera a los dos lados de la representación teatral, más acá y más allá de la escena. De esta manera, Shakespeare se encuentra prisionero bien a gusto y el teatro también, rodeado del cine por todas partes.

El moderno teatro de boulevard no parece recurrir con tanta evidencia a las convenciones escénicas. El «Teatro libre» y las teorías de Antoine han podido incluso hacer creer en algún momento en la existencia de un teatro «realista», en una especie de pre-cinema[40]. Era una ilusión que hoy ya no engaña a nadie. Si existe un realismo teatral, lo es siempre con relación a un sistema de convenciones más secretas, menos explícitas, pero también absolutamente rigurosas. El «trozo de vida» no existe en el teatro. O, por lo menos, el solo hecho de colocarlo sobre la escena lo separa justamente de la vida para hacer de él un fenómeno in vitro, que todavía participa parcialmente de la naturaleza, pero que está ya profundamente modificado por las condiciones de la observación. Antoine puede colocar en escena auténticos pedazos de carne, pero no puede, como el cine, hacer desfilar todo el rebaño. Para plantar un árbol hay que cortarle las raíces y en todo caso renunciar a mostrar realmente el bosque. De tal manera que su árbol procede todavía de la pancarta isabelina, y no pasa de ser, a fin de cuentas, más que un poste indicador. Recordadas estas verdades poco rebatibles, se admitirá que la filmación de Les parents terribles no plantea problemas totalmente diferentes de los de una pieza clásica. Lo que llamamos aquí realismo no coloca en absoluto la obra al mismo nivel del cine, no hace desaparecer la rampa. Simplemente, el sistema de convenciones al que obedece la puesta en escena y, por tanto, el texto, está en cierta manera en un primer grado. Las convenciones trágicas, con su cortejo de inverosimilitudes materiales y de alejandrinos, no son más que máscaras y coturnos que acusan y subrayan la convención fundamental del hecho teatral.

Eso es lo que ha comprendido bien Jean Cocteau al llevar a la pantalla Les parents terribles. Aunque su obra fuera aparentemente de las más «realistas», Cocteau cineasta ha comprendido que no hacía falta añadir nada a su decorado, que el cine no estaba allí para multiplicarlo sino para intensificarlo. Si la habitación se convierte en apartamento, este parecerá, gracias a la pantalla y a la técnica de la cámara, más exiguo todavía que la habitación en la escena. Como aquí lo esencial es el hecho dramático de la enclaustración y de la cohabitación, el menor rayo de sol, cualquier luz distinta de la eléctrica hubiera destruido esta frágil y fatal simbiosis. También el equipo entero de la «roulotte» puede trasladarse al otro extremo de París, a casa de Madelcine, pero les dejamos a la puerta de un apartamento para encontrarlos en el umbral del otro. No se trata aquí de una elipsis de montaje ya clásica, sino de un hecho positivo de la puesta en escena, al que Cocteau no se veía en absoluto obligado por el cine y que, por tanto, sobrepasa las posibilidades de expresión del teatro; como éste se halla constreñido a hacerlo, no puede conseguir el mismo efecto. Cien ejemplos confirmarían que la cámara respeta la naturaleza del decorado teatral y se esfuerza solamente por aumentar su eficacia, sin tratar nunca de modificar sus relaciones con el personaje. No todos los inconvenientes que presenta el teatro favorecen su finalidad dramática: la necesidad de mostrar en la escena las habitaciones, una después de otra, y de bajar en los entreactos el telón es incontestablemente una servidumbre inútil. La verdadera unidad de tiempo y de lugar la introduce la cámara gracias a su movilidad. El cine era necesario para que el proyecto teatral se expresara por fin libremente y para que Les parents terribles llegara a ser evidentemente una tragedia de la habitación en la que el entreabrirse de una puerta pueda tener mayor sentido que un monólogo sobre una cama. Cocteau no traiciona su obra, sino que permanece fiel al espíritu de la pieza en cuanto respeta mejor las servidumbres esenciales al saber discernirlas de las contingencias accidentales. El cine obra tan sólo como un revelador que acaba de hacer aparecer ciertos detalles que la escena dejaba en blanco.

Resuelto el problema del decorado, quedaba el más difícil: el de la planificación. Es aquí donde Cocteau ha demostrado más imaginación. La noción de «plano» acaba finalmente por disolverse. Sólo subsiste el «encuadre», cristalización pasajera de una realidad cuya presencia obsesiva no deja de sentirse. A Cocteau le gusta decir que ha pensado su film en «16 mm». «Pensado» solamente, porque no hubiera tenido sentido realizarlo en formato reducido. Lo que cuenta es que el espectador tenga el sentimiento de una presencia total del suceso no como en el caso de Welles (o de Renoir) por la profundidad de campo, sino en virtud de una diabólica rapidez de la mirada, que nos parece que capta por vez primera el ritmo puro de la atención. Sin duda toda buena planificación la tiene en cuenta. El tradicional «campo-contracampo» divide el diálogo según una sintaxis elemental del interés. Un primer plano de un teléfono que llama en el momento patético equivale a una concentración de la atención. Pero nos parece que la planificación ordinaria supone un compromiso entre tres posibles sistemas de analizar la realidad: 1.° un análisis puramente lógico y descriptivo (el arma del crimen cerca del cadáver); 2.° un análisis psicológico interior al film, es decir, conforme con el punto de vista de uno de los protagonistas en la situación dada (el vaso de leche —quizá envenenado— que debe beber Ingrid Bergman en Encadenados, o la sortija en el dedo de Teresa Wright en La sombra de una duda)', 3.° finalmente, un análisis psicológico en función del interés del espectador; interés espontáneo o provocado por el director precisamente gracias a este análisis: es el picaporte que gira sin que el criminal lo advierta (¡Atención!, gritarán los niños al personaje del Guiñol que va a ser sorprendido por el gendarme).

Estos tres puntos de vista, cuya combinación constituye la síntesis de la acción cinematográfica en la mayor parte de los films, dan una impresión de unidad. Sin embargo, implican una heterogeneidad psicológica y una discontinuidad material. En el fondo, los mismos que se concede el novelista tradicional y que valieron a François Mauriac la conocida repulsa por parte de Jean-Paul Sartre. La importancia de la profundidad de campo y del plano fijo en Orson Welles o William Wyler procede precisamente de rechazar esta fragmentación arbitraria que sustituyen por una imagen uniformemente legible, que obliga al espectador a realizar por sí mismo la elección.

Aunque permaneciendo técnicamente fiel a la planificación clásica (su film tiene incluso un número de planos superior a lo normal), Cocteau le confiere una significación original no utilizando prácticamente más que planos de la tercera categoría; es decir, el punto de vista del espectador y sólo ése; de un espectador extraordinariamente perspicaz y puesto en situación de verlo todo. El análisis lógico y descriptivo, lo mismo que el punto de vista del personaje, quedan prácticamente eliminados; queda sólo el del testigo. Hay una utilización de la «cámara subjetiva» pero a la inversa, no como en La dama del lago, gracias a una pueril identificación del espectador con el personaje a través del trucaje de la cámara, sino al contrario, por la despiadada exterioricidad del testigo. La cámara es el espectador y nada más que el espectador. Es también Cocteau quien ha dicho que el cine era ver un acontecimiento por el ojo de la cerradura. De la cerradura queda aquí la impresión de violación de domicilio, la quasi-obscenidad del «ver».

Tomemos un ejemplo muy significativo de esta determinación de exterioricidad: una de las últimas imágenes del film, cuando Yvonne de Bray envenenada se aleja retrocediendo hacia su habitación, mirando al grupo que está muy ocupado alrededor de la feliz Magdalena. Un travelling hacia atrás permite a la cámara el acompañarla. Pero este movimiento no se confunde nunca, aunque la tentación era grande, con el punto de vista subjetivo de «Sofía». El impacto del travelling sería ciertamente más violento si estuviéramos en el sitio de la actriz y viéramos con sus ojos. Pero Cocteau se ha guardado muy bien de incurrir en este contrasentido: conserva a Yvonne de Bray en escorzo y retrocede, un poco retirado, detrás de ella. El objeto del plano no es lo que ella mira, ni siquiera su mirada; se trata de verla mirar; y, sin duda, por encima de su hombro; ése es el privilegio cinematográfico que Cocteau se empeña en devolver al teatro.

Cocteau se coloca así en el principio mismo de las relaciones del espectador con la escena. Aunque el cine le permitía captar el drama desde múltiples puntos de vista, prefirió deliberadamente no utilizar más que el del espectador, único denominador común entre la escena y la pantalla.

Así, Cocteau conserva lo esencial del carácter teatral de su obra. En lugar de intentar, como tantos otros, disolverla en el cine, utiliza por el contrario los recursos de la cámara para acusar, subrayar, confirmar las estructuras escénicas y sus corolarios psicológicos. La aportación específica del cine no se podría definir aquí más que como aumento de teatralidad.

Por esto hay que equipararle con Laurence Olivier, Orson Welles, Wyler y Dudley Nichols, como lo confirman el análisis de Macbeth, de Hamlet, de La loba o de A Electra le sienta bien el luto, para no hablar de un film como Occupe-toi d’Amélie, donde Claude Autant-Lara realiza en el vodevil una operación comparable a la de Laurence Olivier con Enrique V. Todos los éxitos tan característicos de estos últimos quince años son ilustración de una paradoja: el respeto del texto y de las estructuras teatrales. Ya no se trata de un asunto que se «adapta». Se trata de una obra teatral que se pone en escena gracias al cine. Del «teatro en conserva», ingenuo o impúdico, a estos éxitos recientes, el problema del teatro filmado se ha renovado radicalmente. Hemos intentado discernir cómo. Con una mayor ambición ¿llegaremos a decir por qué?