XVI. EL «WESTERN» O EL CINE AMERICANO POR EXCELENCIA [54]
El western es el único género cuyos orígenes se confunden prácticamente con los del cine y que después de medio siglo de éxito ininterrumpido conserva siempre su vitalidad. Incluso si se le niega un equilibrio en su inspiración y en su estilo desde los años treinta, habrá que extrañarse al menos de la estabilidad de su éxito comercial, termómetro de su salud. Sin duda el western no ha escapado del todo a la evolución del gusto cinematográfico, es decir, del gusto a secas. Ha padecido y habrá de padecer todavía influencias extrañas (las de la novela negra, por ejemplo, o de la literatura policíaca o de las preocupaciones sociales de la época) merced a las cuales la ingenuidad y el rigor del género se han visto perturbados. Hay que lamentarlo, pero no puede deducirse de ahí una verdadera decadencia. Esas influencias, en efecto, no se ejercen en realidad más que en una minoría de producciones de un nivel relativamente elevado, sin afectar a los films de «serie Z» destinados, sobre todo, a la consumición interior. Por otra parte, casi más lógico que lamentarse de las contaminaciones pasajeras del western sería el maravillarse de que las resista. Cada influencia obra sobre él como una vacuna. El microbio, pierde, al entrar en contacto con él, su virulencia mortal. En diez o quince años la comedia americana ha agotado sus virtudes; si sobrevive gracias a éxitos ocasionales, es tan solo en la medida en que se aparta en alguna forma de los cánones que determinaron su éxito antes de la guerra. De las Noches de Chicago (1927) a Scarface (1932), el film de gangsters completó su ciclo de crecimiento. Los guiones policíacos han evolucionado rápidamente, y si todavía hoy puede reencontrarse una estética de la violencia en el cuadro de la aventura criminal, que les es evidentemente común con Scarface, sería, sin embargo, bien difícil reconocer a los héroes originales en el detective privado, el periodista o el «G-man». Además, aunque pueda hablarse de un género policíaco americano, no cabe atribuirle la especificidad del western, ya que la literatura que existía antes de él no ha dejado de influenciarle, y los últimos avatares interesantes del film criminal proceden directamente de ella.
Por el contrario, la permanencia de los héroes y de los esquemas dramáticos del western ha sido demostrado recientemente por la televisión, con el éxito delirante de las antiguas películas de Hopalong Cassidy; y es que el western no envejece.
Quizá todavía más que la perennidad histórica del género, nos asombra su universalidad geográfica. ¿Qué hay en las poblaciones árabes, hindúes, latinas, germánicas o anglosajonas, entre las que el western no ha cesado de cosechar éxitos; qué les hace interesarse por la evocación del nacimiento de los Estados Unidos de América, las luchas de Búffalo Bill contra los indios, el trazado de las líneas de ferrocarril o la guerra de Secesión?
Hace falta, por tanto, que el western esconda algún secreto que más que de juventud sea de eternidad; un secreto que se identifique de alguna manera con la esencia misma del cine.
Resulta fácil decir que el western es «el cine por excelencia» basándose en que el cine es movimiento. Las cabalgadas y las peleas son sin duda sus atributos ordinarios, pero en ese caso el western quedaría reducido a una variedad más entre los otros films de aventuras. Por otra parte, la animación de los personajes llevada a una especie de paroxismo es inseparable de su cuadro geográfico; se podría, por tanto, definir al western por su decorado (la ciudad de madera) y su paisaje; pero otros géneros y otras escuelas cinematográficas han sacado partido de la poesía dramática del paisaje: la producción sueca de la época muda, por ejemplo, sin que esta poesía, que contribuyó a su grandeza, consiguiera asegurar su supervivencia. Más aún, se ha llegado, como en The overlanders, a tomar al western uno de sus temas —el tradicional viaje del rebaño— situándolo en un paisaje (el de la Australia central) bastante análogo a los del Oeste americano. El resultado, como se sabe, fue excelente; pero parece muy sensato que se haya renunciado a sacar conclusiones de esta proeza paradójica cuyo éxito no obedecía más que a coyunturas excepcionales. Se ha llegado incluso a rodar western en Francia, en los paisajes de Camargue, y debe verse ahí una prueba suplementaria de la popularidad y de la buena salud de un género que soporta la copia, la imitación o la parodia.
A decir verdad, nos esforzaríamos en vano intentando reducir la esencia del western a uno cualquiera de sus componentes. Los mismos elementos se encuentran en otras partes, pero no los privilegios que parecen estarles unidos. Hace falta, por tanto, que el western sea algo más que su forma. Las cabalgadas, las peleas, los hombres fuertes e intrépidos en un paisaje de salvaje austeridad no bastan para definir o precisar los encantos del género.
Esos atributos formales, en los que se reconoce de ordinario el western, no son más que los signos o los símbolos de su realidad profunda, que es el mito. El western ha nacido del encuentro de una mitología con un medio de expresión: la Saga del Oeste existía antes del cine bajo formas literarias o folklóricas, y la multiplicación de los films no ha hecho desaparecer la literatura western, que continúa teniendo su público y proporciona a los guionistas sus mejores asuntos. Pero no hay una medida común entre la audiencia limitada y nacional de las westerns stories y la otra, universal, de los films que inspiran. De la misma manera que las miniaturas de los libros de Horas han servido como modelos para la estatuaria y para las vidrieras de las catedrales, esta literatura, liberada del lenguaje, encuentra en la pantalla un escenario a su medida, como si las dimensiones de la imagen se confundieran al fin con las de la imaginación.
Este libro pondrá el acento sobre un aspecto desconocido del western: su verdad histórica. Desconocido, sin duda, a causa de nuestra ignorancia, pero todavía más por el prejuicio sólidamente enraizado según el cual el western no podrá contar más que historias de una gran puerilidad, fruto de una ingenua invención, sin preocupación alguna de verosimilitud psicológica, histórica o, incluso, simplemente material. Es cierto que desde un punto de vista puramente cuantitativo, los westerns explícitamente preocupados por la fidelidad histórica son una minoría. Pero no es cierto que sean sólo esos necesariamente los que tienen algún valor. Sería ridículo juzgar al personaje de Tom Mix (y más todavía a su caballo blanco encantado) o incluso a William Hart o a Douglas Fairbanks, que hicieron los magníficos films del gran período primitivo del western, con la medida de la arqueología. Por lo demás, una gran cantidad de westerns actuales de un nivel honorable (pienso por ejemplo en Camino de la horca, Cielo amarillo o Solo ante el peligro) no tienen con la historia más que algunas analogías bastante simples. Son ante todo obras de imaginación. Pero sería tan falso ignorar las referencias históricas del western como el negar la libertad sin trabas de sus guiones. J. L. Rieupcyrout nos muestra perfectamente la génesis de la idealización épica a partir de una historia relativamente próxima; es posible, sin embargo, que su estudio, preocupado por recordarnos lo que de ordinario es olvidado o ignorado, ciñéndose sobre todo a los films que ilustran su tesis, deje implícitamente en la sombra la otra cara de la realidad estética. Ese aspecto serviría sin embargo para darle doblemente razón. Porque las relaciones de la realidad histórica con el western no son inmediatas y directas sino dialécticas. Tom Mix es la contrapartida de Abraham Lincoln, pero perpetúa a su manera su culto y su recuerdo. Bajo sus formas más novelescas o más ingenuas, el western es todo lo contrario de una reconstrucción histórica. Hopalong Cassidy no difiere, al parecer, de Tarzán más que por la ropa que viste y el marco donde se desarrollan sus proezas. Sin embargo, si alguien quiere tomarse la molestia de comparar estas historias tan encantadoras como inverosímiles, superponiéndolas, como se hace en la fisiognomía moderna con numerosos negativos de rostros, se verá aparecer en trasparencia el western compuesto de las constantes comunes a unos y a otros: un western compuesto de sus solos mitos en estado puro. Distingamos, por ejemplo, uno de ellos: el de la Mujer.
En el primer tercio del film, el «buen cow-boy» encuentra a la joven pura (digamos la virgen prudente y fuerte) de la que se enamora; a pesar del gran pudor de ella, no tardamos en saber que es correspondido. Pero obstáculos casi insuperables se oponen a este amor. Uno de los más significativos y más frecuentes suele proceder de la familia de la amada —el hermano, por ejemplo, es un indeseable del que el buen cow-boy se ve obligado a librar a la sociedad en combate singular—. Nueva Jimena, nuestra heroína se prohíbe a sí misma encontrar atractivo al asesino de su hermano. Para redimir a los ojos de la bella y merecer su perdón, nuestro caballero debe entonces superar una serie de pruebas fabulosas. Finalmente, salva a la elegida de su corazón de un peligro mortal (mortal para su persona, su virtud, su fortuna o las tres al mismo tiempo). Después de lo cual, y ya que estamos llegando al final, la bella considerará oportuno perdonar a su pretendiente, dándole además esperanza de muchos hijos.
Hasta aquí el esquema sobre el que, a buen seguro, podrían entrelazarse mil variantes (sustituyendo, por ejemplo, la guerra de Secesión por la amenaza de los indios o de los cuatreros) y que presenta semejanzas notables con las novelas caballerescas; basta ver la preeminencia que concede a la mujer y las pruebas que el héroe debe superar para conseguir su amor.
Pero la historia se enriquece muy frecuentemente con un personaje paradójico: la cabaretera del saloom, generalmente enamorada también del buen cow-boy. Habría, por tanto, una mujer de más si el dios de los guionistas no estuviera vigilante. Unos minutos antes del fin, la descarriada de gran corazón salva a su amado de un peligro, sacrificando su vida y su amor sin esperanza por la felicidad de su cow-boy. Y al mismo tiempo queda definitivamente redimida en el corazón de los espectadores.
He aquí lo que mueve a la reflexión. Resulta evidente que la división entre buenos y malos no existe más que para los hombres. Las mujeres, de lo más alto a lo más bajo de la escala social, son dignas de amor, o al menos de estima y de piedad. La más insignificante mujer de la vida puede siempre redimirse gracias al amor y a la muerte, e incluso esta última se le dispensa en La diligencia, cuyas analogías con Bola de sebo, de Maupassant, son bien conocidas. También es cierto que con frecuencia el buen cow-boy ha tenido que arreglar alguna antigua cuenta con la justicia, y en este caso el más moral de los matrimonios se hace entonces posible entre el héroe y la heroína.
Así, en el mundo del western las mujeres son buenas y el hombre es el malo. Tan malvado que el mejor de entre ellos debe redimir de alguna manera con sus proezas la falta original de su sexo. En el paraíso terrestre Eva hizo caer a Adán en la tentación. Paradójicamente, el puritanismo anglosajón, bajo la presión de coyunturas históricas, invierte los hechos. La caída de la mujer resulta siempre motivada por la concupiscencia de los hombres.
Es evidente que esta hipótesis procede de las condiciones mismas de la sociología primitiva del Oeste, donde la escasez de mujeres y los peligros de una vida demasiado ruda crearon en esta sociedad naciente la obligación de proteger a sus mujeres y a sus caballos. Contra el robo de un caballo puede bastar la horca. Para respetar a las mujeres hace falta algo más que el miedo a un riesgo tan insignificante como perder la vida: la fuerza positiva de un mito. El western instituye y confirma el mito de la mujer como vestal de esas virtudes sociales de la que este mundo todavía caótico tiene una gran necesidad. La mujer encierra no sólo el porvenir físico, sino además, gracias al orden familiar al que aspira como la raíz a la tierra, sus mismas coordenadas morales.
Estos mitos, cuyo ejemplo quizá más significativo acabamos de analizar (después del cual vendría inmediatamente el del caballo) podrían sin duda reducirse a un principio todavía esencial. Cada uno de ellos no hace en el fondo más que especificar, a través de un esquema dramático particular, el gran maniqueísmo épico que opone las fuerzas del mal a los caballeros de la justa causa. Esos paisajes inmensos de praderas, desiertos o peñascales sobre los que se sostiene, precariamente, el pueblo de madera —ameba primitiva de una civilización— están abiertos a todas las posibilidades. El indio que las habitaba era incapaz de imponerles el orden del hombre. Sólo había conseguido hacerse su dueño al identificarse con su salvajismo pagano. El hombre cristiano blanco, por el contrario, es verdaderamente el conquistador que crea un Nuevo Mundo. La hierba nace donde pisa su caballo y viene a implantar a la vez su orden moral y su orden técnico, indisolublemente unidos; el primero garantizando el segundo. La seguridad material de las diligencias, la protección de las tropas federales, la construcción de grandes vías férreas importan menos quizá que la instauración de la justicia y de su respeto. Las relaciones de la moral y de la ley, que no son ya para nuestras viejas civilizaciones más que un tema del bachillerato, han resultado ser, hace menos de un siglo, el principio vital de la joven América. Sólo hombres fuertes, rudos y valientes podían conquistar estos paisajes todavía vírgenes. Todo el mundo sabe que la familiaridad con la muerte no contribuye a fomentar ni el miedo al infierno, ni los escrúpulos ni el raciocinio moral. La policía y los jueces benefician sobre todo a los débiles. La fuerza misma de esta humanidad conquistadora constituía su flaqueza. Allá donde la moral individual es precaria, sólo la ley puede imponer el orden del bien y el bien del orden. Pero la ley es tanto más injusta en cuanto que pretende garantizar una moral social que ignora los méritos individuales de los que hacen esa sociedad. Para ser eficaz, esa justicia debe aplicarse por hombres tan fuertes y tan temerarios como los criminales. Estas virtudes, lo hemos dicho, no son apenas compatibles con la Virtud, y el sheriff personalmente, no siempre es mejor que los que manda a la horca. Así nace y se confirma una contradicción inevitable y necesaria. Con frecuencia, apenas hay diferencia moral entre aquellos a quienes se considera como fuera de la ley y los que están dentro. Sin embargo la estrella del sheriff debe constituir una especie de sacramento de la justicia cuyo valor es independiente de los méritos del ministro. A esta primera contradicción se añade la del ejercicio de una justicia que, para ser eficaz, debe ser extrema y expeditiva —menos, sin embargo, que el linchamiento— y, por tanto, ignorar las circunstancias atenuantes, así como las coartadas cuya verificación resultara demasiado larga. Protegiendo la sociedad corre el riesgo de pecar de ingratitud hacia los más turbulentos de sus hijos, que no son quizá los menos útiles, ni incluso tampoco los menos meritorios.
La necesidad de la ley no ha estado nunca más próxima de la necesidad de una moral; jamás tampoco su antagonismo ha sido más claro y más concreto. Eso es lo que constituye, de un modo burlesco, el fondo de El peregrino, de Charlie Chaplin, donde vemos, a modo de colofón, cómo nuestro héroe galopa a caballo sobre la frontera del bien y del mal, que es también la de México. Admirable ilustración dramática de la parábola del fariseo y del publicano, La diligencia, de John Ford, nos muestra que una prostituta puede ser más digna de respeto que las beatas que la han echado de la ciudad o, por lo menos, tanto como la mujer de un oficial; que un jugador fracasado puede saber morir con la dignidad de un aristócrata; cómo un médico borrachín puede practicar su profesión con competencia y abnegadamente: cómo un fuera de la ley, perseguido por algunos arreglos de cuentas pasados y probablemente futuros, da pruebas de lealtad, de generosidad, de valor y de delicadeza, mientras que un banquero considerable y considerado se escapa con la caja.
Así encontramos en el origen del western una ética de la epopeya e incluso de la tragedia. Suele creerse generalmente que el western es épico por la escala sobrehumana de sus héroes; por la grandeza legendaria de sus proezas. Billy el Niño es invulnerable como Aquiles, y su revólver infalible. El cow-boy es un caballero andante. Al carácter de los héroes corresponde un estilo de la puesta en escena en el que la trasposición épica aparece ya gracias a la composición de la imagen, con su predilección por los amplios horizontes, en donde los grandes planos de conjunto recuerdan siempre el enfrentamiento entre el hombre y la naturaleza. El western ignora prácticamente el primer plano, casi totalmente el plano americano y, por el contrario, es muy aficionado al travelling y a la panorámica, que niegan sus límites a la pantalla y le devuelven la plenitud del espacio.
Todo ello es cierto. Pero este estilo de epopeya no alcanza su sentido más que a partir de la moral que lo sostiene y lo justifica. Esta moral es la de un mundo en el que el bien y el mal social, en su pureza y en su necesidad, existen como dos elementos simples y fundamentales. Pero el bien que nace engendra la ley en su rigor primitivo, y la epopeya se hace tragedia por la aparición de la primera contradicción entre la trascendencia de la justicia social y la singularidad de la justicia moral; entre el imperativo categórico de la ley, que garantiza el orden de la Ciudad futura, y aquel otro, no menos irreductible, de la conciencia individual.
Hay quien ha tomado a broma la simplicidad corneliana de los guiones del western. Es fácil, en efecto, advertir su analogía con el argumento de El Cid: el mismo conflicto del deber y del amor, las mismas empresas caballerescas que permitirán a la virgen fuerte consentir en el olvido de la afrenta sufrida por su familia. Encontramos también ese pudor en los sentimientos que supone una concepción del amor subordinada al respeto de las leyes sociales y morales. Pero esta comparación es ambigua; burlarse del western evocando a Corneille, significa resaltar al mismo tiempo su grandeza, grandeza quizá muy próxima de la puerilidad, como también la infancia está cerca de la poesía.
No hay duda de que es esta grandeza ingenua lo que los hombres más simples de todos los climas —y los niños— reconocen en el western a pesar de las diferencias de lengua, de paisajes, de costumbres y de trajes. Porque los héroes épicos y trágicos son universales. La guerra de Secesión pertenece a la historia del siglo XIX, pero el western ha hecho de la más moderna de las epopeyas una nueva guerra de Troya. La marcha hacia el Oeste es nuestra Odisea.
La historicidad del western, por tanto, lejos de entrar en contradicción con la otra vertiente no menos evidente del género —su gusto por las situaciones excesivas, la exageración de los hechos y el deus ex machina; todo lo que en resumen supone un sinónimo de inverosimilitud ingenua— funda por el contrario su estética y su psicología. La historia del cine no ha conocido más que otro ejemplo de cine épico y es también un cine histórico. Comparar la forma épica en el cine raso y en el americano no es el fin de este estudio, y, sin embargo, el análisis de los estilos esclarecería sin duda con una luz inesperada el sentido histórico de los acontecimientos evocados en los dos casos. Nuestro propósito se limita a hacer notar que la proximidad de los hechos no tiene nada que ver con su estilización. Hay leyendas casi instantáneas a las que la mitad de una generación basta para darles la madurez de la epopeya. Como la conquista del Oeste, la Revolución soviética es un conjunto de acontecimientos históricos que señalan el nacimiento de un orden y de una civilización. Una y otra han engendrado los mitos necesarios para la confirmación de la Historia; una y otra también han tenido que reinventar la moral, encontrar en su fuente viva, antes de que se mezcle o manche, el principio de la ley que pondrá orden en el caos, que separará el cielo de la tierra. Pero quizá el cine ha sido el único lenguaje capaz no solamente de expresar, sino, sobre todo, de darle su verdadera dimensión estética. Sin él, la conquista del Oeste no habría dejado, con las westerns stories más que una literatura menor; de la misma manera que tampoco ha sido gracias a su pintura o a sus novelas como el arte soviético ha impuesto al mundo la imagen de su grandeza. Y es que el cine es ya el arte específico de la epopeya.